A & P
Entran esas tres chicas
con nada más que el bañador puesto. Yo estoy en la tercera caja, de espaldas a
la puerta, de modo que no las veo hasta que están junto al pan. La que primero
me llamó la atención fue la del bikini verde a cuadros. Era una chica rolliza,
muy morena y con un culo grande y encantador, con esas dos lunas crecientes
blancas justo debajo, como si el sol nunca le hubiera dado ahí, en lo alto de
las piernas. Yo me quedé parado con un paquete de galletas HiHo en la mano,
tratando de recordar si lo había marcado o no. Vuelvo a marcarlo y la clienta
empieza a joderme la vida. Es una de esas vigilantes-de-cajas-registradoras,
una bruja cincuentona con carmín en los pómulos y sin cejas, y sé que le ha
alegrado el día cogerme en una falta. Lleva cincuenta años vigilando cajas
registradoras y seguramente no ha visto una equivocación en su vida.
Para cuando conseguí
calmarla y meter su compra en una bolsa -me suelta un pequeño resoplido al
pasar; de haber nacido en el momento adecuado la habrían quemado en Salem-,
para cuando logré que siguiera su camino, las chicas ya habían rodeado el pan y
regresaban, sin carrito, en dirección a mi caja a lo largo de los mostradores,
por el pasillo que hay entre las cajas registradoras y los cubos Special. Ni
siquiera se habían puesto los zapatos. Allí estaba la rolliza del bikini verde
chillón, con las costuras del sostén aun sin doblar; además, tenía la barriga
bastante pálida, así que deduje que se lo acababa de comprar. Tenía la típica
cara de bollo, mofletuda, y los labios apelotonados bajo la nariz; también
estaba la chica alta de pelo negro, que no le había quedado totalmente rizado, con la típica quemadura de sol justo debajo de los ojos, la barbilla demasiado
larga —ya saben, el tipo de chica que las otras juzgan muy interesante y
atractiva pero que no termina de serlo del todo, y las amigas lo saben y
precisamente por eso les gusta—; y la tercera, que no era tan alta. Ella era la
reina. En cierto modo conducía a las otras dos, que echaban miraditas alrededor
y se encorvaban. Ella no miraba alrededor, la reina no, se limitaba a andar en
línea recta y despacio sobre esas piernas largas y blancas de prima donna.
Se dejaba caer con una
cierta brusquedad sobre los talones, como si no caminase a menudo descalza; los
apoyaba en el suelo y luego desplazaba el peso hasta la punta de los dedos como
si estuviese tanteando el suelo a cada paso, dándole deliberadamente a este
movimiento un toque excesivo. Uno nunca sabe con certeza cómo funciona la
cabeza de las mujeres (¿crees de verdad que lo que hay dentro es una mente o es
sólo un leve zumbido de abeja en un tarro de cristal?), pero sabes que ella ha
convencido a las otras dos para que entren aquí con ella y ahora les estaba
demostrando cómo se camina lentamente y con el cuerpo erguido.
Tenía un bañador de un
color rosa sucio —beige quizá, no lo sé— adornado por todos lados de bultitos
y, lo que más me llamó la atención, con los tirantes caídos. Se le habían salido
de los hombros y le colgaban alrededor de los brazos, y supongo que
por esa razón el bañador se le había bajado un poco, por lo que en torno a la
parte de arriba de la tela se veía un cerco brillante. De no ser porque estaba
allí jamás habrías podido saber que existiera nada más blanco que aquellos
hombros. Con los tirantes caídos, ella era todo lo que existía entre la parte
superior del bañador y la punta de su cabeza; en ese nítido plano desnudo entre
los hombros y el nacimiento de su pecho, como una lámina de metal inclinada
bajo la luz. Era algo más que hermoso.
Tenía el cabello del
color del roble, aclarado por el sol y la sal y recogido en un moño medio
deshecho, y la cara un poco maquillada. Si entras en el A & P con los
tirantes bajados, supongo que es la única cara que puedes llevar. Sostenía la
cabeza tan alta sobre el cuello, alzándose desde esos hombros tan blancos, que
parecía un poco estirada, pero no me importó. Cuanto más largo tuviese el
cuello, más de ella podía tener. Tuvo que verme por el rabillo del ojo, y a
Stokesie mirándola por encima de mi hombro desde la segunda caja, pero no se
giró. No esta reina. Siguió recorriendo las estanterías con la mirada, y se
detuvo, y se volvió tan lentamente que el delantal me hizo sentir un cosquilleo
en el estómago, y se fue hacia las otras dos que parecieron acurrucarse en
torno a ella en busca de apoyo, y juntas se aventuraron por el pasillo de
comida para perros y gatos desayunos cereales macarrones arroces pasas
condimentos pastas espaguetis refrescos galletas y aperitivos. Desde la tercera
caja no les quité la vista a lo largo de todo el pasillo hasta el mostrador de
la carne. La gorda del bronceado manoseaba las galletas, pero se lo pensó mejor
y volvió a dejar el paquete.
Los borregos que
empujaban sus carritos por el pasillo -las chicas caminaban en contra del
tráfico habitual (no es que tengamos señales de dirección única ni nada
parecido)- eran bastante cómicos. Los veías dar una sacudida, pegar un brinco o
hipar cuando reparaban en los hombros blancos de la reina, pero volvían a
clavar rápidamente la mirada en sus carros y seguían empujando. Apuesto a que
podrías volar con dinamita un A&P y la gente seguiría alargando el brazo,
tachando los copos de avena de sus listas y murmurando: "Veamos, había una
tercera cosa, empezaba por E, espárragos, no, ¡ah, ya, endivias!”, o cualquier
otra cosa por el estilo. No cabía duda: esto sí las hacía sacudirse. Algunas de
esas esclavas domésticas con rulos hasta volvieron la vista cuando ya habían
pasado empujando sus carritos para asegurarse de que era verdad lo que habían
visto.
Ya sabes, una cosa es
una chica en bañador en la playa, donde de todas formas con tanto sol no se
puede mirar mucho a la gente, y otra en el frío del A&P, bajo los tubos
fluorescentes y contra todos esos paquetes amontonados, deslizando sus pies
descalzos por la superficie de ajedrez crema y verde de nuestro suelo de
baldosas.
— ¡Oh Papi! —dijo
Stokesie a mi lado—. Me voy a desmayar.
—¡Ay, querido! —dije
yo—. Agárrame fuerte.
Stokesie está casado y
ya tiene dos criaturas en su tropa, pero que yo sepa ésa es la única
diferencia. Él tiene veintidós años y yo cumplí diecinueve en abril.
—¿Está ya? —pregunta
él, el responsable señor casado tratando de encontrarse la voz. Se me ha
olvidado decir que él cree que un día llegará a gerente del supermercado,
quizás en 1990, cuando se llame Gran Compañía de Té Alexandrov y Petruschki o
algo por el estilo.
A lo que él se refería
es que nuestro pueblo está a ocho kilómetros de la playa más cercana —hay una
gran colonia veraniega en el Point—, pero nosotros estamos en pleno centro, y
las mujeres se ponen una camisa o unos zapatos o algo antes de salir del coche.
Y de todas maneras por lo general son mujeres con seis hijos y las piernas
surcadas de varices y a nadie, ni a ellas mismas, les importa lo más mínimo. Lo
que quiero decir es que estamos en pleno centro del pueblo, y si te pones en la
puerta de la calle se ven dos bancos, una iglesia congregacional, el quiosco,
tres inmobiliarias y unos veintisiete viejos parásitos levantando la calle
Mayor porque se han vuelto a romper las alcantarillas. No es lo mismo que si
estuviéramos en el Cabo; estamos al norte de Boston y en este pueblo hay gente
que no ha visto el mar desde hace veinte años.
Las chicas habían
llegado al mostrador de la carne y le estaban pidiendo algo a McMahon. Él
señaló una cosa, ellas señalaron otra cosa y desaparecieron de la vista tras
una pirámide de melocotones Diet Delight. Lo único que podíamos ver era al
viejo McMahon tocándose la boca y tratando de calibrar sus ancas. Pobres chicas;
yo empecé a tenerles lástima, no podían evitarlo.
Aquí viene la parte
triste de la historia, al menos mi familia dice que es triste, pero yo
personalmente no creo que lo sea tanto. Los grandes almacenes estaban bastante
vacíos porque era un jueves por la tarde, de modo que no había gran cosa que
hacer aparte de apoyarse en la caja registradora y esperar a que volvieran a
aparecer las chicas. Todo el establecimiento era como un flíper, y yo no sabía
de qué túnel saldrían. Al cabo de un rato salieron del pasillo del fondo
rodeando las bombillas, los discos con descuento de los Caribbean Six o alguna
otra porquería en la que te asombra que se gaste la pasta la gente, paquetes de
seis tarros de bombones y juguetes de plástico envueltos en celofán que de todas
formas se caen a pedazos en cuanto un niño los mira. Por allá vienen, la reina
todavía abriendo la marcha con un pequeño tarro gris en las manos. Están
cerradas de la caja tres a la siete, y la veo titubear entre Stokes y yo, pero
Stokesie, con su habitual suerte, atrae a un tipo con bombachos grises que
viene dando tumbos con cuatro botes gigantes de zumo de piña (¿qué harán estos
vagabundos con tanto zumo de piña? me he preguntado más de una vez), así que
las chicas se dirigen hacia mí. La reina deja el tarro y yo lo cojo entre mis
dedos helados. Arenques a la vinagreta Kingfish: 49 centavos. Ahora tiene las
manos vacías, ni un anillo ni una pulsera, desnudas como Dios las hizo, y yo me
pregunto de dónde sale el dinero. Todavía con la carita esa tan suya se saca un
billete doblado de un dólar del hueco del centro de la parte superior de aquel
bikini rosa adornado de bultitos. Siento que el tarro me hunde la mano como
plomo. Pensándolo bien, ¡qué gesto tan encantador!
De pronto la suerte de
todos empieza agotarse. Llega Lengel de regatear con un camión lleno de berzas
en el aparcamiento de descarga, y está a punto de atravesar esa puerta con el
cartel de GERENTE tras la que se esconde todo el día, cuando le echa la vista
encima a las chicas. Lengel es bastante aburrido, da catequesis los domingos y
todo eso, pero no se le escapa ni una. Se acerca y les dice:
—Chicas, esto no es la
playa.
Reina se pone colorada,
aunque quizá no sea más que un brochazo de moreno en el que aún no me había
fijado y en el que reparo ahora que la tengo tan cerca.
—Mi madre me ha dicho
que le compre un tarro de arenques para el aperitivo.
Su voz casi me
sobresaltó, como pasa con las voces cuando ves primero a las personas, por lo
monótona y tonta, aunque tenía, al mismo tiempo, un tonillo en la forma de
pasar de "compre" a "aperitivo". De repente me deslicé por
su voz hasta su sala de estar. Su padre y los otros hombres estaban allí de pie
con americanas color crema y pajarita, y las mujeres iban con sandalias y
pinchaban con palillos los aperitivos de arenque que estaban en un plato grande
de cristal; todos sostenían en la mano bebidas del color del agua, con
aceitunas y ramitas de menta dentro. Cuando mis padres tienen invitados les dan
limonada y si es una cosa muy importante Schlitz en vasos altos con la frase
"Satisface siempre" grabadas en el cristal.
—Me parece muy bien
—dijo Lengel—. Pero esto no es la playa.
Me hizo gracia que lo
repitiera, como si se le acabara de ocurrir y hubiera estado pensando todos
estos años que el A & P era una duna inmensa y que él era el jefe de los
socorristas. No le gustó que me riera —como digo, hay cosas que no comprende—,
pero se concentró en echarle a las chicas esa triste mirada suya de catequista
dominical.
El rubor de la reina no
tiene ya nada que ver con el bronceado, y la gorda del bikini a cuadros, que a
mí me gustaba más por detrás —un primor de culo—, levanta la voz:
—No estábamos de
compras. Sólo hemos entrado a coger una cosa.
—Es igual, señorita —le
dice Lengel, y vi por su forma de mirar que no se había dado cuenta de que ella
antes iba en bikini—. Queremos que vayan vestidas decentemente para entrar
aquí.
—Somos decentes—
replica de pronto la reina, sacando el labio inferior y enfadándose al recordar
de dónde viene, un lugar desde el cual la gente que maneja el A&P debe de
parecer bastante horrible.
—No quiero discutir con
ustedes, chicas. En adelante vengan con los hombros cubiertos. Son las normas.
Lengel se da media
vuelta. Esas son las normas para usted. Normas es lo que quiere la gente
importante. Lo que los demás queremos es delincuencia juvenil.
Todo el tiempo habían
ido llegando clientes con carros pero, como puedes imaginarte, los borregos, al
ver la escena, se habían amontonado frente a Stokesie, quien abrió una bolsa de
papel con tanta delicadeza como si pelara un melocotón, sin querer perderse una
sílaba. Yo notaba en el silencio que todo el mundo se estaba poniendo nervioso,
sobre todo Lengel, quien me preguntó: "¿Has marcado su compra,
Sammy?"
Me quedé pensando y le
respondí que no, pero no era eso en lo que pensaba. Empiezo a darle a las
teclas, 4, 9, ALIM, TOT; es más complicado de lo que parece y, cuando lo haces
a menudo, empieza a sonar una cancioncilla y lo oyes con letra y todo, en mi caso
“Hola (bing) a todos (gong), ¿qué tal? (splat)”; el splat es el cajón al
abrirse. Estiro el billete, con delicadeza como se pueden imaginar, pues acaba
de salir de entre las dos bolas de vainilla más suaves que hubiera podido
imaginar jamás, y le dejo un penique y medio en la estrecha palma rosa, le
acomodo el arenque en una bolsa, la pliego por arriba y se la doy, sin dejar de
pensar.
Las chicas, y lo
comprendo perfectamente, tienen prisa por largarse, de modo que digo a Lengel:
Yo renuncio. (Lo digo lo bastante rápido para que ellas me oigan y me miren a
mí, su insospechado héroe). Ellas van derecho a la salida, pasan por la célula
fotoeléctrica; la puerta se abre de golpe y cruzan volando el aparcamiento para
coger su coche. Reina, Cuadritos y Larguirucha (y no es que no tuviese materia
prima, no estaba nada mal), dejándome con Lengel y su ceñudo entrecejo.
— ¿Has dicho algo,
Sammy?
—He dicho que renuncio.
—Eso me ha parecido
oír.
—No tenía usted por qué
avergonzarlas de ese modo.
—Eran ellas las que estaban
avergonzándonos.
Empecé a decir algo que
salió como "Tonteras". Esta es una muletilla de mi abuela, y sé que
se habría sentido orgullosa.
—No creo que sepas lo
que estás diciendo— dijo Lengel.
—Sé que no lo cree—
dije — pero yo sí lo creo. Tiré del lazo de detrás de mi delantal y empecé a
quitármelo por los hombros. Un par de clientes que se habían acercado a mi caja
chocaron entre sí, como cerdos asustados en un tobogán. Lengel suspira y se
vuelve muy paciente, viejo y gris. Hace años que es amigo de mis padres.
—Sammy, no quieres
hacer esto a tus padres— me dice.
Es cierto, no quiero.
Pero creo que una vez que empiezas un gesto es fatal no llevarlo hasta el
final. Doblo el delantal —lleva mi nombre, “Sammy”, bordado con hilo rojo en el
bolsillo—, lo dejo sobre el mostrador y tiro la pajarita encima. La pajarita es
de ellos, por si se lo han preguntado.
—Lo lamentarás el resto
de tu vida— dice Lengel, y sé que eso también es cierto. Pero cuando me acuerdo
de cómo le sacó los colores a esa muchacha tan guapa se me revuelven las tripas
y le pego un puñetazo a la tecla "Abrir", la máquina da un zumbido
—“splat”— y se abre el cajón. Es una suerte que esta escena se produzca en
verano: puedo salir inmediatamente después de esto sin preocuparme de más; no
tengo que ir a coger el abrigo ni los chanclos. Me limito a cruzar despacio la
célula fotoeléctrica con la camisa blanca que mi madre me planchó anoche, la
puerta se abre sola y fuera el sol patina sobre el asfalto.
Busqué a mis chicas con
la mirada, pero habían desaparecido. No había nadie aparte de un matrimonio
joven gritando a sus hijos por una chocolatina, junto a la puerta de una
ranchera Falcon. Al volver la vista hacia los grandes escaparates, sobre las
bolsas de musgo y el mobiliario para jardín expuesto en el pavimento, alcancé a
ver a Lengel en mi puesto en la caja, cobrando a los borregos que desfilaban
ante él. Tenía la cara gris y la espalda rígida, como si le acabaran de
inyectar hierro, y se me encogió el estómago al comprender lo hostil que iba a
ser el mundo para mí en el futuro.
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