El paseo
por la Quinta Avenida, en medio de la nieve fundida de las aceras y la humedad
del aire, lo había cansado. La oscuridad avanzaba implacable, la oscuridad de
una tarde de domingo del mes de febrero, y eso lo inquietó vagamente. Pese a
todo, no quería regresar a casa e irse de allí. Su habitación del hotel estaría
a oscuras y olería a cerrado, y sus camisas sucias continuarían apiladas en el
suelo del armario, donde las había ido tirando semana tras semana, donde las
había ido tirando mes tras mes, y las mesas y el escritorio estarían cubiertos
con sus papeles, y sus pipas estarían en cualquier sitio, las pipas con las que
se había empecinado en fumar una temporada para terminar abandonándolas, como
tenía por costumbre, y volver a los cigarrillos. Dobló a paso lento por la
calle que llevaba a su hotel, tratando de decidir qué iba a hacer esa noche.
Había pasado demasiadas noches solo. En otras épocas había disfrutado estando
solo. Ahora le resultaba difícil estar solo. Por las noches ya no podía leer ni
escribir. Tras hojearlos con nerviosismo, acababa dejando los libros tirados en
cualquier parte y sus intentos por escribir culminaban en una serie de
garabatos, círculos, cuadrados, caras vacías.
Entraré un momento, pensó, y veré si me han
dejado mensajes; comprobaré si he recibido alguna llamada telefónica. Al fin y
al cabo, llevaba sin ir por el hotel... ¿Cuánto?... Casi cinco horas; había
estado dando vueltas por ahí. A lo mejor tenía algún mensaje. Me pasaré un
momento, pensó, así lo compruebo; y a lo mejor me tomo otro coñac. No quiero
quedarme otra vez sentado en el vestíbulo bebiendo coñac; no quiero.
Sin embargo, no entró por la puerta giratoria
del hotel. Pasó de largo y fue hacia Broadway. Un hombre le pidió dinero. Una
mujer harapienta pasó a su lado mascullando. Aquella mujer tenía boca de Nueva
York, como él la llamaba, una boca agria, apretada, una boca tensa, resentida,
una boca que hablaba de sufrimiento y desazón. Él se detuvo frente al
escaparate de una tienda de bastones y paraguas, y frente al escaparate de un
restaurante barato, un escaparate en el que se veían un pastel y una tarta
artificiales, una taza de café frío, un plato de verdura artificial. Se mezcló
con la multitud que, a empujones, poco a poco, se abría paso por Broadway. Un
policía corpulento, de cara enrojecida, daba palmadas y bromeaba con dos
muchachas a las que había impedido cruzar la calle con el semáforo en rojo. Un
hombre ajado, con un abrigo ajado, los contemplaba con ojos impasibles y
ajados.
En el mostrador de libros del drugstore de la
calle Cuarenta y cinco, esquina con Broadway, se entretuvo un rato mirando los
libros, ediciones económicas de clásicos y reediciones de grandes éxitos con
fotos de la versión cinematográfica. Cogió algunos de los libros, los abrió,
volvió a dejarlos, no había nada que le apeteciera leer. Fue hasta el mostrador
de los helados, se sentó y pidió un chocolate caliente. El chocolate lo hizo
entrar un poco en calor y pensó en ir a ver la película que ponían en el
Paramount; daban una con Myrna Loy, de acción, con armas y aviones, el tipo de
película que no te hacía pensar. Caminó hasta el cine y se quedó ahí de pie un
momento, pero no compró la entrada. Al fin y al cabo, ese día ya había visto
una película. Pensó en darse una vuelta por la oficina. Encontraría silencio,
no iba a haber nadie; con suerte, incluso conseguiría trabajar un poco; tal vez
pudiera contestar algunas de las cartas que llevaba tanto tiempo posponiendo.
Qué oscuro estaba aquello, qué solitario.
Estuvo un rato dando vueltas por la oficina, se sentó delante de la máquina de
escribir, tecleó el abecedario en una hoja de papel, sacó un clip, lo estiró,
limpió los tipos de la «e» y la «o» y luego tapó la máquina con la funda. Por
las tardes, cuando se marchaba, nunca se acordaba de ponerle la funda a la
máquina de escribir. De hecho nunca me acuerdo de nada, pensó. Y es porque
intento no hacerlo; intento no recordar nada. Es algo vacío y cobarde eso de no
recordar. Podría llevarte a cualquier parte; no, podría ser un freno, un freno
para que llegaras a alguna parte. Todo nace del recuerdo; o al menos del
recuerdo nacen muchas cosas. Si no te permites recordar, no puedes hacer nada.
Se puso a silbar una canción porque notó que iba a empezar a acordarse de ciertas
cosas, y sabía de qué cosas se iba a acordar, cosas que le harían torcer el
gesto y la mirada, fragmentos perturbadores de frases antiguas, de antiguas
escenas y actitudes, de horas, de cuartos, de tonos de voz y del sonido de una
voz llorosa. Todas las voces lloran de distinta manera; en el mundo no hay dos
voces que lloren igual; son como los pasos y las huellas digitales y las caras
de los amigos...
Se dio cuenta de la canción que estaba
silbando. Se levantó de la silla que había delante de la máquina de escribir
cubierta con la funda, apagó la luz, salió del despacho, fue hasta el ascensor
y mientras lo esperaba, se puso a cantar el estribillo de la canción. «Hazme la
cama y enciende la luz, esta noche llegaré tarde, adiós, mirlo, adiós.» Fue
andando hasta el hotel, pisando la nieve fundida, en medio de la húmeda
oscuridad, y se sentó en una butaca del vestíbulo sin quitarse el abrigo. No
quería estarse ahí sentado mucho rato.
—Buenas noches, señor —lo saludó el camarero
que atendía a los huéspedes en el vestíbulo—. ¿Qué tal está usted?
—Muy bien, gracias —contestó—. Estoy muy bien.
Tomaré un coñac, con un poco de agua aparte.
Tomó varios coñacs. En el vestíbulo no entró
nadie que él conociera. Los domingos por la noche la gente iba a sitios muy diferentes.
Al entrar no había pasado por el mostrador de recepción para ver su buzón y
comprobar si tenía algún mensaje. Era una especie de juego al que jugaba él, o
algo parecido. Nunca preguntaba si tenía mensajes hasta haberse tomado un
coñac. Iría a comprobarlo después de haberse tomado otro coñac. Se tomó otro
coñac y fue a ver.
—No hay nada para usted —le dijo el empleado de
recepción y también miró en el buzón.
Volvió a sentarse en la butaca del vestíbulo y
se puso a pensar a quién podía llamar. A los Grayson, quizá. Vio a los Grayson,
no como deberían estar en ese momento, sentados en su apartamento, juntitos,
acaramelados, sino como Lydia y él los habían visto en otro lugar y otro año.
En una ocasión, los cuatro habían compartido unas alegres vacaciones. Recordó
diversas actitudes y puntos de vista, diversas luces y colores de aquellas
vacaciones. Hay algo especial en cuatro personas, dos parejas, que simpatizan y
se llevan bien, que lo pasan en grande, cultivando poco a poco la intimidad y
la armonía. La vida está formada por uniones de dos y de cuatro. Los Grayson
comprendían esas pequeñas convenciones de la vida, las uniones de dos y de
cuatro. Dos es compañía, cuatro es un grupo, tres es multitud. Uno es soledad.
No, los Grayson mejor no. Siendo domingo por la
noche tendrían visitas, alguna pareja, otra vez el dos, alguien a quien él
conocía, alguien a quien Lydia y él habían conocido. Es así como está
organizada la vida. Uno organiza su vida, no, dos organizan su vida por uniones
de dos, de cuatro y de seis. El matrimonio no son dos personas que se
convierten en una, sino dos personas que siguen siendo dos. Así es más
agradable, y más sencillo. Probablemente, pensó mientras llamaba al camarero,
todo esto no sea más que una sarta de tonterías, de sentimentalismos. Debo
tratar de no llegar a ese estado de embriaguez en el que las cosas más tontas y
lúgubres parecen brillantes adivinaciones mías, ideas y teorías sólidas y
originales. Lo que debo recordar es que esas cosas son puros sentimentalismos,
una pesadez, producto de una falta de trabajo y un exceso de coñac. Eso es lo
que debo recordar. De nada sirve recordar que se precisan cuatro para formar un
grupo y dos para hacer una casa.
No es para tanto, después de todo, la gente que
vive sola ha hecho muchísimas cosas. Vamos a ver, ¿qué ha hecho la gente que
vive sola? El amor no, por supuesto, pero muchas otras cosas: dinero, por
ejemplo, y garabatos negros en una hoja en blanco. «El coñac que sea doble», le
dijo al camarero. Vamos a ver, ¿quién que yo conozca ha hecho algo solo, quién
que yo conozca ha hecho algo solo? ¿Robert Browning? No, Robert Browning, no.
Qué curioso que Robert Browning haya sido la primera persona en la que se me ha
ocurrido pensar. «Si de mí hubieras oído una sola melodía, o me hubieras visto
desde una ventana, contigo esas cosas no se habrían apagado tan pronto como con
las demás.» En alguna ocasión había escrito aquellos versos en un libro para
Lydia, o Lydia los había escrito en un libro para él; o los dos lo habían escrito
en un libro que se habían regalado. «Contigo esas cosas no se habrían apagado
tan pronto como con las demás.» A lo mejor la cita no era exactamente así; le
costaba recordarla después de tanto tiempo. Qué más daba. «Contigo esas cosas
no se habrían apagado tan pronto como con las demás.» La cuestión es que todas
las cosas acaban apagándose; en las uniones de dos y de cuatro; todas las cosas
alegres, todas las actitudes y los puntos de vista, todas las luces y los
colores, toda intimidad, toda armonía.
Creo que será mejor que llame a los Bradley,
pensó, levantándose de la butaca. Y no me vengas ahora, se dijo, deteniéndose
un instante, no me vengas ahora con que no te has emborrachado, es justo lo que
esta mañana prometiste no hacer y te tomaste un zumo de naranja y un café y
decidiste ponerte a trabajar un rato, un buen rato; que es justo lo que
prometiste no hacer y sabías que acabarías haciendo, vaya si lo sabías. Sabías
que acabarías borracho, vaya si lo sabías.
Los Bradley, pensó, mientras se paseaba
despacio por el vestíbulo, evitando acercarse a las cabinas telefónicas,
echando un vistazo a los titulares de los periódicos del quiosco, los Bradley
son gente franca, sin dobleces... ¡Dos, otra vez el dos, malditos sean los
Bradley! Alguien lo describió cierta vez en un relato que había leído: una
intimidad que se sentía, que casi se palpaba cuando entrabas en una casa así,
cuando entrabas en donde había gente como ellos; se notaba una calidez, se
sentía algo agradable, como estar sumergido en agua de mar caliente, y cierta
incomodidad, para qué negarlo, eso es, una terrible incomodidad. En medio de
tanta calidez él no haría más que aguarles la fiesta. Eso haría, aguarles la
fiesta, se dijo, aguarles la fiesta y nada más. Y además ellos lo sabían. Ahí viene
otra vez el viejo Kirk a aguarnos la fiesta. Y no es porque yo sea inmensamente
desdichado, no soy inmensamente desdichado, es porque ellos son inmensamente
felices, malditos sean. ¿Por qué no lo saben? ¿Por qué no hacen algo al
respecto? Por el amor de Dios, ¿qué derecho tienen a alardear de esa manera en
mis propias narices?... Oye tú, se dijo, ahora sí que estás borracho perdido,
ahora sí que estás pasando por uno de tus típicos estados de ánimo, estás
pasando por uno de esos estados de ánimo de los que Marianne te habla siempre,
uno de esos estados de ánimo que hacen que a la gente le disguste tenerte
cerca... Marianne, pensó. Volvió a sentarse en la butaca, pidió otro coñac y
pensó en Marianne.
Ella no sabe cómo empiezo el día, pensó, sólo
sabe cómo lo acabo. Ni siquiera sabe cómo empecé mi vida. Sólo sabe cómo soy
cuando me sorprende la noche. Ojalá pudiera ser la persona que quiere que sea,
entonces sí, entonces yo estaría bien, estaría bien, sería la persona que ella
quiere que sea. Sería como pedir un traje nuevo en una tienda, un traje nuevo
que nadie ha llevado nunca, un traje nuevo que sólo vas a llevar tú. No me
pondría furioso de repente, por cualquier cosa. No me marcharía de los sitios
de repente, por cualquier cosa. No le respondería de malos modos a la gente
amable. Por lo que ella considera cualquier cosa. No sería insoportable.
«Insoportable» es la palabra que ella usa. Una palabra femenina, femenina como
una gata. La verdad es que tiene razón. Soy insoportable.
—George —le dijo al camarero—. Soy
insoportable, ¿lo sabías?
—No, señor, no lo sabía —contestó el camarero—.
Yo no diría que es insoportable, señor Kirk.
—Eso es porque no me has tratado, George —le
aclaró—. Pero la cuestión es que soy insoportable. Así soy yo. Es una larga historia.
—Si usted lo dice, señor —comentó el camarero.
Podría llamar a los Morton, pensó. En su casa
también habrá uniones de dos y de cuatro, pero ellos no son tan inmensamente
felices como para resultar insoportables. Los Morton son buena gente. Vamos a
ver, le habían dicho los Morton, si Marianne y tú no os pasarais la vida
peleando y discutiendo y analizándoos mutuamente, analizándolo todo, estaríais
bien. Estaríais bien si os casarais y os callarais la boca, si os callarais la
boca y os casarais. Eso sí que estaría bien. Sí, señor, eso sí que estaría
bien. Todo funcionaría a la perfección. Te callas la boca y te casas, te casas
y te callas la boca. Todo el mundo lo sabe. Si me apuras, es la cosa más fácil
del mundo... A lo mejor sería la cosa más fácil si tuvieras veinticinco años,
si tuvieras veinticinco en lugar de cuarenta.
—George —dijo cuando el camarero se acercó al
ver su copa vacía—, en noviembre cumpliré cuarenta y un años.
—Para noviembre falta mucho, señor, además,
está usted en la flor de la edad —dijo George.
—¡Qué va! —exclamó él—. Noviembre está a la
vuelta de la esquina. Igual que los cuarenta y dos, los cuarenta y tres y los
cincuenta, y aquí me tienes, tratando de ser... ¿Sabes qué trato de ser,
George? Trato de ser feliz.
—Todos queremos ser felices, señor —le comentó
George—. Me gustaría verlo feliz, señor.
—Todo se andará —dijo—. Todo se andará, George.
La cosa tiene truco. Un truco sencillo. Te callas la boca y te casas. Pero la
cosa no es tan fácil, George, porque lo analizo todo. Y además, me acuerdo de
todo. Y por si eso fuera poco, tengo un puñado de años. Tú suma todas esas
cosas y te las encuentras sentadas en el vestíbulo de un hotel diciendo
tonterías y envejeciendo.
—No sabe usted cuánto lo siento, señor —dijo
George.
—Por cierto, George, ponme otra copa, ¿quieres?
—le pidió al camarero.
Se tomó otra copa más. Cuando levantó la vista
y miró el reloj del vestíbulo eran apenas las nueve y media. Subió a su
habitación, y como tenía sueño, se acostó en la cama sin apagar la luz del
techo. Cuando se despertó, su reloj de pulsera indicaba las doce y media. Se
levantó, se lavó la cara, se cepilló los dientes, se puso una camisa limpia y
otro traje, y bajó al vestíbulo sin mirar siquiera el escritorio y las mesas
cubiertas de papeles. Fue al salón comedor y tomó una sopa, una chuleta de
cordero y un vaso de leche. No encontró a nadie conocido. Comenzó a darse
cuenta de que tenía que ver a alguien conocido. Pagó la cuenta, salió a la
calle, se metió en un taxi y le dio al taxista un número de la calle Cincuenta
y tres.
En Dick and Joe's había varias personas
conocidas. Dos de ellas eran Dick y Joe, aunque él siempre los contaba como una
persona sola, nunca lograba diferenciarlos. También se encontró a Bill Vardon y
a Mary Wells. Bill Vardon y Mary Wells estaban un tanto achispados y alegres.
No los conocía muy bien, pero podía sentarse con ellos...
Eran más de las tres cuando salió del bar y se
metió en un taxi.
—¿Qué tal estamos esta noche, señor Kirk? —le
preguntó el taxista, que se llamaba Willie.
—Esta noche estoy bien, Willie —contestó él.
—¿Lo llevo a algún otro sitio? —le preguntó
Willie.
—Esta noche no, Willie. Me voy a casa.
—Le voy a decir una cosa —comentó Willie—, ahí
sí que acierta, señor Kirk. En eso sí que no se equivoca usted. Estos garitos
están para lo que están, no sé si me entiende, está muy bien eso de pasarse un
rato en ellos y tomarse unas cuantas copas con los amigos, pero cuando uno se
lo piensa dos veces, no hay nada como la propia casa. Y si no, fíjese en mí, me
paso diez años holgazaneando, casi siempre por esta zona, ¿y sabe usted por
qué? Porque aquí me conocen en todas partes, usted lo sabe, señor Kirk. Puedo
entrar en cualquiera de estos garitos como el que más, si me apura, como usted
mismo, señor Kirk, y tomarme un par de copas en Dick and Joe's, por ejemplo, o
en Tony's o en cualquier otro lugar donde se me ocurra entrar. ¡Caray, si hasta
me he tomado algunas copas con usted, señor Kirk! La noche de Navidad, sin ir
más lejos, ¿se acuerda? Pero tengo una casa en Brooklyn y una mujer y un par de
críos, y vaya, le puedo asegurar a usted que no hay sitio mejor que la propia
casa, no sé si me entiende.
—Tienes razón, Willie —dijo él—. Tienes toda la
razón.
—Más razón que un santo —dijo Willie—. Estos
garitos están bien cuando uno quiere tomarse unas copas e incluso entromparse
un poco con los amigos, por mí, no hay problema...
—Yo tampoco le veo ningún problema a eso de
entromparse con los amigos —le dijo él a Willie.
—Pero cuando uno se harta de ese tipo de cosas,
uno quiere irse para su casita. ¿Tengo o no tengo razón, señor Kirk?
—Tienes toda la razón, Willie —dijo él—. Uno
quiere irse para su casita.
—Bueno, pues, ya hemos llegado, señor Kirk.
Estamos en casita.
Él se bajó del taxi, le dio un dólar al
taxista, le dijo que se quedara con el cambio y entró en el vestíbulo del
hotel. El portero de noche le entregó la llave y metió dos dedos en el hueco
del buzón.
—No tiene nada —dijo el portero de noche.
Cuando llegó a su habitación, se tendió en la
cama un rato y se fumó un cigarrillo. Notó que se amodorraba y se levantó.
Empezó a quitarse la ropa; se sentía amodorrado pero satisfecho, vagamente
satisfecho. Empezó a tararear en voz baja para que el tipo de la 711 no se
quejara. El tipo de la 711 era un hombre canoso que vivía solo... y lo
analizaba todo... y se acordaba de todo...
—Hazme la cama y enciende la luz, esta noche
llegaré tarde, adiós, mirlo, adiós...
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