La oreja de Van Gogh
Estábamos
como de costumbre, al borde de la ruina. Mi padre, dueño de un pequeño almacén,
debía a uno de sus proveedores una importante suma. Y no tenía cómo pagar.
Pero,
si le faltaba dinero, le sobraba en cambio imaginación. Era un hombre culto,
inteligente, alegre. No concluyó sus estudios; el destino lo confinó a un
modesto establecimiento donde él, entre salchichones y chorizos resistía en
forma valerosa los embates de la existencia. Los clientes lo apreciaban, entre
otras razones, porque vendía fiado y nunca cobraba. Con los proveedores, sin
embargo, la situación era diferente. Esos enérgicos señores querían su dinero.
El hombre a quien mi padre debía en ese momento era conocido como un acreedor
particularmente implacable.
Otro
se desesperaría, otro pensaría en huir, en suicidarse incluso. Mi padre no.
Optimista como siempre, estaba seguro de que aparecería alguna solución. Ese
hombre debe tener su punto débil, decía, y por ahí lo agarraremos. Preguntando por
aquí y por allá, descubrió algo prometedor. El acreedor que en apariencia era
rudo e insensible, tenía una pasión secreta por van Gogh. Su casa estaba llena
de reproducciones de la obra del gran pintor. Y había asistido por lo menos una
media docena de veces al filme de Kirk Douglas sobre la trágica vida del
artista.
Mi
padre pidió a la biblioteca un libro sobre van Gogh y pasó el fin de semana
sumergido en la lectura. Al atardecer el día domingo, la puerta de su cuarto se
abrió y apareció triunfante.
-
¡Lo encontré!
Me
llevó a un rincón –yo, a los doce años, era su confidente y cómplice- y
susurró, con los ojos brillantes:
-
¡La oreja de van Gogh! ¡La oreja nos salvará!
-
¿Qué están cuchicheando allí? – preguntó mi madre, que tenía escasa tolerancia
a lo que llamaba las locuras de su marido. Nada, nada, respondió mi padre, y
para mí, bajito, después te explico.
La
cuestión era que van Gogh, en un acceso de locura, se había cortado una oreja
enviándosela luego a su amada. A partir de esto mi padre había elaborado un
plan: buscaría a su acreedor y le diría que había recibido como herencia de su
bisabuelo, amante de la mujer por quien van Gogh se apasionara, la oreja
momificada del pintor. Ofrecería tal reliquia a cambio del perdón de la deuda y
de un crédito adicional.
-
¿Qué dices?
Mi
madre tenía razón: él vivía en otro mundo, un mundo de ilusiones. Sin embargo,
el hecho de que la idea fuese absurda no me parecía el mayor de los problemas,
finalmente nuestra situación era tan difícil que cualquier cosa debía
intentarse. El problema, no obstante, era otro:
-
¿Y la oreja?
-
¿La oreja? – me miró espantado, como si aun no hubiera pensado en aquello. Si,
le dije, la oreja de van Gogh, de dónde se saca esa cosa. Ah dijo él, en cuanto
a eso no hay ningún problema, la conseguiremos en la morgue. El cuidador es
amigo mío, él lo hará por mi.
Al
día siguiente salió temprano. Volvió al mediodía, radiante, trayendo consigo un
paquete que abrió cuidadosamente. Era un frasco de formol que contenía una cosa
oscura, de formato indefinido. La oreja de van Gogh, anunció triunfante.
¿Quién
diría que no lo era? Pero, por si acaso, colocó en el frasco un rótulo: “Van
Gogh – oreja”.
Por
la tarde fuimos a casa del acreedor. Mi padre entró, esperé. Cinco minutos
después volvió desconcertado, sumamente furioso: el acreedor, mientras
rechazaba la propuesta de mi padre, lanzaba el frasco por la ventana.
-
¡Qué falta de respeto!
Tuve
que asentir. Sin embargo, tal desenlace me parecía hasta cierto punto
inevitable. Nos fuimos caminando por una calle tranquila, mi padre siempre
enfurruñado: qué falta de respeto, qué falta de respeto. De repente se detuvo y
me miró fijo:
-
¿Era la derecha o la izquierda?
-
¡La qué! Pregunté sin entender.
-
La oreja que van Gogh se cortó. ¿Era la derecha o la izquierda?
-
No sé, le dije, ya irritado con todo aquello. –Fuiste tú quien leyó el libro,
tú eres el que deberías saberlo.
-
Pero no lo sé –dijo él, desconsolado- confieso que no lo sé.
Nos
quedamos un instante en silencio. Una duda me asaltó en aquel momento, duda que
no me quería formular porque sabía que la respuesta podía ser el final de mi
infancia. Por fin:
-
¿Y la del frasco? – pregunté - ¿era la derecha o la izquierda?
Me
miró, aturdido.
-
Tampoco lo sé – murmuró con voz débil, ronca-. No lo sé.
Y
proseguimos, rumbo a casa.
Si
uno mira bien una oreja –cualquier oreja, sea ésta de van Gogh o no- verá que
su estructura se asemeja a la de un laberinto. Dentro de ese laberinto me
encontraba yo, y nunca más saldría de él.
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