La bandeja de plata
¿Qué
hace uno ante la muerte, en este caso, la muerte de un padre anciano? Si uno es
una persona moderna, de sesenta años de edad, y un hombre de mundo, como Woody
Selbst, ¿qué es lo que hace? Tomemos por ejemplo lo del luto, y coloquémoslo
ante el telón de fondo de la vida contemporánea, ¿Cómo, con el telón de fondo
contemporáneo, se hace duelo por un padre octogenario, casi ciego, con el
corazón ensanchado y los pulmones llenos de líquido, que se arrastra, se
tambalea y despide los olores, de moho o gases, de los viejos? ¡Compréndanme! Como decía Woody, seamos
realistas. Pensemos en los tiempos que corren. A diario lo vemos en los
periódicos: los rehenes del vuelo de la Lufthansa describen cómo el piloto se
arrodilló ante los secuestradores palestinos rogándoles que no lo ejecutaran,
pero igual le dieron un tiro en la cabeza. Más tarde fueron ellos mismos los
que cayeron ante las balas. Y todavía hay otros que disparan contra otros, o se
disparan a sí mismos. Esto es lo que leemos en la prensa, lo que vemos en el
metro, lo que la gente cuenta en las comidas. Ahora sabemos lo que pasa a
diario en la comunidad humana en su conjunto, es una especie de movimiento
peristáltico global.
Woody,
hombre de negocios del sur de Chicago, no era en absoluto un ignorante. Conocía
más expresiones de las que se habría esperado oír de labios de un contratista
de baldosas (oficinas, vestíbulos, baños). Los conocimientos que poseía no eran
del tipo de los que proporcionan un título académico, y sin embargo Woody había
estudiado los años en un seminario, preparándose para ser ministro de la
Iglesia. Dos años de estudios durante la Depresión eran mucho más de lo que la
mayoría de los graduados de instituto podía permitirse. Después de eso, a su
modo, vital, pintoresco y original (Morris, su viejo, había sido también, en su
época de acercamiento a la naturaleza, un tipo vital y pintoresco), Woody había
leído sobre muchos temas, se había suscrito a Science y otras revistas que
proporcionaban información auténtica y había asistido en DePaul y Nortwestern a
clases nocturnas de ecología, criminología y existencialismo. También había
viajado mucho por Japón, México y Africa, y precisamente una de sus
experiencias africanas era especialmente significativa ahora que estaba de
luto. Era la siguiente: en una campaña cerca de las cataratas de Murchison, en
Uganda, había visto como un cocodrilo cazaba a una cría de búfalo a orillas del
Nilo Blanco. A ambos lados del río tropical había jirafas, hipopótamos y
babuinos, incluso flamencos y otras llamativas aves que cruzaban el claro cielo
al calor de la mañana, cuando la cría, que se había acercado al río a abrevar,
fue atrapada por la pezuña y arrastrada hacia el fondo. Los padres no se lo
podían imaginar. Bajo el agua la cría seguía retorciéndose, luchando,
removiendo el barro. Woody, el viajero experimentado, presenció esto mientras
navegaba por las aguas del río, y para él era como si los padres se preguntasen
uno al otro sin hablar qué había pasado. Prefirió interpretarlo como una
muestra de dolor, el dolor de las bestias. Allí, en el Nilo Blanco, Woody tuvo
la impresión de haber vuelto al pasado de los hombres, y estas reflexiones se
las llevó a casa, al sur de Chicago. Se llevó también un paquete de hachís de
Kampala. Con ello se arriesgó a ser atrapado por los inspectores de aduanas,
confiando quizá en su complexión robusta, su rostro franco y su color
sonrosado. No tenía aspecto de delincuente, de malo; tenía cara de bueno. Pero
le gustaban los riesgos. El riesgo era un estímulo estupendo. Arrojó la
gabardina encima del mostrador de la aduana. Si los inspectores registraban los
bolsillos, estaba dispuesto a decir que la gabardina no era suya. Pero se libró
de ello, y el pavo de Acción de Gracias lo rellenó de hachís, lo que fue muy
celebrado. Aquella fue prácticamente la última fiesta en la que estuvo presente
papá, al que también gustaban los riesgos y los desafíos. El hachís que Woody
había tratado de cultivar en su patio de atrás a partir de las semillas
africanas no prosperó. Pero, detrás del almacén, donde tenía aparcado el
Lincoln Continental, tenía una pequeña plantación de marihuana. No había nada
malo en Woody, pero no le gustaba respetar por completo la ley. Era simplemente
una cuestión de autoestima.
Después
de aquella fiesta de Acción de Gracias, papá se fue hundiendo poco a poco como
si tuviera una fuga lenta. Esto duró varios años. Entraba y salía del hospital,
menguaba, su mente divagaba, ni siquiera se podía concentrar lo suficiente como
para quejarse, a excepción de momentos concretos en los domingos que Woody le
dedicaba de manera regular. Morris, amateur que una vez fue tomado en serio por
el mismísimo Willie Hoppe, el gran hombre en persona, ya no podía ejecutar ni
siquiera las más sencillas tiradas de billar. Solo podía imaginarse las
jugadas; empezó a crear teorías sobre combinaciones imposibles a tres bandas.
Halina, la mujer polaca con la que Morris había vivido durante más de cuarenta
años, era demasiado vieja ahora para correr al hospital. De manera que era
Woody el que tenía que hacerlo. También necesitaba cuidados la madre de Woody,
conversa cristiana; tenía más de ochenta años y a menudo estaba hospitalizada.
Todos tenían diabetes, pleuresía, artritis, cataratas y marcapasos. Y todos
habían aprovechado bien sus cuerpos, pero ahora esos cuerpos les estaban
fallando.
Estaban
también las dos hermanas de Woody, cincuentonas solteras, muy cristianas, muy
estrictas, que seguían viviendo con mamá en una casita completamente cristiana.
Woody, que se responsabilizaba plenamente por todos ellos, a veces tenía que
ingresar a una de las chicas (ahora eran chicas enfermas) en una institución
mental. Nada grave. Las dos hermanas eran mujeres maravillosas, y en un tiempo
habían sido preciosas, pero ninguna de las dos tenía pleno uso de sus
facultades. Y todas las facciones tenía que mantenerlas separadas: mamá, la
conversa; las hermanas fundamentalistas; papá, que leía el periódico en yiddish
mientras conservaba la vista; Halina, una buena católica. Woody, con el
seminario cuarenta años atrás, se describía a sí mismo como agnóstico. Papá no
tenía más religión que la que se podría encontrar en el periódico yiddish, pero
hizo que Woody le prometiera enterrarlo entre judíos, y ahí era donde yacía
ahora, con la camisa hawaiana que Woody le había comprado en el congreso que
habían celebrado los de su profesión en Honolulú. Woody no podía permitir que
ningún ayudante de la funeraria lo vistiera, sino que llegó y le abotonó el
mismo la camisa, y el viejo fue enterrado con aspecto de Ben Gurion en un
sencillo ataúd de madera, seguro que se pudriría pronto. Así fue como Woody
quiso que fuera. Al pie de la tumba, se quitó la chaqueta y la dobló, se
remangó las mangas sobre unos bíceps gruesos y llenos de pecas, despidió con un
gesto al pequeño tractor que esperaba, y cavó la fosa él solo. Su ancho rostro,
más ancho hacia la barbilla, se estrechaba por arriba como una casa holandesa,
y, con los dientes buenos de abajo sujetando el labio superior por el esfuerzo,
llevó a cabo su último deber como hijo. Estaba en forma, de manera que debió de
ser la emoción, y no la pala, lo que lo hizo enrojecer de aquella manera.
Después del funeral, se fue a casa con Halina y su hijo, un polaco decente como
su madre, y además listo –Mitosh tocaba el órgano en los partidos de hockey y
baloncesto en el estadio, para lo que hacía falta un hombre inteligente porque
era una ocupación que agitaba a la chusma– y tomaron unas copas mientras
consolaban a la vieja. Halina era una mujer de verdad, siempre apoyó a Morris.
El
resto de la semana Woody estuvo ocupado, tenía cosas que hacer,
responsabilidades en la oficina, responsabilidades en la familia. Vivía solo;
igual que su mujer; igual que su amante: cada uno en un sitio distinto. Como su
mujer, después de quince años de separación, no había aprendido a cuidar de sí
misma, Woody le hacía las compras los viernes y le llenaba la nevera. Esta
semana la tenía que llevar a comprar zapatos. Además, los viernes por la noche
siempre los pasaba con Helen (Helen era su mujer de facto). Los sábados hacía
la gran compra semanal. Los sábados por la noche los dedicaba a mamá y a sus
hermanas. De manera que estaba demasiado ocupado para prestar atención a sus
propios sentimientos a excepción de recordarse a sí mismo, de vez en cuando:
“Primer jueves en la tumba”. “Primer viernes, y el tiempo es bueno.” “Primer
sábado; se tiene que estar acostumbrando ya.” A veces decía por lo bajo: “Ay,
papá”.
Pero
fue el domingo cuando le golpeó, cuando las campanas empezaron a sonar por todo
el sur de Chicago: las iglesias ucranianas, católicas, griegas, rusas,
metodistas y africanas, una detrás de otra. Woody tenía su despacho en el
almacén, y allí mismo se había construido un apartamento para él solo, muy
espacioso y cómodo, en el piso de arriba. Como todos los domingos por la mañana
salía para pasar el día con papá, había olvidado cuántas iglesias rodeaban a la
Compañía de Baldosas Selbst. Seguía en la cama cuando oyó repicar, y de pronto
se dio cuenta de lo desconsolado que estaba. Esta pena tan súbita y grande en
un hombre de sesenta años, un hombre práctico, en buena forma, saludable y
experimentado, era profundamente desagradable. Cuando algo le parecía
desagradable, siempre tomaba algo para evitarlo. De manera que pensó: “¿Qué me
tomo?”. Tenía a mano muchos recursos. Su bodega estaba llena de cajas de whisky
escocés, vodka polaco, coñac, vinos de Moselle y de Borgoña. También tenía un
congelador lleno de filetes, carne de caza y cangrejos de Alaska. Compraba
siempre en abundancia: por cajas y por docenas. Pero al final, cuando se
levantó de la cama, lo único que se tomó fue una taza de café. Mientras se
calentaba el agua, se puso su traje de judo y se sentó a pensar.
A
Woody le gustaba que las cosas fueran honradas.
Las vigas eran honradas; los pilares de cemento sin camuflar dentro de las
torres de apartamentos eran honrados. Le parecía mal camuflar las cosas. Odiaba
fingir. La piedra era honrada. El metal era honrado. Estas campanas del domingo
eran muy correctas. Empezaron a sonar, se menearon y sacudieron, y las
vibraciones y el ruido hicieron algo por él: limpiar su interior, purificar su
sangre. Una campana era una garganta con un solo sentido, solo tenía una cosa
que decir y simplemente la decía. Él escuchaba.
Había
tenido alguna relación con las campanas y las iglesias. Después de todo, era en
cierto modo cristiano. Nació judío, y de eso tenía la cara, con una sospecha de
iroqués o cherokee, pero su madre se había convertido hacía más de cincuenta
años gracias a su cuñado, el reverendo doctor Kovner. Este último, estudiante
de las escrituras hebreas que había dejado el Hebrew Union College de
Cincinnati para hacerse ministro de la Iglesia y fundar una misión, había
proporcionado a Woody una educación parcialmente cristiana. Ahora bien, papá
odiaba a aquellos fundamentalistas. Según él, los judíos iban a la misión para
que les dieran café, tocino, piña en lata, pan rancio y productos lácteos. Si
tenían que escuchar los sermones, no les importaba mucho –al fin y al cabo, era
la época de la Depresión y no se podía ser muy exigente– pero él sabía que el
tocino lo vendían.
El
Evangelio lo decía claro: “La salvación viene de los judíos”.
Al
reverendo doctor lo ayudaba un grupo de fundamentalistas adinerados, sobre todo
suecos, que estaban deseando acelerar el Segundo Advenimiento mediante la
conversión de todos los judíos. De todos los seguidores de Kovner, la principal
era la señora Skoglund, quien había heredado un gran negocio de lácteos de su
difunto marido. Woody estaba especialmente bajo la protección de esta señora.
Woody
tenía catorce años cuando papá se fugó con Halina, que trabajaba en su tienda,
dejando atrás a su difícil esposa cristiana y a su convertido hijo y a sus
hijas pequeñas. Un día de primavera se acercó a Woody en el patio trasero y le
dijo:
–
A partir de ahora tú eres el hombre de la casa.
Woody
estaba practicando con un palo de golf, quitándoles las cabezas a los dientes
de león. Papá salió al patio con su mejor traje, que era demasiado abrigado
para el tiempo que hacía, y cuando se quitó el sombrero tenía la piel de la
cabeza señalada con un anillo y el cráneo bañado en sudor: más gotas que
cabellos. Le dijo:
–
Me voy de casa. –Papá estaba nervioso, pero decidido, determinado–. No sirve de
nada. Yo no puedo llevar una vida así.
Al
tratar de imaginar la vida que papá tenía
que vivir a toda costa, una vida libre, Woody lo pintó en la sala de billar,
bajo las vías de E1 jugando a los dados, o al póquer, arriba, en Brown y
Kopel’s.
–
Tú vas a ser el hombre de la casa –le dijo su papá–. Todo está arreglado. Os he
apuntado a todos en la Seguridad Social. Acabo de volver de la avenida
Wabansia, del centro de ayuda al necesitado. –Por eso llevaba el traje y el
sombrero–. Van a enviar a un asistente social. – Después dijo–: Tienes que
prestarme dinero para comprar gasolina, de lo que has ahorrado como caddie.
Woody
comprendió que papá no podía irse sin su ayuda, de modo que le entregó todo lo
que había ganado en el Sunset Ridge Country Club de Winnetka. Papá creía que la
valiosa lección sobre la vida que estaba transmitiendo valía mucho más que esos
pocos dólares, y cada vez que engatusaba a su hijo adoptaba con su nariz
curvada y su rostro rubicundo una especie de expresión sacerdotal. Los niños,
que sacaban las mejores ideas del cine, lo llamaban Richard Dix. Más tarde,
cuando salió la tira cómica, lo llamaron Dick Tracy.
Tan
y como ahora lo veía Woody, él se había buscado su propia deserción. ¡Ja, Ja!
Eso le parecía delicioso; especialmente aquella actitud de papá de “Eso te
enseñará a fiarte de tu padre”. Porque constituía una prueba a favor de la vida
real y los instintos, en contraposición a la religión y la hipocresía. Pero
sobre todo su objetivo era el ser tonto, la desgracia de la tontería. Papá
estaba en contra del reverendo doctor Kovner, no porque fuera un apóstata (a
papá no le podría haber importado menos todo aquello), ni tampoco porque la
misión fuera un tinglado dudoso (el reconocía que personalmente el reverendo
doctor era honrado) sino porque el doctor se comportaba tontamente, hablaba
como un idiota y actuaba como un tramposo. Se echaba el pelo hacia atrás como
Paganini (esto era un añadido de Woody, papá ni siquiera había oído hablar
nunca de Paganini). Y la prueba de que no era en realidad un líder espiritual
la constituía que todas las conversiones de mujeres judías las hacía robándoles
el corazón.
–
Les abre el apetito a todas esas brutas –decía papá–. Y ni siquiera lo sabe él
mismo. Yo juraría que no sabe cómo las caza.
Por
otro lado, Kovner a menudo advertía a Woody:
–
Tu padre es una persona peligrosa. Por supuesto, tú lo quieres, eso es normal;
tú debes amarlo y perdonarlo, Voodrow, pero eres lo suficientemente mayor parra
comprrender que lleva una vida de visio.
Eran
todo memeces: los pecadillos de papá eran cosas de niños, y por tanto
impresionaban mucho al niño que era él entonces. Y también a mamá. ¿Son niñas
las esposas, o qué? Mamá solía decir:
–
Espero que incluyas a esa bestia en tus plegarias. Mira lo que nos ha hecho.
Pero limítate a rezar por él, no lo veas.
Pero
él lo veía todo el tiempo. Woodrow llevaba una doble vida, sagrada y profana al
mismo tiempo. Aceptaba que Jesucristo era su redentor personal, y la tía Rebeca
se aprovechaba de ello. Lo hacía trabajar. Tenía que trabajar a las órdenes de
la tía Rebeca. Hacía las funciones de conserje en la misión y en la parroquia.
En invierno tenía que alimentar la caldera de carbón, y algunas noches dormía
al lado de la habitación de la caldera, encima de la mesa de billar. También
forzaba con una ganzúa el candado del almacén. Robaba latas de piña de cortaba
con su navaja de bolsillo trozos de tocino. Se hartaba de comer tocino crudo.
Tenía un gran cuerpo que llenar. Solo ahora, mientras sorbía el café de su
Melitta, se le ocurría preguntarse: ¿de verdad tenía tanta hambre? No, le
encantaba ser temerario. Cuando sacaba la navaja y abría la nevera para cortar
el tocino, lo que estaba haciendo era rebelarse contra la tía Rebeca Kovner.
Ella no lo sabía, y no podía demostrar que Woody, un chico tan directo, fuerte
y positivo, que lo miraba a uno a los ojos, podía ser también un ladrón. Pero
el caso es que lo era. Cada vez que ella lo miraba, él sabía que estaba viendo
a su padre. En la curva de la nariz, los movimientos de los ojos, el grosor del
cuerpo, el rostro sano, ella veía a aquel salvaje malvado de Morris.
Verán
ustedes, Morris había sido chico de la calle en Liverpool. La madre de Woody y
su hermana eran británicas de nacimiento. La familia de Morris, polacos de
camino a América, lo había abandonado en Liverpool porque tenía una infección
en los ojos y habría provocado que los devolvieran a todos de la isla de Ellis.
Pararon un tiempo en Inglaterra, pero a él los ojos le seguían llorando, y al
final se deshicieron de él. Lo dejaron allí tirado, y tuvo que arreglárselas
solo en Liverpool a la edad de doce años. Mamá era de mejor familia. Papá, que
dormía en la bodega de su casa, se enamoró de ella. A los dieciséis años, de
esquirol en una huelga de marineros, se las arregló para cruzar el Atlántico y
abandonar el barco en Brooklyn. Se hizo americano, y América nunca lo supo.
Votaba sin papeles, conducía sin carnet, no pagaba impuestos y hacía trampas en
todo. Los caballos, las cartas, el billar y las mujeres, por ese orden, eran
sus principales intereses. ¿Amó alguna vez a alguien? Estaba demasiado ocupado.
Pero sí, amaba a Halina. Amaba a su hijo. Hasta el día de hoy, mamá siempre
creyó que era a ella a quien más quería, y que siempre quiso volver. Esto le
daba a ella la oportunidad de actuar
como una reina, con sus gruesas muñecas y su hinchado rostro victoriano. “He
dado instrucciones a las niñas para que no le hablen”, decía. ya habló la
emperatriz de la India.
El
alma de Woodrow, azotada por las campanas, daba vueltas en este domingo por la
mañana, hacia fuera y hacia dentro, hacia el pasado, de vuelta a su rincón del
almacén, tan originalmente preparado: las campanas seguían sonando, metal sobre
metal desnudo, hasta que el círculo de campanas se extendió por todo el sur de
Chicago, con su fabricación de acero, su refinado de petróleo y su producción
de energía de mediados del otoño, con todos los croatas, ucranianos, griegos,
polacos y negros respetables que se dirigían a sus iglesias a oír el sermón y a
cantar himnos.
El
propio Woody había sido un buen cantante de himnos en su época. Todavía se
sabía las letras. Y también había dado testimonio. Muchas veces la tía Rebeca
lo hacía levantarse y declarar a un templo lleno de escandinavos idiotas que
él, un muchacho judío, aceptaba a Jesucristo. Por hacer esto, ella le pagaba cincuenta
centavos. No le importaba hacer el desembolso. Ella era la contable, fiscal y
directora general de la misión. El reverendo doctor no sabía nada de estas
cosas. Lo que él ponía era el fervor religioso. Él era auténtico, un predicador
maravilloso. ¿Y Woody? El también tenía fervor. Se sentía atraído por el
reverendo doctor. El reverendo doctor le había enseñado a alzar la vista hacia
el cielo, le dio una vida espiritual. Aparte de esta vida, el resto era
Chicago: las costumbres de Chicago, que se imponían de manera tan natural que a
nadie se le ocurría cuestionarlas. Así por ejemplo, en 1933 (¡qué tiempos tan,
tan antiguos!) en la Feria Mundial del Progreso, cuando Woody era culi y tiraba
de un carrito, con sombrero de paja y tirando siempre con sus gruesas y
potentes piernas, mientras los musculosos y sonrosados extranjeros –sus
pasajeros, que iban por ahí de juerga– se reían a carcajadas y le daban la lata
para que les buscase putas, él, aunque estaba en primer curso de seminario, no
veía nada de malo en que las chicas le pidiesen que les llevaran un poco de
negocio, ni tampoco en arreglar citas y aceptar propinas de ambas partes. Se
besuqueaba en Grant Park con una chica gruesa que tenía que volver a casa
pronto para amamantar a su bebé. Ella, oliendo a leche, iba sentada junto a él
en el tranvía que los conducía al West Side, estrujando el muslo de aquel
tirador de carritos mientras se le mojaba la blusa de leche. Era el tranvía de
Roosevelt Road. Más tarde, en el apartamento donde ella vivía con su madre, él
no recordaba haber visto a ningún marido. Lo que sí recordaba era el fuerte
olor a leche. A la mañana siguiente, sin conciencia de que estuviera haciendo
nada contradictorio, estudiaba el griego del Antiguo Testamento: al leer “la
luz brilla sobre las tinieblas”, to fos
en te skotia fainei, la oscuridad no lo envolvía.
Durante
todo ese tiempo que se pasaba al trote entre las casetas de las ferias solo
tenía una idea en la cabeza, muy distinta a que esos gigantes cachondos se lo
pasaran bien en la ciudad: que el objetivo, el proyecto, el fin último de Dios
era (y no podía explicar por qué, ya que todas las pruebas lo desmentían) que
este mundo fuese un mundo de amor, que al final todo se arreglaría y el mundo
sería un mundo de amor. Esto no se lo había dicho a nadie, porque él mismo se
daba cuenta de lo estúpido que era, personal y estúpido. Y, sin embargo, allí
estaba dentro de su cabeza, ocupando el centro de sus pensamientos. Al mismo
tiempo, la tía Rebeca tenía razón cuando le decía, estrictamente en privado, e
incluso al oído:
–
Eres un sinvergüenza como tu padre.
De
esto había algunas pruebas, o lo que podía servir de prueba para una persona
impaciente como Reb. Woody maduró rápidamente –no tuvo más remedio–, pero ¿cómo
podía esperarse que un muchacho de diecisiete años comprendiese el punto de
vista y los sentimientos de una mujer de mediana edad, a la que encima le
habían quitado el pecho? Morris solía decir que aquello sólo les pasaba a las
mujeres abandonadas, y que era una señal. Morris decía que si las tetas no se
cuidaban ni se besaban, en protesta desarrollaban un cáncer. Era un grito de la
carne. Y a Woody le había parecido que debía ser verdad. Cuando su imaginación
aplicó la teoría al reverendo doctor, le funcionó: ¡él no veía que el reverendo
doctor actuase de ese modo con los pechos de la tía Rebeca! La teoría de Morris
hizo que Woody no dejase de mirar nunca de los escotes a los maridos y de los
maridos a los escotes. Todavía lo hacía. Tiene que ser muy listo el hombre al
que las teorías sexuales que oiga de labios de su padre no lo marquen para
siempre, y Woody no era tan listo. Eso lo sabía él. Personalmente, se había
molestado mucho para portarse bien con las mujeres en ese sentido. Lo pedía la
naturaleza. Él y papá eran hombres rudos y vulgares, pero no hay nadie tan
bruto que no pueda tener un gesto de delicadeza.
El
reverendo doctor predicaba, Rebeca predicaba, la rica señora Skoglund predicaba
desde Evanston, y mamá predicaba. Papá también se ponía a pontificar. Todos lo
hacían. A uno y otro lado de la calle Division, casi bajo cada farola, había
alguien dando un discurso: anarquistas, socialistas, estalinistas, defensores
del impuesto único, sionistas, adeptos de Tolstói, vegetarianos y predicadores
fundamentalistas cristianos: lo que fuera. La carne de vaca, una esperanza, una
vía de salvación o una protesta. ¿Por qué las quejas acumuladas de todas las
épocas aumentaban tanto cuando se trasplantaban a América?
Y
Aase, aquella inmigrante sueca tan buena (lo pronunciaban Oosie), que había
sido cocinera de los Skoglund y se había casado con el hijo mayor para
convertirse en su viuda rica y religiosa, ella sí que apoyaba al reverendo
doctor. En su época debía de tener las piernas de corista. Y hoy día las
mujeres ya no sabían trenzarse el pelo como ella lo hacía. Aase tomó a Woody
bajo su protección especial y le pagaba la matrícula del seminario. Y papá
decía… Pero este domingo, en paz en cuanto dejaran de sonar las campanas, en
este aterciopelado día de otoño en que la hierba era más bella y fuerte que
nunca, de un verde de seda; antes de la primera helada; cuando la sangre de los
pulmones es más roja que con el aire de verano y rebosa oxígeno, como si el
hierro de tu cuerpo lo ansiara, y el frío te lo trajera con cada soplo… Papá, a
dos metros bajo tierra, nunca volvería a sentir este maravilloso aguijón.
Todavía vibraba el aire con la última de las campanas.
Los
fines de semana, el vacío institucional de décadas volvía al almacén y se
colaba por debajo de la puerta del apartamento de Woody. Los domingos le
parecía tan vacío como las iglesias en los días de semana. Todos los días,
antes de que empezaran a llegar los camiones y los obreros, Woody corría ocho
kilómetros en su chándal Adidas. Pero no en este día que seguía reservando a papá.
Aunque sentía la tentación de salir y ahogar la pena corriendo. Esta mañana el
estar solo le pesaba mucho. Pensaba: Somos muchos; el resto del mundo y yo. Eso
quería decir que siempre había alguna actividad que realizar, un recado o una
visita, un cuadro que pintar (era pintor aficionado), un masaje, una comida: un
escudo para protegerse de esa soledad inquietante que utilizaba al mundo como
reserva. ¡Pero papá! El martes anterior, Woody se había metido en la cama del
hospital con papá porque él no paraba de arrancarse las agujas intravenosas.
Las enfermeras se las volvían a poner una y otra vez, y de pronto Woody los
dejó a todos de piedra cuando se metió en la cama para abrazar con fuerza al
viejo. “Tranquilo, Morris, tranquilo.” Pero papá seguía intentando débilmente
alcanzar los tubos.
Cuando
pararon de sonar las campanas, Woody se dio cuenta de que un gran lago de
tranquilidad se había instalado en sus dominios, el almacén de baldosas Selbst.
Lo que oía y veía era un viejo tranvía de Chicago, uno de aquellos del color de
un novillo de corral. Los tranvías de ese tipo funcionaban antes de lo de Pearl
Harbor: eran torpes, con una gran panza, asientos de enea y unas asas de metal
para los pasajeros que iban de pie.
Aquellos
tranvías solían hacer cuatro paradas cada kilómetro y medio, y corrían con un
movimiento bamboleante. Apestaban a ácido fénico u ozono y vibraban con fuerza
cuando se cargaban los compresores de aire. El revisor tenía que tirar de la
cuerda para dar la señal, y el conductor apretaba fuerte el pedal con el talón.
Woody
se reconocía a sí mismo en la línea de la avenida Western, y en el hecho de
atravesar cabalgando la ventisca con su padre, los dos con chaquetas de piel de
cordero y con las manos y las caras al aire, con la nieve que les llegaba por
el viento desde la plataforma de atrás cuando se abrían las puertas y entraban
en la ranuras longitudinales del suelo. En el interior no había bastante calor
para fundir esa nieve. Y la avenida Western era la línea de tranvía más larga
del mundo, según los anuncios, como si fuera algo por lo que fanfarronear.
Treinta y siete kilómetros de largo, hecha por un dibujante con una escuadra,
bordeada de fábricas, almacenes, talleres, negocios de coches de segunda mano,
cocheras de tranvías, gasolineras, funerarias, edificios de apartamentos
baratos y chatarrerías, alternando con las praderas que había desde el sur
hasta Evanston, en el norte.
Woodrow
y su padre iban al norte, a Evanston, a la calle Howard, y después un poco más
lejos, a ver a la señora Skoglund. Al final de la línea aún tendrían que subir
alrededor de cinco manzanas. ¿El objeto del viaje? Conseguir dinero para papá.
Papá lo había convencido para que hiciera esto. Cuando lo averiguaran, mamá y
la tía Rebeca se pondrían furiosas, y Woody tenía miedo, pero no podía
evitarlo.
Morris
había venido y le había dicho:
–
Hijo, estoy en apuros. Es algo grave.
–
¿Qué es lo que es grave, papá?
–
Halina le ha quitado el dinero a su marido para mí y tiene que devolverlo antes
de que el viejo Bujak se dé cuenta. Podría matarla.
–
¿Y por qué lo hizo?
–
Hijo, ¿sabes tú como cobran los corredores de apuestas? Envían a un matón. Me
van a romper la cabeza.
–
¡Papá! Tú sabes que no puedo llevarte a ver a la señora Skoglund.
–
¿Por qué no? Tú eres mi hijo, ¿no? La vieja quiere adoptarte, ¿no? ¿No deberían
darme algo por las molestias? ¿Dónde quedo yo? ¿Fuera? ¿Y Halina? Ella arriesga
su vida, y mi propio hijo me dice que no.
–
Venga, Bujak no sería capaz de hacerle daño.
–
Woody, la mataría a palos.
¿Bujak?
Era del mismo color que su uniforme gris oscuro, de piernas cortas, y toda su
energía la tenía en los antebrazos y en los negros dedos de fabricante de
máquinas; tenía aspecto de estar siempre reventado: ese era Bujak. Pero, según
papá, había en Bujak una gran, gran violencia; dentro de su estrecho pecho, un
volcán en ebullición. Woody consiguió ver esa violencia. Bujak no buscaba líos.
Si acaso, quizá, tenía miedo de que Morris y Halina se confabularan contra él y
lo mataran a gritos. Pero papá no era ningún asesino desesperado. Y Halina era
una mujer tranquila y seria. Bujak guardaba sus ahorros en el sótano (los
bancos estaban cerrando). Lo peor que habían hecho era tomar prestado un poco
de su dinero, para después devolverlo. Tal y como lo veía Woody, Bujak estaba
tratando de ser razonable. Aceptaba su desgracia. A Halina le exigía lo mínimo:
que hiciera las comidas, limpiara la casa y mostrara respeto. Pero, ante el
robo, Bujak podría haber puesto el límite, porque el dinero era distinto, el
dinero era algo vital. Si le habían robado sus ahorros era posible que tuviera
que tomar medidas, por respeto a aquella sustancia vital, a sí mismo. Pero no
se podía estar seguro de que papá no hubiera inventado al corredor de apuestas,
al matón, al robo, toda la historia. Era capaz de hacerlo, y había que ser
tonto para no sospechar de él. Morris sabía que mamá y la tía Rebeca le habían
contado a la señora Skoglund lo malo que era él. Se lo habían pintado de todos
los colores: el morado del vicio, el negro de su alma y el rojo de las llamas
del infierno. Un jugador, fumador, bebedor, desertor, follador de mujeres y
ateo. Pero papá estaba decidido a llegar hasta ella. Era un riesgo para todos.
Los gastos de funcionamiento del reverendo doctor eran costeados por Lácteos Skoglund.
La viuda pagaba la matrícula del seminario de Woody; les compraba vestidos a
sus hermanitas.
Woody,
ahora que tenía sesenta años y era grueso y grande, como un símbolo de la
victoria del materialismo americano, se hundió en su sillón; el cuero de los
reposabrazos le parecía a sus dedos más suave que la piel de una mujer. Woody
estaba perplejo y, en el fondo, molesto por determinados borrones que había en
su interior, manchas de luz en su cerebro, una mancha que combinaba dolor y
diversión dentro de su pecho (¿cómo llegó aquello allí?). Lo intenso de sus
reflexiones le arrugaba la piel del entrecejo con una tensión que rondaba el
dolor de cabeza. ¿Por qué aceptó encontrarse con él aquel día, en la oscura
trastienda de la sala de billar?
–
Pero ¿qué le vas a decir a la señora Skoglund?
–
¿A la vieja? No te preocupes, hay muchas cosas que decirle, y todas son
ciertas. ¿Acaso no estoy tratando de salvar mi pequeña lavandería? ¿No va a
venir la semana que viene el alguacil para llevarme al juzgado?
Y
papá ensayaba en el tranvía de la avenida Western el tono con el que iba a
hablar.
Contaba
con la salud de Woody y con su frescura. Un muchacho de aspecto tan franco era
perfecto para ser timador. ¿Seguían teniendo en Chicago aquellas tormentas de
nieve de antes? Ahora le parecían menos fieras. La ventisca solía bajar
directamente de Ontario, desde el Ártico, y soltaba metro y medio de nieve en
una tarde. Entonces los oxidados vehículos verdes, con cepillos que daban
vueltas a ambos lados, salían de las cocheras para limpiar las vías. Diez o
doce tranvías les seguían en lenta procesión, o esperaban, manzana tras
manzana.
Hubo
un largo retraso a las puertas de Riverview Park, con todas las atracciones
cubiertas para el invierno, cerradas con tablas. Las montañas rusas con formas
de dragón, los columpios, el tobogán gigante, los tiovivos: todas aquellas
máquinas de diversión montadas por mecánicos y electricistas, hombres como
Bujak el fabricante de máquinas, que entendían de motores. Allá lejos la
tormenta hacía de las suyas, al otro lado de la verja, y no se veía gran cosa
dentro; solo unas pocas bombillas encendidas detrás de las empalizadas. Cuando
Woody limpió el vapor de la ventanilla, la malla de alambre de las protecciones
de los cristales estaba llena de nieve hasta la altura de los ojos. Si mirabas
hacia arriba, se veía sobre todo el viento afilado que llegaba horizontalmente
del norte. En el asiento de delante, dos cargadores de carbón negros, ambos con
cascos de aviador de cuero estilo Lindbergh, descansaban con las palas entre
las piernas, de vuelta de un trabajo. Olían a sudor, a tela de saco y a carbón.
Cubiertos en su mayor parte de polvo negro, sin embargo la piel les brillaba
aquí y allá.
No
había muchos pasajeros. La gente no salía de sus casas. Era un día para
sentarse con las piernas alrededor de la estufa, paralizado por las fuerzas del
interior y las del exterior. Solo un tipo con un objetivo preciso, como papá,
era capaz de hacer salir y hacer frente a un tiempo así. Una tormenta tan
grande era algo fuera de lo común, y uno se arriesgaba solo porque tenía un
plan para conseguir cincuenta pavos. ¡Cincuenta machacantes! En 1933 aquello
era dinero de verdad.
–
Esa mujer está loca por ti –dijo papá.
–
Es sólo una buena mujer, y lo es con todos.
–
Quien sabe lo que le pasa por la cabeza. Tú eres un chico fornido. Y no tan
chico además.
–
Es una mujer religiosa. De verdad.
–
Bueno, tu madre no es la única que te engendró. Ella y Rebeca Kovner no te van
a llenar la cabeza con sus ideas. Yo sé que tu madre quiere que yo desaparezca
de tu vida. Como yo no intervenga, ni siquiera vas a entender lo que es la
vida. Porque ellos no lo saben… esos tontos cristianos.
–
¿De verdad?
–
A las niñas no las puedo ayudar. Son demasiado jóvenes. Lo siento por ellas,
pero no puedo hacer nada. Contigo es diferente.
Quería
que yo fuera como él, un verdadero americano.
Estaban
atascados en medio de la tormenta, mientras el tranvía de color de vaca
esperaba para que le ajustaran el trole en medio de aquel viento huracanado,
que bramaba, estremecía, retumbaba. En la calle Howard tendrían que ponerse a
caminar sin remedio, en dirección al norte.
–
Tú hablarás primero –le dijo papá.
Woody
tenía madera de vendedor, de pregonero. Lo supo la primera vez que se puso de
pie en la iglesia para dar testimonio ante cincuenta o sesenta personas.
Incluso a pesar de que la tía Rebeca lo compensaba por aquello, él mismo se
conmovía cuando hablaba en voz alta de su fe. Pero en ocasiones, sin avisar, su
sinceridad desaparecía cuando hablaba de religión y no lograba encontrarla por
ninguna parte. En su ausencia, se apoderaba de él el vendedor. Para su
actuación tenía que apoyarse en su rostro, su voz… fingir. En esos casos sus
ojos se juntaban cada vez más. Y en este acercamiento de los ojos sentía él la
tensión de la hipocresía. Las contracciones de su rostro amenazaban con
traicionarlo. Tenía que emplearse a fondo para parecer honrado. De manera que,
como no podía soportar aquel cinismo, volvía a caer en la malicia. En las
travesuras era donde intervenía papá. Papá atravesaba directamente todos
aquellos campos divididos, hueco tras hueco, y se ponía a su lado, con la nariz
ganchuda y la cara ancha. Con papá, uno no pensaba en términos de sinceridad o
mentira. Papá era como el hombre la canción: quería lo que quería y lo quería
en ese momento. Papá era material: digestivo, circulatorio, sexual. Cuando papá
se ponía serio, te hablaba de lavarse debajo de los brazos o en la entrepierna,
o de secarse bien los espacios entre los dedos o de preparar la cena, judías
con cebolla frita, o de repartir las cartas de póquer o de cierto caballo de la
quinta carrera de Arlington. Papá era básico. Por eso mismo oírlo hablar
aliviaba tanto de la religión y de las paradojas, y cosas por el estilo.
Ahora
bien, mamá creía que ella era espiritual, pero Woody sabía que se estaba
engañando a sí misma. Oh, sí, en el acento británico que nunca abandonó, ella
siempre estaba hablando con Dios o sobre Él: si Dios quiere, bendito sea Dios,
Dios sea loado. Pero en realidad era una mujer grande y sustanciosa, de las de
al pan, pan y los pies en el suelo, con tareas terrenales como alimentar a las
niñas, protegerlas, refinarlas, mantenerlas puras. Y aquellas dos palomas
protegidas crecieron tan obesas, con gruesas caderas y muslos, que sus pobres
cabezas tenían un aspecto alargado y flaco. Y loco. Eran dulces pero locas:
Paula del estilo alegre, Joanna depresiva y con crisis de vez en cuando.
–
Haré lo que pueda, papá, pero tienes que prometerme que no me meterás en líos
con la señora Skoglund.
–
¿Estás preocupado porque mi inglés no es bueno? ¿Te avergüenzas? ¿Mi acento es
risible?
–
No es eso. Kovner tiene un acento fuerte, y a ella no le importa.
–
¿Quién demonios se creen que son esos bichos raros para mirarme por encima del
hombro? Tú eres casi un hombre y tu padre tiene derecho a pedirte ayuda. Está
en un apuro. Y tú lo llevas ante ella porque ella tiene un gran corazón, y no
se te ocurre nadie más a quien poder recurrir.
–
Te tengo a ti papá.
Los
dos cargadores se levantaron en la avenida Devon. Uno de ellos llevaba un
abrigo de mujer. En aquellos tiempos los hombres llevaban ropa de mujer y las
mujeres de hombre, cuando no había otro remedio. El cuello de piel se había
erizado con la lluvia, y estaba salpicado de hollín. Pesadamente acarrearon sus
palas y salieron por delante del coche. El tranvía emprendió la marcha, muy
despacio. Eran más de las cuatro cuando llegaron al final de la línea, y el
cielo estaba entre gris y negro, con la nieve cayendo a chorros y haciendo
remolinos por entre las farolas.
En
la calle Howard los automóviles estaban atascados por todos lados y
abandonados. Las aceras estaban bloqueadas. Woody abría la marcha hacia
Evanston, y papá lo seguía por en medio de la calle siguiendo las marcas que
habían dejado los camiones. Durante cuatro manzanas resistieron al viento y
entonces Woody se dirigió atravesando la ventisca hacia la mansión paralizada
por la nieve, donde tuvieron que empujar entre los dos la verja de hierro
porque tenían el viento en contra. Veinte habitaciones o más en aquella casa
tan digna, y nadie las ocupaba más que la señora Skoglund y su criada Hjordis,
también religiosa.
Mientras
Woody y papá esperaban, quitándose la nieve fangosa de los cuellos de piel de
oveja y papá sacudiéndose las anchas cejas con los extremos de la bufanda,
sudando y helados a un tiempo, empezaron a sonar las cadenas y Hjordis abrió
los agujeros de ventilación de la puerta de cristal ahumado dándole la vuelta a
una barra de madera. Woody la llamaba “la cara de monja”. Ya no se veían
mujeres como aquella, sin feminidad alguna en el rostro. Ella se presentaba
sencillamente, como Dios la había hecho. Le dijo:
–
¿Quién es y qué busca?
–
Soy Woodrow Selbst. ¿Hjordis? Soy Woody.
–
No te esperan.
–
No, pero aquí estoy.
–
¿Qué quieres?
–
He venido a ver a la señora Skoglund.
–
¿Para qué quieres verla?
–
Dile sólo que estoy aquí.
–
Tengo que decirle a qué has venido, sin avisar antes.
–
¿Por qué no le dices que es Woody con su padre? No vendríamos en medio de una
tormenta de nieve como esta si no fuera por algo importante.
La
precaución comprensible de las mujeres que viven solas. Y además mujeres
respetables de la vieja escuela. Ahora ya no había una respetabilidad como
aquella en las casas de Evanston, con sus grandes galerías y profundos patios,
y con criadas como Hjordis, que llevaba en el cinturón las llaves de la
despensa y de todos los armarios y cajones y candados de la bodega. Y en la
Evanston de la temperancia de la mujer de la Ciencia Cristiana Episcopaliana no
había vendedores que llamaran a sus puertas. Solo los invitados. Pero allí,
después de un viaje de quince kilómetros atravesando la tempestad, venían dos
vagabundos del West Side.
A
esta mansión donde una dama inmigrante sueca, que ella misma había sido en un
tiempo cocinera y ahora era una viuda filántropa, llegaban, llevados por la
nieve, mientras los tallos helados de las lilas llamaban a los cristales de sus
ventanas, soñando con una nueva Jerusalén y el Segundo Advenimiento y la
resurrección y el Juicio Final. Para acelerar el Segundo Advenimiento, y todo
lo demás, había que llegar a los corazones de estos vagabundos intrigantes que
se presentaban en medio de una tormenta de nieve.
Seguro
que nos dejan entrar.
Y
allí, con el calor que les subió de pronto a las cubiertas barbillas, papá y
Woody sintieron lo que era la tormenta; tenían las mejillas como bloques
helados. Estaban de pie y molidos, con aquel picor del frío, dejando caer un
hilito de agua allí en medio del vestíbulo de entrada que era realmente un vestíbulo,
con una escalinata de caracol alrededor de una columna tallada y un gran
ventanal de vidrieras encima. Se imaginaban a Jesús con la samaritana. Había
una especie de proximidad gentil en el aire. Quizá fuese que, cuando estaba con
papá, Woody veía las cosas con ojos de judío. Aunque la característica judía de
papá era que solo sabía leer el periódico en yiddish. Papá vivía con Halina la
polaca, mamá vivía con Jesucristo, y Woody comía tocino cortado por él mismo.
La
señora Skoglund era la más limpia de todas las mujeres –las uñas de sus manos,
el blanco cuello, los oídos– y todas las insinuaciones sexuales de papá le
parecían a Woody equivocadas, porque ella era tan extremadamente limpia que a
Woody le recordaba una cascada, ancha como ella era, y construida de manera
grandiosa. Su busto era grande. Woody ya había calibrado esto con la
imaginación. A él le parecía que ella guardaba las cosas muy, muy apretadas en
el pecho. Pero una vez levantó los brazos para abrir una ventana y allí estaba,
su busto, ante él, en su totalidad imposible de desatar. Tenía el pelo del
color de la rafia que había que mojar antes de poderla tejer formando una
especie de cesto: claro, claro. Papá al quitarse el chaquetón, dejó ver un
jersey, nada de chaqueta. Su mirada huidiza lo hacía parecer deshonesto. Lo más
difícil de todo para estos Selbst con sus narices torcidas y sus rostros
grandes y aparentemente francos era parecer honrados. Tenían todos los signos
de la falta de honradez. Muchas veces Woody había pensado en ello. ¿Era por los
músculos, era un problema de mandíbula sobre todo: los ángulos de la mandíbula?
¿O eran los recovecos del corazón? Las chicas llamaban a papá a Dick Tracy,
pero Dick Tracy era uno de los buenos. ¿A quién convencía papá? Y aquí Woody
atrapó una posibilidad al vuelo. Precisamente por el aspecto de papá, una
persona sensible podía sentir remordimientos por condenarlo de forma injusta o
juzgarlo de manera demasiado severa. ¿Solo por su cara? Algunos debían de
haberse echado atrás. Y entonces él se los metía en el bolsillo. No a Hjordis,
sin embargo. Ella habría puesto a papá de patitas en la calle sin dudarlo un
segundo, a pesar de la tormenta. Hjordis era religiosa, pero no era tonta. No
había venido a América en tercera clase y trabajado cuarenta años en Chicago
para nada.
La
señora Skoglund, Aase (Oosie), recibió a los visitantes en la salita. Esa
habitación, la mayor de la casa, necesitaba una calefacción suplementaria. Por
los techos de cinco metros de alto y los altos ventanales, Hjordis había dejado
ardiendo la estufa. Era una de aquellas estufas elegantes que tenían una corona
de níquel, o mitra, y esta mitra, cuando se la movía a un lado, levantaba
automáticamente el gozne de la tapa de hierro de la estufa. La tapa de hierro
que había debajo de la corona estaba llena de hollín y óxido, como cualquier
otra tapa de estufa. Dentro de ese agujero se ponía el cubo de carbón y la leña
de castaño, de color antracita, bajaba haciendo ruido. Producía una especie de
pastel o cúpula de fuego que era visible a través de los pequeños cuadros de
cola de pescado. Era una bonita habitación, panelada de madera es sus dos
terceras partes. La estufa estaba incrustada en el tiro de la chimenea de
mármol, y tenía suelos de parquet y alfombras de Axminster y cortinajes
victorianos con penachos del color de los arándanos, y una especie de estante
chino, dentro de una vitrina forrada de espejos, que contenía jarras de palta,
trofeos ganados por las vacas Skoglund, pinzas de fantasía para servir el
azúcar y jarros y copas de cristal tallado. Había también biblias e imágenes de
Jesucristo y la Tierra Santa y aquel sutil olor a gentil, como si los objetos
hubieran sido bañados con una solución ligera de vinagre.
–
Señora Skoglund, este es mi padre. Me parece que nunca se lo he presentado.
–dijo Woody.
–
Sí, señor, ese soy yo, Selbst.
Papá
era bajo pero dominaba la situación, a pesar del jersey y la barriga que le
sobresalía, que no era blanda sino dura. Era un hombre de barriga dura. Nadie
lo intimidaba. Nunca se presentaba como un mendigo. No había en él ni un átomo
de vergüenza. Eso se lo demostró a ella por la manera en que dijo “Sí, señor”.
Él era independiente y sabía defenderse en la vida. Le comunicó que era capaz
de entendérselas con las mujeres. La hermosa señora Skoglund, que llevaba el
pelo tejido en una especie de cesto, tenía la cincuentena: ocho, quizá diez
años mayor que él.
–
Le pedí a mi hijo que me trajera porque sé que usted se porta muy bien con el
chico. Es natural que conozca a su padre y a su madre.
–
Señora Skoglund, mi padre está en un aprieto y no conozco a nadie más a quien
pedir ayuda.
Estos
eran los preliminares que quería papá. Tomó la palabra y le contó a la viuda la
historia de la lavandería y los pagos atrasados, y explicó lo del embargo y el
aviso de desahucio, y lo del alguacil y lo que le iban a hacer; y acabó
diciendo:
–
Yo solo soy un pobre que trata de ganarse la vida.
–
Usted no mantiene a sus hijos –dijo la señora Skoglund.
–
Eso es cierto –dijo Hjordis.
–
No tengo con qué. Si tuviera, ¿no les daría? Hay colas para el pan y la sopa
por toda la ciudad. ¿Soy yo el único? Lo que tengo lo reparto. Les doy a mis
hijos. ¿Soy un mal padre acaso? ¿Cree usted que mi hijo me traería aquí a casa
de usted si yo fuera un mal padre para él? Él quiere a su padre, confía en él,
sabe que su padre es un buen hombre. Cada vez que empiezo un buen negocio,
acaban conmigo. Y este es un buen negocio, si consigo mantenerlo. Tengo a tres
personas que trabajan para mí, pago una nómina, y esas tres personas también se
van a encontrar en la calle si cierro. Señora, puedo firmarle un pagaré y
pagarle en dos meses. Soy un hombre sencillo, pero muy trabajador, y puede
usted confiar en mí.
Woody
se sobresaltó cuando oyó a papá pronunciar la palabra “confiar”. Era como si de
los cuatro puntos cardinales una banda de música se hubiera puesto a tocar para
advertir al mundo entero: “¡Sinvergüenza! ¡Este es un sinvergüenza!”. Pero la
señora Skoglund, por sus preocupaciones religiosas, estaba siempre distante. No
oía nada, aunque en esa parte del mundo todos,
a menos que estuvieran locos, llevaban una vida práctica, y si uno no
tenía nada que decir a sus vecinos, los vecinos tampoco tenían nada que decirle
a uno, y las cosas que se decían eran todas de naturaleza práctica, la señora
Skoglund, con todo el dinero que tenía, era poco realista. Dos tercios de su
persona no estaban en este mundo.
–
Deme una oportunidad para demostrarle lo que valgo –dijo papá–, y verá lo que
hago por mis hijos.
De
manera que la señora Skoglund vaciló, y después dijo que tendría que subir a su
habitación y ponerse a orar para pedir orientación. Que si no les importaba
sentarse y esperar. Había dos mecedoras junto a la estufa. Hjordis le dirigió a
papá una mirada torva (persona milagrosa) y a Woody una de reproche (¿cómo se
te ocurre traer a un extraño peligroso a molestar a dos amables damas
cristianas?) y después se retiró con la señora Skoglund.
Tan
pronto como se fueron, papá se levantó de un salto y dijo furioso:
–
¿Qué es eso de la oración? ¿Tiene que preguntarle a Dios si me presta cincuenta
pavos?
Woody
dijo:
–
No es por ti papá. Es que así es como actúa esa gente religiosa.
–
No –dijo papá–. Va a volver y dirá que Dios no se lo permite.
A
Woody no le gustaba aquello; le parecía que papá estaba siendo grosero, y le
dijo:
–
No, es sincera. Papá, trata de comprender. Es una mujer sensible, nerviosa y
sincera, que trata de hacer el bien a todo el mundo.
Y
papá le respondió:
–
Esa criada que tiene la convencerá para que no lo haga. Se le ve en la cara que
piensa que somos un par de estafadores.
–
¿De qué sirve que nos peleemos –dijo Woody.
Acercó
un poco más la mecedora a la estufa. Tenía los zapatos empapados y no se le
iban a secar. Las azules llamas se agitaban como una escuela de peces encima
del fuego de carbón. Pero papá se acercó a aquella estantería o vitrina de
estilo chino y probó el tirador. Después abrió la cuchilla de su navaja y en un
segundo forzó la cerradura de la curvada puerta de cristal. Sacó una bandeja de
plata.
–
Papá, ¿qué haces? –dijo Woody.
Papá,
tranquilo y sereno, sabía exactamente lo que estaba haciendo. Volvió a cerrar
la vitrina, cruzó la alfombra y se puso a escuchar detrás de la puerta. Se
metió la bandeja bajo el cinturón y la empujó hasta meterla en los pantalones.
Se acercó a su dedo corto y grueso a la boca para mandarlo a callar.
De manera que Woody guardó silencio, pero
estaba muy agitado. Se acercó a papá y lo agarró por la mano. Al mirar a papá a
la cara, sintió como sus ojos se iban empequeñeciendo cada vez más como si algo
estuviera contrayendo la piel de su cabeza. A eso lo llaman hiperventilación,
cuando todo parece apretado y ligero y estrecho y vertiginoso. Respirando
apenas, le dijo:
–
Vuélvela a poner en su sitio, papá.
Papá
dijo:
–
Es plata maciza; vale un dineral.
–
Papá, dijiste que no me meterías en líos.
–
Es solo un seguro para el caso en que vuelva de sus oraciones y me diga que no.
Si dice que sí, lo volveré a poner en su sitio.
–
¿Cómo?
–
Volveré. Si yo no lo devuelvo, lo harás tú.
–
Tú has forzado la cerradura. Yo no podría. No sé como hacerlo.
–
No es nada.
–
La vamos a devolver ahora. Dámela.
–
Woody, la tengo debajo de la bragueta, dentro de los calzoncillos. No hagas
tanto ruido por nada.
–
Papá, no puedo creer que me hagas esto.
–
Pues grita que viene el lobo, cierra el pico. Si no confiara en ti no habría
permitido que me vieras hacerlo. No entiendes nada. ¿Qué mosca te ha picado?
–
Antes de que bajen, papá, haz el favor de sacarte esa bandeja de los
calzoncillos.
Papá
se puso serio con él. Absolutamente militar. Le dijo:
–
¡Te lo ordeno!
Antes
de darse cuenta, Woody se había abalanzado hacia su padre y había empezado a
pelearse con él. Era vergonzoso agarrar a tu propio padre, ponerle la
zancadilla, obligarlo a apoyarse contra la pared. Papá, a quien había pillado
por sorpresa, dijo en voz alta:
–
¿Quieres que maten a Halina? Muy bien, ¡mátala! Sigue adelante, tú serás el
responsable.
Empezó
a oponer resistencia, enfurecido, y dieron varias vueltas, hasta que Woody,
aplicando un truco que había aprendido en una película del Oeste y utilizado
una vez en el recreo, le puso una zancadilla y ambos cayeron al suelo. Woody,
que ya pesaba diez kilos más que el viejo, estaba encima. Aterrizaron en el
suelo junto a la estufa, que reposaba encima, de una bandeja de hojalata
decorada para proteger la alfombra. En esta posición, apretando la barriga dura
de papá, Woody reconoció haberlo vencido en la lucha y tenerlo en el suelo no
le servía de nada. Era imposible meter la mano por debajo del cinturón de papá
para recuperar la bandeja. Y ahora papá se había puesto furioso, como cualquier
padre tiene derecho a ponerse cuando su hijo es violento con él, y sacó una
mano para golpear a Woody en la cara. Entonces Woody metió la cabeza en el
hombro de papá y la dejó allí apretada únicamente para evitar que lo golpeara,
mientras le decía al oído:
–
Por Dios, papá, recuerda dónde estamos. ¡Esas mujeres van a volver!
Pero
papá levantó la rodilla y peleó y porfió con él, mientras hacía que temblaran
los dientes de Woody. Woody llegó a pensar que el viejo le iba a morder. Y como
era seminarista, pensó: Como los espíritus impuros. Y lo agarró con fuerza.
Poco a poco fue dejando de revolverse y forcejear. Tenía los ojos desorbitados
y la boca abierta, huraña. Como un pez grande. Woody lo soltó y le echó una
mano para que se levantara. Entonces lo embargó una serie de sensaciones malas,
de esas que el viejo nunca sufría. Nunca, nunca. Papá nunca tenía esas
emociones humillantes. En eso consistía su superioridad. Papá nunca se dejaba
dominar por estas sensaciones. Era como un jinete de Asia central o un bandido
de China. Era mamá, la de Liverpool, la que tenía el refinamiento y los modales
ingleses. O el reverendo doctor con su traje negro. Si uno tiene refinamiento,
para lo único que sirve es para oprimirlo. Al diablo con ellos.
Se
abrió la gran puerta y la señora Skoglund entró en la sala, diciendo:
–
¿Son imaginaciones mías, o ha sacudido alguien la casa?
–
Estaba levantando la tapa para poner más carbón en el fuego y se me escurrió de
la mano. Siento haber sido tan torpe – dijo Woody.
Papá
estaba demasiado enfurruñado para hablar. En los ojos grandes y rojos y en el
pelo que le empezaba a clarear por la frente, en lo apretado de la barriga, se
veía lo enfadado que estaba, aunque tuviera la boca cerrada.
–
He estado orando –dijo la señora Skoglund.
–
Espero que la respuesta haya sido favorable –dijo Woody.
–
Bueno, yo no hago nada sin pedir orientación, pero la respuesta fue sí, y ahora
me siento mucho mejor. De manera que, si me esperan, iré a mi despacho para
rellenar un cheque. Le he pedido a Hjordis que les traiga una taza de café.
Venir con una tormenta así…
Y
papá, que no dejaba ni por un momento de ser terrible, tan pronto como ella
cerró la puerta, dijo:
–
¿Un cheque? Que se vaya al diablo. Yo quiero billetes verdes.
–
No tienen dinero en la casa. Lo puedes cambiar en el banco mañana. Pero si echa
de menos la bandeja, papá, bloquearán el cheque, y entonces, ¿qué será de ti?
Cuando
papá se estaba metiendo la mano debajo del cinturón, entró Hjordis con la
bandeja del café. Fue muy seca con él. Le dijo:
–
¿Es este un lugar apropiado para ponerse bien la ropa, señor? ¿Es esto un
lavabo de caballeros?
–
Bien, y entonces, ¿por dónde se va al baño? –dijo papá.
Les
había servido café en los dos jarros más feos de toda la casa, y soltó la
bandeja con un golpe para llevar a papá pasillo adelante, y hacer después
guardia a la puerta del cuarto de baño, no fuera a ser que a él se le ocurriera
darse una vuelta por la casa.
La
señora Skoglund llamó a Woody a su despacho y, después de darle el cheque
doblado, le dijo que tenían que orar juntos por Morris. De manera que él, una
vez más, se hincó de rodillas, debajo de filas y filas de archivadores de
cartón con olor a humedad, junto a la lámpara de cristal que había al filo del
escritorio, con la pantalla bordeada de volantes, como la bandeja de los
dulces. La señora Skoglund, con su acento escandinavo –una contralto emocional–
alzó la voz para decir Jesuuuucristoooo, mientras el viento azotaba los
árboles, golpeaba el costado de la casa y hacía que la nieve bullera en los
cristales de las ventanas, para que enviase la luz a Morris, o lo guiara por el
buen camino, o le pusiera un nuevo corazón en el pecho. Woody solo le pidió a
Dios que hiciera que papá devolviese la bandeja. Mantuvo a la señora Skoglund
de rodillas el mayor tiempo posible. Después le dio gracias por su generosidad
cristiana, todo candoroso (en lo posible) y le dijo:
–
Sé que Hjordis tiene un primo que trabaja en el albergue de la YMCA de
Evanston. ¿Podría por favor telefonearlo y tratar de conseguirnos una
habitación para esta noche para que no tengamos que pelear con la tormenta en
el camino de vuelta? Estamos casi tan cerca del albergue como del tranvía.
Puede incluso que los tranvías hayan dejado de funcionar.
La
desonfiada Hjordis, que llegó justo en el momento en que la señora Skoglund la
llamó, estaba ahora que echaba chispas. Primero se presentaban en un momento
inoportuno, se ponían comodos, pedían dinero, tenían que tomar café y
probablemente dejaban infectado de gonorrea el asiento del retrete. Hjordis,
recordó Woody, era una mujer que frotaba los pomos de las puertas con alcohol
cuando se marchaban las visitas. Pero a pesar de todo telefoneó al albergue y
les consiguió una habitación con dos catres por cuatro perras.
Papá
tuvo tiempo de sobra, por lo tanto, para volver a abrir la vitrina, que estaba
forrada de espejos o de plata alemana (algo tremendamente delicado y frágil), y
tan pronto como los dos hubieron dicho gracias y adiós y estuvieron de nuevo en
medio de la calle hundidos en nieve hasta las rodillas, Woody dijo:
–
Bien, te he cubierto las espaldas. ¿La has devuelto?
–
Por supuesto –dijo papá.
A
duras penas llegaron al pequeño edificio del albergue, encerrado en una valla
de alambre y con aspecto de comisaría, con más o menos las mismas dimensiones.
Ya habían cerrado, pero armaron un escándalo en la valla y un hombrecillo negro
salió a abrirles y los condujo en silencio a un pasillo de cemento con puertas
bajas. Era como la jaula de los pequeños mamíferos del zoo de Lincoln Park. Les
dijo que no quedaba nada de comer, de manera que se despojaron de los mojados
pantalones, se envolvieron fuertemente en las mantas de color caqui del
ejército y se durmieron en sus catres.
Lo
primero que hicieron a la mañana siguiente fue ir al National Bank de Evanston
a sacar los cincuenta dólares. No sin dificultades. El cajero fue a llamar a la
señora Skoglund y estuvo ausente de la ventanilla un rato.
–
¿Dónde demonios ha ido? –dijo papá.
Pero,
cuando el tipo volvió, les dijo:
–
¿Cómo lo quieren?
Papá
dijo:
–
En billetes de un dólar y, volviéndose a Woody –: Bujak los colecciona en ese
formato.
Pero
para entonces Woody ya no se creía que Halina hubiera robado el dinero del
viejo.
Después
salieron a la calle, donde el personal de los quitanieves estaba en plena
faena. El sol brillaba en el cielo, allá en lo alto, en el cielo azul de la
mañana, y pronto todo Chicago estaría liberado de la belleza temporal
consecuencia de aquella tormenta.
–
No deberías haber peleado conmigo anoche, hijo.
–
Lo sé, papá, pero me habías prometido que no me meterías en líos.
–
Está bien. Lo olvidaré, ya que no me traicionaste.
La
única pega era que papá no había devuelto la bandeja de plata. Se la había
quedado, por supuesto, y unos días después la señora Skoglund y Hjordis lo
supieron, y un poco después esperaban todos a Woody en el despacho de Kovner en
la misión. En el grupo estaba el reverendo doctor Crabbie, director del
seminario, y a Woody, que había estado intentando no llamar la atención, lo
acribillaron a preguntas. Él les dijo que era inocente. Incluso cuando ya casi
lo estaban rematando, les advirtió que estaba cometiendo un error con él. Negó
que él o papá hubieran tocado todas las propiedades de la señora Skoglund. El
objeto desaparecido –él ni siquiera sabía lo que era– se había extraviado
probablemente, y todos lo iban a sentir el día que apareciera.
Cuando
los demás hubieron terminado con él, el doctor Crabbie dijo que hasta que no
fuera capaz de decir la verdad estaba expulsado temporalmente del seminario,
donde de todas formas su trabajo no era muy satisfactorio. La tía Rebeca lo
apartó a un lado y le dijo:
–
Eres un sinvergüenza, como tu padre. Aquí tienes la puerta cerrada.
A
lo que el comentario de papá fue:
–
¿Y qué?
–
Papá, no deberías haberlo hecho.
–
Ah, ¿no? Bueno, pues no me importa, si quieres que te diga la verdad. Si
quieres te doy la bandeja para que puedas volver y ponerte firme con todos esos
hipócritas.
–
No me gustó que le hicieras una faena a la señora Skoglund. Ella fue buena con
nosotros.
–
¿Buena?
–
Buena.
–
Esa bondad tiene un precio.
La
verdad es que no se podía discutir con papá de estas cosas. Pero lo hicieron en
diversos tonos y desde diversos puntos de vista durante más de cuarenta años, a
medida que sus relaciones cambiaban, se desarrollaban, maduraban.
–
¿Por qué lo hiciste, papá? ¿Por el dinero? ¿Qué hiciste con los cincuenta
pavos?
Eso
se lo preguntó Woody décadas más tarde.
–
Arreglé las cosas con el corredor de apuestas, y el resto lo metí en el
negocio.
–
Y probaste suerte con unos cuantos caballos más.
–
Es posible. Pero era un doble, Woody. No me hizo a mí ningún daño, y al mismo
tiempo te hice a ti un favor.
–
¿A mí?
–
Era una vida demasiado extraña. Aquella vida no era para ti Woody. Todas
aquellas mujeres. Kovner no era un hombre, era algo intermedio. ¿Te imaginas si
te hubieras hecho ministro de la Iglesia? ¿Ministro de la Iglesia cristiana?
Para empezar, tú no habrías podido soportarlo y, en segundo lugar, te habrían
echado antes o después.
–
Puede ser.
–
Y no habrías convertido a los judíos, que era lo que ellos querían sobre todo.
–
Menudo momento para meterse con los judíos –dijo Woody–. Por lo menos yo no los chinchaba.
Papá
lo había vuelto a arrastrar a su lado del problema, sangre de su sangre, las
mismas paredes gruesas en su cuerpo, el mismo grano basto. Él no estaba hecho
para la vida espiritual. Simplemente, no servía.
Papá
no era peor que Woody, y Woody no era mejor que papá. Papá no quería tener nada
que ver con la teoría, y sin embargo siempre estaba arrastrando a Woody hacia
una posición: una posición alegre, campechana, natural, amable y sin
principios. Si Woody no tenía algún defecto, era que no era egoísta. Esto
favorecía a papá, pero a pesar de ello él se lo criticaba a Woody. “Haces
demasiadas cosas”, le decía siempre. Y era cierto que a Woody papá le robó el
corazón porque papá era muy egoísta. Normalmente las personas egoístas son las
más queridas. Ellas hacen aquello de lo que tú te privas, y por ello las
quieres. Te roban el corazón.
Al
recordar la papeleta de empeño de la bandeja de plata, Woody se sorprendió por
la carcajada tan súbita que lo hizo romper a toser. Después de que lo hubieran
expulsado del seminario y le hubieran prohibido entrar en la misión, papá le
dijo:
–
¿Quieres que te dejen volver a entrar? Aquí está la papeleta. Empeñé ese
cacharro, y no era tan valioso como yo creía.
–
¿Cuánto te dieron?
-
Doce dólares con cincuenta fue todo lo que pude conseguir. Pero si tu lo
quieres tendrás que buscarte la pasta tú solo, porque yo ya no la tengo.
–
Supongo que estarías sudando en el banco cuando el cajero fue a llamar a la
señora Skoglund para preguntarle por el cheque.
–
Estaba un poco nervioso –admitió papá–. Pero no me parecía que pudieran echar
aquello de menos tan pronto.
Aquel
robo formaba parte de la guerra entre papá y mamá. Con mamá y la tía Rebeca, y
el reverendo doctor, papá defendía el realismo. Mamá representaba a las fuerzas
de la religión y la hipocondría. Durante cuatro décadas, la lucha no cesó un
solo instante. Con el tiempo, mamá y las chicas pasaron a depender de la
beneficencia y perdieron su personalidad propia. Ah, las pobres, se volvieron
dependientas y maniáticas. Mientras tanto, Woody, el pecador, fue su hijo y
hermano atento y amoroso. Mantenía la casita –el tejado, las juntas, los
cables, el aislamiento, el aire acondicionado– y pagaba la calefacción y la luz
y la comida, y las vestía a todas con prendas de Sears, Roebuck y Wieboldt, y
les compró un televisor, que veían con tanta devoción como rezaban. Paula
tomaba clases para aprender labores como el macramé y el bordado, y algunas
veces conseguía un trabajillo como ayudante en un asilo. Pero no era lo
bastante constante como para mantenerlo. El malvado papá pasó la mayor parte de
su vida quitando manchas de la ropa de la gente. En los últimos años él y
Halina regentaban una lavandería en West Rogers Park –un negocio regular– que
se asemejaba a un Laundromat. Esto le permitía a papá tener tiempo para jugar al
billar, a las carreras de caballos, al rummy y al pinocle. Todas las mañanas se
metía detrás del tabique para comprobar los filtros del equipo de limpieza.
Encontraba cosas divertidas que la gente había metido en las cubas junto a la
ropa: a veces, cuando había suerte, una cadena o un broche. Y cuando había
mejorado el detergente, echándole aquel mejunje azul y rosa que venía en botellas de plástico, se leía el
Forward con una segunda taza de café
y se marchaba, dejando a Halina al frente del negocio. Cuando necesitaban ayuda
para pagar el alquiler, Woody les echaba una mano.
Cuando
inauguraron el nuevo Disneyworld en Florida, Woody invitó a todas las personas
a su cargo a unas vacaciones. Los envió en distintos grupos, por supuesto.
Halina las disfrutó más que ningún otro. No paraba de hablar del discurso que
daba el muñeco de Abraham Lincoln.
–
Era maravilloso. Cómo se levantaba y movía las manos, y la boca. ¡Parecía de
verdad! Y qué bien hablaba.
De
todos ellos, Halina era la más sensata, la más humana, la más honrada. Ahora
que papá ya no estaba, Woody y el hijo de Halina, Mitosh, que tocaba el órgano
en el estadio, se ocupaban de las necesidades de ella mucho más que la
Seguridad Social, y compartían los gastos. En opinión de papá, los seguros eran
un robo. Él no le dejó a Halina más que un montón de máquinas anticuadas.
Woody
también se daba caprichos. Una vez al año, y a veces más a menudo, dejaba que
el negocio marchara solo, se arreglaba con el departamento de fideicomisos del
banco para que se ocuparan de la tropa, y se iba de viaje. Lo hacía a lo
grande, con imaginación, gastando mucho. En Japón, perdió poco tiempo en Tokio.
Pasó tres semanas en Kyoto y se alojó en el Tawayara Inn, que databa más o
menos del siglo XVII. Allí durmió en el suelo, al estilo japonés, y se bañó con
agua hirviendo. Fue a ver el espectáculo de strip–tease más guarro del mundo,
pero también los lugares sagrados y los jardines de los templos. También visitó
Estambul, Jerusalén, Delfos, y fue a Uganda y Birmania y a Kenia de safari, en
términos democráticos con los chóferes, los beduinos y los mercaderes de los
bazares. Abierto, generoso, familiar, cada vez más gordo pero todavía musculoso
(corría y levantaba pesos –cuando estaba desnudo empezaba a parecerse a un
cortesano del Renacimiento con todo su traje de época puesto–), cada año se
volvía mas rubicundo, un tipo de exteriores con pecas en la espalda y manchas
en la rojiza frente y en la honrada nariz. En Addis Abeba se llevó a su
habitación a una belleza etíope de la calle y la bañó, metiéndose con ella en
la bañera para enjabonarla con sus anchas y amables manos. En Kenia le enseñó
ciertas obscenidades en inglés a una negra para que pudiera gritarlas durante
el acto sexual. En el Nilo, bajo las cataratas de Murchison, aquellos árboles
febriles surgían en medio del barro, y los hipopótamos que había en los bancos
de arena eructaban con hostilidad al paso de la lancha. Uno de ellos bailaba en
su banco de arena, daba un salto desde el suelo y volvía a bajar con todo su
peso a las cuatro patas. Allí fue donde Woody vio cómo desaparecía la cría de
búfalo, entre las garras del cocodrilo.
Mamá,
que pronto seguiría los pasos de papá, estaba perdiendo últimamente la cabeza.
Cuando estaba con alguien, hablaba de Woody como su niño –“¿Qué le parece mi
hijito?” –, como si él tuviera diez años. Con él se comportaba de manera tonta,
frívola, casi flirteaba. Parecía como si no supiera distinguir las cosas. Y
detrás de ella todos los demás, como niños en el parque, esperaban su turno
para deslizarse por el tobogán: uno en cada escalón, iban subiendo.
Sobre
la residencia y el lugar de trabajo de Woody se había acumulado una charca de
silencio, del mismo perímetro que las campanas de las iglesias mientras habían
estado sonando, y él lloró debajo, en esta mañana soleada y melancólica de
otoño. Haciendo un análisis de su vida, tuvo una mirada deliberada para su lado
del caso, y del otro lado también, si lo había. Pero si esa pena persistía
tendría que salir y correr hasta acabar con ella. Correría cinco kilómetros,
ocho si era necesario. Y uno podría creer que la carrera era una actividad
totalmente física ¿no? Pero había algo más. Porque, cuando Woody era
seminarista, entre los ejes de su carrito, durante la Feria Mundial, él había
recibido, mientras tiraba del carro (de manera capaz y estable) sus
revelaciones religiosas al trote. Puede que fuera siempre la misma revelación,
que se repetía. Él sentía que la verdad le venía del sol, una comunicación que
también era luz y calor. Lo hacía sentir muy lejano de sus calientes pasajeros
de Winsconsin, aquellos granjeros cuyos gritos y llamadas a las putas apenas
oía cuando estaba en trance. Y, una vez más, desde el poderoso sol, le llegaba
la secreta certeza de que el fin de esta tierra era ser colmada de bien.
Saturada incluso. Después de todas las cosas absurdas, de que un perro se
comiera a otro, de que la muerte que daba el cocodrilo enterrara a todos en el
barro. No acabaría todo como lo imaginaba la señora Skoglund, la que lo
sobornaba para acosar a los judíos y acelerar el Segundo Advenimiento, sino de
otro modo. Esta era su intuición, aunque torpe. No llegaba más allá. Por eso,
él procedía en la vida como la vida parecía querer indicarle que hiciera.
Esta
mañana le quedaba una cosa más, que era explícitamente física, y se produjo en
primer lugar como una sensación en sus brazos y contra su pecho, para después
meterse dentro de él.
Era
esto: cuando entró en la habitación del hospital y vio a papá con los lados de
la cama levantados, como una cuna, y a papá tan débil y retorciéndose de dolor,
y sin dientes, como un bebé, y con la suciedad que ya le llegaba a la cara, se
le metía por las arrugas, papá estaba intentando sacarse las agujas
hipodérmicas y se oía el débil sonido de la muerte. Los esparadrapos que tenía
pegados para sujetarle las agujas estaban empapados de sangre oscura. Entonces
Woody se quitó los zapatos, bajó un lado de la cama y se subió en ella y lo
abrazó para calmarlo y tranquilizarlo. Como si él fuera el padre de papá, le
dijo: “Venga, papá. Papá”. Entonces fue como aquella vez que se pelearon en el
salón de la señora Skoglund, cuando papá se enfadó como un demonio y Woody
trató de calmarlo y de avisarlo diciéndole: “¡Esas mujeres van a volver!”.
Además de la estufa de carbón, cuando papá golpeó a Woody en los dientes con la
cabeza y después se puso huraño, como un pez grande. Pero esta resistencia del
hospital fue débil… ¡Tanto! Con una gran compasión, Woody agarró a papá, que se
agitaba y temblaba. “De esas personas –le había dicho–, nunca vas a aprender lo
que es la vida, porque no lo saben.” “Sí, papá. ¿Qué te pasa, papá? Era difícil
de entender que este hombre, que ya soportaba el peso de ochenta y tres años, y
había hecho todo lo posible para quedarse, ahora sólo quisiera liberarse. ¿Cómo
podía Woody permitirle que se sacara todas las agujas? Papá era terco, quería
lo que quería y en el momento en que lo quería. Pero lo ultimísimo que quiso no
lo pudo comprender Woody, era demasiado extraño.
Después
de un momento, papá dejó de forcejear. Se fue apagando y apagando. Las
enfermeras vinieron y miraron. No aprobaron lo que estaba haciendo Woody, pero
él, que no tenía ninguna mano libre para hacerles señas de que se marcharan,
les hizo un gesto con la cabeza indicando la puerta. Papá, al que Woody creía
que ya había calmado, estaba únicamente buscando una manera mejor de escapar de
él. Y lo hizo con la pérdida de calor. Estaba perdiendo calor. Como pasa a
veces con los animales pequeños mientras uno los tiene en la mano, Woody sintió
de hecho como papá se iba enfriando. Y después, mientras Woody hacía lo que
podía para impedírselo, y aunque lo estaba consiguiendo, se fue deslizando
hasta la muerte. Y allí siguió su hijo anciano, grande y todavía musculoso,
sosteniéndolo y apretándolo cuando ya no quedaba nada que apretar. Nunca pudo
nadie amarrar a aquel hombre testarudo. Cuando estaba listo para dar un paso,
lo daba, y siempre en las condiciones que él ponía. Y siempre, siempre, se
llevaba algo escondido en la manga. Así era él.
Gracias, por el aporte
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