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jueves, 10 de octubre de 2013

Sherwood Anderson

La otra mujer





Estoy enamorado de mi esposa, dijo. Una observación innecesaria, ya que yo no había puesto en duda los sentimientos que lo unían a la mujer con la que se había casado. Caminamos unos diez minutos y luego lo dijo otra vez. Me volví hacia él y lo miré. Empezó a hablar y me contó la historia que ahora me dispongo a relatar.
Los acontecimientos que le daban vueltas en la cabeza tuvieron lugar durante la que fue, en su opinión, la semana más memorable de su vida. Debía casarse la tarde del viernes. El viernes de la semana anterior recibió un telegrama que anunciaba su nombramiento en un cargo público. Además, otro suceso lo colmó de orgullo y alegría: tenía el hábito secreto de escribir versos, y en el curso del año anterior algunas de sus piezas habían sido publicadas en revistas de poesía. Una de las sociedades que otorga premios a los -según su juicio- mejores poemas publicados en el transcurso del año, colocó su nombre a la cabeza de su lista. La historia de su triunfo se publicó en los diarios de su ciudad natal y uno de ellos hasta mostró su fotografía.
Como era de esperarse, durante esa semana un entusiasmo extremadamente nervioso y frenético se apoderó de él. Casi cada noche visitaba a su novia, la hija de un juez. Cuando llegaba allí la casa estaba llena de gente, y llegaban sin cesar cartas, telegramas y paquetes. Se quedaba parado en un rincón y una y otra vez venían hombres y mujeres para entablar conversación con él. Lo felicitaban por haber conseguido el cargo gubernamental y por sus logros como poeta. Le parecía que todos lo elogiaban, y cuando iba a casa no podía dormir. La noche del miércoles asistió al teatro y tuvo la impresión de que toda la gente presente en la sala lo reconocía. Todos inclinaban la cabeza y sonreían. Después del primer acto cinco o seis hombres y dos mujeres abandonaron sus butacas para acompañarlo. Se formó un pequeño grupo. Los forasteros sentados en la misma fila de butacas estiraban el cuello y miraban. Nunca antes había recibido tanta atención, y entonces una ansiedad febril se posesionó de él.
Como me lo explicó cuando me contaba su experiencia, fueron unos días totalmente fuera de lo ordinario. Sentía que flotaba en el aire. Cuando se metió a la cama después de ver a tanta gente y escuchar tantas voces elogiosas, la cabeza le dio vueltas y más vueltas. Al cerrar los ojos una multitud invadió su habitación. Le parecía que todos los ojos de la ciudad convergían sobre él. Lo perturbaron las fantasías más absurdas. Se imaginó paseando en un carruaje por las calles de la ciudad. Las ventanas estaban abiertas de par en par y la gente salía corriendo a la puerta de sus casas. “Allí está. Es él”, gritaban, y de entre los gritos se elevaba un clamor de alegría. El carruaje entró por una calle desbordante de gente. La mirada de dos mil pares de ojos se clavaron en él: “¡Allí está! ¡En que gran tipo te has convertido!” parecían exclamar.
Mi amigo no podía discernir si el fervor de la gente se debía al hecho de que había escrito un nuevo poema o si, en su nuevo cargo público, había ejecutado alguna acción notable. En aquella época vivía en un departamento al final de una calle que trepaba la cima de un acantilado, lejos de la ciudad, y desde la ventana de su habitación podía contemplar los arboles y los techos de la fábrica junto al rio. Como no podía dormir y las imágenes que lo inundaban sin cesar solo conseguían perturbarlo más, salió de la cama y trató de pensar.
Como sería natural en tales circunstancias, trató de dominar sus pensamientos, pero mientras estaba sentado y completamente despierto al lado de la ventana, sucedió algo inesperado y humillante. Era una noche de luna, clara y despejada. Quería pensar en la mujer que sería su esposa, idear versos para nobles poemas o elaborar planes para su profesión. Con gran sorpresa su mente se negó a hacerlo.
En una esquina de la calle donde vivía había una pequeña tabaquería y un puesto de periódicos manejado por un hombre gordo de unos cuarenta años y su esposa, una mujer pequeña y activa de brillantes ojos grises. En las mañanas compraba allí el diario antes de bajar a la ciudad. A veces solo veía al hombre gordo, pero a menudo el hombre desaparecía y la mujer lo esperaba. Ella era, como me aseguró al menos veinte veces al contarme su historia, una persona ordinaria sin nada especial o particularmente notable, pero por alguna razón, no podía explicar porqué su presencia lo conmovía tan profundamente. Durante esa semana, en medio de la agitación, ella era la única persona que podía distinguir nítidamente en su memoria. Cuando deseaba ardientemente tener nobles pensamientos, solo podía pensar en ella. Antes de que supiera lo que estaba pasando, su mente se había afirmado en la idea de tener una aventura con la mujer.
No logro entender, aseguraba al relatarme la historia. De noche, con la ciudad en silencio y mientras yo debía dormir, pensaba en ella todo el tiempo. Después de dos o tres días de andar así, su imagen se apoderó de mis pensamientos diurnos. Estaba terriblemente confundido. Cuando fui a ver a la mujer que ahora es mi esposa, descubrí que mi amor por ella no se veía afectado de ninguna manera por mis vagos pensamientos. No había más que una mujer en el mundo con la que anhelaba vivir y tener como compañera en la misión de perfeccionar mi propio carácter y mi posición en el mundo, pero en ese momento, como ves, quería tener a esa otra mujer en mis brazos. Ella se había abierto camino en mi interior. Por todos lados la gente decía que yo era un gran hombre y haría grandes cosas. Y allí estaba yo. Aquella noche cuando fui al teatro regresé caminando a casa porque sabía que sería incapaz de dormir, y para satisfacer el impulso que me perturbaba, me detuve en la acera frente a la tabaquería. Era un edificio de dos pisos y sabía que la mujer vivía arriba con su esposo. Esperé en la oscuridad, durante un largo rato, con el cuerpo apretado contra el muro del edificio, y entonces pensé en la pareja allá arriba, sin duda juntos en la cama. Eso me enfureció.
Luego me llené de furia contra mí mismo. Fui a casa y me metí a la cama agitado por la ira. Tengo ciertos libros en verso y algunos en prosa que siempre me han conmovido profundamente, y por eso colocaba varios volúmenes en la mesita de noche. Las voces en los libros eran como las voces de los muertos. No las escuchaba, las palabras impresas en las líneas no penetraban en mi conciencia. Traté de pensar en la mujer que amaba, pero se había convertido en una figura muy lejana, con la que yo no tenía nada que ver en ese momento. Me tumbé en la cama y di vueltas una y otra vez. Fue una experiencia miserable.
La mañana del jueves entré en la tienda. Allí estaba la mujer, sola. Creí que ella sabía cómo me sentía. Quizás ella había pensado en mí como yo había pensado en ella. Una sonrisa vacilante y dudosa jugueteaba en la comisura de sus labios. Llevaba un vestido de tela corriente y tenía una rasgadura en el hombro. Tendría unos diez años más que yo. Cuando intenté dejar los centavos en el mostrador de vidrio detrás del cual estaba ella, mi mano tembló tanto que las monedas hicieron un sonido agudo y desconcertante. Al abrir la boca, la voz que salió de mi garganta sonó extraña, ajena a mí. Apenas dejé escapar un torpe susurro. “Te deseo”, dije. “Te deseo mucho. ¿Escaparías de tu marido? Ven a mi departamento esta noche a las siete.”
La mujer llegó puntual al departamento. Esa mañana ella no dijo una palabra. Por un minuto o más nos miramos fijamente. Olvidé todo lo que me rodeaba, excepto a ella. Entonces inclinó la cabeza y me marché. Ahora que pienso en ello no puedo recordar que haya dicho una palabra. Ella vino a mi departamento a las siete y estaba oscuro. Debes saber que esto fue en el mes de octubre. No encendí ni una luz y había enviado fuera a mi criado.
Durante ese día no actué con normalidad. Varios hombres vinieron a verme a la oficina, pero los confundía al tratar de iniciar una conversación. Ellos atribuyeron mi atolondramiento a mi próximo matrimonio y se fueron entre risas.
Fue aquella mañana, justamente el día anterior a mi boda, que recibí una carta larga y muy bella de mi prometida. La noche anterior ella tampoco había sido capaz de dormir y había dejado la cama para escribir la carta. Todo lo que decía era muy agudo y auténtico, pero ella misma, como ser viviente, parecía perderse a lo lejos. Tenía la impresión de que ella se alejaba volando como un pájaro hacia cielos distantes, y yo, perdido en un camino polvoriento delante de una granja, era un chico perplejo y descalzo que la veía alejarse. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
Volvamos a la carta. En ella, mi prometida, la mujer que despertaba a la vida, abrió su corazón. Desde luego ella no sabía nada de la vida, pero era una mujer. Estaba recostada en su cama, supongo, presa de nervios y gran emoción, como yo lo había estado. Se dio cuenta de que un gran cambio estaba a punto de llegar a su vida, y estaba alegre y también temerosa. Allí estaba, pensando en todo, luego salió de la cama y empezó a hablarme en el papel. Me contó lo temerosa y alegre que estaba. Como la mayoría de mujeres jóvenes ella había oído susurrar a las cosas. En la carta era muy dulce y sutil. “Durante mucho tiempo, después que nos hayamos casado, olvidaremos que somos un hombre y una mujer –escribió. Seremos seres humanos. Debes recordar que soy ignorante y muchas veces seré estúpida. Debes amarme y ser muy paciente y amable. Cuando sepa más, cuando después de mucho tiempo tú me hayas enseñado el camino de la vida, tratarte de retribuirte. Te amaré tierna y apasionadamente. Esa posibilidad está en mí, de lo contrario no querría casarme. Tengo miedo pero también estoy feliz. Oh, estoy tan contenta de que la hora de nuestro matrimonio esté tan cerca.”
Ahora puedes ver claramente en que lío me había metido. En mi oficina, después de haber leído la carta de mi prometida, inmediatamente me volví decidido y fuerte. Recuerdo que me levanté de mi silla y di un paseo, orgulloso del hecho de que iba a ser esposo de una mujer tan noble. De inmediato sentí por ella lo que había sentido por mi mismo antes que descubriera que yo era un ser débil. Sin lugar para la duda, tomé la firme decisión de no ser débil. A las nueve de la noche había planeado ir corriendo a ver a mi prometida. “Ahora estoy bien”, me dije “La belleza de su carta me ha salvado de mí mismo. Iré ahora a su casa y le diré a la otra mujer que se marche”. En la mañana había llamado por teléfono a mi criado y le había dicho que no quería que estuviera en el departamento esa noche y ahora cogía el aparato para decirle que se quedara en casa.
Entonces un pensamiento me asaltó. “No quiero que esté allí en ningún caso”, me dije, “¿Qué pensará cuando vea a una mujer llegar a mi departamento una noche antes del día en que habré de casarme?” Colgué el teléfono y me dispuse a ir a casa. “Si quiero que mi criado salga de mi departamento es porque no quiero que me escuche hablando con la mujer. No puedo ser grosero con ella. Tendré que inventar algún tipo de explicación” me dije.
La mujer llegó a la siete, y como puede que hayas pensado, la dejé entrar y olvidé la determinación que había tomado. Es probable que nunca hubiera tenido intención alguna de hacer otra cosa. Había un timbre en mi puerta, pero ella no lo tocó, simplemente llamó muy despacio. Tengo la impresión de que esa noche ella hizo todo de manera muy tierna y silenciosa, pero decidida y rápida. ¿Me dejo entender? Cuando ella llegó yo estaba parado justo detrás de la puerta, donde había estado esperando durante media hora. Mis manos temblaban como temblaron la mañana en que sus ojos me vieron y cuando intenté colocar las monedas en el mostrador. Cuando abrí la puerta ella entró rápidamente y la abracé. Permanecimos quietos en la oscuridad. Mis manos dejaron de temblar. Me sentía muy feliz y fuerte.
Aunque he intentado dejar todo claro, no te he dicho como es la mujer con la que me casé. He puesto énfasis, ya ves, en la otra mujer. Declaré ciegamente que amaba a mi esposa, y para un hombre de tu agudeza eso no significa nada en absoluto. Para ser sinceros, si no hubiera empezado a hablar de este asunto, me sentiría más cómodo. Es inevitable que tengas la impresión de que yo estoy enamorado de la esposa del tabaquero. Eso no es cierto. Por supuesto, pensé mucho en ella durante toda la semana anterior a mi matrimonio, pero después de que llegara a mi departamento salió completamente de mi cabeza.
¿Te estoy diciendo la verdad? Me estoy esforzando en contarte lo que me pasó. Te digo que desde esa noche no he pensado en la mujer que vino a mi departamento. Ahora, para decir la verdad de las cosas, eso no es cierto. Aquella noche fui a ver a mi prometida a las nueve, como ella me había pedido que lo haga en su carta. De una manera que no puedo explicar, la otra mujer me acompañó. Esto es lo que quiero decir –ya ves que había estado pensando que si algo pasaba entre la esposa del tabaquero y yo, no sería capaz de seguir adelante con mi matrimonio. “Es una cosa o la otra”, me había dicho.
En realidad, aquella noche fui a ver a mi amada lleno de una nueva fe en las consecuencias de nuestra vida juntos. Temo que enredé este asunto al tratar de contártelo. Hace un momento dije que la otra mujer, la esposa del tabaquero, fue conmigo. De hecho, no quiero decir que fue. Lo que trato de decir es que algo de su fe en sus propios deseos y su valentía al comprender las cosas me acompañó. ¿Te queda claro? Cuando llegué a la casa de mi prometida había una multitud de gente por todos lados. Algunos eran parientes que no había visto antes, llegados de lugares remotos. Ella alzó rápidamente la vista cuando entré a la habitación. Mi rostro debe haber sido radiante. Nunca la vi tan emocionada. Ella pensó que su carta me había conmovido profundamente, y por supuesto lo había hecho. Se levantó de un salto y corrió a mi encuentro. Parecía una niña contenta. Delante de las personas que volteaban y nos miraban inquisitivamente, dijo lo que pasaba por su mente. “Oh, estoy tan feliz”, gritó. “Has entendido. Seremos dos seres humanos. No tendremos que ser marido y mujer”.
Como puedes suponer, todos rieron, pero yo no. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Estaba tan feliz que quería gritar. Quizás entiendas lo que quiero decir. En la oficina, el día en que leí la carta que mi prometida había escrito, me dije a mí mismo “Cuidare de ti, mi querida mujercita”. Había algo de presunción en eso, ya ves. En su casa, cuando gritó de esa manera, y todos rieron, lo que me dije a mí mismo fue algo así: “Nos cuidaremos mutuamente”. Susurré algo parecido en sus oídos. A decir verdad, se me habían bajado los humos. El espíritu de la otra mujer me hizo esto. Delante de toda la gente reunida, abracé a mi prometida y nos besamos. Ellos consideraron muy dulce que nosotros estuviéramos tan conmovidos ante la visión del otro. ¡Lo que habrían pensado si hubieran sabido la verdad que solo Dios sabe!
Te dije dos veces que después de esa noche nunca más pensé en la otra mujer. En parte eso es verdad. A veces, en las noches, cuando camino solo por la calle o el parque como caminamos ahora, y cuando la noche llega suave y rápidamente como ha llegado en este momento, la siento entrar abruptamente en mi cuerpo y mi mente. Después de ese único encuentro nunca la volví a ver. Muchas veces, sin embargo, mientras camino como lo hago ahora, un sentimiento mundano, vivo y punzante se apodera de mí. Es como si yo fuera una semilla en la tierra y las cálidas lluvias de primavera hubieran llegado. Es como si no fuera un hombre sino un árbol.
Y ahora ves que estoy casado y todo está bien. Creo que mi matrimonio es una realidad muy bella. Si dijeras que mi matrimonio no es feliz podría llamarte mentiroso y estaría diciendo la absoluta verdad. He tratado de contarte algo acerca de la otra mujer. Hay una especie de alivio al hablar de ella. No lo he hecho antes. Me pregunto cómo fui tan tonto como para temer que te daría la impresión de que no estoy enamorado de mi mujer. Si no hubiera confiado instintivamente en tu comprensión, no habría hablado. Como el problema persiste, aun estoy un poco perturbado. Esta noche pensaré en la otra mujer. Ocurre a veces. Pasará después de que me haya ido a la cama. Mi esposa duerme en la habitación contigua a la mía y siempre deja la puerta abierta. Saldrá la luna esta noche y cuando hay luna largas franjas de luz caen sobre su cama. A medianoche estaré despierto. Ella estará acostada, dormida con un brazo sobre su cabeza.

¿De qué estoy hablando? Un hombre no habla de su esposa acostada en su cama. Lo que trato de decir es que, a causa de esta conversación, pensaré en la otra mujer esta noche. Mis pensamientos no tomarán la forma que tomaron la semana antes de casarme. Me preguntaré que ha sido de la mujer. Por un momento me sentiré otra vez abrazándola. Pensaré que por una hora estuve más cerca de ella de lo que he estado nunca de alguien más. Entonces pensaré en el día en que estaré así de cerca de mi mujer. Ella como mujer, ya sabes, aun está despertando a la vida. Cerraré los ojos un instante y los vivos, perspicaces, decididos ojos de la otra mujer verán los míos. Mi cabeza se deslizará y abriré inmediatamente los ojos y veré de nuevo a la querida mujer con la que me he comprometido a vivir mi vida. Luego dormiré y cuando despierte en la mañana será como aquella noche cuando salí de mi departamento a oscuras después de haber tenido la más memorable experiencia de mi vida. Lo que quiero decir, tu entiendes, es que cuando despierte, la otra mujer ya no estará.