Vistas de página en total

Vistas de página en total

martes, 2 de julio de 2013

Richard Ford

El padre y la bicicleta






Mi padre no era un hombre dotado de ningún talento extraordinario. Si un padre modelo puede reconstruir una cortadora de césped, instalar un saco de boxeo correctamente, darte una mano con tu proyecto de ciencias o algunos consejos para tu curso de salvamento, ayudarte con la tarea de matemáticas, armar una bicicleta nueva o cambiar la malla de la puerta del patio, entonces mi padre no era un padre modelo.
En mi primer recuerdo de Navidad estoy recostado en mi cama ya entrada la noche, escuchando a mi padre –y a mi madre como su asistente- que trata de ensamblar una tarola que Papa Noel le ha encargado entregar. Lleva horas trabajando en la sala, y aún puedo escuchar el zumbido de los bordones sueltos dentro de la tarola mientras mi padre se esfuerza por estirarlos, el chirrido de los tornillos de bronce que ajustan los parches mientras mi madre lo ayuda en voz baja y mi padre, con la paciencia perdida, gruñe y rechista. Hoy, cincuenta años después, todavía puedo traer a mi mente el borde de luz amarilla bajo la puerta de mi dormitorio, mientras avanza la noche y espero, ansioso y en silencio.
Cuando amaneció, la tarola aun no estaba lista. Frente al resplandor del acogedor árbol de Navidad, los tres observamos fijamente la elegante tarola de madera, sin bordones y con el parche de un solo lado. Dos baquetas de madera y dos escobillas retráctiles de metal, que mi madre había anudado con un lazo rojo de seda, estaban apoyadas contra el casco de la tarola incompleta. Papá Noel no había tenido tiempo de terminarla.  Después de todo, le faltaban muchos niños y niñas en su largo camino.
También recuerdo el saco de boxeo, cuyo negro soporte de metal mi padre aseguró con clavos pero olvidó empernar al tabique del cuarto de lavandería. El saco marrón, que nos costó muy barato, colgaba del gancho, totalmente inflado. Cuando le di un golpe, el primero de verdad, el aparato entero se vino abajo. Lo volvimos a clavar, le di otro golpe y volvió a caer. Aparentemente lo único que lo mantendría en pie era dejar de golpearlo. Y así se quedo. El saco aún estaba allí, intacto pero muy vistoso en la pared, cuando mi padre murió y cambiamos de ciudad.
Sin embargo, el árbol de navidad fue lo más triste. (La mayor parte de estas pequeñas desgracias sucedieron en Navidad. Esta época puede volver todo muy triste.) Mi padre y yo salimos hacia los bosques para buscar un árbol. Tomamos la ruta hacia Natchez Trace y después de un largo camino, llevando mi hacha de Boy Scout, avisté el árbol que quería, un cedro frondoso y bien formado, que mi padre consideraba demasiado grande, demasiado alto para meterlo en casa. Desde luego yo sabía que no era así, y después de una breve discusión, gané la partida y rápidamente tiré abajo el árbol.
Pero cuando lo llevamos en el auto y lo metimos en la casa, la sala resultó ser demasiado pequeña, el techo demasiado bajo: era solamente una casa color pastel, de los suburbios, de seis habitaciones. Para que alcanzara el techo, tuvimos que doblar la punta –allí pensaba yo colgar la estrella de Belén. De repente, y de manera insólita, mi padre se enfadó: el árbol era un ser vivo y nosotros lo habíamos matado. Estaba furioso.  Arrastró el enorme árbol por la casa y salió a la cochera, y con una sierra caladora (una sierra con la que, supongo, uno se las arregla) cortó, no la base, sino la copa. La recortó así, de la manera más simple, no de la mejor manera. “Está arruinado”, dije, consternado al ver el árbol mutilado, su bella copa en el suelo, desprendida del resto. “La has arruinado”, dije.
“No, claro que no. Está bien”, dijo mi padre con el ceño fruncido, y bajó la mirada. Y yo sé (ahora) que él sabía lo que había hecho. “La llevaremos adentro”, dijo y se agachó para recoger el árbol. Pero yo ahora estaba furioso, y dije “No, esta arruinado. Le cortaste la copa. Se ve horrible. Ya no es un árbol de Navidad”. Y antes de que pudiera recogerlo, agarré rápidamente el árbol por su base, rajada, resinosa y pegajosa, la levanté del liso pavimento de la cochera y se la arrojé, golpeándolo. Golpeé a mi padre de lleno en la cara con el árbol de Navidad.
Mi padre y yo teníamos muchas, muchísimas cosas en común, sin duda. Con frecuencia no poníamos en práctica –como no lo hicimos ese día- el sentido común. Podíamos ser muy impulsivos. Carecíamos del don de la cautela y la prudencia. Y siempre, como seguramente lo hicimos ese día, pagábamos las consecuencias.
Ciertamente todas las familias felices no se parecen, todas son diferentes. La falta de un talento grandioso, o incluso una destreza común y corriente, era en mi padre, no una falla, ni un verdadero defecto, sino solo un modesto descuido de la complicada obra de Dios, lo que no me impedía amarlo.
Mi padre fue agente viajero durante treinta años. La mayor parte del tiempo estuvo ausente de nuestras vidas, de la mía y de la de mi madre, haciendo su trabajo, que desde luego hacía bien. A veces pienso que ya no quedan hombres como él, hombres de épocas de escasez, de la Gran Depresión, que sabían hacer bien solamente una cosa, nunca se volvían muy ambiciosos, se casaban por amor y para siempre, criaban una familia, y no se desalentaban. Era una vida feliz. Apuesto que sí.

Una vez, cuando tenía diez años y aun vivíamos en nuestra primera casa, en la calle Congress, en Jackson, mi padre me compró una bicicleta. Yo se la había pedido. Cuando la trajo a casa, estaba empacada en una gran caja rectangular de cartón que decía “Schwinn”. Estaba completamente armada: grande, pesada, resistente, cromada, roja y plateada, provista de guardabarros y una bocina a batería, fabricada para lucir como un sedan de cuatro puertas. Nunca después vi el rostro de mi padre tan feliz, mientras daba su aprobación, con el ceño muy serio y satisfecho, a la bicicleta, apoyada en la pata de cabra, ensamblada de pies a cabeza por alguien que debía de haber sabido de nuestros problemas. Cuando terminé de dar una vuelta por la pista trasera de la casa, mi padre se montó, con su traje de negocios, su sombrero y sus elegantes zapatos de cuero marrones, y salió a la calle. Dio vueltas una y otra vez; un hombre grande, de cincuenta años, nacido en 1904, manejando la bicicleta de un chico, hasta que mi madre me dijo que creía que quizás él nunca me dejaría volver a montarla, porque le parecía (al menos a ella, que también lo amaba) que estaba disfrutando muchísimo ese momento.

Qué dijo V. S. Pritchett



El cuento es la forma más memorable de la ficción, y lo es porque debe narrar y vibrar en cada línea. Debe ser tan exacto como un soneto o una balada. Su impulso es, esencialmente, poético. No nos olvidamos de él, y en cada relectura encontramos nuevos hallazgos, mientras que hasta en las más grandes novelas llegamos a olvidar fácilmente capítulos enteros. Además, el cuento se ajusta a la ansiedad y rapidez de las costumbres impuestas por la dureza y velocidad de la vida contemporánea, tan diferente de la vida contemplativa del siglo diecinueve, cuando la novela era la forma dominante de ficción. En la novela nos perdemos, en el género corto nos encontramos. A fines del siglo diecinueve encontramos a los primeros maestros excepcionales de la forma en Kipling, Wells, Conrad, James, en artistas como Katherine Mansfield, Saki, Liam O’Flaherty, Frank O’Connor, D. H. Lawrence, el Joyce of Dubliners y muchos otros. Ellos leyeron a Maupassant, Chejov y Turguenev. La originalidad de su talento consiste en capturar, en su decurso, el momento crucial de una vida. Contemplamos a seres que pudieron aparecer como personajes menores en grandes novelas, ahora rescatados en su grandeza.

lunes, 1 de julio de 2013

Un lugar limpio y bien iluminado



Ernest Hemingway

Un lugar limpio y bien iluminado


Era tarde y todos habían salido del café con excepción de un anciano que estaba sentado a la sombra que hacían las hojas del árbol, iluminado por la luz eléctrica. De día la calle estaba polvorienta, pero por la noche el rocío asentaba el polvo y al viejo le gustaba sentarse allí, tarde, porque aunque era sordo y por la noche reinaba la quietud, él notaba la diferencia. Los dos camareros del café notaban que el anciano estaba un poco ebrio; aunque era un buen cliente sabían que si tomaba demasiado se iría sin pagar, de modo que lo vigilaban.
-La semana pasada trató de suicidarse -dijo uno de ellos.
-¿Por qué?
-Estaba desesperado.
-¿Por qué?
-Por nada.
-¿Cómo sabes que era por nada?
-Porque tiene muchísimo dinero.
Estaban sentados uno al lado del otro en una mesa próxima a la pared, cerca de la puerta del café, y miraban hacia la terraza donde las mesas estaban vacías, excepto la del viejo sentado a la sombra de las hojas, que el viento movía ligeramente. Una muchacha y un soldado pasaron por la calle. La luz del farol brilló sobre el número de cobre que llevaba el hombre en el cuello de la chaqueta. La muchacha iba descubierta y caminaba apresuradamente a su lado.
-Los guardias civiles lo recogerán -dijo uno de los camareros.
-¿Y qué importa si consigue lo que busca?
-Sería mejor que se fuera ahora. Los guardias han pasado hace cinco minutos y volverán.
El viejo sentado a la sombra golpeó su platillo con el vaso. El camarero joven se le acercó.
-¿Qué desea?
El viejo lo miró.
-Otro coñac -dijo.
-Se emborrachará usted -dijo el camarero. El viejo lo miró. El camarero se fue.
-Se quedará toda la noche -dijo a su colega-. Tengo sueño y nunca puedo irme a la cama antes de las tres de la mañana. Debería haberse suicidado la semana pasada.
El camarero tomó la botella de coñac y otro platillo del mostrador que se hallaba en la parte interior del café y se encaminó a la mesa del viejo. Puso el platillo sobre la mesa y llenó la copa de coñac.
-Debía haberse suicidado usted la semana pasada -dijo al viejo sordo. El anciano hizo un movimiento con el dedo.
-Un poco más -murmuró.
El camarero terminó de llenar la copa hasta que el coñac desbordó y se deslizó por el pie de la copa hasta llegar al primer platillo.
-Gracias -dijo el viejo.
El camarero volvió con la botella al interior del café y se sentó nuevamente a la mesa con su colega.
-Ya está borracho -dijo.
-Se emborracha todas las noches.
-¿Por qué quería suicidarse?
-¿Cómo puedo saberlo?
-¿Cómo lo hizo?
-Se colgó de una cuerda.
-¿Quién lo bajó?
-Su sobrina.
-¿Por qué lo hizo?
-Por temor de que se condenara su alma.
-¿Cuánto dinero tiene?
-Muchísimo.
-Debe tener ochenta años.
-Sí, yo también diría que tiene ochenta.
-Me gustaría que se fuera a su casa. Nunca puedo acostarme antes de las tres. ¿Qué hora es ésa para irse a la cama?
-Se queda porque le gusta.
-Él está solo. Yo no. Tengo una mujer que me espera en la cama.
-Él también tuvo una mujer.
-Ahora una mujer no le serviría de nada.
-No puedes asegurarlo. Podría estar mejor si tuviera una mujer.
-Su sobrina lo cuida.
-Lo sé. Dijiste que le había cortado la soga.
-No me gustaría ser tan viejo. Un viejo es una cosa asquerosa.
-No siempre. Este hombre es limpio. Bebe sin derramarse el líquido encima. Aun ahora que está borracho, míralo.
-No quiero mirarlo. Quisiera que se fuera a su casa. No tiene ninguna consideración con los que trabajan.
El viejo miró desde su copa hacia la calle y luego a los camareros.
-Otro coñac -dijo, señalando su copa. Se le acercó el camarero que tenía prisa por irse.
-¡Terminó! -dijo, hablando con esa omisión de la sintaxis que la gente estúpida emplea al hablar con los beodos o los extranjeros-. No más esta noche. Cerramos.
-Otro -dijo el viejo.
-¡No! ¡Terminó! -limpió el borde de la mesa con su servilleta y meneó la cabeza.
El viejo se puso de pie, contó lentamente los platillos, sacó del bolsillo un monedero de cuero y pagó las bebidas, dejando media peseta de propina.
El camarero lo miraba mientras salía a la calle. El viejo caminaba un poco tambaleante, aunque con dignidad.
-¿Por qué no lo dejaste que se quedara a beber? -preguntó el camarero que no tenía prisa. Estaban bajando las puertas metálicas-. Todavía no son las dos y media.
-Quiero irme a casa.
-¿Qué significa una hora?
-Mucho más para mí que para él.
-Una hora no tiene importancia.
-Hablas como un viejo. Bien puede comprar una botella y bebérsela en su casa.
-No es lo mismo.
-No; no lo es -admitió el camarero que tenía esposa-. No quería ser injusto. Sólo tenía prisa.
-¿Y tú? ¿No tienes miedo de llegar a tu casa antes de la hora de costumbre?
-¿Estás tratando de insultarme?
-No, hombre, sólo quería hacerte una broma.
-No -el camarero que tenía prisa se irguió después de haber asegurado la puerta metálica-. Tengo confianza. Soy todo confianza.
-Tienes juventud, confianza y un trabajo -dijo el camarero de más edad-. Lo tienes todo.
-¿Y a ti, qué te falta?
-Todo; menos el trabajo.
-Tienes todo lo que tengo yo.
-No. Nunca he tenido confianza y ya no soy joven.
-Vamos. Deja de decir tonterías y cierra.
-Soy de aquellos a quienes les gusta quedarse hasta tarde en el café -dijo el camarero de más edad-, con todos aquellos que no desean irse a la cama; con todos los que necesitan luz por la noche.
-Yo quiero irme a casa y a la cama.
-Somos muy diferentes -dijo el camarero de más edad. Se estaba vistiendo para irse a su casa-. No es sólo una cuestión de juventud y confianza, aunque esas cosas son muy hermosas. Todas las noches me resisto a cerrar porque puede haber alguien que necesite el café.
Hombre! Hay bodegas abiertas toda la noche.
-Tú no entiendes. Este es un café limpio y agradable. Está bien iluminado. La luz es muy buena y también, ahora, las hojas hacen sombra.
-Buenas noches -dijo el camarero más joven.
-Buenas noches -dijo el otro. Continuó la conversación consigo mismo mientras apagaba las luces. Es la luz por supuesto pero es necesario que el lugar esté limpio y sea agradable. No quieres música. Definitivamente no quieres música. Tampoco puedes estar frente a una barra con dignidad aunque eso sea todo lo que proveemos a estas horas. ¿Qué temía? No era temor, no era miedo. Era una nada que conocía demasiado bien. Era una completa nada y un hombre también era nada. Era sólo eso y todo lo que se necesitaba era luz y una cierta limpieza y orden. Algunos vivieron en eso y nunca lo sintieron pero él sabía que todo eso era nada y pues nada y nada y pues nada. Nada nuestra que estás en nada, nada sea tu nombre nada tu reino nada tu voluntad así en nada como en nada. Danos este nada nuestro pan de cada nada y nada nuestros nada como también nosotros nada a nuestros nada y no nos nada en la nada mas líbranos de nada; pues nada. Ave nada llena de nada, nada está contigo. Sonrió y estaba frente a una barra con una cafetera a presión brillante.
-¿Qué le sirvo?- preguntó el barman.
-Nada.
-Otro loco más -dijo el barman y le dio la espalda.
-Una copita- dijo el camarero.
El barman se la sirvió.
-La luz es bien brillante y agradable pero la barra está opaca -dijo el camarero.
El cantinero lo miró fijamente pero no respondió. Era demasiado tarde para comenzar una conversación.
-¿Quiere otra copita? -preguntó el barman.
-No, gracias -dijo el camarero, y salió. Le disgustaban los bares y las bodegas. Un café limpio, bien iluminado, era algo muy distinto. Ahora, sin pensar más, volvería a su cuarto. Yacería en la cama y, finalmente, con la luz del día, se dormiría. Después de todo, se dijo, probablemente sólo sea insomnio. Muchos deben sufrir de lo mismo.




Desde donde llamo



Raymond Carver


Desde donde llamo


J. P. y yo estamos en el porche del establecimiento de desintoxicación de Frank Martin. Como todos nosotros en la casa de Frank Martin, J. P. es ante todo y sobre todo un borracho. Pero también es deshollinador. Ha venido por primera vez y está asustado. Yo ya he estado otra vez. ¿Qué quiere decir eso? Pues que he vuelto. El verdadero nombre de J. P. es Joe Penny, pero me ha dicho que le llame J. P. Tiene unos treinta años. Más joven que yo. No mucho, sólo un poco. Me está contando cómo decidió dedicarse a ese tipo de trabajo, y siempre le gusta utilizar las manos al hablar. Pero le tiemblan. Quiero decir que sus manos no quieren estarse quietas.
—Nunca me había pasado esto —dice.
Se refiere al temblor. Le digo que lo comprendo. Que el temblor se le pasará. Y se quita. Pero lleva tiempo.
Hace sólo dos días que estamos aquí. Aún no estamos libres de dificultades. J. P. tiene temblores, y a mí de cuando en cuando un nervio —a lo mejor no es un nervio, pero es algo—- me empieza a dar tirones en el hombro. A veces se me pone en un lado del cuello. Cuando me pasa eso, se me seca la boca. Entonces me cuesta trabajo tragar. Sé que está a punto de ocurrir algo y pretendo evitarlo. Quiero ocultarme, eso es lo que me dan ganas de hacer. Me limito a cerrar los ojos y a esperar a que pase, a que le dé al que está a mi lado. J. P. puede esperar un minuto.
Vi un ataque epiléptico ayer por la mañana. Un tipo al que llaman Tiny. Un tío grande y gordo, electricista en Santa Rosa. Dicen que lleva aquí casi dos semanas y que ya había superado el período crítico. Iba a irse a casa en un par de días, a pasar el fin de año con su mujer mirando la televisión. Por Noche Vieja, Tiny pensaba beber chocolate y comer pastas. Ayer por la mañana parecía estar estupendamente cuando bajó a desayunar. Hacía un reclamo con la boca, enseñando cómo llamaba a los patos hasta que iban a posarse en su cabeza.
—Blam, blam —hacía Tiny, cazando un par de ellos.
Tiny llevaba el pelo húmedo, pegado a la cabeza. Acababa de salir de la ducha. Además, se había cortado en la barbilla al afeitarse. Pero, ¿y qué? En la casa de Frank Martin casi todo el mundo tenía cortes en la cara. Son cosas que pasan. Tiny se hizo sitio a la cabecera de la mesa y empezó a contar algo que le había ocurrido en una de sus trompas. En la mesa, todos se reían y meneaban la cabeza mientras devoraban los huevos. Tiny decía algo, sonreía y luego echaba una mirada por la mesa para ver si lo comprendían. Todos habíamos hecho cosas igual de estúpidas y desagradables, así que, claro, por eso nos reíamos. Tiny tenía en el plato huevos revueltos, unas galletas y miel. Yo estaba a la mesa, pero no tenía hambre. Tenía delante un poco de café. De repente, Tiny había desaparecido. Se había caído para atrás con la silla en medio de un gran estrépito. Estaba de espaldas en el suelo, con los ojos cerrados y los talones tamborileando en el linóleo. Los chicos llamaron a gritos a Frank Martin. Pero ya estaba allí. Dos compañeros se arrodillaron junto a Tiny. Uno de ellos le metió los dedos en la boca tratando de sujetarle la lengua.
—¡Todo el mundo atrás! —gritó Frank Martin.
Entonces me di cuenta de que todos nosotros estábamos inclinados sobre Tiny, nada más que mirándole, incapaces de apartar la vista de él.
—¡Que le dé el aire! —dijo Frank Martin.
Luego fue al despacho y llamó a una ambulancia.
Tiny ha vuelto hoy a bordo. Habla de recobrar las fuerzas. Esta mañana Frank Martin fue a buscarle al hospital con la camioneta. Tiny volvió demasiado tarde para los huevos, pero tomó un poco de café en el comedor y se sentó a la mesa. En la cocina le hicieron una tostada, pero Tiny no se la comió. Se quedó sentado con el café mirando a la taza. De vez en cuando la movía de atrás adelante, frente a sus ojos.
Me gustaría preguntarle si notó alguna señal antes de que le pasara eso. Me gustaría saber si el corazón dejó un momento de latirle o si se le aceleró. ¿Sintió punzadas en los párpados? Pero no voy a decirle nada. No tiene aspecto de querer hablar de ello, de todos modos. Pero lo que le ha pasado a Tiny es algo que nunca olvidaré. El bueno de Tiny tirado en el suelo, pataleando. Así que cada vez que el nervio me empieza a tirar en alguna parte, contengo el aliento y espero el momento de encontrarme de espaldas, mirando hacia lo alto, y con los dedos de alguien metidos en la boca.
Sentado en un sillón en el porche delantero, J. P. tiene las manos sobre el regazo. Yo fumo cigarrillos y utilizo un cubo viejo de carbón como cenicero. Escucho a J. P., que habla sin parar. Son las once de la mañana, hora y media todavía hasta la comida. Ninguno de los dos tenemos hambre. Sin embargo, estamos impacientes por entrar y sentarnos a la mesa. A lo mejor nos viene el apetito.
En cualquier caso, ¿de qué habla J. P.? Me está contando que cuando tenía doce años se cayó en un pozo cerca de la granja donde vivía. Por suerte para él, era un pozo seco.
—O por desgracia —dice, mirando alrededor y meneando la cabeza.
Me cuenta que, a última hora de la tarde, después de que le encontraran, su padre le sacó con una cuerda. J. P. se había meado en los pantalones, allá abajo. Había sufrido toda clase de terrores en el pozo, gritando socorro, esperando y volviendo a gritar. Se quedó ronco antes de que todo terminara. Me dijo que el estar en el fondo del pozo le causó una impresión imborrable. Se quedó sentado, mirando la boca del pozo. Arriba, veía un círculo de cielo azul. A veces pasaba una nube blanca. Una bandada de pájaros cruzó por encima, y a J. P. le pareció que el batir de sus alas levantaba una extraña conmoción. Oyó otras cosas. Pequeños murmullos en el pozo, por encima de él, que le hacían preguntarse si no le irían a caer cosas en el pelo. Pensaba en insectos. Oyó soplar el viento sobre la boca del pozo, y ese ruido también le causó impresión. En resumen, todo le resultaba diferente en aquel agujero. Pero no le cayó nada encima y nada taponó el pequeño círculo de azul. Luego su padre bajó con la cuerda y J. P. no tardó mucho en volver al mundo en que siempre había vivido.
—Sigue, J. P. ¿Y luego? —le dije.
A los dieciocho o diecinueve años, terminado el bachillerato y sin saber lo que quería hacer en la vida, fue una tarde al otro extremo de la ciudad a visitar a un amigo. Su amigo vivía en una casa con chimenea. J. P. y su amigo se sentaron a beber cerveza y a pegar la hebra. Escucharon discos. Entonces llamaron a la puerta. El amigo fue a abrir. Se encontró con una joven deshollinadora con sus trastos de limpiar. Llevaba un sombrero de copa, ante cuya vista J. P. se quedó patidifuso. Ella le dijo al amigo de J. P. que la habían llamado para limpiar la chimenea. El amigo la dejó pasar haciéndole reverencias. La joven no le prestó atención alguna. Extendió una manta en el hogar y preparó sus herramientas. Llevaba pantalones, camisa, zapatos y calcetines negros. Por supuesto, para entonces ya se había quitado el sombrero de copa. J. P. dice que casi se volvió majareta mirándola. Se puso al trabajo y limpió la chimenea mientras J. P. y su amigo escuchaban discos y bebían cerveza. Pero la miraban, y se fijaban en lo que hacía. De cuando en cuando, J. P. y su amigo se miraban y sonreían, o se guiñaban un ojo. Enarcaron las cejas cuando la parte superior de la muchacha desapareció en la chimenea.
—Además, estaba muy bien —dice J. P.
Cuando terminó el trabajo, la muchacha envolvió las herramientas en la manta. El amigo de J. P. le entregó un cheque que sus padres habían extendido para ella. Y luego le preguntó al amigo si quería besarla.
—Dicen que trae suerte —explicó ella.
Eso fue la puntilla para J. P. Su amigo puso los ojos en blanco. Hizo el payaso un poco más. Luego, quizá ruborizado, la besó en la mejilla. En ese momento, J. P. tomó una decisión. Dejó la cerveza. Se levantó del sofá. Se acercó a la muchacha, que se disponía a salir por la puerta.
—¿Yo también? —le dijo J. P.
Ella le miró de hito en hito. J. P. dice que sintió como si el corazón no le cupiese en el pecho. Resultó que la muchacha se llamaba Roxy.
—Claro —dijo Roxy—. ¿Por qué no? Tengo besos para dar y tomar.
Y le dio un besazo en los labios. Luego se volvió para salir.
Así, en un abrir y cerrar de ojos, J. P. la siguió al porche. Le sostuvo la mampara del porche. Bajó con ella los escalones hasta el camino de entrada, donde ella había aparcado la camioneta. Era algo que se le escapaba de las manos. Ninguna otra cosa contaba en el mundo. Sabía que había conocido a una persona ante la cual le temblaban las piernas. Aún sentía el beso quemándole los labios, etcétera. J. P. no sabía dónde estaba. Se encontraba lleno de sensaciones que le desorientaban.
Le abrió la puerta trasera de la camioneta. La ayudó a meter las herramientas.
—Gracias —le dijo ella.
Entonces él balbuceó que le gustaría volver a verla. ¿Le gustaría ir con él al cine alguna vez? También comprendió lo que quería hacer en la vida. Quería hacer lo mismo que ella. Quería ser deshollinador. Pero eso no se lo dijo entonces.
Dice J. P. que entonces ella se puso las manos en las caderas y le miró de arriba a abajo. Luego encontró una tarjeta profesional en el asiento delantero de la camioneta. Se la dio.
—Llama esta noche a este número, después de las diez —le dijo—. Podremos hablar. Ahora tengo que irme.
Se puso el sombrero de copa y luego se lo quitó. Volvió a mirar a J, P. Debió gustarle, porque esta vez sonrió. El le dijo que tenía un tiznón cerca de la boca. Entonces ella subió a la camioneta, tocó la bocina y se marchó.
—¿Y después? —le pregunto—. No te pares ahora, J. P.
Me interesaba. Pero le habría escuchado aunque me estuviese contando que un día le había dado por lanzar herraduras.
Anoche llovió. Las nubes se han amontonado sobre las colinas, al otro lado del valle. J. P. carraspea y mira las nubes y las montañas. Se pellizca la barbilla. Luego continúa con lo que estaba diciendo.
Roxy empezó a salir con él. Y poco a poco la convenció de que le permitiera trabajar con ella. Pero Roxy trabajaba con su padre y con su hermano, y sólo tenían el trabajo justo. No necesitaban a nadie más. Y además, ¿quién era ese tal J. P.? ¿J. P. qué? «Ten cuidado», le advirtieron.
De modo que ella y J. P. vieron algunas películas juntos. Fueron varias veces a bailar. Pero, sobre todo, el noviazgo giraba en torno a la idea de limpiar chimeneas juntos. Antes de darse cuenta, dice J. P., ya estaban hablando de formalizar sus relaciones. Y lo hicieron. Al cabo de poco, se casaron. El suegro asoció a J. P. al negocio. Al año más o menos, Roxy tuvo un niño. Ya no era deshollinadora. En todo caso, dejó de trabajar. Muy pronto tuvo otro niño. J. P. ya tenía veintitantos años por entonces. Estaba a punto de comprar una casa. Dice que estaba satisfecho de la vida.
—Estaba contento de cómo me iban las cosas —dice—. Tenía todo lo que deseaba. Tenía una mujer y niños a los que quería, y hacía lo que me gustaba.
Pero por alguna razón —¿quién sabe por qué hacemos lo que hacemos?— empezó a beber cada vez más. Durante mucho tiempo bebía cerveza, sólo cerveza. De cualquier marca, no le importaba. Dice que podía estar bebiendo cerveza las veinticuatro horas del día. Bebía cerveza por la noche, mientras veía la televisión. Claro que de cuando en cuando tomaba bebidas fuertes. Pero eso sólo cuando iban a la ciudad, lo que no era frecuente, o cuando tenían invitados. Entonces llegó el momento, no sabe cómo, en que pasó de la cerveza a la tónica con ginebra. Y seguía bebiendo después de cenar, sentado delante de la televisión. Siempre tenía una copa en la mano. Dice que le gustaba el sabor. Empezó a pasar por los bares después de trabajar, antes de volver a casa y seguir bebiendo. Algunas veces no se presentaba a cenar. O si aparecía, no comía nada. Se atiborraba de aperitivos en el bar. A veces entraba por la puerta y, sin razón aparente, tiraba la fiambrera por el cuarto de estar. Cuando Roxy le gritaba, daba media vuelta y volvía a salir. Luego empezó a beber a primera hora de la tarde, cuando tenía que estar trabajando. Me dice que empezaba el día con un par de copas. Antes de lavarse los dientes se atizaba un lingotazo. Luego tomaba café. Iba a trabajar con un termo de vodka en la bolsa de la tartera.
J. P. deja de hablar. Simplemente cierra la boca. ¿Qué pasa? Le escucho. Me ayuda a relajarme, en primer lugar. Y me aleja de mi propia situación. Al cabo de un momento, le digo: —¿Qué demonios pasa? Sigue, J. P. Se pellizca la barbilla. Pero en seguida continúa el relato. J. P. y Roxy ya  tenían verdaderas  trifulcas. Me refiero a peleas. J. P. dice que una vez ella le dio un puñetazo en la cara y le rompió la nariz.
—Mira esto —dice—. Ahí.
Me enseña una cicatriz por encima del puente de la nariz. —Esto es una nariz rota.
El le devolvió el cumplido dislocándole el hombro. Otra vez él le partió el labio. Se pegaban delante de los niños. La situación estaba fuera de control. Pero él siguió bebiendo. No podía parar. Y nada podía pararlo. Ni siquiera las amenazas del padre y del hermano de Roxy de darle una paliza de muerte. Dijeron a Roxy que debería coger a los chicos y largarse. Pero Roxy dijo que aquello era cosa suya. Estaba metida en ello y lo resol-
Ahora J. P. se calla otra vez. Se encoge de hombros y se hunde en el sillón. Mira pasar un coche por la carretera, entre el establecimiento y las colinas.
—Quiero oír el resto, J. P. —le digo—. Será mejor que sigas hablando.
—No sé —dice, encogiéndose de hombros.
—Está bien —digo.
Y me refiero a que está bien que lo cuente.
—Continúa, J. P.
Una de las soluciones de Roxy, dice J. P., fue buscarse un amigo. A J. P. le gustaría saber cómo encontró tiempo, con la casa y los niños.
Le miro, sorprendido. Es un hombre hecho y derecho.
—Si se quiere —le digo—, para eso siempre se saca tiempo. De donde sea.
—Supongo —contesta J. P., meneando la cabeza.
El caso es que lo descubrió —lo del amigo de Roxy—, y se puso furioso. Logró quitarle a Roxy la alianza del dedo y luego la rompió en varios trozos con unos alicates. Una buena diversión. Aprovecharon la ocasión para celebrar un par de asaltos. Cuando iba a trabajar, a la mañana siguiente, lo detuvieron por conducir borracho. Le retiraron el permiso de conducir. Ya no podía ir a trabajar con la furgoneta. Tanto mejor, dice. La semana anterior se había caído de un tejado y se había roto el dedo pulgar. Sólo era cuestión de tiempo hasta que se rompiera la crisma, dice.
Estaba en el establecimiento de Frank Martín para desintoxicarse y meditar sobre la manera de enderezar su vida. Pero no había venido contra su voluntad, ni yo tampoco. No estábamos encerrados. Podíamos marcharnos cuando quisiéramos. Pero se recomendaba una estancia mínima de una semana y, tal como decían, «se aconsejaban vivamente» dos semanas o un mes.
Como he dicho, es la segunda vez que estoy en la casa de Frank Martin. Cuando intenté firmar un talón para pagarle una semana de estancia por adelantado, Frank Martin me dijo:
—Las fiestas siempre son peligrosas. Quizá deberías pensar en quedarte un poco más esta vez. Piensa en un par de semanas. ¿Podrías quedarte dos semanas? De todos modos, piénsalo. No tienes que decidirte ahora mismo.
Apoyó el pulgar en el cheque y firmé. Luego acompañé a mi amiga a la puerta y me despedí.
—Adiós —dijo ella.
Dio un bandazo en el quicio de la puerta y salió al porche haciendo eses.
La tarde está avanzada. Llueve. Voy de la puerta a la ventana. Aparto la cortina y la veo alejarse. Va en mi coche. Está borracha. Pero yo también lo estoy, y no puedo evitarlo. Logro acercarme a una butaca grande que está cerca del radiador y me siento. Algunos apartan la vista del televisor. Luego siguen con lo que estaban viendo. Me quedo sentado. De vez en cuando levanto la cabeza para ver lo que pasa en la pantalla.
Ese mismo día, más tarde, se abrió la puerta de golpe y apareció J. P. entre dos robustos individuos: su cuñado y su suegro, según me enteré después. Atravesaron la habitación con J. P. El más viejo firmó el registro y le dio un talón a Frank Martin. Luego entre los dos ayudaron a J. P. a subir las escaleras. Supongo que lo metieron en la cama. Muy pronto el viejo y el otro bajaron y se encaminaron a la puerta. Parecía que no veían el momento de largarse de aquí. Era como si no pudieran esperar a lavarse las manos respecto a todo ese asunto. No se lo reproché. No, demonios. No sé cómo me habría comportado en su lugar.
Un día y medio después, J. P. y yo nos encontramos en el porche. Nos dimos la mano y hablamos del tiempo. J. P. tenía temblores. Nos sentamos y pusimos los pies sobre la barandilla. Nos retrepamos en las butacas como si sólo estuviéramos allí para descansar, como si nos dispusiéramos a charlar para matar el tiempo. Entonces fue cuando J. P. empezó su historia.
Hace frío fuera, pero no mucho. El cielo está un poco cubierto. Frank Martin sale a terminar el puro. Lleva un jersey abotonado hasta el cuello. Es bajo y corpulento. Tiene el pelo gris rizado y la cabeza pequeña. Demasiado pequeña para el resto de su cuerpo. Se lleva el puro a los labios y se queda de pie con los brazos cruzados. Mueve el puro en la boca y mira al otro lado del valle. Parece un boxeador, alguien que está al cabo de la calle.
J. P. vuelve a guardar silencio. Es decir, apenas respira. Tiro el cigarrillo al cubo de carbón y miro con fijeza a J. P., que se hunde más en la butaca. Se sube el cuello. ¿Qué demonios pasa?, me pregunto. Frank Martin descruza los brazos y da una calada al puro. Deja que el humo se le escape de la boca. Luego alza la barbilla hacia las colinas y dice:
—Jack London tenía un caserón al otro lado del valle. Justo detrás de la colina verde que veis allí. Pero el alcohol lo mató. Que eso os sirva de lección. Valía más que cualquiera de nosotros. Pero él tampoco podía dominar la bebida.
Frank Martin mira lo que le queda del puro. Se ha apagado. Lo tira al cubo.
—Si queréis leer algo mientras estáis aquí, leed ese libro suyo, La llamada de la selva. ¿Sabéis a qué me refiero? Lo tenemos ahí dentro, si es que queréis leer algo. Trata de ese animal que es mitad perro y mitad lobo. Fin del sermón —dijo, subiéndose los pantalones y bajándose el jersey—. Voy adentro. Os veré a la hora de comer.
—Me siento como un insecto cuando me compara con él —dice J. P. meneando la cabeza, y luego añade—: Jack London. ¡Vaya nombre! Ojalá tuviera yo un nombre así. En vez del que tengo.
La primera vez que vine aquí me trajo mi mujer. Eso era cuando aún estábamos juntos, tratando de arreglar las cosas. Me trajo y se quedó un par de horas, hablando en privado con Frank Martin. Luego se marchó. A la mañana siguiente, Frank Martin me llevó aparte y me dijo:
—Podemos ayudarte. Si quieres y haces lo que te digamos. Pero yo no estaba seguro de si podían o no ayudarme. En parte quería ayuda. Pero también había otra parte.
Esta vez ha sido mi amiga quien me ha traído. Condujo mi coche. A través de una tormenta. Bebimos champán todo el tiempo. Los dos estábamos borrachos cuando paró en el camino de entrada. Quería dejarme, dar la vuelta y volver a casa. Tenía cosas que hacer. Una de ellas era ir a trabajar al día siguiente. Era secretaria. Tenía un buen puesto en una fábrica de componentes electrónicos. También tenía un hijo, un adolescente presuntuoso. Yo quería que tomara una habitación en la ciudad para pasar la noche y que luego volviese a casa. No sé si cogió la habitación o no. No he vuelto a saber de ella desde que me condujo por los escalones hasta el despacho de Frank Martin y dijo: «Adivine quién está aquí».
Pero yo no estaba enfadado con ella. En primer lugar, ella no tenía ni idea de dónde se metía cuando me invitó a quedarme a vivir con ella después de que mi mujer me echara de casa. Tuve lástima de ella. La razón por la que me daba pena era que la víspera de Navidad había recibido el resultado del frotis vaginal, y las noticias no eran agradables. Tenía que volver a ver al médico, y muy pronto. Esa novedad nos dio a los dos motivo suficiente para empezar a beber. Así que lo que hicimos fue emborracharnos a fondo. Y el día de Navidad seguíamos borrachos. Tuvimos que salir a comer a un restaurante, porque ella no se sentía con ánimos de guisar. Nosotros dos y su presuntuoso hijo abrimos los regalos y luego fuimos a una barbacoa cerca de su casa. Yo no tenía hambre. Tomé sopa y un panecillo caliente. Me bebí una botella de vino con la sopa. Ella también bebió un poco. Luego empezamos con bloody-marys. Durante los dos días siguientes no comí nada salvo frutos secos salados. Pero bebí mucho bourbon. Entonces le dije:
—Cariño, creo que será mejor que haga la maleta. Más me valdría volver a la casa de Frank Martin.
Trató de explicarle a su hijo que estaría fuera un tiempo y que tendría que hacerse él la comida. Pero justo cuando salíamos por la puerta, el descarado niño nos gritó:
—¡Idos a la mierda! Espero que no volváis nunca. ¡Ojalá os matéis!
¡Figúrense qué niño!
Antes de salir de la ciudad, la hice parar en la tienda de bebidas, donde compré el champán. Nos detuvimos en otro sitio para comprar vasos de plástico. Luego nos llevamos un paquete de pollo frito. Nos pusimos en camino bajo la lluvia, bebiendo y oyendo música. Conducía ella. Yo atendía la radio y escanciaba. Intentamos convertirlo en una pequeña fiesta. Pero estábamos tristes. Teníamos el pollo frito, pero no comimos nada.
Supongo que llegaría bien a casa. Creo que, en caso contrario, me habría enterado de algo. Pero no me ha llamado, y yo tampoco a ella. Quizá haya tenido noticias de su enfermedad. O no le han dicho nada. O tal vez haya sido un error. A lo mejor era el frotis de otra. Pero tiene mi coche, y yo tengo cosas en su casa. Sé que volveremos a vernos.
Aquí tocan una vieja campana de granja para llamar a comer. J. P. y yo nos levantamos de las butacas y pasamos adentro. De todos modos, empieza a hacer frío en el porche. Al hablar veíamos cómo nos salía vaho de la boca.
Por la mañana de Año Nuevo intento llamar a mi mujer. No contestan. No importa. Pero aunque importara, ¿qué podría hacer? La última vez que hablamos por teléfono, hace un par de semanas, terminamos a gritos. La puse verde.
—¡Retrasado mental! —me dijo ella, colgando el teléfono.
Pero ahora quería hablar con ella. Hay que hacer algo con mis cosas. También tengo cosas en su casa.
Uno de los que hay aquí viaja. Va a Europa y todo eso. Eso es lo que cuenta, en todo caso. Por negocios, dice. También afirma que domina la bebida, y no tiene ni idea de por qué está aquí, en el establecimiento de Frank Martin. Pero no recuerda cómo llegó. Se ríe de eso, de no acordarse. «Todo el mundo puede tener una pérdida momentánea de memoria», dice. «Eso no prueba nada.» No es un borracho; nos lo cuenta y le escuchamos. «Es una acusación grave», dice. «Esa manera de hablar puede arruinar la vida de un hombre honrado.» Asegura que si se limitara a beber whisky con agua, sin hielo, nunca tendría esas pérdidas de memoria. Es el hielo que te ponen en la copa. «¿A quién conoces en Egipto?», me pregunta. «Me vendrían bien unas recomendaciones para ese sitio.»
Para la cena de Noche Vieja, Frank Martin nos sirve filete con patatas asadas. Estoy recuperando el apetito. Rebaño el plato y hasta repetiría. Miro al plato de Tiny. Apenas lo ha tocado. Tiene el filete entero. Tiny no es el mismo de antes. El pobrecillo contaba con estar en su casa esta noche. Pensaba estar en bata y zapatillas delante de la televisión, cogido de la mano con su mujer. Ahora tiene miedo de marcharse. Lo entiendo. Un ataque epiléptico significa que te puede dar otro. Desde que le pasó eso, Tiny no ha contado más historias gilipollescas. Se queda callado y se muestra reservado. Le pregunto si me puedo comer su filete y me acerca su plato.
Algunos todavía seguimos levantados, sentados alrededor de la televisión, viendo Times Square, cuando entra Frank Martin para enseñarnos la tarta. Pasa por delante de cada uno y hace que la veamos todos. Yo sé que no la ha hecho él. Es de pastelería. Pero sigue siendo una tarta. Encima hay algo escrito en letras rosas que dice: FELIZ AÑO NUEVO — DÍA A DÍA.
—Yo no quiero nada de esa tarta estúpida —dice el que va a Europa y todo eso; y añade, riendo—: ¿Dónde está el champán?
Vamos todos al comedor. Frank Martin corta la tarta. Me siento al lado de J. P., que se me come dos trozos con una coca.
Yo me como uno y envuelvo otro en una servilleta de papel, para más tarde.
J. P. enciende un cigarrillo —ya no le tiemblan las manos— y me cuenta que su mujer va a venir por la mañana, el primer día del año.
—Estupendo —le digo, asintiendo con la cabeza y chupándome el merengue de los dedos—. Buenas noticias, J. P.
—Te presentaré.
—Con mucho gusto —me contesto.
Nos decimos buenas noches. Nos decimos «feliz Año Nuevo». Me limpio los dedos con una servilleta. Nos estrechamos la mano.
Voy al teléfono, echo una moneda y llamo a mi mujer a cobro revertido. Pero esta vez tampoco contesta nadie. Pienso en llamar a mi amiga, y ya he marcado su número cuando me doy cuenta de que en realidad no tengo ganas de hablar con ella. Probablemente estará en casa viendo el mismo programa de televisión que yo acabo de ver. De todos modos, no quiero hablar con ella. Espero que esté bien. Pero si le pasa algo malo no quiero saberlo.
Después de desayunar, J. P. y yo tomamos café afuera, en el porche. El cielo está despejado, pero hace suficiente frío como para llevar jersey y chaqueta.
—Me ha preguntado si debía traer a los niños —dice J. P.—. Le he dicho que los deje en casa. ¿Te imaginas? ¡Por Dios! No quiero que mis hijos aparezcan por aquí.
Utilizamos el cubo de carbón como cenicero. Miramos al otro lado del valle, donde vivió Jack London. Estamos bebiendo otro café cuando un coche se desvía de la carretera hacia el camino de entrada.
—¡Es ella! —exclama J. P.
Deja la taza junto a la butaca. Se levanta y baja los escalones.
Veo cómo la mujer para el coche y echa el freno de mano. Veo a J. P. abrir la portezuela. La veo bajar y veo cómo se abrazan. Aparto la vista. Luego vuelvo a mirar. J. P. la coge del brazo y suben los escalones. Esa mujer le rompió un día la nariz a su marido. Tiene dos hijos y muchos problemas, pero quiere al hombre que la lleva del brazo. Me levanto de la butaca.
—Este es mi amigo —dice J. P. a su mujer—. Mira, ésta es Roxy.
Roxy me da la mano. Es una mujer alta y guapa, con un gorro de lana. Lleva abrigo, jersey grueso y pantalones. Recuerdo lo que me ha contado J. P. acerca del amigo y de los alicates.
No veo el anillo de boda. Estará hecho pedazos en alguna parte, supongo. Tiene las manos anchas y los nudillos abultados. Es una mujer que puede dar un buen puñetazo, si se lo propone.
—He oído hablar de ti —le digo—. J. P. me ha contado cómo os conocisteis. Algo relacionado con una chimenea, según él.
—Sí, con una chimenea. Probablemente hay muchas más cosas que no te ha contado. Seguro que no te lo ha dicho todo —me contesta, riendo.
Luego —ya no puede esperar más— rodea con el brazo a J. P. y le da un beso en la mejilla.
—Encantada de conocerte —dice—. Oye, ¿no te ha dicho que es el mejor deshollinador del oficio?
—Venga, Roxy —dice J. P., con la mano en el pomo de la puerta.
—Me ha dicho que todo lo que sabe lo aprendió de ti —le digo a ella.
—Pues eso sí que es cierto —contesta ella.
Vuelve a reír. Pero es como si pensara en otra cosa. J. P. gira el pomo de la puerta. Roxy pone su mano sobre la de él.
—¿Por qué no vamos a comer a la ciudad, Joe? ¿No te puedo llevar a alguna parte?
—Todavía no ha pasado una semana —dice J. P., carraspeando.
Retira la mano de la puerta y se lleva los dedos a la barbilla.
—Me parece que les gustaría que no saliera durante unos días más. Podemos tomar un café aquí.
—Muy bien —dice Roxy, mirándome otra vez—. Me alegro de que Joe tenga un amigo. Encantada de conocerte.
Se disponen a entrar. Sé que es una estupidez, pero lo hago de todos modos.
—Roxy.
Se paran en el umbral y me miran.
—Necesito suerte. Sin bromas. Me vendría bien un beso.
J. P. agacha la cabeza. Todavía tiene la mano en el pomo, aunque la puerta está abierta. Lo mueve de un lado para otro. Pero yo sigo mirándola. Roxy sonríe.
—Ya no soy deshollinadora. Desde hace años. ¿No te lo ha dicho Joe? Pero claro que te doy un beso, no faltaba más.
Se acerca a mí. Me toma por los hombros —soy alto— y me planta un besazo en los labios.
—¿Qué tal? —me pregunta.
—Estupendo —digo.
—No cuesta nada.
Aún me tiene por los hombros. Me mira directamente a los ojos.
—Buena suerte —dice, soltándome.
—Hasta luego, muchacho —dice J. P.
Abre la puerta de par en par y entran.
Me siento en los escalones y enciendo un cigarrillo. Pongo atención a lo que hago con la mano y luego apago la cerilla. Me han dado los temblores. Esta mañana me he levantado así. Tenía ganas de beber algo. Es deprimente, pero no le he dicho nada a J. P. Intento pensar en otra cosa.
Pienso en los deshollinadores —en todo lo que me ha contado J. P.— cuando me viene a la memoria, no por qué, una casa en que mi mujer y yo vivimos hace tiempo. Aquella casa no tenía chimenea, así que no sé por qué me acuerdo de ella ahora. Pero la recuerdo. No habíamos estado allí más de unas semanas cuando una mañana oí un ruido afuera. Era domingo y la habitación aún-estaba a oscuras. Pero por la ventana entraba un poco de luz. Escuché. Oí un ruido como si rascaran en la pared. Salté de la cama y fui a mirar.
—¡Dios mío! —dijo mi mujer, incorporándose y retirándose el pelo de la cara.
Luego se echó a reír.
—Es Mister Venturini —explicó—. He olvidado decírtelo. Dijo que vendría hoy a pintar la casa. Temprano. Antes de que hiciera calor. Se me había olvidado. —Rió de nueves—. Vuelve a la cama, cielo. Sólo es él.
—Un momento —dije.
Corrí las cortinas. Afuera, un anciano vestido con un mono estaba de pie junto a una escalera. El sol empezaba a salir detrás de las montañas. El viejo y yo nos miramos. Era el propietario, desde luego, aquel viejo del mono. Pero el mono le quedaba muy grande. Y además necesitaba un afeitado. Llevaba una gorra de béisbol para taparse la calva. Que me aspen, pensé, si no es raro ese viejo. Y me sentí inundado de felicidad por no ser él, por ser yo mismo y estar en aquella habitación con mi mujer.
Señaló al sol con el pulgar. Fingió limpiarse la frente. Me hizo saber que no disponía de mucho tiempo. El viejo estúpido me dedicó una sonrisa. Entonces me di cuenta de que estaba desnudo. Me miré. Le volví a mirar y me encogí de hombros. ¿Qué esperaba?
Mi mujer se rió.
—Venga —dijo—. Vuelve a la cama. Ahora mismo. Vamos. Vuelve a acostarte.
Corrí otra vez las cortinas. Pero seguí de pie junto a la ventana. Vi al viejo asentir para sí, como si dijera: «Vamos, hijo, vuelve a la cama. Lo entiendo.» Se tiró de la visera. Luego se dedicó a su tarea. Cogió el cubo. Empezó a subir la escalera.
Me recuesto en el escalón superior y cruzo las piernas. Esta tarde quizá intente llamar de nuevo a mi mujer. Y luego llamaré a ver qué pasa con mi amiga. Pero no quiero que se ponga al teléfono su descarado hijo. Si llamo, espero que esté en otra parte, haciendo lo que haga cuando no está en casa. Trato de recordar si he leído algún libro de Jack London. No me acuerdo. Pero en el bachillerato leí un cuento suyo. «Hacer fuego», se llamaba. Un individuo está a punto de quedarse congelado en el Yukon. Imagínenselo, va a morir congelado si no logra hacer fuego. Con una fogata podrá secarse los calcetines y las otras cosas y calentarse.
Enciende el fuego, pero algo pasa entonces. De la rama de un árbol se desprende un montón de nieve y cae encima. Se apaga. Mientras, hace cada vez más frío. Se acerca la noche.
Saco unas monedas del bolsillo. Primero trato de hablar con mi mujer. Si contesta, la felicitaré por el Año Nuevo. Eso es todo. No sacaré a relucir las cosas! No levantaré la voz. Ni siquiera cuando ella empiece. Me preguntará desde dónde llamo y tendré que decírselo. No le diré nada de los buenos propósitos de principios de año. No hay modo de gastar bromas con eso- Después de hablar con ella, llamaré a mi amiga. A lo mejor la llamo primero a ella. Sólo espero que el niño no coja el teléfono. «Hola, cariño», le diré cuando conteste. «Soy yo.»

Biografía de Tadeo Isidoro Cruz



Jorge Luis Borges

Biografía de Tadeo Isidoro Cruz

I'm looking for the face I had
Before the world was made.
Yeats: The winding stair.

El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur para incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso grito despertó a la mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó, pues al otro día, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la caballería de Suárez y la persecución duró nueve leguas, hasta los pajonales ya lóbregos, y el hombre pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las guerras del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el nombre de Tadeo Isidoro.

Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (1 Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el cinto: Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones, borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso, junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal: noches después, el grito de un chajá le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata: poro que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda; malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función penal; Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una herida de lanza.

En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo. En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:

En los últimos días del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un malevo, que debía dos muertes a la justicia. Era éste un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado en una borrachera, había asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que procedía de la Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse congregado los montoneros para la desventura que dio sus carne a los pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado el nombre del lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció... El criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo lo acorralaron la noche del doce de julio. Se había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y ¡os suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto al desertor Martín Fierro.