El
cuento es la forma más memorable de la ficción, y lo es porque debe narrar y
vibrar en cada línea. Debe ser tan exacto como un soneto o una balada. Su
impulso es, esencialmente, poético. No nos olvidamos de él, y en cada relectura
encontramos nuevos hallazgos, mientras que hasta en las más grandes novelas
llegamos a olvidar fácilmente capítulos enteros. Además, el cuento se ajusta a
la ansiedad y rapidez de las costumbres impuestas por la dureza y velocidad de
la vida contemporánea, tan diferente de la vida contemplativa del siglo
diecinueve, cuando la novela era la forma dominante de ficción. En la novela
nos perdemos, en el género corto nos encontramos. A fines del siglo diecinueve
encontramos a los primeros maestros excepcionales de la forma en Kipling,
Wells, Conrad, James, en artistas como Katherine Mansfield, Saki, Liam
O’Flaherty, Frank O’Connor, D. H. Lawrence, el Joyce of Dubliners y muchos otros. Ellos leyeron a Maupassant, Chejov y
Turguenev. La originalidad de su talento consiste en capturar, en su decurso,
el momento crucial de una vida. Contemplamos a seres que pudieron aparecer como
personajes menores en grandes novelas, ahora rescatados en su grandeza.
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