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martes, 26 de noviembre de 2013

Saul Bellow

Algo por lo que recordarme





Cuando están pasando muchas cosas, muchas más de las que eres capaz de soportar, puedes decidir imaginar que no está pasando nada en particular, que tu vida gira y gira como el plato de un tocadiscos. Y entonces un día te das cuenta de que lo que creíste que era el plato de un tocadiscos, suave, plano y nivelado, era en realidad un remolino, un torbellino. Mi primer momento de conciencia de la oculta labor de los días tranquilos se remonta a febrero de 1933. La fecha exacta no importa mucho. Sin embargo, me gusta creer que tú, mi único hijo, querrás oír hablar de esta oculta labor porque tiene relación conmigo. Cuando eras niño te gustaba la historia de la familia. Pronto comprenderás que no podía contarle a un niño lo que voy a contarte a ti ahora. Uno no le habla a un niño de muertes y torbellinos, no en estos días. En mi época mis padres no dudaban en hablar de muertes o de moribundos. Lo que rara vez mencionaban era el sexo. Ahora lo tenemos todo al revés.
Mi madre murió cuando yo era un adolescente. Muchas veces te lo he dicho. Lo que no te he dicho es que yo quería olvidar que se estaba muriendo al no permitirme a mí mismo pensar en ello, ¿Qué te parece? Era el mes de febrero, como ya te he dicho, y añadiré que la fecha exacta no significará nada para ti. Debo confesar que yo mismo evité fijarla.
Chicago en invierno, con su armadura de hielo gris, el cielo bajo y el avanzar pesado. Yo estaba en el último curso del instituto, un estudiante indiferente, en general no muy popular, una figura de fondo de la escuela. En público solo destacaba como saltador de altura. Y no es que estuviera muy en forma: un curioso salto o convulsión de último minuto me elevaban por encima de la barra. Pero esto era lo que a la escuela le gustaba ver. Aunque no tenía muchas ganas de estudiar, sin embargo me gustaban los libros. En familia no hablaba mucho de mi vida. La verdad es que no quería hablar de mi madre. Además, no tenía palabras con las que expresar la peculiaridad de mis extraños gustos.
Pero sigamos con aquel importante día de principios de febrero.
Empezó como cualquier otro día invernal de escuela en Chicago: ordinario y gris. La temperatura solo estaba unos pocos grados por encima de cero, en el cristal de la ventanilla se habían formado con el hielo unas formas botánicas, la nieve pasaba volando para ir a parar a montones y el hielo arenoso de las calles, un bloque detrás de otro, formaba un todo con el color hierro del cielo. Tomé un desayuno de cereales, tostadas y té. Tarde como siempre, me detuve un momento a mirar en la habitación donde mi madre yacía enferma. Me acerqué a ella y le dije: “Soy Louie, me voy a la escuela”. Me pareció que asentía. Tenía los párpados marrones; el color de su rostro era mucho más claro. Me apresuré con los libros colgados de mi hombro por una correa.
Cuando llegué al bulevar al filo del parque, dos hombrecillos salían corriendo de un portal con rifles al hombro, dieron unas cuantas vueltas y apuntaron hacia arriba, para disparar a unas palomas que había cerca del tejado. Varios pájaros cayeron directamente al suelo, y los hombres recogieron los blandos cuerpos y corrieron hacia dentro, hombrecillos oscuros con agitadas camisas blancas. Cazadores de la Depresión y sus presas de la ciudad. Momentos antes el coche de la policía había pasado por allí a quince kilómetros por hora. Los hombres aquellos habían esperado a que pasara.
Esto no tenía nada que ver conmigo. Lo menciono simplemente porque sucedió. Rodeé las manchas de sangre y entré en el parque.
A la derecha del parque, detrás de las ramitas invernales de las lilas, la capa de nieve estaba rota. En la profundidad de la noche negra, Stephanie y yo nos habíamos besuqueado allí, mis manos debajo de su abrigo de mapache, debajo de su jersey, debajo de su falda, unos adolescentes besándose sin moderación. El sombrero de piel de mapache que llevaba ella se deslizaba hacia atrás de su cabeza. Ella abría el abrigo, que olía a almizcle, para que yo me acercara más.
Al acercarme al edificio de la escuela, tuve que correr para alcanzar las puertas antes del último toque de campana. Tenía problemas con la familia; no había problema con los profesores, ni tampoco te llamaban a ver al director en aquella época. Y sí que cumplía las reglas, aunque despreciaba el trabajo de clase. Pero gastaba todo el dinero que caía en mis manos en la librería de Hammersmark. Leí Manhattan Transfer, La habitación enorme y El retrato del artista adolescente. Pertenecía al Círculo Francés y al Club de Dialéctica de los mayores. El tema del club para aquella tarde era la elección de Hitler por parte de Von Hindenburg para formar un nuevo gobierno. Pero yo ahora no podía ir a las reuniones; tenía un trabajo después de clase. Mi padre había insistido en que me buscara uno.
Después de las clases, de camino al trabajo, me detuve en casa para cortarme una rebanada de pan y un trozo de queso de Wisconsin, y también a ver si mi madre estaba despierta. Durante los últimos días había estado muy sedada y rara vez decía nada. La alta botella cuadrada que tenía a su lado estaba llena de Nembutal, un líquido de color rojo claro. El color de este fluido era siempre el mismo, como si no pudiera admitir ninguna sombra. Ahora que ya no podía incorporarse para que se lo lavaran, mi madre tenía el pelo corto. Esto le hacía la cara más delgada, y además los labios los tenía con una expresión seria. Su respiración era seca y dura, obstruida. La persiana estaba medio subida. Tenía festones en el borde y un fleco blanco. El hielo de la calle era gris oscuro. La nieve estaba apilada contra los árboles. Sus troncos tenían aspecto mineral y negro. Esperando fuera en el invierno con sus armaduras de cocodrilo, acumulaban hollín de carbón.
Incluso cuando estaba despierta, mi madre no conseguía encontrar aliento para hablar. A veces hacía gestos. A excepción de la enfermera, no había nadie en la casa. Mi padre estaba en el trabajo, mi hermano tenía trabajo en el centro, mis hermanos hacían chapuzas. Albert, el mayor, era administrativo para un abogado del Loop. Mi hermano Len me había encontrado un empleo con los trenes del noroeste, y durante una temporada fui allí vendedor de caramelos, barras de chocolate y periódicos de la tarde. Cuando mi madre puso fin a esto porque me hacía llegar muy tarde, yo ya había encontrado otro empleo. En ese momento repartía flores para una tienda de la avenida North y viajaba en los tranvías llevando coronas y ramos a todos los rincones de la ciudad. Behrens, el florista, me pagaba cincuenta centavos por tarde; y con las propinas podía ganar hasta un dólar. Eso me daba tiempo para preparar la lección de trigonometría y para, muy tarde por las noches, después de haber visto a Stephanie, leer mis libros. Me sentaba en la cocina cuando todo el mundo estaba durmiendo, en profundo silencio, con la nieve acumulada bajo las ventanas y, más allá, la pala del portero raspando el cemento y resonando en la puerta del horno. Leía libros prohibidos que circulaban entre mis compañeros de clase, panfletos políticos, Prufrock y Mauberley. También estudiaba libros cercanos, demasiado profundos para comentarlos con nadie. Leía en los tranvías (que en los demás sitios llaman troles). La lectura me alejaba de lo que veía. En realidad, no veía nada: más de lo mismo y después más de lo mismo. Escaparates, garajes, almacenes y estrechas casitas de ladrillo. La ciudad estaba diseñada como una enorme red, con ocho manzanas por kilometro y una línea de tranvías cada cuatro calles. Los días eran cortos, las farolas asomaban poco y los sucios montones de nieve se convertían en fuente de luz hacia el atardecer. Yo llevaba el dinero del tranvía en el mitón, donde las monedas se mezclaban solas por lo gastado del forro. Aquel día llevaba lilas a una dirección en las afueras. Estaban envueltas y prendidas con alfileres y grueso papel. Behrens, al explicarme mi encargo, estaba pálido, un hombre de rostro alargado que llevaba gafas sobre la punta de la nariz. En medio de las flores, él era el único que no tenía color: algo así como el precio que pagaba por ser humano. No malgastaba palabras: “Este encargo te llevará una hora de ida y otra de vuelta con este tráfico, de manera que será el único por hoy. Tengo a esta gente en los libros, pero asegúrate de que firman la cuenta”.
Yo no sabría decir porque era un alivio tan grande salir de la tienda, del olor húmedo y cálido a tierra, de las densas espinas, de los punzantes cactus y de las laderas de cristal llenas de orquídeas, gardenias y rosas para lechos de enfermo. Yo prefería el aburrimiento de ladrillo de la calle, las piedras del pavimento y los raíles de acero. Me eché hacia abajo los tres extremos de mi gorra de patinador y me fui con el torpe paquete en la mano a la calle Robey. Cuando llegó resoplando el tranvía encontré sitio en el largo asiento del lado de la puerta. Los pasajeros ni siquiera se desabrochaban los abrigos. Estaban helados, cautelosos, embozados, tristes. Yo llevaba lectura: el resto de un libro, sin pastas, con las páginas juntas por el hilo de encuadernar y algunos copos de pegamento. Llevaba quizá cincuenta o sesenta páginas en el bolsillo de mi chaqueta corta de piel de oveja. Con la mano que tenía libre no podía manejar aquel libro mutilado. Y en el tranvía Broadway-Clark, leer estaba descartado. Tenía que proteger mis lilas de los balanceos de la gente colgada de las correas y de la que empujaba hacia delante.
Me apeé en la calle Ainslie con el paquete derecho, que tenía la forma de una cometa forrada. El edificio que yo buscaba tenía un patio con palieres de hierro. El vestíbulo era el habitual: un suelo que se hundía en el medio, conjuntos de baldosas, trozos rellenos de basura y un panel de buzones de bronce con bocas de tubo. Cuando apreté el botón del timbre no sonó ninguna voz sino que, en vez de eso, el pestillo dio un zumbido discordante, traqueteó, y yo cambié el frio del vestíbulo exterior por la sobrecalentada atmósfera con olor a moho del vestíbulo interior. En el segundo piso unas de las dos puertas estaba abierta y junto a la pared había una pila de zapatos y chanclos y galochas. Enseguida me encontré rodeado de gente que bebía. Todas las luces de la casa estaban encendidas, aunque faltaba por lo menos una hora para el anochecer. Había abrigos apilados en sillas y sofás. Por supuesto, en aquellos días todo el whisky era de contrabando. Sosteniendo las flores muy alto, pasé por en medio del duelo. Yo era casi algo oficial. El mensaje se fue pasando de boca en boca: “Dejad pasar al niño. Adelante, chico”.
El largo pasillo también estaba lleno, pero el comedor se encontraba completamente vacío. Encima de la mesa había una chica muerta dentro de su ataúd. Sobre ella una lámpara de cristal colgada de una arteria pegada y deformada de cable que salía del roto yeso. Yo no esperaba encontrarme frente a frente con un ataúd.
Se la veía tal y como era, sin el maquillaje de la funeraria, una chica mayor que Stephanie, no tan rellenita, delgada, rubia, con el pelo lacio arreglado sobre los hombros de muerta. Había desaparecido todo sostén, era un peso muerto que dependía totalmente del apoyo que le dieran y no era tanto que yacía como que estaba hundida en aquel rectángulo gris. Vi lo que creí que era la marca de una presión de dedos sobre su mejilla. Si había sido bonita o no, no se consideraba siquiera.
Una mujer gruesa de vestido negro abrió la puerta batiente de la cocina y me vio de pie allí junto al cadáver. Creí que estaba disgustada cuando me hizo una señal con el puño para que me acercara. Cuando pasé a su lado se acercó ambos puños al pecho. Me dijo que pusiera las flores en el fregadero y entonces les quitó los alfileres y rompió el papel. Tenía los brazos grandes, las pantorrillas gruesas, el pelo recogido en un moño, la corta nariz delgada y roja. Era costumbre en Behren’s atar los tallos de las lilas a unos tallos delgados inertes. De este modo se evitaba que se produjera ningún desperfecto.
En el escurridor del fregadero había un jamón al horno con rebanadas de pan alrededor de la bandeja, un jarro de mostaza francesa y unas paletas de madera para untarla. Yo veía y veía y veía.
Con la mujer me comporté de lo más discreta y educadamente que pude. Miré al suelo para ahorrarle mi cara de conmiseración. Pero que le importaría a ella mis discreción; ¿cómo había entrado yo allí sino como mensajero y servidor? Pero, si ella no quería observar mi comportamiento, ¿para quién me estaba comportando yo? Todo lo que ella quería era pagar la cuenta y echarme de allí. Cogió el bolso y lo apoyó contra su cuerpo, igual que había hecho con los puños.
- ¿Qué le debo a Behren’s? –me preguntó.
- Me dijo que podía usted firmar aquí.
Ella, sin embargo, no iba a malgastar amabilidad conmigo. Me dijo:
- No. –Y añadió-: No quiero tener deudas a mis espaldas.
Me dio un billete de cinco dólares y añadió una propina de cinco centavos, por lo que fui yo quien firmó el recibo, lo mejor que pude sobre los esmaltados cuencos del fregadero. Doblé el billete muy pequeño y busqué bajo el abrigo de piel de oveja el bolsillo del reloj, avergonzado de tomar dinero de ella allí en presencia de su hija muerta.
Yo no era el objeto de la severidad de aquella mujer, pero su rostro de algún modo me asustaba. La misma mirada se la echaba a las paredes y a la puerta. Yo no figuraba allí, sin embargo esa muerte no era mía. Como si quisiera volver a ver la sencilla cara de la chica, volví a mirar dentro del féretro cuando salía. Y entonces, en la escalera, empecé a sacar las páginas del bolsillo de mi abrigo, y en el vestíbulo busqué las frases que había leído la noche antes. Sí, allí estaban:
La naturaleza no puede sufrir la forma humana en su sistema de leyes. Cuando está a su cargo, el ser humano que tenemos ante nosotros se reduce a polvo. La nuestra es la forma más perfecta que se encuentra en la Tierra. El mundo visible nos sostiene hasta que la vida se marcha, y en ese momento debe destrozarnos completamente. Entonces, ¿Dónde está el mundo del que viene la forma humana?
Si alguien traga algún alimento y muere, ese trozo de comida que te habría alimentado en vida acelerará tu desintegración en la muerte. Esto significa que la naturaleza no hizo la vida; solo la albergó.
En aquellos días, leía muchos libros de ese estilo. Pero el que había leído la noche anterior era más profundo que el resto. Tú, mi único hijo, conoces demasiado bien mi obsesión o locura de toda la vida por los mundos lejanos. Solía aburrirte cuando hablaba de espíritu, o de neuma, y de un continuum de espíritu y naturaleza. Tú estabas demasiado bien educado, respetablemente racional, como para formarte un juicio sobre esos términos. Podría añadir, para citar a un sabio famoso, que lo que es plausible puede pasar sin pruebas. No voy a proseguir en esa línea. Y sin embargo habría una grieta en lo que tengo que decir si fuera a excluir mi importante libro, y después de todo esto es un relato, no una discusión.
En cualquier caso, volví a meterme las páginas en el bolsillo del abrigo y entonces ya no supe que hacer. Eran las cuatro de la tarde, ya no tenía más encargos, pero de algún modo no me sentía muy dispuesto a volver a casa. De manera que fui caminando bajo la nieve a la calle Argyle, donde mi cuñado tenía su consulta de dentista, pensando que quizá podríamos volver juntos a casa. Preparé una explicación sobre por qué me presentaba allí. “Fui a entregar unas flores al North Side, vi a una chica muerta, me di cuenta de lo cerca que estaba de ti y por eso vine.” ¿Por qué me sentía obligado a explicar mi inocente comportamiento cuando era inocente? Quizá porque yo siempre estaba pensando en cosas ilícitas. Porque dirigía una pequeña fábrica de mentiras: pero el autoexamen, que una vez ejerció sobre mí una fascinación tan enorme, se ha vuelto tedioso.
La consulta de mi cuñado estaba en la segunda planta de un edificio sin ascensor: Philip Haddis, Medico Dentista. Tres ventanas en saliente en la esquina redondeada del edificio proporcionaban una visión completa de la calle y del lago, del lado este: con los trozos de hielo flotando. La puerta estaba abierta y cuando pasé por la diminuta y oscura sala de espera (sin ventanas) y no vi a Philip junto al sillón de dentista, grande e inclinado, creí que quizá habría entrado en el laboratorio. Era un buen técnico y hacía gran parte de su propio trabajo, lo que le ahorraba bastante dinero.
Philip no era alto, pero era un hombre muy grande, corpulento. Las mangas de la bata blanca ajustaban completamente los gruesos y desnudos antebrazos. La fuerza de sus brazos era importante cuando tenía que sacar dientes. Le enviaban a muchos pacientes para eso.
Cuando no tenía nada especial que hacer se sentaba en el sillón, estudiando el Racing Form junto al brazo del torno, inclinado como una mantis, la llama de gas y el agua que salía a chorros y daba vueltas en el recipiente de vidrio verde para escupir. Allí siempre era espeso el humo de puro. En medio de la consulta había un reloj debajo de una campana de cristal. En su base daban vueltas cuatro pesas doradas. Aquello era un regalo de mi madre. La vista de la ventana del medio estaba dividida por una cadena que no podría haber sido mucho más pequeña que la que frenaba a la flota británica en el Hudson. Esta cadena sostenía el peso del cartel de la farmacia: una maja y un mortero formados con bombillas. No quedaba mucha luz del día. Al mediodía entraba a raudales; para las cuatro de la tarde ya se había marchado. Por un lado la nieve acumulada se estaba poniendo azul, por el otro las tiendas la calentaban con sus luces.
El laboratorio del dentista estaba en un armario. Philip, que no se complicaba mucho la vida, orinaba a veces en el fregadero. El camino hasta el retrete era largo, porque estaba al otro extremo del edificio, y el vestíbulo no eran más que dos paredes: un túnel de yeso y un camino de alfombra rodeado de tiras de bronce. Philip odiaba ir al final del vestíbulo.
Tampoco había nadie en el laboratorio. Era posible que Philip estuviese tomando una taza de café en la máquina de abajo. También era posible que estuviera pasando un rato con Marchek, el médico con el que compartía el local. La puerta de conexión nunca se cerraba con llave y algunas veces yo me había sentado en la silla giratoria de Marchek con un libro de ginecología entre las manos, estudiando las coloreadas ilustraciones y memorizando los nombres latinos.
El cristal estrellado de Marchek era oscuro, y yo supuse que su consulta también estaba vacía, pero cuando entré me encontré una mujer desnuda echada en la camilla. No estaba dormida; parecía estar descansando. Al darse cuenta que yo estaba allí, se estiró, y entonces sin prisa, sin molestarse en absoluto, alargó el brazo para coger su ropa, que estaba amontonada en la mesa del doctor Marchek. Cogió las bragas y se las puso encima de la barriga, pero no las extendió. ¿Estaba contrariada, azorada? No, simplemente se tomaba su tiempo con tranquilidad para todo, se comportaba con una pereza excitante. Había unos cables que conectaban sus bonitas muñecas a una especie de aparato colocado encima de un soporte con ruedas.
Lo correcto habría sido retirarme, pero ya era demasiado tarde para eso. Además, la mujer no daba ningún signo de que le importara mucho ni poco. No se colocó las bragas sobre los pechos, ni siquiera juntó los muslos. Los vellos que la cubrían estaban separados. Despedía unos olores salados, ácidos, oscuros, dulces. Los olores surtieron efecto inmediatamente: yo estaba muy excitado. Tenía un brillo en la frente, una mirada agotada en los ojos. Yo creía que había adivinado lo que había estado haciendo aquella mujer, pero la habitación estaba medio a oscuras, y preferí evitar toda idea definida. Me pareció mucho mejor la duda o el engaño.
Recordé que Philip, a su manera, brusca y perezosa, había mencionado que en la puerta de al lado se estaba llevando a cabo un “proyecto de investigación”. El doctor Marchek estaba midiendo las reacciones de los participantes en el acto sexual. “Coge a gente de la calle, los engancha y finge que colecciona los gráficos. Pero en realidad lo hace porque le gusta; la parte científica no es más que un cuento.”
De modo que la mujer desnuda era el objeto de algún experimento.
Yo me había preparado para contarle a Philip lo de la chica muerta en Ainsliest, pero la casa, la cocina, el jamón y las flores estaban ahora tan lejanos para mí como los trozos de hielo del lago y el frío cortante del agua.
- ¿De dónde has salido tu? –me preguntó la mujer.
- De la consulta de al lado, la del dentista.
- El médico estaba a punto de desatarme, y ahora tengo que soltarme sola. Quizá tú podrías averiguar cómo se sueltan estos cables.
Si Marchek estaba en la habitación interior, no iba a salir ahora que oía voces. Cuando la mujer levantó los brazos para que yo pudiera desatar las correas, sus pechos oscilaron, y cuando me incliné sobre ella el olor de la parte superior de su cuerpo me recordó a los papeles marrones rizados de las cajas de bombones después de que se los hayan comido: una mezcla de recuerdo de lo dulce y de caja de cartón agria.
Aunque traté de evitarlo con todas mis fuerzas, me vino a la mente el pecho de mi madre, mutilado por la cirugía. El tejido retorcido de la herida. También evoqué los ojos cerrados de Stephanie y su rostro cuando me dejaba tocarla: cualquier cosa para eludir la atracción de aquella joven desnuda. Mientras deshacía las ataduras se me ocurrió que en vez de desconectarla a ella me estaba enganchando yo. Estábamos solos en aquella oficina casi a oscuras y yo deseaba que ella metiera la mano debajo de mi abrigo y me desabrochara el cinturón. Pero, cuando tuvo las manos libres, se limpió la gelatina que le cubría las muñecas y empezó a vestirse. Empezó por el sujetador, y bajó varias veces los pechos dentro de las copas. Cuando echó las manos hacia atrás para atarse los ganchos se inclinó mucho hacia delante, como si estuviera pasando por debajo de un sector muy bajo. Las células de mi cuerpo eran como abejas, cada vez más borrachas de miel sexual (espero que esto cambie el rostro del abuelo Louie, el viejo al que se recuerda como esto o como aquello pero nunca como un panal de abejas eróticas).
Pero yo no podía estar ciego ante el comportamiento de la mujer ni incluso ahora. Era muy evidente; se me echaba encima. Le veía la cara de perfil y aunque la tenía inclinada hacia abajo, su sonrisa no ofrecía dudas. Para usar una expresión ya antigua, me estaba calentando. Ella sabía que yo estaba a punto de caer. Abrochó cada botón con lentitud deliberada, y la blusa que llevaba puesta tenía al menos veinte botones de aquellos, pero seguía desnuda de cintura para abajo. Aunque éramos tan insignificantes, ella y yo, un escolar y una cualquiera, teníamos unos instrumentos muy importantes que tocar. Y, si vamos a ir más lejos, lo que fuera que sucediese nunca saldría de aquella habitación. Sería algo entre nosotros dos, y nadie lo sabría nunca. Y sin embargo Marchek, aquel pseudoinventor, esperaba probablemente para salir en la habitación de al lado. Era un viejo médico de cabecera, y debía estar tanto avergonzado como furioso. Además, en cualquier momento podía aparecer Philip, mi cuñado.
Cuando la mujer bajó de la mesa de cuero, se agarró la pierna y dijo que le había dado un tirón en un músculo. Puso un pie en una silla y se frotó la pantorrilla, maldiciendo entre dientes y mirando a todas partes con ojos burlones.
Y entonces, cuando ya se había puesto la falda y se había atado las medias al liguero, metió los pies en los zapatos y cojeó alrededor de la silla, agarrándola del brazo. Me dijo:
- ¿Me alcanzas mi abrigo por favor? Pónmelo sobre los hombros.
Ella también llevaba un abrigo de mapache. Mientras yo lo descolgaba de la percha deseé que hubiera sido algo distinto. Pero el abrigo de Stephanie era más nuevo que aquel y dos veces más pesado. Aquellos cueros se habían secado y la piel estaba fina. La mujer ya se iba, y se inclinó cuando le coloqué el abrigo a la espalda. La consulta de Marchek tenía su propia salida al pasillo.
En lo alto de la escalera, la mujer me pidió que la acompañara hasta abajo. Le dije que sí, por supuesto, pero yo tenía que volver a buscar a mi cuñado. Mientras se ataba la bufanda de lana bajo la barbilla me sonrió, con un guiño oriental en los ojos.
No ir a ver a Philip no habría estado bien. Mi esperanza era que volviera, que bajara por el estrecho corredor a su manera lenta, tranquila, descuidada. No recordarás a tu tío Philip. En la universidad había jugado al fútbol, y todavía tenía aspecto de placaje, con los antebrazos hinchados y compactos. (Hoy día resultaría insignificante en Soldier’s Field; sin embargo; en su época era un hombre fuerte.)
Pero allí estaba la larga tira de alfombra en medio del valle que formaban las paredes, y nadie venía a rescatarme. Yo volví a su oficina. Aunque solo hubiera habido un paciente sentado en la silla y Philip le hubiera estado mirando la boca, yo habría vuelto a mi camino y me habría liberado de tener que aceptar el desafío de aquella mujer. Una alternativa era decir que no podía ir con ella, que Philip esperaba a que yo volviera con él al Nortwest Side. Allí en la consulta vacía consideré la posibilidad de decir aquella mentira, inclinando la cabeza para no verme frente a frente con el reloj, con sus pesas silenciosas y mesuradas dando vueltas. Entonces, escribí en el bloque de notas de Philip: “Louie ha pasado por aquí”. Lo dejé en el asiento de la silla.
La mujer había metido los brazos en las mangas de aquel abrigo con aspecto de estudiante y apoyaba el trasero forrado de piel de la barandilla. Se pasaba el espejo del bolso arriba y abajo, y cuando yo salí lo cerré de golpe y lo metió en la cartera.
- ¿Todavía tiene el calambre?
- También en los riñones.
Bajamos despacio poniendo ambos pies en cada uno de los peldaños. Yo me preguntaba cómo reaccionaría ella si yo la besara. Probablemente ser reiría de mí. Ya no estábamos entre las cuatro paredes donde podría haber pasado cualquier cosa. En la calle, el espacio no tenía límites. Yo no tenía ni idea de hasta dónde íbamos, ni de hasta dónde sería yo capaz de llegar. Aunque era ella la que se quejaba de dolor, era yo el que me sentía enfermo. Me pidió que le agarrara los riñones con mi mano, y ahí descubrí la extraordinaria actividad que podía desplegar sus caderas. En una fiesta había oído una vez a una mujer mayor decirle a otra: “Yo sé como calentarlos”. Oírlo bastaba para mí.
No era necesario ningún arte especial con un muchacho de diecisiete años, ni siquiera el que me invitara a apoyarla con mi mano: sentir aquel trabajo intrincado y erótico de su espalda bastaba. Yo ya había visto a la mujer en la camilla de examen de Marchek y también había sentido todo el peso cuando se apoyó…, cuando apoyó su sustancia femenina sobre mí. Además, ella sabía perfectamente en lo que yo estaba pensando. Ella era el objeto de mis pensamientos continuamente, ¿y con cuanta frecuencia se encuentra el pensamiento a su objeto en estas circunstancias…cuando el objeto sabe que ha sido encontrado? Aquella mujer sabía cuáles eran mis expectativas. Ella era, en carne y hueso, esas expectativas. Yo no podría haber jurado que era una puta, una fulana. Podría haber sido una chica corriente a la que le gustaba el puterío, soltarse el pelo, divertirse conmigo, tener una aventura cómico sexual, como a veces hacía la gente en aquella época.
- ¿Adónde vamos?
- Si te tienes que ir, puedo seguir sola –me dijo-. Es justo en la calle Wynona, al otro lado de Sheridan Road.
- No, no. La acompañaré hasta allí.
Me preguntó si yo seguía en la escuela, señalando las páginas impresas que llevaba en el bolsillo del abrigo.
Mientras pasábamos por una frutería (un chico de mi edad vaciaba cajones de naranjas en el iluminado escaparate) observé que, a pesar del espeso color crema de la mujer, sus ojos eran del Lejano Oriente, negros.
- Tú debes de tener alrededor de diecisiete años –me dijo.
- Exacto.
Llevaba tacones sobre la nieve y daba cada paso con cuidado.
- ¿Qué vas a hacer?... ¿Has elegido una profesión?
Yo no quería saber nada de profesiones. Ninguna en absoluto. Había incontables ingenieros en las colas para pedir sopa. En el mundo de la Depresión, las profesiones no servían para nada. Por tanto, uno era libre de hacer de su persona algo extraordinario. Podría haberle dicho, si no hubiera estado excitado casi hasta ponerme enfermo, que yo no daba vueltas en tranvía por la ciudad para ganar unos pavos ni para ser útil a mi familia, sino para observar aquella ciudad aburrida, deprimida, fea, interminable y podrida. Entonces no se me había ocurrido, pero ahora entiendo que mi objetivo era interpretar aquel sitio. Su poder era tremendo. Pero también podía serlo el mío. Yo me negaba en redondo a creer ni por un momento que la gente de allí estuviera haciendo lo que creía que estaba haciendo. Por debajo de la aparente vida de aquellas calles, estaba su auténtica vida, detrás de cada rostro estaba el rostro auténtico, detrás de cada voz y sus palabras el verdadero tono y el mensaje real. Por supuesto, yo no iba a decir aquellas cosas. En aquel momento estaba muy lejos de mi intención decirlas. Pero yo era sin embargo un chico de tono elevado. Mi crítico y satírico hermano Albert me llamaba “el Fino”. El tener ideales en la adolescencia te expone a eso.
En aquel momento me había enganchado una chica encantadora y sensual. Yo no podía imaginar adónde me estaba llevando, ni a qué distancia, ni con qué me sorprendería, ni las consecuencias.
- ¿De modo que el dentista es tu hermano?
- Mi cuñado, el marido de mi hermana. Viven con nosotros. ¿Me está preguntando cómo es? Es un buen tipo. Le gusta cerrar la consulta los viernes para irse a las carreras. A mí me lleva a las peleas. Además, en la parte de atrás de la farmacia juegan al póquer.
- El no se pasea por ahí con libros en el bolsillo.
- Bueno, eso es cierto. A mí me suele decir: “¿Para qué te sirve eso? Hay demasiadas cosas que conservar o que alcanzar. Nunca podrías hacerlo, ni en mil años, de modo que, ¿para qué molestarse?”. Mi hermana quiere que ponga una consulta en el Loop, pero eso significaría demasiada tensión. Me parece que él prefiere la consulta de ahora. No está preparado para hacer nada más de lo que ya hace.
-¿Y qué estás leyendo, de que se trata?
Yo no tenía intención de hablar con ella de nada. No era capaz de hacerlo. Lo que yo tenía en mente en aquel momento era algo completamente distinto.
Pero supongamos que yo hubiera sido capaz de explicar. Uno tiene en efecto una responsabilidad de responder a preguntas genuinas: “¿Sabe usted, señorita? Este es el mundo visible. Vivimos en él, respiramos su aire y comemos su sustancia. Cuando morimos, sin embargo, la materia vuelve a la materia, y entonces quedamos aniquilados. Ahora bien ¿a qué mundo pertenecemos realmente, a este mundo de materia o al otro mundo, del que toma órdenes la materia?”
No había mucha gente que quisiera hablar de esas ideas. Hasta a Stephanie la impacientaban. “Cuando mueres, ya está, se acabó. Lo muerto, muerto está”, me decía. Le gustaba pasarlo bien. Y cuando yo la llevaba al centro o al teatro Oriental no se privaba de la compañía de otros chicos. Volvía cargada de bromas pesadas de vodevil. Me parece que el Oriental formaba parte de un circuito nacional de diversión. Actuaban en él Jimmy Savo, Lou Holtz y Sophie Tucker. A veces yo era demasiado solemne para Steph. Cuando ella hacía imitaciones de Jimmy Savo y cantaba “Río, aléjate de mi puerta”, juntando las rodillas y poniéndose rígida, yo me mondaba de risa, y eso la decepcionaba. 
Uno hubiera creido que el libro o el fragmento del libro que yo llevaba en el bolsillo era un talismán de un cuento de hadas para abrir puertas de castillos o transportarme a las cimas de las montañas. Yo sin embargo cuando aquella mujer me preguntó lo que era yo estaba demasiado distraído para decírselo. Recuerden que seguía con la mano en su espalda, como ella me había indicado, atormentado por aquel movimiento sensual de sus caderas. Estaba descubriendo lo que había querido decir la mujer de la fiesta cuando dijo: “Yo sé como calentarlos”. De manera que por supuesto no estaba en condiciones de hablar sobre el ego, la voluntad, o los secretos de la sangre. Sí, yo creía en el conocimiento elevado, compartido por todos los seres humanos. ¿Qué más había para mantenerlos juntos si no era esta fuerza escondida detrás de la conciencia diaria? Pero el ser coherente sobre ello en aquel momento estaba absolutamente descartado.
- ¿No me lo puedes decir? –me dijo.
- Esto lo compré por cinco centavos en un saldo.
- ¿Así es como gastas tu dinero? –Creí entender que se refería a que no lo gastaba en chicas-. Y el dentista es un tipo agradable y perezoso –prosiguió ella-. ¿Qué tiene él que enseñarte a ti?
Yo traté de repasar mi archivo mental. ¿Qué decía Phil Haddis? Decía que un rabo tieso no tiene conciencia. En aquel momento era todo lo que se me ocurría. A Philip le divertía hablar conmigo. Era mi amigo. Donde Philip era indulgente, mi hermano, Albert, tu difunto tío, era áspero. Albert me podría haber enseñado algo si hubiera confiado en mí. Por aquel entonces era un estudiante de escuela nocturna que trabajaba en las oficinas de Rowland, el congresista mafioso. Era su mano derecha, y Rowland le pagaba, no para que estudiara derecho sino para que recolectara los pagos. Philip sospechaba que Albert se quedaba una parte, porque vestía muy bien. Llevaba un bombín (que en aquella época se llamaba un hongo de Baltimore) y un abrigo de pelo de camello y zapatos de punta, de mafioso. Conmigo, Albert era desdeñoso. Me decía: “Tú no entiendes ni un carajo. Nunca lo entenderás”.
Nos estábamos acercando a la calle Wynona, y cuando llegáramos a su edificio ella ya no tendría que hacer conmigo y me despediría. Yo no vería más que el reflejo del cristal y miraría fijamente mientras ella entraba. Ella ya estaba buscando las llaves en el bolso. Yo había dejado de sostenerle la espalda, y en lugar de eso me preparaba para murmurar una despedida cuando ella me sorprendió inclinando la cabeza hacia un lado e invitándome a entrar. Yo creo que había esperado (con esperanza contaminada de sexo) que ella me dejara en la calle. La seguí mientras atravesaba otro vestíbulo embaldosado y por la puerta interior. La calefacción de la escalera estaba muy fuerte, con radiadores de fuel, y el cielo temblaba tres pisos más arriba. El papel de las paredes se había despegado y se estaba rizando e inflando. Yo contuve la respiración. Era incapaz de meter todo aquel calor en mis pulmones.
Una vez, ese edificio había sido un edificio de apartamentos de lujo, construido para banqueros, agentes de Bolsa, y profesionales desahogados. Ahora estaba ocupado por itinerantes. En la gran sala de delante, con sus ventanas francesas, había un juego de basura. En la habitación de al lado había gente bebiendo y dormitando en los viejos sillones de orejas. La mujer me llevó por lo que había sido en una época un bar privado: todavía quedaban algunos de los accesorios. Después pasamos por la cocina: yo habría ido a donde fuera sin hacer ninguna pregunta. En la cocina no había señales de que nadie cocinara, ni cacerolas ni trapos. El linóleo se estaba despedazando: unas fibras marrones erizadas como pelos. Ella me condujo hasta un pasillo más estrecho, paralelo al principal.
- Vivo en lo que solía ser la habitación de una criada –me dijo-. Tiene una vista agradable sobre el callejón, pero con un cuarto de baño privado.
Y allí estábamos los dos: un espacio casi vacío: De manera que era así como trabajaban las putas, suponiendo que ella fuera una puta. Un suelo vacío, un catre estrecho, una silla junto a la ventana y un planchador de ropa torcido apoyando contra la pared. Me detuve bajo la lámpara mientras ella pasaba por delante de mí, como si me estuviera observando. Entonces, desde la espalda, me dio un abrazo y un besito en la mejilla, más prometedor que real. Los polvos que llevaba en la cara, o quizás fuera el lápiz de labios, tenían una especie de fragancia de plátano verde. Mi corazón nunca había latido tan fuerte.
Me dijo:
- ¿Por qué no voy entrando yo en el baño para prepararme mientras tú te desnudas y te echas en la cama? Tienes aspecto de ser limpio, así que cuelga tu ropa en la silla. Será mejor que no la tires al suelo.
Temblando (aquella parecía la única habitación fría de la casa), empecé a quitarme la ropa, comenzando por las botas, arrugadas por el invierno. El abrigo lo colgué en el respaldo de la silla. Metí los calcetines en las botas y entonces mis pies desnudos se encogieron por la basura que pisaron. Me lo quité todo, como si quisiera desligar mi camisa y mi ropa interior de lo que fuera que iba a pasar allí, de manera que sólo mi cuerpo pudiera ser culpable. Lo único que no se podía salvar. Cuando retiré la colcha y me metí dentro, se me ocurrió que las camas de la cárcel de Bridewell debían de ser así. La almohada no tenía funda; mi cabeza descansaba directamente sobre el relleno. Lo que vi del exterior eran los cables de servicio colgados entre los palos como las líneas de una partitura, solo que flojos, y los aisladores de cristal eran como grupos de notas. La mujer no me había dicho nada de dinero. Porque yo le gustaba. Yo no podía creer la suerte que tenía: suerte con una sospecha de desastre. Me cegué en aquel catre de metal de Bridewell, que no había sido hecho para dos. También sentí que no podría contar si me hacía esperar mucho. ¿Qué cosa femenina estaba haciendo allí dentro? ¿Desabrocharse, lavarse, transformarse o cambiarse?
De pronto salió bruscamente. Había estado esperando, nada más. Todavía llevaba puesto el abrigo, incluso los guantes. Salió y avanzó muy rápido, casi corriendo, y abrió la ventana. Tan pronto como la ventana se abrió, entró por ella un soplo de aire frío, y yo me puse de pie en la cama pero era demasiado tarde para detenerla. Agarró mi ropa del respaldo de la silla y la echó afuera. Cayó al callejón. Yo grité: “¿Qué estás haciendo?”. Todavía se resistía a mirarme a la cara. Cuando huyó corriendo, arropándose con la bufanda, dejó la puerta abierta. Pude oír sus zapatos golpear el vestíbulo. Yo no podía correr tras ella, ¿no es cierto? Era incapaz de mostrarme desnudo ante la gente del piso. Ella contaba con eso. Cuando entramos debió hacerle una señal al hombre con el que trabajaba y él había estado esperando en el callejón. Cuando salí corriendo a mirar, ya había reunido todas mis cosas. Todo lo que vi fue la espalda de alguien con un hatillo bajo el brazo que corría por la calle entre dos garajes. Yo podía haber cogido mis botas (esas me las había dejado) y saltar desde el primer piso, pero no podía perseguir al hombre muy lejos, y en unos minutos habría acabado en Sheridan Road desnudo y helado.
Había visto a un borracho con su traje roto, la cabeza sangrando después de que lo hubieran arrestado y golpeado, tembloroso y gritando en la calle. Yo ni siquiera tenía camisa ni calzoncillos. Estaba tan desnudo como aquella mujer lo había estado en la consulta del médico, sin nada, ni siquiera los cinco dólares que me habían dado por las flores. El abrigo que mi madre me había comprado el año pasado también desapareció. Además del libro, el fragmento del libro sin título, de autor desconocido. Probablemente aquella era la pérdida más grave de todas.
Ahora podía pensar a mi vez en el mundo al que pertenecía realmente, fuera este u otro distinto.
Cerré la ventana y después me volví a cerrar la puerta. La habitación no tenía aspecto de que viviera nadie en ella, pero, suponiendo que tuviera un ocupante, ¿Qué pasaría si entraba en aquel momento de pronto y me echaba? Por suerte, la puerta tenía cerrojo. Lo empujé para que entrara en su agujero y me puse a recorrer la habitación para ver lo que me podía echar encima. En el planchador torcido no había más que perchas de alambre y en el baño solo una toalla de algodón de tamaño lavabo. Arranqué la manta de la cama; si la rompía me la podría echar sobre la cabeza como un sarape, pero era demasiado delgada para servirme de mucho con aquel frío helado. Cuando arrastré la silla que había al lado del planchador y me puse de pie encima, encontré detrás de las molduras un vestido de mujer y una bata acolchada. En una bolsa de papel marrón había una boina escocesa de punto marrón. Me tuve que poner aquellas prendas. No tenía elección.
Debían de ser cerca de las cinco, pensé. Philip no tenía ningún programa fijo. No se quedaba en la consulta esperando a que alguien se presentara con un dolor de muelas. Después de la última cita cerraba y se iba. No se iba necesariamente a casa; no tenía muchas ganas de volver a casa. Si quería alcanzarlo tendría que correr. Con mis botas, el vestido, la boina y la chaqueta, salí del apartamento. Nadie ser interesó por mí en absoluto. Se habían reunido más personas (Philip las habría llamado transeúntes): incluso era probable que el hombre que me había robado la ropa hubiera regresado y estuviera entre ellos. Ahora me sofocó el calor de la escalera y el papel de las paredes olía a quemado, como si se estuviera incendiando. En la calle me golpeó el viento del norte que venía directo del polo, y el vestido y la bata no me abrigaban mucho. Sin embargo, yo iba corriendo y no tenía tiempo para pensarlo.
Philip me diría: “¿Quién era esa putita? ¿Dónde te enganchó?”. Él nunca se excitaba, siempre estaba tranquilo, y yo lo divertía. Ana lo fastidiaba con el ejemplo de sus ambiciosos hermanos: ellos no paraban, ellos leían libros. No se podía culpar a Philip por estar complacido. Yo me imaginaba lo que diría: “¿Conseguiste entrar en ella? Bueno, por lo menos no pillarás la gonorrea”. Ahora yo dependía de Philip, porque no tenía nada, ni siquiera siete centavos para pagarme el tranvía. Podía estar seguro, sin embargo, de que no me echaría un discurso, se dedicaría a vestirme, sacaría un jersey de sus conocidos del barrio, o me llevaría a la tienda del Ejército de Salvación en Broadway si seguía abierta. Se dedicaría a estos quehaceres a su manera lenta, con el cuello grueso y decidido. Ni el baile lo aceleraba; espaciaba la música como le convenía cuando bailaba el fox-trot y apretaba su mejilla contra la de Ana. Tenía una sonrisa ancha y tranquila. Mi expresión privada para referirme a aquella expresión en concreto era “gatita complaciente”. Yo veía a Philip gordo pero fuerte, fuerte pero amable, complacido pero siempre bromeando. Hacía un gesto de succión a uno de los lados de la boca cuando te iba a hacer algo, y era entonces cuando ponía la cara de gatita complaciente. Era un calificativo que nunca se me habría ocurrido pronunciar en voz alta.
Pasé corriendo por delante de los escaparates de la frutería, el delicatesen, la sastrería. Podía contar con la ayuda de Philip. Mi padre, sin embargo, era un hombre intolerante y seco. Más pequeño que sus hijos, guapo, con músculos de mármol blanco (o así me lo parecían a mí), él imponía la ley. Se pondría furioso si me veía así. Y era verdad que yo no había reflexionado mucho: mi madre moribunda, el suelo helado esperándola, un funeral dentro de poco, la tumba ya cavada y el paquete de arena de Tierra Santa que habría que esparcir sobre el sudario. Si yo me presentaba con aquella pinta asquerosa, el viejo sucumbiría ante su carga y se echaría sobre mí con una furia ciega, al estilo del Antiguo Testamento. Yo nunca pensaba en esto como crueldad sino como en el derecho arcaico y eterno. Incluso Albert, que ya ejercía de abogado en el Loop, tenía que soportar la ira del viejo: cuando estaba enfurecido se le hinchaban los ojos como a un loco, pero lo aguantábamos. A ninguno de nosotros nos pareció nunca que mi padre fuera cruel. Nos habíamos pasado del límite y nos castigaba.
En la consulta de Philip en el edificio no había luces. Cuando subí corriendo las escaleras, la puerta, con sus cristales ahumados, estaba cerrada con llave. Todavía era raro encontrar paneles esmerilados en aquella época. Lo que teníamos era aquel producto estrellado para los retretes y otras ventanas privadas. Marchek –al que hoy día llamarían un voyeur- también se había ido, furioso. Yo le había jodido el experimento. Probé las puertas, creyendo que podría pasar la noche sobre la camilla de examen de cuero donde había yacido la bella desnuda. Desde la consulta también podría llamar por teléfono. Tenía algunos amigos, aunque ninguno de ellos podría ayudarme. Yo no habría sabido explicarles la situación en que me encontraba. Creerían que me estaba burlando de ellos, que era una broma: “Soy Louie. Una puta me robó la ropa y estoy atrapado en el North Side sin dinero para el tranvía. Llevo puesto un vestido. He perdido las llaves de mi casa. No puedo volver”.
Corrí a la farmacia para buscar allí a Philip. A veces jugaba cinco o seis rondas de póquer en la trastienda del droguero, probando suerte antes de meterse en el tranvía. Yo conocía de vista a Kiyar, el droguero. El no se acordaba de mí… ¿Por qué tendría que hacerlo? Me dijo:
- ¿Qué puedo hacer por usted, jovencita?
¿De verdad me tomaba por una chica, por una cualquiera de la calle, una gitana de uno de los campamentos de adivinadores de fortuna? Ahora las había por todas partes. Pero ni siquiera una gitana podría llevar puesta aquella basta de satén azul en vez de un abrigo.
- Me pregunto si Phil Haddis, el dentista, está en la trastienda.
- ¿Para qué quieres al doctor Haddis: tienes dolor de muelas o qué?
- Necesito verlo.
El droguero era un hombrecillo compacto, y su cabeza calva y redonda tenía un aspecto dolorosamente sensible. Se me ocurrió pensar que precisamente por esa sensibilidad le podría pasar cualquier cosa. Pero de sus gafas salía un brillo astuto, y Kiyar tenía aspecto de ser un hombre de los que no cambian de opinión una vez que se han decidido. Extrañamente, tenía la boca pequeña, y unos labios como de bebé. Había estado en la calle… ¿cuánto tiempo? ¿Cuarenta años? En cuarenta años uno ya lo ha visto todo y nadie le puede decir nada nuevo.
- ¿Tenía el señor Haddis cita con usted? ¿Es usted paciente suya?
El sabía perfectamente que esto era algo personal. Yo no era ninguna paciente.
- No. Pero seguro que le gustaría saber que estoy aquí fuera. ¿Puedo hablar con él un minuto?
- No está aquí.
Kiyar se había colocado detrás de la reja del mostrador de las recetas. Yo no podía perderlo. ¿Qué iba a hacer si no? Le dije:
- Esto es importante, señor Kiyar.
Él esperó a que yo declarara lo que quería. Yo no estaba dispuesto a avergonzar a Philip desencadenando rumores. Kiyar no dijo nada. Era posible que estuviera esperando a que yo hablara. Tirarme de la lengua. Supongo que se enorgullecía de tener un negocio limpio, sin problemas. Para sincerarme con él le dije:
- Estoy en un apuro. Antes le dejé una nota al doctor Haddis, pero cuando volví ya no estaba.
Enseguida reconocí mi error. Los farmacéuticos y los drogueros siempre estaban recibiendo peticiones de ayuda. Todas aquellas píldoras, botellas de remedios, luces brillantes y anuncios de medicinas atraían a las almas errantes y a los vagabundos. Todos decían que estaban en un lío.
- Puedes ir a la avenida Foster.
- ¿Quiere decir a la policía?
Yo también había pensado en aquello. Siempre podía contarles la mala suerte que había tenido y ellos me retendrían hasta que hubieran comprobado todo y alguien viniera a buscarme. Probablemente sería Albert. A Albert le encantaría aquello. Me diría: “Vaya con el mocoso calentón”. También bromearía con los policías y los divertiría un rato.

- Estoy dispuesto a congelarme antes de ir a la avenida Foster –fue mi respuesta a Kinyar.
- Siempre está el coche de patrulla.
- Bueno, si Phil Haddis no está en la trastienda quizá siga en el barrio. No siempre se va directo a casa.
- A veces se da una vuelta por las peleas que organiza Johnny Coulon. Pero para eso es un poco temprano. Podrías probar en el bar clandestino del final de la calle, en Kenmore. Es un sótano inglés, la entrada está al lado. Verás una luz junto al seto. El tipo de la entrada se llama Moose.
No me ofreció ni diez centavos de su caja. Se le hubiera dicho que estaba metido en un lío y que mi hermana era la mujer de Phil probablemente me habría dado para el tranvía. Pero yo no había confesado, y para eso había un castigo.
Al salir crucé los brazos sobre la bata y abrí la puerta con el hombro. Para el caso daba igual que no llevara nada puesto. El viento me quemaba las rodillas, y me eché a correr. Por suerte no estaba muy lejos. El tubo de hierro con la bombilla encima estaba a mitad de la manzana. Lo vi tan pronto como salí a la calle. Aquellos tugurios ilegales de bebida eran fáciles de encontrar; para eso estaban hechos. Los escalones eran de cemento, y al bajar cuatro o cinco de ellos vi la puerta. La trampilla se abrió antes de que yo llamara y, en vez de los ojos del portero, lo que vi fueron sus dientes.
- ¿Eres Moose?
- Sí. ¿Quién me busca?
- Me envía Kiyar.
- Pasa.
Sentí que caía en un sótano grande, caliente y pavimentado. No veía casi nada. Había una especia de bar, unas cuantas cortinas, algunas mesas de una heladería y unas sillas con respaldo de alambre. Cuando uno miraba por la ventana de un sótano inglés, los ojos los tenía al nivel del suelo. Aquí habían echado alquitrán encima de los cristales. De todos modos, no habría habido nada que ver; un patio, un porche de madera, un tendedero, cables y  un callejón lleno de montones de ceniza.
- ¿De dónde vienes, hermana? –dijo Moose.
Pero allí Moose no era nadie. El del bar, el que mandaba, me llamó y me dijo:
- ¿Qué te pasa, cariño? ¿Tienes un mensaje para alguien?
- No exactamente.
- Ah. Entonces necesitabas tanto una copa que saltaste de la cama y viniste corriendo. ¿No pudiste entretenerte en vestirte?
- No, señor. Busco a alguien. Phil Haddis, el dentista.
- Aquí no hay un solo cliente. ¿Es él?
No era. Mi corazón se hundió en la miseria.
- ¿No buscas a un borracho?
-No.
El borracho estaba sentado en un taburete alto, las largas piernas colgando, los brazos hacia delante y la cabeza ladeada sobre la barra. Botellas, vasos y un barril de cerveza o rodeaban. Detrás del camarero había un aparador sacado de la pared de un apartamento. Tenía un gran espejo: un óvalo acostado. Las serpentinas de papel se deslizaban desde las cañerías.
- ¿Conoce usted al dentista de que le hablo?
- Puede que sí, puede que no –dijo aquel hombre. Era un gigante de aspecto desaliñado y cara larga: me recordaba un poco a un canguro. Aquello era por la cara larga combinada con la panza. Me dijo-: Ahora no hay muchos clientes. Es la hora de la cena, ya sabes, y somos solo un local de barrio.
No era más que un sótano, igual que el camarero no era más que un griego, enorme y aburrido. Igual que yo mismo, Louie, no era más que un hombre desnudo vestido de mujer. Cuando uno nombraba los objetos de esta forma tan elemental, no quedaba en ellos casi nada. El hombre del bar, del que ahora dependía todo, estiró los brazos todo lo que pudo y extendió las manos. El lugar olía a levadura salpicada de alcohol. Me dijo:
- ¿Vives por aquí?
- No, casi a una hora en tranvía.
- Dame más detalles.
- Mi barrio es Humboldt Park.
- Entonces debes ser ucraniana, polaca, escandinava o judía.
- Judía.
- Yo conozco bien Chicago. Y tú no has salido vestida así. Te helarías hasta morir en diez minutos. Eso es para el dormitorio, no para el invierno. Tampoco tienes forma de mujer. No tienes caderas. ¿Estás cubriendo un par de aldabas? Apuesto a que no. De manera que, ¿cuál es la historia? ¿Eres hermafrodita? Déjame  que te diga una cosa: hay algo que ha hecho por nosotros la Depresión. Sin ella nunca averiguarías las cosas extrañas que pasan. Pero una cosa que nunca creeré es que seas una jovencita con su fruta intacta.
- En todo eso tiene razón, pero la segunda parte es que no tengo ni un centavo y lo necesito para el tranvía.
- ¿Quién te engañó, una mujer?
- Cuando subí a su habitación y me desnudé, agarró mis cosas y las tiró por la ventana.
- Te dejó desnudo para que no pudieras perseguirla. Yo la habría agarrado y la habría tirado en la cama. Apuesto a que ni siquiera se la metiste.
Ni siquiera, me repetía a mí mismo. ¿Por qué no la empujé mientras todavía tenía el abrigo puesto, tan pronto como entramos en la habitación? ¿Por qué no le quité la ropa, como habría hecho aquel hombre? Porque él había nacido para hacerlo, mientras que yo no. No era para lo que yo estaba hecho.
- De manera que eso es lo que pasó. Te engaño un equipo de profesionales. Ella te metió en la trampa. Era el cebo. Se supone que los judíos no se juntan con ese tipo de mujer. Pero cuando sales de casa quieres acción como todos los demás. De manera que… ¿y de dónde sacaste ese vestido con esas flores tan grandes? Supongo que te quedaste con el palo tieso y tuviste suerte de encontrar lo que fuera para ponértelo encima. ¿Era guapa?
Los pechos de ella, allí echada, habían conservado su forma. No se desmoronaron. Las líneas interiores de sus piernas, el muslo grueso y la pantorrilla hermosa. Los pelos negros y aplastados. Sí era una belleza, en mi opinión.
Como el farmacéutico, el camarero le vio la gracia a la cosa: un adolescente metido en un lío, un vestido sucio y una bata de rayón o de satén. Yo tenía suerte de que no tuvieran muchos clientes en aquel momento. Si los hubieran tenido, no me habrían dado ni la  hora.
- En resumen, te mezclaste con una puta y te dio tu merecido.
Si vamos a eso, yo no estaba muy orgulloso de mí mismo. Confesé que me lo merecía, un escolar judío, demasiado alto y grande para ser ortodoxo, y con el ojo puesto en un destino especial. En casa, dentro, la norma arcaica; fuera, la vida misma. Ahora le tocaba a la vida misma. Su primer efecto era el ridículo. El echar mis cosas al callejón para la mujer era una broma. El droguero con su cabeza desnuda era la ironía pura. Y ahora también el camarero se iba a divertir con mi desgracia antes de, quizá, darme los siete centavos que necesitaba para el tranvía. Entonces podría pasar una hora entera de vergüenza dentro del vehículo. Mi madre, con la que era posible que no volviera a hablar, solía decir que yo tenía una línea de orgullo justo en el puente de la nariz, una línea tonta que ella era capaz de ver.
No tenía manera de imaginar lo que significaría su muerte para mí.
El camarero, como me tenía en sus manos, se estaba riendo de mí. Y Moose (“Moosey”, como lo llamaba el otro) se había acercado desde la puerta para no perderse la diversión. La boca de canguro del griego se retorcía por las comisuras. Por fin se llevó la mano a la cabeza y se frotó el cráneo que tenía el pelo negro de punta. Algunos decían que bebían el aceite de oliva en vasos, aquellos griegos, para mantener el pelo tan brillante.
- Y ahora vuélveme a contar lo del dentista –dijo el camarero.
- Yo había venido a buscarlo, pero ahora seguro que ya está de camino a casa.
A aquellas horas, Phil estaría en el tranvía de Broadway y Clark, leyendo la edición en color melocotón del Evening American, un hombre ancho con una expresión inocente en la cara, comprobando los resultados de las carreras. Ana no obligaba a vestirse como un profesional, pero él dejaba que los accesorios (camisa, corbata, botones) siguieran su propio camino. Tenía el arco del pie gordo e hinchado dentro del estrecho zapato que ella había elegido para él. El sombrero lo llevaba correctamente. Con respecto al resto no admitía ninguna obligación.
Ana preparaba la cena después del trabajo, y cuando llegara Philip mi padre empezaría a preguntar: “¿Dónde está Louie?”. “Oh, ha ido a repartir flores”, le dirían. Pero al viejo lo ponía nervioso que sus hijos estuvieran fuera después del anochecer y si llegaban tarde los esperaba levantado, paseando –no, trotando- arriba y abajo en el viejo apartamento. Cuando tratabas de colarte sin ser visto, te agarraba por el cuello y te aplastaba. Era pequeño, limpio, delgado, un caballero, pero era brusco, no es que fuera poco práctico (no desconocía los vicios: había vivido en Odessa y aún más tiempo en San Petersburgo), pero no tenía paciencia. Incluso la cosa más mínima lo enfurecía. Al verme a mí con aquel vestido perdería la cabeza inmediatamente. Yo perdí la mía cuando aquella mujer me enseñó su raja con todas aquellas capas rosadas, cuando alzó el brazo y me pidió que desconectara los cables, cuando sentí su piel y su olor que se me subía a la cabeza.
- ¿Qué es tu familia, a qué se dedica tu padre? –me preguntó el camarero.
- Se dedica a proveer de combustible de leña los hornos de panadería. Se lo envían en un vagón de carga del norte de Michigan. También de Birnamwood, Wisconsin. Tiene un almacén cerca de la calle Lake, al este de Halsted.
Me esforcé por dar todos los detalles que pude. Ahora no podía permitir que sospechara que me estaba inventando la historia.
- Yo conozco ese sitio. Pero es un barrio lleno de putas y putiferios. ¿Crees que podrás contarle a tu viejo lo que te ha pasado, que te enganchó una belleza y te robó la ropa?
El efecto de esta pregunta fue que yo tensara el rostro, que viera todo borroso. Todo el sótano se volvió pequeño y distante, como un juguete pero no para jugar.
- ¿Cómo es de trato tu viejo?... ¿Duro?
- Más duro todavía –dije yo.
- ¿Les pega a sus hijos? Porque esta vez te va a tocar. ¿Qué tienes debajo del vestido, un par de calzones?
Negué con la cabeza.
- ¿Tienes el trasero al aire? Ahora ya sabes lo que se siente cuando se es mujer.
Los grandes músculos del griego eran del color de la masa del pan. No me habría agradado que me hiciera una llave de cabeza. Era el tipo de hombre que contrataba la Organización. Ahora mandaba la gente de Capone. Los clientes serían como muñecas de trapo para el griego. Parecía uno de aquellos canguros boxeadores de las películas, y parecía que de un momento a otro podría saltar sobre la barra, pero le gustaba hacerse el loco. Era capaz de curvar las comisuras de su larga boca como el tonto de un dibujo animado.
- ¿Qué estabas haciendo en el North Side?
- Repartiendo flores.
- De modo que andas corriendo de aquí para allá después de clase, pero tienes algo en el cerebro. Todavía te queda mucho por aprender, niño. Bueno, ya basta. Moosey, toma esta linterna y mira a ver si encuentras un jersey o algo por el estilo en el sótano de atrás, para este chico sin suerte. Me sorprendería que el viejo conserje no se hubiera quedado con las cosas. Si han hurgado en ellas los ratones, sacude la porquería. Eso lo ayudará a volver a casa.
Seguí a Moosey a la parte más caldeada de la bodega. La linterna que llevaba iluminó trozos de las lavadoras con las escurridoras manuales montadas encima, y también había cajas de madera para almacenar.
- Mira en estas cajas de cartón. La mayor parte son harapos, en mi opinión. Vuélcalas, así será más fácil.
Vacié un par de cajas grandes. Moose pasó la luz por encima de los montones.
- No hay gran cosa, como te dije.
- Aquí hay una camisa de cuadros –le dije.
Estaba deseando salir de allí. El olor de tela de saco caliente era difícil de soportar. Aquella era la única prenda aprovechable. Me habrían hecho falta un jersey y un par de pantalones. Volvimos a salir. Mientras me ponía la camisa, que me repugnaba (yo vengo de una familia muy refinada cuya manía es la limpieza) el camarero me dijo:
- Tengo una idea, lleva a este borracho a casa: ya va llegando su hora. ¿No es cierto, Moosey? Se emborracha aquí todas las noches. Haz que llegue a casa y te ganarás medio dólar.
- Lo haré –le dije-. Pero depende de lo lejos que viva. Si es muy lejos, me helaré antes de llegar.
- No está lejos. Wynona, al oeste de Sheridan. Yo te daré unas indicaciones. Este tipo cobra del ayuntamiento. No tiene ningún trabajo especial, trabaja directamente para el hombre del comité electoral. Es un idiota con dos hijas pequeñas. Si está lo suficientemente sobrio, les prepara la cena. Con toda probabilidad, ellas cuidan más de él que él de ellas.
- Primero me ocuparé de su dinero –dijo el camarero-. No quiero que le robes a mi amigo. No es que crea que lo vayas a hacer, pero eso se lo debo a mi cliente.
Moose, con cara seria, empezó a registrar los bolsillos de aquel hombre: la cartera, unas llaves, unos cigarrillos aplastados, un pañuelo rojo que parecía asqueroso, cerillas, billetes y monedas. Todo eso lo colocó sobre la barra.
Cuando recuerdo momentos pasados, llevo conmigo una masa imperceptible que madura y quizá se distorsiona, mezclando lo que es memorable con lo que posiblemente no valga la pena mencionar. Así, veo al camarero con su gran mano reuniendo todas las posesiones del borracho como si fueran sus ganancias, el bote de un juego de póquer. Y sin embargo me parece que si el canguro gigante se hubiera echado al borracho a la espalda lo podría haber llevado a casa en menos tiempo del que me habría llevado a mí tirar de él hasta las esquina. Pero lo que dijo de hecho el camarero fue:
- Te he encontrado un buen acompañante, Jim.
Moose movió un poco al hombre para asegurarse de que le funcionaban los pies. Entonces abrió los hinchados ojos y los volvió a cerrar.
- McKern –dijo Mooose, para informarme-. En la esquina suroeste entre Wynona y Sheridan, el segundo edificio del lado sur de la calle, la segunda planta.
- Te pagaremos cuando vuelvas –dijo el camarero.
Ahora hacía tanto frío que la nieve bajo mis pies sonaba a papel metálico. Aunque era posible que McKern se hubiera despabilado con el frío de la calle, no era capaz de moverse muy rápido. Como tenía que agarrarme a él, tomé prestados sus guantes. Después de todo, él tenía un abrigo con bolsillos en los que podía meter las manos. Traté de mantenerme detrás de él y protegerme un poco del frío. Eso no funcionó. No podía caminar solo. Tenía que sostenerlo yo. En vez de una mujer deseable, lo que tenía en mis brazos era un borracho. Menuda mala suerte, ¿comprendes?, y mientras, a mi madre se le llevaba la muerte. Sobre aquella hora los vecinos de arriba solían bajan y los parientes se acercaban a casa y llenaban la cocina y el comedor: era una especie de guardia esperando la muerte. Yo tendría que haber estado allí, no tan lejos en North Side. Cuando me hubiera ganado el dinero del tranvía, todavía me quedaría una hora de viaje con cuatro paradas por kilómetro.
Hacia el final yo ya estaba tirando de McKern. Mantuve abierta la puerta de la calle con la espalda mientras tiraba de él hacia la penumbra del vestíbulo por los brazos. Las niñas habían estado esperando y bajaron enseguida. Me sujetaron una puerta interior mientras yo llevaba a su papá arriba dando tirones de bombero y lo acostaba en su cama. Las niñas habían tenido mucha práctica en eso. Lo desvistieron hasta los calzoncillos y después se quedaron calladas a ambos lados de la habitación. Así eran las cosas para ellas. Se tomaban las cosas más raras con calma, como suelen hacer los niños. Yo le había echado el abrigo por encima. No le tenía mucha simpatía a aquel hombre, y menos en aquellas circunstancias. Me parece que puedo decirte por qué: seguro que se habría desmayado muchas veces, y le volvería a pasar docenas de veces hasta que se muriera. La borrachera era algo corriente y familiar, y por tanto aceptada, y los borrachos podían contar con la aceptación y el apoyo y depender de ellos. Mientras que si el problema era poco corriente, extraño, no podías contar con nada. Había una convención sobre la borrachera, establecida en parte por los propios borrachos. La proposición de base era que la conciencia es terrible. Sus formas más bajas y empobrecidas son quizá las peores. La carne y el hueso son pobres y débiles, susceptibles de sufrir el choque humano. Aquí mi descendiente oirá la voz del abuelo Louie dando uno de sus sermones sobre la conciencia superior e interrumpiendo la historia que había prometido contar. Querrás hacerle cumplir su palabra, como tienes todo el derecho de hacer.
Pues bien: la mayor de las niñas me habló. Me dijo:
- Un hombre llamó por teléfono y dijo que otro hombre iba a traer a papá a casa y que nos ayudaría con la cena si papá no podía cocinar.
- Sí. ¿Y..?
- Pero usted no es un hombre. Lleva puesto un vestido.
- Eso parece, ¿verdad? No te preocupes; y dime dónde está la cocina.
- ¿Es usted una señora?
- ¿Qué quieres decir?... ¿Qué es lo que parece? Muy bien, soy una señora.
- Puede usted comer con nosotras.
- Pues enséñame donde está la cocina.
Las seguí por un pasillo estrechado por la cantidad de chismes que contenía: latas de comida, galletas, sardinas, botellas de soda. Cuando pasé por el baño, entré un momento a aliviarme rápidamente. La puerta no tenía cerrojo ni pestillo. Había saltado la tira que la sujetaba al techo. Por la ranura entraba una pequeña luz. Le di gracias a Dios de que estuviera tan oscuro y levanté la tapa mientras me subía la falda y, cuando ya había empezado, oí a una de las niñas detrás de mí. Por encima del hombro vi que se trataba de la más pequeña, y cuando me di la vuelta (aquel día me estaba pasando de todo) le dije:
- No entres aquí.
Pero pasó escurriéndose a mi lado y se sentó en el borde de la bañera. Me sonrió. Me estaba mostrando los dientes. Aquel día todas las mujeres se estaban burlando de mí por lo sexual, en incluso las niñas tenían aspecto lascivo. Me paré, dejando caer el vestido, y le dije:
- ¿De qué te ríes?
- Si fueras una niña te sentarías.
La niña quería que yo entendiera que ella sabía lo que había visto. Se llevó los dedos a la boca y yo me di la vuelta y me dirigí a la cocina.
Allí la niña mayor levantaba la sartén de hierro negro con ambas manos. Encima de un papel de estraza había unas chuletas de cerdo: por allí cerca había un bote de grasa Mason. Yo me defendí bastante bien con el hornillo, ya viejo, y brillante por la suciedad que tenía encima. Como me resistía a tocar el cerdo con los dedos, lo cogí con un tenedor y lo arrojé en medio de la grasa. Las chuletas me revolvieron el estómago. Lo único que se me ocurrió fue: “Ya estoy metido en esto hasta las orejas”. El borracho en la cama, el váter secreto y oscuro, el círculo brillante de tungsteno sobre el hornillo de gas y las gotas de grasa que me manchaban las manos. La niña mayor dijo:
- Hay bastante para usted. Papá no va a cenar.
- No, yo no. No tengo hambre –respondí.
Toda mi crianza se sublevó con horror, la garganta llena, las tripas revueltas.
Las niñas se sentaron a la mesa, un rectángulo esmaltado. Unos platos y vasos gruesos, un paquete de pan blanco a rodajas, una botella de leche, un trozo de mantequilla y la grasa ardiendo que llenaba la habitación. Las niñas se sentaron detrás del humo, cortando la carne. Yo les bajé sal y pimienta de un estante. Comían sin hablar. Cuando mi trabajo (mi deber) estuvo hecho, no había nada que me retuviera. Les dije:
- Tengo que irme.
Le eché un vistazo a McKern, que había tirado el abrigo y se había quitado los calzoncillos. La cara como si estuviera perdida, la corta nariz apuntando bruscamente los signos de vida en la garganta, el aspecto roto del cuello, el pelo negro en la barriga, el corto cilindro entre las piernas terminado en una espiral de piel floja, el brillo blanco de las espinillas, la trágica expresión de los pies. En la mesilla de noche había un montón de monedas. Cogí las necesarias para pagar el tranvía, pero no tenía bolsillo para meter las monedas. Abrí el armario de la entrada para ver si a tientas encontraba rápidamente un abrigo que tomar prestado, un par de pantalones. Lo que cogiera, Philip se lo podría devolver al día siguiente al camarero griego. Saqué una trenca de una percha, y un par de pantalones. Por tercera vez en aquel día me ponía la ropa de un extraño: en este momento no voy a recordar si era de rayas o de cuadros ni voy a hacer comentarios sobre la calidad del tejido. Estaba desesperado por escapar, de manera que me enfundé rápidamente los pantalones en el descansillo de la escalera, metiendo dentro el vestido, y me coloqué el abrigo mientras bajaba a saltos las escaleras, apretando el cinturón y metiéndome un puñado de monedas en el bolsillo. A pesar de todo, todavía tuve el valor de volver a callejón que había debajo de la ventana de la mujer, para ver si tenía la luz encendida y también para buscar las páginas perdidas. Quizá el ladrón o la tipa las habían tirado, o quizá se habían caído solas cuando recogió el abrigo de piel de oveja. La ventana estaba a oscuras, tampoco encontré nada en el suelo. Puede que creas que esto era una rareza obsesiva, una dependencia loca de las palabras, de la palabra impresa. Pero recuerda que en aquella época no había redentores en las calles, ni guías espirituales, ni confesores, ni nadie que te pudiera confortar, comunicarte algo o iluminarte. Había que tomar las enseñanzas de donde vinieran. Bajo la cúpula de la biblioteca del centro, en letras de mosaico, había una frase de Milton, muy conmovedora pero quizá totalmente inútil, que podía agravar las dificultades: UN BUEN LIBRO, decía, ES LA PRECIOSA Y VIVIFICANTE SANGRE QUE ALIMENTA LOS MAYORES ESPIRITUS.
Estos son los hechos tal como sucedieron. Es mejor que te los cuente. Recuerda que estamos en el Nuevo Mundo y nosotros vivimos en una de sus misteriosas ciudades. Yo me debería haber ido corriendo directamente para pillar un tranvía. Pero en vez de eso allí estaba de pie en un callejón oscuro buscando unas páginas que de todas formas habrían volado.
Volví a Broadway –en verdad era una calle muy ancha– y esperé en una parada a que llegara el tranvía traqueteando, rojo, balanceándose en los raíles, un trozo de tecnología de la edad de hierro, con sus asientos de enea con marco de bronce. Hacía tiempo que había pasado la hora punta. Me senté junto a una ventana, en dirección a casa, y de pronto se me ocurrieron unas ideas como balas disparadas en la oscuridad lejana. Como Londres en tiempos de guerra. En casa, ¿qué historia iba a contar? No contaría ninguna. Nunca lo hacía. De todos modos, pensarían que mentía. Aunque creía en el honor, muchas veces mentía. ¿Es posible una vida sin mentira? Era más fácil mentir que explicar. Mi padre tenía una serie de ideas y yo tenía otras. No se encontraban premisas equivalentes.
A Behrens le debía cinco dólares. Pero yo sabía donde escondía mi madre sus ahorros. Como yo miraba todos los libros, había encontrado el dinero en su mahzov, el libro de oraciones para las fiestas principales, para los días más señalados. Hasta entonces no había cogido nada. Hasta que contrajo esa enfermedad, ella había esperado comprar con ese dinero el pasaje para Europa, para ver así a su madre y su hermana. Cuando muriera yo le daría ese dinero a mi padre, salvo diez dólares, cinco para el florista y el resto para la Vida eterna y El mundo como voluntad e idea de Von Hugel.
Los visitantes y vecinos de la casa ya se habrían ido cuando yo llegara a casa. Mi padre me estaría esperando. Era la puerta de atrás la que se cerraba al anochecer. Generalmente la puerta de la cocina no tenía el cerrojo echado. Podía subir al pequeño muro de madera que había entre las escaleras y el poste. Muchas veces lo hacía. Una vez que ponías el pie en el pomo de la puerta podías auparte por encima del muro y dejarte caer en el porche sin hacer ruido. Entonces podría ver la cocina y deslizarme dentro tan pronto como mi padre hubiera salido de ella en su patrullar. El dormitorio que compartíamos los tres hermanos estaba justo al lado de la cocina. Mañana podría tomar prestado el abrigo desechado por mi hermano Len. Sabía en qué armario estaba colgado. Si mi padre me pillaba podía esperar que me golpeara fuerte en los hombros, en la cabeza y la cara. Pero, si mi madre acababa de morir, no me golpearía.
Aquí es donde el mesurado, confortante y adormecedor transcurrir de los días se convierte en un torbellino, un huracán que volvía más oscuro a medida que se acercaba uno al fondo. Solo había tenido las anónimas páginas del bolsillo de mi abrigo para interpretarlas. Esas páginas me decían que la verdad del universo estaba inscrita en nuestros propios huesos. Que el mismo esqueleto humano era un jeroglífico. Que todo lo que habíamos conocido jamás en la tierra se nos mostraba en los primeros días después de la muerte. Que nuestra experiencia del mundo era deseada por el cosmos, y que la necesitaba para su propia renovación.
No creo que aquellas páginas, si no las hubiera perdido, me hubieran persuadido por siempre, ni que hubieran hecho mi vida distinta.
Escribo este relato, o declaración, en respuesta a un raro impulso que me ha venido de la tierra misma.
¡Fallarle a mi madre! Puede que eso signifique muy poco o nada para ti, mi único hijo, que lees este documento. Yo mismo conozco el poder de la falta de sentimientos en esta época rastrera y retorcida.
En el tranvía, de camino a casa, me preparé para el recibimiento, pero todos mis preparativos se hundieron como sobre arena. Me apeé en la parada de la avenida North, evitando mirar a mi reflejo en los escaparates. Después de una muerte se cubrían inmediatamente los espejos. No sé explicar lo que significa esa piadosa costumbre. ¿Se va a reflejar el alma del muerto en el espejo, o es simplemente una restricción a la vanidad de los vivos?
Corrí a casa, me acerqué por el callejón de atrás, no hice ruido en las escaleras de madera de atrás, alcancé la cima del muro, puse el pie en el pomo de porcelana blanca de la puerta, pasé por encima sin novedad y me dejé caer en el porche. No seguía el plan que me había hecho para eludir a mi padre. Había gente sentada a la mesa de la cocina. Entré directamente. Mi padre se levantó de la silla y vino corriendo hacia mí. Ya tenía el puño preparado. Yo me quité la gorra de lana y cuando me golpeó en la cabeza el golpe me llenó de gratitud. Si mi madre ya hubiera muerto, en vez de golpearme me habría abrazado.

Bueno, ahora ya se han marchado todos, y yo he hecho mis preparativos. No he dejado una gran hacienda y por eso es por lo que he escrito esta historia, como una especie de añadido a tu herencia.

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