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lunes, 30 de diciembre de 2013

Chuck Palahniuk

Tripas





 Coge aire.
Coge todo el aire que puedas.
Este relato tendría que durar tanto tiempo como puedas contener la respiración, y luego un poquito más. Así que escucha todo lo deprisa que puedas.
Un amigo mío tenía trece años cuando oyó hablar del pegging. Que es como se llama cuando a un tío lo follan por el culo con un consolador. Estimulas la próstata lo bastante fuerte y se rumorea que puedes tener orgasmos explosivos sin manos. A aquella edad, mi amigo era un pequeño maníaco sexual. Siempre andaba loco detrás de la forma más excitante de correrse. Así que fue a comprarse una zanahoria y un bote de vaselina. Para llevar a cabo un pequeño experimento privado. Luego se imaginó la impresión que iban a causar en la caja del supermercado la zanahoria solitaria y la vaselina, rodando por la cinta transportadora hasta la cajera de la sección de comestibles. Con todos los compradores haciendo cola y mirando. Con todo el mundo viendo la gran velada que estaba planeando.
Así que mi amigo compró leche y huevos y azúcar y una zanahoria, todos los ingredientes para una tarta de zanahoria. Y vaselina.
Como si fuera a casa a meterse una tarta de zanahoria por el culo.
Ya en casa, se dedicó a tallar la zanahoria hasta convertirla en un instrumento romo. La untó de grasa e hizo bajar su culo sobre ella. Y luego... nada. Nada de orgasmo. No pasó nada salvo que le dolió.
Y luego la madre de aquel chaval le gritó que fuera a cenar. Le dijo que bajara ya mismo.
Así que él se sacó la zanahoria y la metió toda mugrienta y resbaladiza entre la ropa sucia que tenía debajo de la cama.
Después de la cena fue a buscar la zanahoria y se encontró con que ya no estaba. Resulta que mientras estaba cenando su madre se había llevado toda su ropa sucia para lavarla. Era imposible que su madre no encontrara la zanahoria, cuidadosamente esculpida con el cuchillo de mondar de cocina, todavía pringada de lubricante y apestosa.
Aquel amigo mío se pasó meses bajo una nube negra, esperando a que sus padres se encararan con él. Pero nunca lo hicieron. Nunca. Incluso ahora que es adulto, aquella zanahoria invisible sigue suspendida sobre todas las cenas de Navidad y todas las fiestas de cumpleaños. Cada vez que va a cazar huevos de Pascua con sus hijos, con los nietos de sus padres, aquella zanahoria fantasma flota sobre todos ellos.
Aquella cosa demasiado horrible para ponerle un nombre.
Los franceses tienen una expresión: «Espíritu de la escalera». En francés: Esprit d’Escalier. Se refiere a ese momento en que uno encuentra la respuesta pero ya es demasiado tarde. Digamos que estás en una fiesta y alguien te insulta. Tienes que decir algo. Así que bajo presión y con todo el mundo mirando, dices algo cutre. Pero en cuanto te marchas de la fiesta...
Mientras empiezas a bajar la escalera... magia. Se te ocurre exactamente lo que tendrías que haber dicho. La perfecta réplica despectiva que hubiera desarmado al otro.
Ese es el Espíritu de la Escalera.
El problema es que ni siquiera los franceses tienen una expresión para denominar las estupideces que dices bajo presión. Esas cosas estúpidas y desesperadas que son las que realmente piensas o haces.
Algunos actos son demasiado bajos hasta para tener nombre. Demasiado bajos para hablar de ellos.
Mirando hacia atrás, los expertos en psicología infantil y los psicólogos escolares dicen ahora que la oleada más reciente de suicidios adolescentes fueron en su mayoría chavales que intentaban asfixiarse mientras se la cascaban. Sus padres los encontraban con una toalla enrollada en torno al cuello, la toalla atada a la barra del armario de su habitación y el chaval muerto. Y esperma muerto por todas partes. Por supuesto, los padres arreglaban la escena. Le ponían pantalones al chaval. Hacían que todo tuviera... mejor aspecto. O por lo menos, que pareciera deliberado. Un triste suicidio adolescente normal y corriente.
Otro amigo mío, un compañero de escuela, tenía un hermano mayor en la marina que una vez le dijo que los tíos en Oriente Medio se la cascaban de forma distinta a como lo hacemos aquí. Aquel hermano estaba destinado en un país desértico donde en los mercados públicos se vendían unas cosas que parecían abrecartas elegantes. Cada una de aquellas elegantes herramientas era una varilla fina de metal pulido o de plata, tal vez tan larga como la mano de uno, con un remate en un extremo, ya fuera una bola de metal o bien uno de esos elegantes mangos labrados que tienen las espadas. Aquel hermano que estaba en la marina decía que los árabes se la ponían dura y luego se introducían aquella varilla de metal dentro y a lo largo de toda su polla tiesa. Se la cascaban con la varilla dentro y aquello hacía que correrse fuera mucho mejor. Más intenso.
Y es que aquel hermano mayor se dedicaba a viajar por el mundo y a enviar expresiones en francés. Expresiones en ruso. Consejos útiles para cascársela.
Después de aquello, un día el hermano pequeño no apareció en la escuela. Por la noche me llamó para preguntarme si le podía recoger los deberes durante las dos semanas siguientes. Porque estaba en el hospital.
Tenía que compartir habitación con viejos a los que les estaban operando de las tripas. Me dijo que todos tenían que compartir el mismo televisor. Que lo único que tenía que le daba un poco de intimidad era una cortina. Que sus padres no lo iban a visitar. Me dijo por teléfono que ahora mismo sus padres eran capaces de matar a su hermano mayor, el que estaba en la marina.
El chaval me contó por teléfono que –el día antes– estaba un poco colocado. Despatarrado en la cama del dormitorio de su casa. Encendiendo una vela y hojeando unas revistas porno viejas, preparándose para pelársela. Justo después de oír la historia de su hermano mayor. La historia de cómo se la cascan los árabes. Así que se puso a buscar algo que le sirviera. Un bolígrafo era demasiado grande. Pero en un costado de la vela había un reguero fijo y liso de cera que podía funcionar. Usando la punta de un dedo, el chaval separó el largo reguero de cera de la vela. Lo alisó más con las palmas de las manos. Hasta dejarlo largo y liso y fino.
Colocado y salido, se lo metió dentro, más y más adentro en la rajita del pis de su polla tiesa. Y con un buen cacho de la cera todavía sobresaliendo de la punta, se puso manos a la obra.
Todavía hoy va diciendo que esos árabes no tienen un pelo de tontos. Que han reinventado por completo el cascársela. Tumbado de espaldas en su cama, las cosas empezaron a ir tan bien que el chaval se olvidó totalmente de la cera. Le faltaba una sola sacudida para correrse cuando se dio cuenta de que la cera ya no le sobresalía.
La fina varilla de cera se le había escurrido adentro. Adentro del todo. Tan adentro que ni siquiera notaba el bulto de la misma dentro de su conducto urinario.
Desde el piso de abajo, su madre le gritó que bajara a cenar. Le dijo que bajara ya mismo. Este chaval de la cera y el chaval de la zanahoria eran personas distintas, pero todos venimos a vivir de la misma manera.
Después de la cena, al chaval le empezaron a doler las tripas. Como no era más que cera, supuso que se derretiría y que acabaría por mearla. Pero ahora le dolía la espalda. Los riñones. No se podía incorporar del todo.
Mientras el chaval me hablaba por teléfono desde el hospital, de fondo se oían campanilleos y gente gritando. Concursos televisivos.
Las radiografías mostraron la verdad, algo largo y delgado, doblado por la mitad dentro de su vejiga. Aquella V larga y fina que tenía dentro estaba aglutinando todos los minerales de su orina. Estaba creciendo y se estaba volviendo más áspera, recubriéndose de cristales de calcio, y se movía de un lado a otro, rasgando el blando revestimiento de su vejiga y bloqueando la salida de su orina. Tenía los riñones taponados. Lo poco que le salía de la polla era rojo de la sangre que llevaba.
Aquel chaval, delante de sus padres, de toda su familia, todos mirando la radiografía negra en presencia del médico y de las enfermeras, todos mirando la enorme V de cera de color blanco brillante que tenían frente a las narices, tuvo que decir la verdad. Cómo se la cascaban los árabes. Lo que le había escrito su hermano desde la marina.
Por teléfono, llegado aquel punto, se echó a llorar.
Le pagaron la operación de la vejiga con sus ahorros para la universidad. Una sola equivocación estúpida y ahora nunca llegaría a ser abogado.
Meterte cosas dentro. Meterte dentro de cosas. Ya fuera meterte una vela en la polla o meter el cuello en un nudo, sabíamos que iba a traer problemas.
Lo que me trajo problemas a mí es algo que yo llamaba Pescar Perlas. En otras palabras, cascármela debajo del agua, sentado en el fondo de la parte más profunda de la piscina de mis padres. Tragaba aire y pataleaba hasta el fondo y me quitaba el bañador. Y allí me quedaba sentado durante dos, tres o cuatro minutos.
Solamente de hacerme pajas, yo tenía una capacidad pulmonar enorme. Si estaba solo en casa, me pasaba la tarde haciendo aquello. Después de escupir mi chorro, mi esperma, se quedaba suspendido en el agua en forma de pegotes grandes, gordos y lechosos.
Y al final de todo, me sumergía una vez más para recogerlo todo. Para recogerlo y luego limpiarme la mano con una toalla. Es por eso que se llamaba Pescar Perlas. Aun con el cloro, tenía que preocuparme de mi hermana. O, Dios bendito, de mi madre.
Aquel era mi miedo más grande en el mundo: pensar que mi hermana virgen adolescente pudiera empezar a ponerse gorda y luego dar a luz a un niño retrasado mental con dos cabezas. Y que las dos cabezas serían igualitas a mí. A mí, el padre. Y el tío.
Al final, la que te cae encima nunca es la que te temías.
La mejor parte de Pescar Perlas era la entrada de aire del filtro de la piscina y de la bomba de circulación. La mejor parte era desnudarse y sentarse encima de ella.
Como dirían los franceses: ¿a quién no le gusta que le succionen el culo?
Con todo, uno puede ser un chaval que se la está cascando y al cabo de un momento ya nunca podrá ser abogado.
Yo bajaba a sentarme al fondo de la piscina y el cielo era un cielo surcado de olas y de color azul claro, visto a través de los dos metros y medio de agua que me cubrían la cabeza. El mundo estaba en silencio salvo por el latido de la sangre en mis oídos. Llevaba el bañador a rayas amarillas anudado alrededor del cuello para tenerlo a mano, solamente en caso de que apareciera un amigo, un vecino o alguien para preguntar por qué me había saltado el entrenamiento de fútbol americano. La succión continua de la entrada de aire de la piscina me iba lamiendo y yo frotaba mi escuálido culo blanco sobre aquella sensación.
En aquel momento yo tenía el suficiente aire y la polla en la mano. Mis padres se habían ido al trabajo y mi hermana tenía ballet. Se suponía que nadie tenía que venir a casa durante horas.
Mi mano me llevó al borde mismo de correrme y luego me detuve. Subí a coger aire otra vez. Me sumergí y me volví a sentar en el fondo.
Y seguí haciendo aquello una y otra vez.
Aquella debía de ser la razón de que las chicas quisieran sentarse en tu cara. La succión era como pegar una cagada que nunca terminaba. Con la polla dura y algo comiéndome el culo, yo no necesitaba aire. Con la sangre latiéndome en los oídos, me quedaba allí abajo hasta que me empezaban a revolotear estrellitas luminosas frente a los ojos. Con las piernas extendidas y la parte de atrás de las rodillas llena de arañazos causados por el cemento del fondo. Los dedos de los pies se me estaban poniendo azules y tenía los dedos de las manos y pies arrugados de pasar tanto tiempo debajo del agua.
Y entonces dejé que pasara. Que empezaran a brotar los enormes pegotes blancos. Las perlas.
Fue entonces cuando necesité tomar aire. Pero cuando intenté patalear contra el fondo, me encontré con que no podía. No podía poner los pies debajo de mí. Tenía el culo atascado.
Los enfermeros de los servicios de urgencias cuentan que cada año hay unas ciento cincuenta personas que se quedan atascadas así, succionadas por una bomba de circulación. Se te engancha el pelo largo, o bien el culo, y te ahogas seguro. Todos los años se ahogan así montones de personas. La mayoría en Florida.
La gente simplemente no habla de ello. Ni siquiera los franceses hablan de TODO.
Levantando una rodilla, y metiendo un pie a presión debajo de mí, yo había conseguido ponerme medio de pie cuando noté el tirón en el culo. Pasé el otro pie por debajo de mí y me impulsé con el pie contra el fondo. Ya estaba pataleando libre, sin tocar el cemento pero sin llegar tampoco al aire.
Todavía pataleando en el agua, agitando los dos brazos, noté que estaba tal vez a medio camino de la superficie pero que no podía subir más. Los latidos que oía dentro de mi cabeza eran cada vez más rápidos y más fuertes.
Mientras los chispazos de luz pasaban una y otra vez por delante de mis ojos, me giré y miré atrás... pero lo que vi no tenía sentido. Una soga gruesa, una especie de serpiente, de color blanco azulado y llena de venas trenzadas, había salido de la piscina y me estaba agarrando el culo. Algunas de sus venas estaban soltando sangre, una sangre roja que parecía negra debajo del agua y que se alejaba flotando de los pequeños desgarrones en la pálida piel de la serpiente. El rastro de sangre iba desapareciendo en el agua, y dentro de la fina piel blanca azulada de la serpiente se veían bultos de comida a medio digerir.
Aquella era la única explicación posible. Un horrible monstruo marino, una serpiente de mar, algo que nunca había visto la luz del día, había permanecido escondido en el fondo oscuro del desagüe de la piscina, esperando para comerme.
Así pues... le di una patada, a aquel montón de piel y venas resbaladizo, con textura de goma y lleno de nudos, y más de aquello pareció salir del desagüe de la piscina. Ahora ya era tal vez tan largo como mi pierna, pero me seguía agarrando el agujero del culo con todas sus fuerzas. Le di otra patada y me acerqué unos centímetros más a dar una bocanada de aire. Aunque todavía sentía que la serpiente me tiraba del culo, me situé unos centímetros más cerca de mi escapatoria.
Apelotonados dentro de la serpiente, se veían restos de maíz y cacahuetes. Se veía una pelota de color naranja brillante. Era uno de aquellos complejos de vitaminas en forma de pastillas para caballos que mi padre me hacía tomar para ayudarme a ganar peso. Para que me dieran una beca para jugadores de fútbol americano. Con hierro extra y ácidos grasos omega-3.
Fue ver las vitaminas lo que me salvó la vida.
No era una serpiente. Era mi intestino grueso, el colon que se me había salido. Lo que los médicos llaman un «prolapso». Eran mis tripas succionadas por el desagüe.
Los enfermeros cuentan que la bomba de una piscina absorbe trescientos litros de agua por minuto. Lo que significa una presión de casi doscientos kilos. El problema es que por dentro lo tenemos todo interconectado. El culo no es más que el otro extremo de la boca. Si yo no me agarraba las tripas, la bomba seguiría succionando –sacándome las entrañas– hasta cogerme la lengua. Imaginad pegar una cagada de doscientos kilos y veréis que es algo que puede daros la vuelta de dentro afuera.
Lo que sí puedo deciros es que las tripas no sienten mucho dolor. No de la misma forma en que la piel siente dolor. A la materia que estás digiriendo los médicos la llaman materia fecal. Más arriba es el quimo, grumos de una porquería semilíquida y tachonada de maíz y cacahuetes y guisantes redondos.
A mi alrededor flotaba una sopa de sangre y maíz, de mierda y esperma y cacahuetes. Hasta con las tripas colgándome del culo, y yo agarrando lo que quedaba, mi primer impulso fue volver a ponerme el bañador.
No fuera que mis padres me vieran la polla.
Sin dejar de agarrar bien fuerte lo que me salía del culo, con la otra mano cogí el bañador a rayas amarillas y me lo solté del cuello. Aun así, ponérmelo resultó imposible.
Si quieres saber qué tacto tiene tu intestino, cómprate un paquete de esos condones hechos de membrana intestinal de cordero. Saca uno y desenróllalo. Llénalo de mantequilla de cacahuete. Úntalo de vaselina y sostenlo bajo el agua. Luego intenta rasgarlo. Intenta romperlo por la mitad. Es demasiado resistente y gomoso. Es tan viscoso que se te escapa de las manos.
Esos condones de membrana de cordero que no son más que intestinos.
Ahora entendéis con qué me las estaba viendo.
Como lo soltara un segundo, me quedaba sin tripas.
Si nadaba hasta la superficie para coger aire, me quedaría sin tripas.
Y si no nadaba, me ahogaría.
Podía elegir entre morirme en ese instante o morirme al cabo de un minuto.
Lo que mis padres encontrarían al volver del trabajo sería un enorme feto desnudo y encogido sobre sí mismo. Flotando en el agua turbia de la piscina de su jardín. Amarrado al fondo por una gruesa soga de venas y tripas retorcidas. Lo contrario de un chaval que se ha ahorcado accidentalmente mientras se la cascaba. El mismo bebé que habían traído a casa trece años atrás. El chaval que ellos confiaban que consiguiera una beca gracias al fútbol americano y se sacara un máster. Que los tenía que cuidar cuando fueran ancianos. Ahí estaban todas sus esperanzas y sus sueños. Aquel chaval que flotaba, desnudo y muerto. Rodeado de enormes perlas lechosas de esperma desperdiciado.
O bien eso o mis padres me encontrarían envuelto en una toalla ensangrentada, desplomado a medio camino entre la piscina y el teléfono de la cocina, con un cacho partido y maltrecho de mis tripas todavía colgando de la pernera de mi bañador a rayas amarillas.
El tipo de cosas de las que ni los franceses quieren hablar.
Aquel hermano mayor que estaba en la marina nos enseñó otra buena expresión. Una expresión rusa. Igual que nosotros decimos en inglés: «Me hace tanta falta como un agujero en la cabeza», los rusos dicen: «Me hace tanta falta como tener dientes en el agujero del culo».
Mnye etoh nadoh kahk zoobee v zadnetze.
¿Sabes esas historias que se cuentan sobre animales atrapados en una trampa que se arrancan su propia pata a dentelladas? Pues bueno, cualquier coyote te dirá que un par de mordiscos son preferibles a estar muerto.
Joder... aunque no seas ruso, algún día esos dientes te pueden hacer falta.
Porque si no los tienes, lo que has de hacer es lo siguiente: has de forcejear hasta darte la vuelta. Te pasas un codo por detrás de la rodilla y te levantas esa pierna hasta la cara. Luego te pones a darte dentelladas en el culo. En cuanto se te acaba el aire, eres capaz de morder cualquier cosa con tal de volver a respirar.
No es algo que quieras contarle a una chica en vuestra primera cita. No si esperas un beso al final de la velada.
Si te contara cómo sabía, nunca más volverías a comer calamares.
Es difícil saber qué asqueó más a mis padres: cómo me había metido en aquel lío o cómo me había salvado. Después de salir del hospital, mi madre me dijo: «No sabías lo que estabas haciendo, cariño. Estabas en estado de shock». Y aprendió a hacer huevos escalfados.
Todo el mundo estaba muerto de asco o de lástima por mí...
Me hacía tanta falta como tener dientes en el agujero del culo.
Últimamente la gente siempre me dice que estoy demasiado flaco. Cuando nos invitan a cenar la gente se queda callada y se cabrea porque no me como el estofado que me han preparado. El estofado me mata. También el jamón al horno. Todo lo que se pasa más de un par de horas en mis tripas sale exactamente igual. Si he comido judías blancas o atún en pedacitos, cuando me levanto del retrete los veo ahí exactamente iguales.
Después de sufrir una resección intestinal radical, la carne no se digiere muy bien. La mayoría de la gente tiene un metro sesenta de intestino grueso. Yo soy afortunado de tener veinte centímetros. Así que nunca conseguí una beca para jugadores de fútbol americano. Y nunca me saqué un máster. Mis amigos, el chaval de la cera y el chaval de la zanahoria, crecieron y se hicieron grandes, pero yo nunca he pesado un kilo más del que pesaba aquel día a mis trece años.
Otro grave problema fue que mis padres habían pagado un montón de dinero por aquella piscina. Al final, mi padre simplemente le dijo al tipo de la piscina que había sido un perro. Que el perro de la familia se había caído dentro y se había ahogado. Y que el cadáver había sido succionado por la bomba. Incluso cuando el tipo de la piscina rompió el armazón del filtro para abrirlo y sacó un tubo como de goma, una madeja acuosa de intestino con una pastilla enorme de vitaminas dentro, incluso entonces, mi padre se limitó a decir:
–Ese perro de las narices estaba chiflado.
Incluso desde la ventana de mi dormitorio en el piso de arriba, se oía decir a mi viejo:
–A ese perro es que no lo podíamos dejar solo ni un segundo...
Entonces a mi hermana no le vino la regla.
Ni siquiera después de que cambiaran el agua de la piscina, ni siquiera después de que vendieran la casa y nos mudáramos a otro estado, ni después del aborto de mi hermana, ni siquiera entonces mis padres volvieron nunca a mencionar aquello.
Nunca.
Esa es la zanahoria invisible de mi familia.
Ahora ya puedes respirar hondo otra vez.
Porque yo todavía no he podido.

martes, 24 de diciembre de 2013

Paul Auster

El cuento de navidad de Auggie Wren



Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.
—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.
A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.
No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.
Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
—Fue en el verano del setenta y dos —dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
“Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?
Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
“—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.
“Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
“—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.
“Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.
“Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.
“—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.
“No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.
“No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.
“Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.
“—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
“Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.
“Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.
“No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.
—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.
—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
—Probablemente había muerto.
—Sí, probablemente.
—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.
—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.
—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.
—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.
—Todo por el arte, ¿eh, Paul?
—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.
—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?
—Sí —dije—. Supongo que sí.
Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.
—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.
—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
—Supongo que estoy en deuda contigo.
—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.
—Excepto el almuerzo.
—Eso es. Excepto el almuerzo.

Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.

Truman Capote

UN RECUERDO NAVIDEÑO


Imaginad una mañana de finales de noviembre. Una mañana de comienzos de invierno, hace más de veinte años. Pensad en la cocina de un viejo caserón de pueblo. Su principal característica es una enorme estufa negra; pero también contiene una gran mesa redonda y una chimenea con un par de mecedoras delante. Precisamente hoy comienza la estufa su temporada de rugidos.
Una mujer de trasquilado pelo blanco se encuentra de pie junto a la ventana de la cocina. Lleva zapatillas de tenis y un amorfo jersey gris sobre un vestido veraniego de calicó. Es pequeña y vivaz, como una gallina bantam; pero, debido a una prolongada enfermedad juvenil, tiene los hombros horriblemente encorvados. Su rostro es notable, algo parecido al de Lincoln, igual de escarpado, y teñido por el sol y el viento; pero también es delicado, de huesos finos, y con unos ojos de color jerez y expresión tímida.
—¡Vaya por Dios! —exclama, y su aliento empaña el cristal—. ¡Ha llegado la temporada de las tartas de frutas!
La persona con la que habla soy yo. Tengo siete años; ella, sesenta y tantos. Somos primos, muy lejanos, y hemos vivido juntos, bueno, desde que tengo memoria. También viven otras personas en la casa, parientes; y aunque tienen poder sobre nosotros, y nos hacen llorar frecuentemente, en general, apenas tenemos en cuenta su existencia. Cada uno de nosotros es el mejor amigo del otro. Ella me llama Buddy, en recuerdo de un chico que antiguamente había sido su mejor amigo. El otro Buddy murió en los años ochenta del siglo pasado, de pequeño. Ella sigue siendo pequeña.
—Lo he sabido antes de levantarme de la cama —dice, volviéndole la espalda a la ventana y con una mirada de determinada excitación—. La campana del patio sonaba fría y clarísima. Y no cantaba ningún pájaro; se han ido a tierras más cálidas, ya lo creo que sí. Mira, Buddy, deja de comer galletas y vete por nuestro carricoche. Ayúdame a buscar el sombrero. Tenemos que preparar treinta tartas.
Siempre ocurre lo mismo: llega cierta mañana de noviembre, y mi amiga, como si inaugurase oficialmente esa temporada navideña anual que le dispara la imaginación y aviva el fuego de su corazón, anuncia:
—¡Ha llegado la temporada de las tartas! Vete por nuestro carricoche. Ayúdame a buscar el sombrero.
Y aparece el sombrero, que es de paja, bajo de copa y muy ancho de ala, y con un corsé de rosas de terciopelo marchitadas por la intemperie: antiguamente era de una parienta que vestía muy a la moda. Guiamos juntos el carricoche, un desvencijado cochecillo de niño, por el jardín, camino de la arboleda de pacanas. El cochecito es mío; es decir que lo compraron para mí cuando nací. Es de mimbre, y está bastante destrenzado, y sus ruedas se bambolean como las piernas de un borracho. Pero es un objeto fiel; en primavera lo llevamos al bosque para llenarlo de flores, hierbas y helechos para las macetas de la entrada; en verano, amontonamos en él toda la parafernalia de las meriendas campestres, junto con las cañas de pescar, y bajamos hasta la orilla de algún riachuelo; en invierno también tiene algunas funciones: es la camioneta en la que trasladamos la leña desde el patio hasta la chimenea, y le sirve de cálida cama a Queenie, nuestra pequeña terrier anaranjada y blanca, un correoso animal que ha sobrevivido a mucho malhumor y a dos mordeduras de serpiente de cascabel. En este momento Queenie anda trotando en pos del carricoche.
Al cabo de tres horas nos encontramos de nuevo en la cocina, descascarillando una carretada de pacanas que el viento ha hecho caer de los árboles. Nos duele la espalda de tanto agacharnos a recogerlas: ¡qué difíciles han sido de encontrar (pues la parte principal de la cosecha se la han llevado, después de sacudir los árboles, los dueños de la arboleda, que no somos nosotros) bajo las hojas que las ocultaban, entre las hierbas engañosas y heladas! ¡Caaracrac! Un alegre crujido, fragmentos de truenos en miniatura que resuenan al partir las cáscaras mientras en la jarra de leche sigue creciendo el dorado montón de dulce y aceitosa fruta marfileña. Queenie comienza a relamerse, y de vez en cuando mi amiga le da furtivamente un pedacito, pese a que insiste en que nosotros ni siquiera las probemos.
—No debemos hacerlo, Buddy. Como empecemos, no habrá quien nos pare. Y ni siquiera con las que hay tenemos suficiente. Son treinta tartas.
La cocina va oscureciéndose. El crepúsculo transforma la ventana en un espejo: nuestros reflejos se entremezclan con la luna ascendente mientras seguimos trabajando junto a la chimenea a la luz del hogar. Por fin, cuando la luna ya está muy alta, echamos las últimas cáscaras al fuego y, suspirando al unísono, observamos cómo van prendiendo. El carricoche está vacío; la jarra, llena hasta el borde.
Tomamos la cena (galletas frías, tocino, mermelada de zarzamora) y hablamos de lo del día siguiente. Al día siguiente empieza el trabajo que más me gusta: ir de compras. Cerezas y cidras, jengibre y vainilla y piña hawaiana en lata, pacanas y pasas y nueces y whisky y, oh, montones de harina, mantequilla, muchísimos huevos, especias, esencias: pero ¡si nos hará falta un pony para tirar del carricoche hasta casa!
Pero, antes de comprar, queda la cuestión del dinero. Ninguno de los dos tiene ni cinco. Solamente las cicateras cantidades que los otros habitantes de la casa nos proporcionan muy de vez en cuando (ellos creen que una moneda de diez centavos es una fortuna) y lo que nos ganamos por medio de actividades diversas: organizar tómbolas de cosas viejas, vender baldes de zarzamoras que nosotros mismos recogemos, tarros de mermelada casera y de jalea de manzana y de melocotón en conserva, o recoger flores para funerales y bodas. Una vez ganamos el septuagésimo noveno premio, cinco dólares, en un concurso nacional de rugby. Y no porque sepamos ni jota de rugby. Sólo porque participamos en todos los concursos de los que tenemos noticia: en este momento nuestras esperanzas se centran en el Gran Premio de cincuenta mil dólares que ofrecen por inventar el nombre de una nueva marca de cafés (nosotros hemos propuesto «A. M.»; y después de dudarlo un poco, porque a mi amiga le parecía sacrílego, como eslogan «¡A. M.! ¡Amén!»). A fuer de sincero, nuestra única actividad provechosa de verdad fue lo del Museo de Monstruos y Feria de Atracciones que organizamos hace un par de veranos en una leñera. Las atracciones consistían en proyecciones de linterna mágica con vistas de Washington y Nueva York prestadas por un familiar que había estado en esos lugares (y que se puso furioso cuando se enteró del motivo por el que se las habíamos pedido); el Monstruo era un polluelo de tres patas, recién incubado por una de nuestras gallinas. Toda la gente de por aquí quería ver al polluelo: les cobrábamos cinco centavos a los adultos y dos a los niños. Y llegamos a ganar nuestros buenos veinte dólares antes de que el museo cerrara sus puertas debido a la defunción de su principal estrella.
Pero entre unas cosas y otras vamos acumulando cada año nuestros ahorros navideños, el Fondo para Tartas de Frutas. Guardamos escondido este dinero en un viejo monedero de cuentas, debajo de una tabla suelta que está debajo del piso que está debajo del orinal que está debajo de la cama de mi amiga. Sólo sacamos el monedero de su seguro escondrijo para hacer un nuevo depósito, o, como suele ocurrir los sábados, para algún reintegro; porque los sábados me corresponden diez centavos para el cine. Mi amiga no ha ido jamás al cine, ni tiene intención de hacerlo:
—Prefiero que tú me cuentes la historia, Buddy. Así puedo imaginármela mejor. Además, las personas de mi edad no deben malgastar la vista. Cuando se presente el Señor, quiero verle bien.
Aparte de no haber visto ninguna película, tampoco ha comido en ningún restaurante, viajado a más de cinco kilómetros de casa, recibido o enviado telegramas, leído nada que no sean tebeos y la Biblia, usado cosméticos, pronunciado palabrotas, deseado mal alguno a nadie, mentido a conciencia, ni dejado que ningún perro pasara hambre. Y éstas son algunas de las cosas que ha hecho, y que suele hacer: matar con una azada la mayor serpiente de cascabel jamás vista en este condado (dieciséis cascabeles), tomar rapé (en secreto), domesticar colibríes (desafío a cualquiera a que lo intente) hasta conseguir que se mantengan en equilibrio sobre uno de sus dedos, contar historias de fantasmas (tanto ella como yo creemos en los fantasmas) tan estremecedoras que te dejan helado hasta en julio, hablar consigo misma, pasear bajo la lluvia, cultivar las camelias más bonitas de todo el pueblo, aprenderse la receta de todas las antiguas pócimas curativas de los indios, entre otras, una fórmula mágica para quitar las verrugas.
Ahora, terminada la cena, nos retiramos a la habitación que hay en una parte remota de la casa, y que es el lugar donde mi amiga duerme, en una cama de hierro pintada de rosa chillón, su color preferido, cubierta con una colcha de retazos. En silencio, saboreando los placeres de los conspiradores, sacamos de su secreto escondrijo el monedero de cuentas y derramamos su contenido sobre la colcha. Billetes de un dólar, enrollados como un canuto y verdes como brotes de mayo. Sombrías monedas de cincuenta centavos, tan pesadas que sirven para cerrarle los ojos a un difunto. Preciosas monedas de diez centavos, las más alegres, las que tintinean de verdad. Monedas de cinco y veinticinco centavos, tan pulidas por el uso como guijas de río. Pero, sobre todo, un detestable montón de hediondas monedas de un centavo. El pasado verano, otros habitantes de la casa nos contrataron para matar moscas, a un centavo por cada veinticinco moscas muertas. Ah, aquella carnicería de agosto: ¡cuántas moscas volaron al cielo! Pero no fue un trabajo que nos enorgulleciera. Y, mientras vamos contando los centavos, es como si volviésemos a tabular moscas muertas. Ninguno de los dos tiene facilidad para los números; contamos despacio, nos descontamos, volvemos a empezar. Según sus cálculos, tenemos 12,73 dólares. Según los míos, trece dólares exactamente.
—Espero que te hayas equivocado tú, Buddy. Más nos vale andar con cuidado si son trece. Se nos deshincharán las tartas. O enterrarán a alguien. Por Dios, en la vida se me ocurriría levantarme de la cama un día trece.
Lo cual es cierto: se pasa todos los días trece en la cama. De modo que, para asegurarnos, sustraemos un centavo y lo tiramos por la ventana.
De todos los ingredientes que utilizamos para hacer nuestras tartas de frutas no hay ninguno tan caro como el whisky, que, además, es el más difícil de adquirir: su venta está prohibida por el Estado. Pero todo el mundo sabe que se le puede comprar una botella a Mr. Jajá Jones. Y al día siguiente, después de haber terminado nuestras compras más prosaicas, nos encaminamos a las señas del negocio de Mr. Jajá, un «pecaminoso» (por citar la opinión pública) bar de pescado frito y baile que está a la orilla del río. No es la primera vez que vamos allí, y con el mismo propósito; pero los años anteriores hemos hecho tratos con la mujer de Jajá, una india de piel negra como la tintura de yodo, reluciente cabello oxigenado, y aspecto de muerta de cansancio. De hecho, jamás hemos puesto la vista encima de su marido, aunque hemos oído decir que también es indio. Un gigante con cicatrices de navajazos en las mejillas. Le llaman Jajá por lo tristón, nunca ríe. Cuando nos acercamos al bar (una amplia cabaña de troncos, festoneada por dentro y por fuera con guirnaldas de bombillas desnudas pintadas de colores vivos, y situada en la embarrada orilla del río, a la sombra de unos árboles por entre cuyas ramas crece el musgo como niebla gris) frenamos nuestro paso. Incluso Queenie deja de brincar y permanece cerca de nosotros. Ha habido asesinatos en el bar de Jajá. Gente descuartizada. Descalabrada. El mes próximo irá al juzgado uno de los casos. Naturalmente, esta clase de cosas ocurren por la noche, cuando gimotea el fonógrafo y las bombillas pintadas proyectan demenciales sombras. De día, el local de Jajá es destartalado y está desierto. Llamo a la puerta, ladra Queenie, grita mi amiga:
—¡Mrs. Jajá! ¡Eh, señora! ¿Hay alguien en casa?
Pasos. Se abre la puerta. Nuestros corazones dan un vuelco. ¡Es Mr. Jajá Jones en persona! Y es un gigante; y tiene cicatrices; y no sonríe. Qué va, nos lanza miradas llameantes con sus satánicos ojos rasgados, y quiere saber:
—¿Qué queréis de Jajá?
Durante un instante nos quedamos tan paralizados que no podemos decírselo. Al rato, mi amiga medio encuentra su voz, apenas una vocecilla susurrante:
—Si no le importa, Mr. Jajá, querríamos un litro del mejor whisky que tenga.
Los ojos se le rasgan todavía más. ¿No es increíble? ¡Mr. Jajá está sonriendo! Hasta riendo.
—¿Cuál de los dos es el bebedor?
—Es para hacer tartas de frutas, Mr. Jajá. Para cocinar.
Esto le templa el ánimo. Frunce el ceño.
—Qué manera de tirar un buen whisky.
No obstante, se retira hacia las sombras del bar y reaparece unos cuantos segundos después con una botella de contenido amarillo margarita, sin etiqueta. Exhibe su centelleo a la luz del sol y dice:
—Dos dólares.
Le pagamos con monedas de diez, cinco y un centavo. De repente, al tiempo que hace sonar las monedas en la mano cerrada, como si fueran dados, se le suaviza la expresión.
—¿Sabéis lo que os digo? —nos propone, devolviendo el dinero a nuestro monedero de cuentas—. Pagádmelo con unas cuantas tartas de frutas.
De vuelta a casa, mi amiga comenta:
—Pues a mí me ha parecido un hombre encantador. Pondremos una tacita más de pasas en su tarta.
La estufa negra, cargada de carbón y leña, brilla como una calabaza iluminada. Giran velozmente los batidores de huevos, dan vueltas como locas las cucharas en cuencos cargados de mantequilla y azúcar, endulza el ambiente la vainilla, lo hace picante el jengibre; unos olores combinados que hacen que te hormiguee la nariz saturan la cocina, empapan la casa, salen volando al mundo arrastrados por el humo de la chimenea. Al cabo de cuatro días hemos terminado nuestra tarea. Treinta y una tartas, ebrias de whisky, se tuestan al sol en los estantes y los alféizares de las ventanas.
¿Para quién son?
Para nuestros amigos. No necesariamente amigos de la vecindad: de hecho, la mayor parte las hemos hecho para personas con las que quizás sólo hemos hablado una vez, o ninguna. Gente de la que nos hemos encaprichado. Como el presidente Roosevelt. Como el reverendo J. C. Lucey y señora, misioneros baptistas en Borneo, que el pasado invierno dieron unas conferencias en el pueblo. O el pequeño afilador que pasa por aquí dos veces al año. O Abner Packer, el conductor del autobús de las seis que, cuando llega de Mobile, nos saluda con la mano cada día al pasar delante de casa envuelto en un torbellino de polvo. O los Wiston, una joven pareja californiana cuyo automóvil se averió una tarde ante nuestro portal, y que pasó una agradable hora charlando con nosotros (el joven Wiston nos sacó una foto, la única que nos han sacado en nuestra vida). ¿Es debido a que mi amiga siente timidez ante todo el mundo, excepto los desconocidos, que esos desconocidos, y otras personas a quienes apenas hemos tratado, son para nosotros nuestros más auténticos amigos? Creo que sí. Además, los cuadernos donde conservamos las notas de agradecimiento con membrete de la Casa Blanca, las ocasionales comunicaciones que nos llegan de California y Borneo, las postales de un centavo firmadas por el afilador, hacen que nos sintamos relacionados con unos mundos rebosantes de acontecimientos, situados muy lejos de la cocina y de su precaria vista de un cielo recortado.
Una desnuda rama de higuera decembrina araña la ventana. La cocina está vacía, han desaparecido las tartas; ayer llevamos las últimas a correos, cargadas en el carricoche, y una vez allí tuvimos que vaciar el monedero para pagar los sellos. Estamos en la ruina. Es una situación que me deprime notablemente, pero mi amiga está empeñada en que lo celebremos: con los dos centímetros de whisky que nos quedan en la botella de Jajá. A Queenie le echamos una cucharada en su café (le gusta el café aromatizado con achicoria, y bien cargado). Dividimos el resto en un par de vasos de gelatina. Los dos estamos bastante atemorizados ante la perspectiva de tomar whisky solo; su sabor provoca en los dos expresiones beodas y amargos estremecimientos. Pero al poco rato comenzamos a cantar simultáneamente una canción distinta cada uno. Yo no me sé la letra de la mía, sólo: Ven, ven, ven a bailar cimbreando esta noche. Pero puedo bailar: eso es lo que quiero ser, bailarín de claque en películas musicales. La sombra de mis pasos de baile anda de jarana por las paredes; nuestras voces hacen tintinear la porcelana; reímos como tontos: se diría que unas manos invisibles están haciéndonos cosquillas. Queenie se pone a rodar, patalea en el aire, y algo parecido a una sonrisa tensa sus labios negros. Me siento ardiente y chisporroteante por dentro, como los troncos que se desmenuzan en el hogar, despreocupado como el viento en la chimenea. Mi amiga baila un vals alrededor de la estufa, sujeto el dobladillo de su pobre falda de calicó con la punta de los dedos, igual que si fuera un vestido de noche: Muéstrame el camino de vuelta a casa, está cantando, mientras rechinan en el piso sus zapatillas de tenis. Muéstrame el camino de vuelta a casa.
Entran dos parientes. Muy enfadados. Potentes, con miradas censoras, lenguas severas. Escuchad lo que dicen, sus palabras amontonándose unas sobre otras hasta formar una canción iracunda:
—¡Un niño de siete años oliendo a whisky! ¡Te has vuelto loca! ¡Dárselo a un niño de siete años! ¡Estás chiflada! ¡Vas por mal camino! ¿Te acuerdas de la prima Kate? ¿Del tío Charlie? ¿Del cuñado del tío Charlie? ¡Qué escándalo! ¡Qué vergüenza! ¡Qué humillación! ¡Arrodíllate, reza, pídele perdón al Señor!
Queenie se esconde debajo de la estufa. Mi amiga se queda mirando vagamente sus zapatillas, le tiembla el mentón, se levanta la falda, se suena y se va corriendo a su cuarto. Mucho después de que el pueblo haya ido a acostarse y la casa esté en silencio, con la sola excepción de los carillones de los relojes y el chisporroteo de los fuegos casi apagados, mi amiga llora contra una almohada que ya está tan húmeda como el pañuelo de una viuda.
—No llores —le digo, sentado a los pies de la cama y temblando a pesar del camisón de franela, que aún huele al jarabe de la tos que tomé el invierno pasado—, no llores —le suplico, jugando con los dedos de sus pies, haciéndole cosquillas—, eres demasiado vieja para llorar.
—Por eso lloro —dice ella, hipando—. Porque soy demasiado vieja. Vieja y ridícula.
—Ridícula no. Divertida. Más divertida que nadie. Oye, como sigas llorando, mañana estarás tan cansada que no podremos ir a cortar el árbol.
Se endereza. Queenie salta encima de la cama (lo cual le está prohibido) para lamerle las mejillas.
—Conozco un sitio donde encontraremos árboles de verdad, preciosos, Buddy. Y también hay acebo. Con bayas tan grandes como tus ojos. Está en el bosque, muy adentro. Más lejos de lo que nunca hemos ido. Papá nos traía de allí los árboles de Navidad: se los cargaba al hombro. Eso era hace cincuenta años. Bueno, no sabes lo impaciente que estoy por que amanezca.
De mañana. La escarcha helada da brillo a la hierba; el sol, redondo como una naranja y anaranjado como una luna de verano, cuelga en el horizonte y bruñe los plateados bosques invernales. Chilla un pavo silvestre. Un cerdo renegado gruñe entre la maleza. Pronto, junto a la orilla del poco profundo riachuelo de aguas veloces, tenemos que abandonar el carricoche. Queenie es la primera en vadear la corriente, chapotea hasta el otro lado, ladrando en son de queja porque la corriente es muy fuerte, tan fría que seguro que pilla una pulmonía. Nosotros la seguimos, con el calzado y los utensilios (un hacha pequeña, un saco de arpillera) sostenidos encima de la cabeza. Dos kilómetros más de espinas, erizos y zarzas que se nos enganchan en la ropa; de herrumbrosas agujas de pino, y con el brillo de los coloridos hongos y las plumas caídas. Aquí, allá, un destello, un temblor, un éxtasis de trinos nos recuerdan que no todos los pájaros han volado hacia el sur. El camino serpentea siempre por entre charcos alimonados de sol y sombríos túneles de enredaderas. Hay que cruzar otro arroyo: una fastidiada flota de moteadas truchas hace espumear el agua a nuestro alrededor, mientras unas ranas del tamaño de platos se entrenan a darse panzadas; unos obreros castores construyen un dique. En la otra orilla, Queenie se sacude y tiembla. También tiembla mi amiga: no de frío, sino de entusiasmo. Una de las maltrechas rosas de su sombrero deja caer un pétalo cuando levanta la cabeza para inhalar el aire cargado del aroma de los pinos.
—Casi hemos llegado. ¿No lo hueles, Buddy? —dice, como si estuviéramos aproximándonos al océano.
Y, en efecto, es como cierta suerte de océano. Aromáticas extensiones ilimitadas de árboles navideños, de acebos de hojas punzantes. Bayas rojas tan brillantes como campanillas sobre las que se ciernen, gritando, negros cuervos. Tras haber llenado nuestros sacos de arpillera con la cantidad suficiente de verde y rojo como para adornar una docena de ventanas, nos disponemos a elegir el árbol.
—Tendría que ser —dice mi amiga— el doble de alto que un chico. Para que ningún chico pueda robarle la estrella.
El que elegimos es el doble de alto que yo. Un valiente y bello bruto que aguanta treinta hachazos antes de caer con un grito crujiente y estremecedor. Cargándolo como si fuese una pieza de caza, comenzamos la larga expedición de regreso. Cada pocos metros abandonamos la lucha, nos sentamos, jadeamos. Pero poseemos la fuerza del cazador victorioso que, sumada al perfume viril y helado del árbol, nos hace revivir, nos incita a continuar. Muchas felicitaciones acompañan nuestro crepuscular regreso por el camino de roja arcilla que conduce al pueblo; pero mi amiga se muestra esquiva y vaga cuando la gente elogia el tesoro que llevamos en el carricoche: qué árbol tan precioso, ¿de dónde lo habéis sacado?
—De allá lejos —murmura ella con imprecisión.
Una vez se detiene un coche, y la perezosa mujer del rico dueño de la fábrica se asoma y gimotea:
—Os doy veinticinco centavos por ese árbol.
En general, a mi amiga le da miedo decir que no; pero en esta ocasión rechaza prontamente el ofrecimiento con la cabeza:
—Ni por un dólar.
La mujer del empresario insiste.
—¿Un dólar? Y un cuerno. Cincuenta centavos. Es mi última oferta. Pero mujer, puedes ir por otro.
En respuesta, mi amiga reflexiona amablemente:
—Lo dudo. Nunca hay dos de nada.
En casa: Queenie se desploma junto al fuego y duerme hasta el día siguiente, roncando como un ser humano.
Un baúl que hay en la buhardilla contiene: una caja de zapatos llena de colas de armiño (procedentes de la capa que usaba para ir a la ópera cierta extraña dama que en tiempos alquiló una habitación de la casa), varios rollos de gastadas cenefas de oropel que el tiempo ha acabado dorando, una estrella de plata, una breve tira de bombillas en forma de vela, fundidas y seguramente peligrosas. Adornos magníficos, hasta cierto punto, pero no son suficientes: mi amiga quiere que el árbol arda «como la vidriera de una iglesia baptista», que se le doblen las ramas bajo el peso de una copiosa nevada de adornos. Pero no podemos permitirnos el lujo de comprar los esplendores made-in-Japan que venden en la tienda de baratijas. De modo que hacemos lo mismo que hemos hecho siempre: pasarnos días y días sentados a la mesa de la cocina, armados de tijeras, lápices y montones de papeles de colores. Yo trazo los perfiles y mi amiga los recorta: gatos y más gatos, y también peces (porque es fácil dibujarlos), unas cuantas manzanas, otras tantas sandías, algunos ángeles alados hechos de las hojas de papel de estaño que guardamos cuando comemos chocolate. Utilizamos imperdibles para sujetar todas estas creaciones al árbol; a modo de toque final, espolvoreamos por las ramas bolitas de algodón (recogido para este fin el pasado agosto). Mi amiga, estudiando el efecto, entrelaza las manos.
—Dime la verdad, Buddy. ¿No está para comérselo?
Queenie intenta comerse un ángel.
Después de trenzar y adornar con cintas las coronas de acebo que ponemos en cada una de las ventanas de la fachada, nuestro siguiente proyecto consiste en inventar regalos para la familia. Pañuelos teñidos a mano para las señoras y, para los hombres, jarabe casero de limón y regaliz y aspirina, que debe ser tomado «en cuanto aparezcan Síntomas de Resfriado y Después de Salir de Caza». Pero cuando llega la hora de preparar el regalo que nos haremos el uno al otro, mi amiga y yo nos separamos para trabajar en secreto. A mí me gustaría comprarle una navaja con incrustaciones de perlas en el mango, una radio, medio kilo entero de cerezas recubiertas de chocolate (las probamos una vez, y desde entonces está siempre jurando que podría alimentarse sólo de ellas: «Te lo juro, Buddy, bien sabe Dios que podría..., y no tomo su nombre en vano»). En lugar de eso, le estoy haciendo una cometa. A ella le gustaría comprarme una bicicleta (lo ha dicho millones de veces: «Si pudiera, Buddy. La vida ya es bastante mala cuando tienes que prescindir de las cosas que te gustan a ti; pero, diablos, lo que más me enfurece es no poder regalar aquello que les gusta a los otros. Pero cualquier día te la consigo, Buddy. Te localizo una bici. Y no me preguntes cómo. Quizás la robe»). En lugar de eso, estoy casi seguro de que me está haciendo una cometa: igual que el año pasado, y que el anterior. El anterior a ése nos regalamos sendas hondas. Todo lo cual me está bien: porque somos los reyes a la hora de hacer volar las cometas, y sabemos estudiar el viento como los marineros; mi amiga, que sabe más que yo, hasta es capaz de hacer que flote una cometa cuando no hay ni la brisa suficiente para traer nubes.
La tarde anterior a la Nochebuena nos agenciamos una moneda de veinte centavos y vamos a la carnicería para comprarle a Queenie su regalo tradicional, un buen hueso masticable de buey. El hueso, envuelto en papel de fantasía, queda situado en la parte más alta del árbol, junto a la estrella. Queenie sabe que está allí. Se sienta al pie del árbol y mira hacia arriba, en un éxtasis de codicia: llega la hora de acostarse y no se quiere mover ni un centímetro. Yo me siento tan excitado como ella. Me destapo a patadas y me paso la noche dándole vueltas a la almohada, como si fuese una de esas noches tan sofocantes de verano. Canta desde algún lugar un gallo: equivocadamente, porque el sol sigue estando al otro lado del mundo.
—¿Estás despierto, Buddy?
Es mi amiga, que me llama desde su cuarto, justo al lado del mío; y al cabo de un instante ya está sentada en mi cama, con una vela encendida.
—Mira, no puedo pegar ojo —declara—. La cabeza me da más brincos que una liebre. Oye, Buddy, ¿crees que Mrs. Roosevelt servirá nuestra tarta para la cena?
Nos arrebujamos en la cama, y ella me aprieta la mano diciendo te quiero.
—Me da la sensación de que antes tenías la mano mucho más pequeña. Supongo que detesto la idea de verte crecer. ¿Seguiremos siendo amigos cuando te hagas mayor?
Yo le digo que siempre.
—Pero me siento horriblemente mal, Buddy. No sabes la de ganas que tenía de regalarte una bici. He intentado venderme el camafeo que me regaló papá. Buddy —vacila un poco, como si estuviese muy avergonzada—, te he hecho otra cometa.
Luego le confieso que también yo le he hecho una cometa, y nos reímos. La vela ha ardido tanto rato que ya no hay quien la sostenga. Se apaga, delata la luz de las estrellas que dan vueltas en la ventana como unos villancicos visuales que lenta, muy lentamente, va acallando el amanecer. Seguramente dormitamos; pero la aurora nos salpica como si fuese agua fría; nos levantamos, con los ojos como platos y errando de un lado para otro mientras aguardamos a que los demás se despierten. Con toda la mala intención, mi amiga deja caer un cacharro metálico en el suelo de la cocina. Yo bailo claque ante las puertas cerradas. Uno a uno, los parientes emergen, con cara de sentir deseos de asesinarnos a ella y a mí; pero es Navidad, y no pueden hacerlo. Primero, un desayuno lujoso: todo lo que se pueda imaginar, desde hojuelas y ardilla frita hasta maíz tostado y miel en panal. Lo cual pone a todo el mundo de buen humor, con la sola excepción de mi amiga y yo. La verdad, estamos tan impacientes por llegar a lo de los regalos que no conseguimos tragar ni un bocado.
Pues bien, me llevo una decepción. ¿Y quién no? Unos calcetines, una camisa para ir a la escuela dominical, unos cuantos pañuelos, un jersey usado, una suscripción por un año a una revista religiosa para niños: El pastorcillo. Me sacan de quicio. De verdad.
El botín de mi amiga es mejor. Su principal regalo es una bolsa de mandarinas. Pero está mucho más orgullosa de un chal de lana blanca que le ha tejido su hermana, la que está casada. Pero dice que su regalo favorito es la cometa que le he hecho yo. Y, en efecto, es muy bonita; aunque no tanto como la que me ha hecho ella a mí, azul y salpicada de estrellitas verdes y doradas de Buena Conducta; es más, lleva mi nombre, «Buddy», pintado.
—Hay viento, Buddy.
Hay viento, y nada importará hasta el momento en que bajemos corriendo al prado que queda cerca de casa, el mismo adonde Queenie ha ido a esconder su hueso (y el mismo en donde, dentro de un año, será enterrada Queenie). Una vez allí, nadando por la sana hierba que nos llega hasta la cintura, soltamos nuestras cometas, sentimos sus tirones de peces celestiales que flotan en el viento. Satisfechos, reconfortados por el sol, nos despatarramos en la hierba y pelamos mandarinas y observamos las cabriolas de nuestras cometas. Me olvido enseguida de los calcetines y del jersey usado. Soy tan feliz como si ya hubiésemos ganado el Gran Premio de cincuenta mil dólares de ese concurso de marcas de café.
—¡Ahí va, pero qué tonta soy! —exclama mi amiga, repentinamente alerta, como la mujer que se ha acordado demasiado tarde de los pasteles que había dejado en el horno—. ¿Sabes qué había creído siempre? —me pregunta en tono de haber hecho un gran descubrimiento, sin mirarme a mí, pues los ojos se le pierden en algún lugar situado a mi espalda—. Siempre había creído que para ver al Señor hacía falta que el cuerpo estuviese muy enfermo, agonizante. Y me imaginaba que cuando Él llegase sería como contemplar una vidriera baptista: tan bonito como cuando el sol se cuela a chorros por los cristales de colores, tan luminoso que ni te enteras de que está oscureciendo. Y ha sido una vidriera de colores en la que el sol se colaba a chorros, así de espectral. Pero apuesto a que no es eso lo que suele ocurrir. Apuesto a que, cuando llega a su final, la carne comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que las cosas, tal como son —su mano traza un círculo, en un ademán que abarca nubes y cometas y hierba, y hasta a Queenie, que está escarbando la tierra en la que ha enterrado su hueso—, tal como siempre las ha visto, eran verle a Él. En cuanto a mí, podría dejar este mundo con un día como hoy en la mirada.
Ésta es la última Navidad que pasamos juntos.
La vida nos separa. Los Enterados deciden que mi lugar está en un colegio militar. Y a partir de ahí se sucede una desdichada serie de cárceles a toque de corneta, de sombríos campamentos de verano a toque de diana. Tengo además otra casa. Pero no cuenta. Mi casa está allí donde se encuentra mi amiga, y jamás la visito.
Y ella sigue allí, rondando por la cocina. Con Queenie como única compañía. Luego sola. («Querido Buddy», me escribe con su letra salvaje, difícil de leer, «el caballo de Jim Macy le dio ayer una horrible coz a Queenie. Demos gracias de que ella no llegó a enterarse del dolor. La envolví en una sábana de hilo, y la llevé en el carricoche al prado de Simpson, para que esté rodeada de sus huesos...») Durante algunos noviembres sigue preparando sus tartas de frutas sin nadie que la ayude; no tantas como antes, pero unas cuantas: y, por supuesto, siempre me envía «la mejor de todas». Además, me pone en cada carta una moneda de diez centavos acolchada con papel higiénico: «Vete a ver una película y cuéntame la historia.» Poco a poco, sin embargo, en sus cartas tiende a confundirme con su otro amigo, el Buddy que murió en los años ochenta del siglo pasado; poco a poco, los días trece van dejando de ser los únicos días en que no se levanta de la cama: llega una mañana de noviembre, una mañana sin hojas ni pájaros que anuncia el invierno, y esa mañana ya no tiene fuerzas para darse ánimos exclamando: «¡Vaya por Dios, ha llegado la temporada de las tartas de frutas!»
Y cuando eso ocurre, yo lo sé. El mensaje que lo cuenta no hace más que confirmar una noticia que cierta vena secreta ya había recibido, amputándome una insustituible parte de mí mismo, dejándola suelta como una cometa cuyo cordel se ha roto. Por eso, cuando cruzo el césped del colegio en esta mañana de diciembre, no dejo de escrutar el cielo. Como si esperase ver, a manera de un par de corazones, dos cometas perdidas que suben corriendo hacia el cielo.