Biografía de Tadeo Isidoro Cruz
I'm looking for the face I had
Before the world was made.
Yeats:
The winding stair.
El seis de febrero de 1829, los
montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur para
incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia cuyo
nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de
los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso
grito despertó a la mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó, pues al
otro día, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la caballería de
Suárez y la persecución duró nueve leguas, hasta los pajonales ya lóbregos, y
el hombre pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las guerras del
Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió
el nombre de Tadeo Isidoro.
Mi propósito no es repetir su
historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche; del
resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La
aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede
ser todo para todos (1 Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables
repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la
historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su
formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas
riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de
barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto
jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849,
fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de Francisco Xavier
Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el cinto: Cruz,
receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó ahí
muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba
y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun del
entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones,
borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso,
junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no
había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada
Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal: noches después, el grito de un
chajá le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una
mata: poro que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió
pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano
izquierda; malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió
entre los dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la
pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una
función penal; Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como
soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió por su
provincia natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las
Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del
sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa
acción recibió una herida de lanza.
En su oscura y valerosa
historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el Pergamino:
casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo. En 1869
fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel
tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo
esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que
por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre. Bien entendida,
esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de
esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo
y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que
el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio
reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de
Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese
conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero
y un hombre. Los hechos ocurrieron así:
En los últimos días del mes de
junio de 1870, recibió la orden de apresar a un malevo, que debía dos muertes a
la justicia. Era éste un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba
el coronel Benito Machado en una borrachera, había asesinado a un moreno en un
lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que
procedía de la Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse
congregado los montoneros para la desventura que dio sus carne a los pájaros y
a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la
Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ahí, el
desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el cráneo
por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado el
nombre del lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció... El
criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas
y de venidas; éstos, sin embargo lo acorralaron la noche del doce de julio. Se
había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y ¡os
suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula
acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la
impresión de haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para
pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris
parecían comerle la cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme
recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Este,
mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la
oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que
otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las
jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo,
no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada
llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el
delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados
junto al desertor Martín Fierro.
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