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miércoles, 18 de febrero de 2015

Richard Yates - La construcción



ES cosa sabida que los escritores que escriben sobre escritores pueden provocar fácilmente la peor clase de aborto literario. Si un relato empieza con algo como «Craig apagó con rabia el cigarrillo y se lanzó a la máquina de escribir», está claro que ni un solo editor en Estados Unidos tendrá ganas de leer la siguiente frase.
Quedaos tranquilos: prometo que esto va a ser un relato serio y convencional acerca de un taxista, una artista de cine y un eminente psicólogo infantil. Pero tendréis que ser un poco pacientes, porque la cosa incluye también a un escritor. No voy a llamarle «Craig», y puedo garantizar que no va a ser la única Persona Sensible entre todos los personajes, pero dentro de nada vamos a pasar un rato con él y podéis contar con que será tan raro y tan molesto como suelen serlo los escritores, tanto en la ficción como en la vida.
Hace trece años, en 1948, yo tenía veintidós y trabajaba como corrector de estilo en la sección de noticias económicas de la agencia United Press. Cobraba cincuenta y cuatro dólares a la semana; no era un empleo muy interesante pero me proporcionaba dos cosas buenas. Una era que cuando alguien preguntaba a qué me dedicaba, yo podía decir: «Trabajo en UP», lo cual sonaba vistoso; la otra era que cada mañana podía presentarme en la redacción del Daily News con cara de agotamiento, una trinchera barata que me había quedado una talla demasiado pequeña y un sombrero de fieltro marrón muy manoseado (entonces lo habría llamado «maltrecho», y doy gracias de que ya sé un poco más sobre honestidad en el uso de las palabras. Era un sombrero manoseado, sí, manoseado de tanto pellizcarlo y darle forma así y asá por los nervios; no estaba maltrecho en absoluto). A lo que voy es a que durante unos minutos cada día, cuando remontaba la ligera cuesta de los cien últimos metros entre la salida del metro y el edificio del News, yo era Ernest Hemingway llevando mi crónica al Kansas City Star.
¿Hemingway había ido y vuelto de la guerra antes de cumplir los veinte? Bueno, yo también; sí, de acuerdo, en mi bagaje no había heridas ni medallas al valor, pero en lo básico coincidíamos. ¿Hemingway había perdido el tiempo en algo tan prolijo como cursar estudios universitarios? Qué va; y yo tampoco. ¿Podía Hemingway haber tenido alguna vez verdadero interés por el periodismo? Claro que no. Así que, ya veis, no había más que una pequeñísima diferencia: él con su chollo en el Star y yo con mi deprimente empleo temporal en la sección de economía. Lo importante, y me constaba que el propio Hemingway habría estado de acuerdo conmigo, era que un escritor tenía que empezar donde fuera.
«Los bonos de empresas nacionales han experimentado una subida inusitada en la, por lo demás, no muy movida sesión de esta mañana...» Ése era el tipo de prosa que yo escribía a diario para el télex de UP, cosas como «Acciones petrolíferas al alza marcan el ritmo del mercado libre» y «Declaran directivos de la empresa Cojinetes Timken» ... centenares de palabras que nunca llegué a entender (¿Se puede saber qué demonios son ventas al descubierto y qué es un fondo de amortización de obligaciones? Que me aspen si lo sé), mientras los teletipos resoplaban como condenados y la cinta del teleimpresor reflejaba las cotizaciones de Bolsa y a mi alrededor todo el mundo hablaba de béisbol, hasta que, por fin, llegaba la hora de volver a casa.
Siempre me agradó constatar que Hemingway se había casado joven; a eso yo podía decir amén. Joan —mi mujer— y yo vivíamos lo más al oeste que se puede llegar en la calle Doce oeste; era una habitación grande con tres ventanas, en la tercera planta del edificio, y no teníamos nosotros la culpa si aquello no era la Rive Gauche. Cada día, después de cenar, mientras Joan fregaba los platos, reinaba en la habitación un silencio respetuoso, casi reverente, y era entonces cuando yo me retiraba al rincón donde, tras un biombo de tres hojas, habíamos colocado una mesa, una lámpara de escritorio y una máquina de escribir portátil. Pero era ahí, cómo no, bajo el blanco resplandor de esa lámpara, donde el tenue paralelismo entre Hemingway y yo experimentaba su más dura prueba. Porque no era ningún «Allá en Michigan» lo que salía de mi máquina; ni mucho menos «El vendaval de tres días» o «Los asesinos»; de hecho, las más de las veces no era nada en absoluto, e incluso cuando Joan lo calificaba de «maravilloso», en el fondo yo sabía que era siempre, pero siempre, algo realmente malo.
Había también otras noches en las que lo único que hacía detrás del biombo era racanear —qué sé yo, leer hasta la última palabra de lo impreso en una caja de cerillas, o todos los anuncios que venían en la Saturday Review of Literature—, y fue en una de esas ocasiones, estábamos en otoño, cuando me topé con esto:

Oportunidad insólita para escritor con talento. Se requiere imaginación. Bernard Silver

y a continuación un número de teléfono que por el prefijo parecía ser del Bronx.
No voy a molestarme en transcribir el lacónico e ingenioso diálogo á la Hemingway que tuvo lugar esa noche cuando salí de detrás del biombo y Joan se volvió de espaldas al fregadero, las manos chorreando agua jabonosa sobre la página de la revista; podemos ahorrarnos también mi cordial y nada instructiva charla por teléfono con Bernard Sil- ver. Saltaré a dos noches más tarde, cuando tras una hora de trayecto en metro llegué finalmente a su casa.
—¿Señor Prentice? —dijo—. Disculpe, no recuerdo su nombre de pila. ¿Bob? Estupendo, Bob. Llámame Bernie. Adelante, pasa, ponte cómodo.
Y creo que tanto Bernie como su vivienda sí merecen una breve descripción. Él debía de tener cuarenta y pico largos, era mucho más bajo que yo y mucho más robusto y llevaba puesta una camisa sport que parecía cara, de color azul y con los faldones por fuera. También su cabeza debía de ser la mitad de grande que la mía; el cabello negro, que ya le raleaba, lo llevaba peinado hacia atrás como si hubiera estado un rato en la ducha con la cabeza mirando hacia arriba, y su cara reflejaba tan poca malicia y tanta seguridad en sí mismo como pocas veces he visto en otras caras.
El apartamento era espacioso, muy limpio, pintado de color crema, con mucha alfombra y vanos en forma de arco. En el hueco que había al lado del vestidor («Quítate la chaqueta y el sombrero; bien. Vamos a dejar esto en una percha y todo arreglado; bien»), vi unas fotografías enmarcadas de soldados de la Gran Guerra en grupos diversos, pero no había fotos ni cuadros en las paredes de la sala de estar, sólo unos cuantos apliques de hierro forjado y un par de espejos. Una vez dentro de la sala, sin embargo, difícilmente podía uno reparar en la ausencia de fotos, porque toda la atención iba dirigida a una sorprendente pieza del mobiliario. No sé cómo lo llaman —¿credenza, tal vez?—, pero fuera lo que fuese parecía que no acababa nunca, en algunos sitios alta hasta el pecho y en otros hasta la cintura, de chapa de madera marrón pulida de al menos tres tonos distintos. Una parte era televisor, otra parte era radio-gramola; una parte, menos compacta, se dividía en anaqueles sobre los cuales había estatuillas y tiestos con plantas; otra parte, en fin, provista de tiradores cromados e ingeniosos paneles deslizantes, era un mueble-bar.
—¿Ginger ale? —preguntó—. Mi mujer y yo no bebemos alcohol, pero puedo ofrecerte un vaso de ginger ale.
Probablemente la mujer de Bernie se iba siempre al cine cuando él entrevistaba a sus candidatos; la conocí más adelante, pero a eso ya llegaremos. El caso es que allí estábamos él y yo esa noche, solos, instalados con nuestros ginger ale en butacas de resbaladiza piel sintética. Fuimos directamente al asunto.
—En primer lugar, Bob —dijo—. ¿Has leído Con la bandera baja?
Y antes de que yo pudiera preguntarle de qué me estaba hablando, lo sacó de un recoveco en la credenza y me lo pasó: era un tomo en tapa blanda que todavía se ve en expositores de libros de bolsillo, las supuestas memorias de un taxista de Nueva York. Después empezó a explicarme su propuesta mientras yo miraba el libro, asintiendo con la cabeza y deseando no haber salido de casa.
Bernard Silver también era taxista. Lo había sido durante veintidós años, tantos como lo que yo llevaba vivido entonces, y en los dos o tres últimos de su carrera había empezado a pensar que una versión ligeramente novelada de sus experiencias podía muy bien generar una fortuna. «Me gustaría que echaras un vistazo a esto», dijo, y la credenza proporcionó esta vez una cajita con fichas de doce centímetros por ocho. Experiencias a cientos, me dijo; todas diferentes; y, si bien quería dejarme claro que tal vez no eran totalmente ciertas, podía asegurarme que en todas ellas había al menos un granito de verdad. ¿Me imaginaba yo lo que un buen escritor por delegación, eso que llamaban un «negro», podía hacer con tantísimo material? ¿O los ahorrillos que ese mismo escritor podría reunir cuando empezasen a llegar los cheques por venta en librerías y por derechos de autor en formato libro y película?
—No sé, señor Silver. Tendría que pensarlo detenidamente. Primero me gustaría leer el libro y ver si le encuentro alguna...
—No, un momento. Te estás adelantando, Bob. En primer lugar, prefiero que no leas ese libro porque no aprenderías nada. Es en plan gánsters y mujeres fatales; sexo, alcohol, violencia... Lo mío no tiene nada que ver.
Me quedé allí sentado meciendo el ginger ale como si necesitara saciar una sed descomunal, mientras pensaba en escaparme de allí tan pronto como él hubiera terminado de aclarar cuán diferente era lo suyo. Bernie Silver era —me dijo con estas palabras— una persona afectuosa; un tipo normal y corriente con un corazón grande como la intemperie y una auténtica filosofía dé la vida; ¿entendía yo lo que me quería decir?
Tengo un truco para dejar de escuchar a la gente (es fácil; sólo hay que fijar la vista en la boca del que habla y observar las formas siempre cambiantes y rítmicas de sus labios y lengua, y un momento después uno comprueba que ya no oye nada), y me disponía a ponerlo en práctica cuando Bernie dijo:
—No me malinterpretes, Bob. Aún no ha llegado el día en que le pida a un escritor que escriba una sola palabra por mi cara bonita. Si tú escribes para mí, cobrarás. Naturalmente, en esta fase del partido no va a poder ser un montón de dinero, pero cobrarás, eso sí. ¿Te parece bien? Trae, que te sirvo más ginger ale.
He aquí la proposición: Él me daría una idea sacada del fichero; yo debía desarrollarla en forma de cuento narrado en primera persona por Bernie Silver, extensión entre mil y dos mil palabras, pagaderas con carácter inmediato. Si le gustaba el resultado, habría continuidad —tanto como un encargo a la semana, si yo podía asumirlo—, y por supuesto, aparte del primer pago en concepto de anticipo, me garantizaba un generoso porcentaje de los posibles ingresos que pudieran derivarse del material editado. Quiso ser traviesamente enigmático sobre sus planes para comercializar los cuentos, aunque insinuó que el Reader’s Digest podría estar interesado en publicarlos y confesó que no tenía prevista todavía ninguna editorial para sacarlos más adelante en forma de libro, pero dijo que podía darme un par de nombres que me tirarían de espaldas. ¿Había oído hablar, por ejemplo, de Manny Weidman?
—O puede que —añadió, mostrando su sonrisa más comercial—, sí, puede que Wade Manley te suene más. —Acababa de pronunciar el nombre de una estrella de cine, un hombre tan famoso en los años treinta y cuarenta como ahora Kirk Douglas o Burt Lancaster. Wade Manley había sido amigo de Bernie aquí en el Bronx, cuando iban a primaria, y desde entonces habían mantenido el contacto a través de amistades mutuas; y si algo impedía que su amistad se marchitara era el reiterado deseo de Wade Manley de representar el papel del rudo y encantador Bernie Silver, taxista de la ciudad de los rascacielos, en cualquier película o serie televisiva basada en su pintoresca vida—. Ahora te daré otro nombre —continuó, esta vez entornando los ojos con cara astuta al pronunciarlo, como si el hecho de que yo lo reconociera o no pudiese servir de indicativo de mi nivel cultural—: el doctor Alexander Corvo.
Tuve la suerte de no poner mucha cara de tonto. No podía decirse que fuera una celebridad, pero no era en absoluto un don nadie. Era uno de esos nombres que salen en el New York Times, gente que a decenas de millares de personas les suena de algo porque durante años han venido topándose con elogiosas alusiones en las páginas del Times. Bueno, sí, no tenía el impacto de un «Lionel Trilling» o un «Reinhold Niebuhr», pero por ahí andaba la cosa; podía estar en la misma categoría que «Hungtington Hartford» o «Leslie R. Groves», y sin duda uno o dos puntos por encima de un «Newbold Morris».
—¿Se refiere al como se llame eso que hace? —dije—. ¿El de los traumas de la infancia?
Bernie asintió con gesto solemne, perdonándome la vulgaridad, y volvió a pronunciar el nombre con su adecuada identificación.
—Me refiero al doctor Alexander Corvo, el eminente psicólogo infantil.
Y es que, camino de alcanzar la eminencia, el doctor Corvo había sido antiguamente profesor en esa misma escuela primaria del Bronx, y dos de los más díscolos y queridos pequeños granujas que había tenido bajo su tutela fueron Bernie Silver y ese Manny No-sé-cuántos, el actor de cine. Al cabo de los años el doctor Corvo continuaba sintiendo una incurable debilidad por aquel par de jovencitos, y nada le agradaría tanto como hacer valer sus posibles influencias en el mundo editorial a fin de darle un empujoncito al proyecto. Lo único que necesitaban los tres, por lo visto, era encontrar al cuarto elemento, ese esquivo catalizador, el escritor ideal.
—Te digo la verdad. Bob —continuó Bernie—. He probado a un sinfín de candidatos, pero ninguno de ellos me servía. Como a veces desconfío de mi propio criterio, le llevo lo que han escrito al doctor Corvo y él pone mala cara y me dice: «Continúa intentándolo, Bernie». —Se inclinó al frente con gesto serio—. Mira, Bob. Todo esto no son castillos en el aire. No se trata de ninguna tomadura de pelo. Esto se está construyendo, ¿entiendes? Manny, el doctor Corvo y yo mismo estamos construyendo esta idea. No, tranquilo, ya lo sé (espero no parecer tan estúpido); sé que ellos no están construyendo igual que lo hago yo. ¿Qué motivo iban a tener, siendo el primero una gran estrella de cine y el segundo un especialista de fama contrastada? ¿Te crees que no tienen montones de cosas en que pensar, que construir, cosas mucho más importantes? Por supuesto que sí. Pero Bob, no te miento: están interesados en la idea. Puedo enseñarte cartas, puedo hablarte de las muchas veces que han estado aquí con sus respectivas mujeres (Manny al menos) y de las horas que hemos pasado discutiendo. Les interesa mucho, por eso no hay que preocuparse. Quiero que esto te quede muy claro, Bob. Te estoy diciendo la verdad. La idea se está construyendo.
Y lo ilustró haciendo como que levantaba un edificio con las dos manos, despacio, empezando desde el suelo, colocando invisibles sillares uno encima de otro hasta forjar una construcción de dinero y fama para él, dinero y libertad para los dos, culminándola a la altura de nuestros ojos.
Yo le dije que la idea me parecía bien, ciertamente, pero que si no le importaba aclararme un poco el asunto de los pagos por cada cuento.
—Pues te voy a dar la respuesta ahora mismo —dijo. Fue otra vez a la credenza (una de cuyas secciones parecía una especie de escritorio), y tras rebuscar entre papeles sacó un cheque personal—. No sólo te lo diré —dijo—, sino que te lo voy a enseñar. ¿Qué opinas, Bob? Éste era mi último escritor: toma, lee.
Era un cheque cancelado, y allí decía que Bernard Silver había pagado —a la orden de determinado nombre— la cantidad de veinticinco dólares sin centavos. Bernie insistió en que lo leyese, como si el cheque fuera por derecho propio una obra literaria de envergadura; me observó girarlo para leer el endoso del individuo, que estaba firmado al pie de unas palabras no muy legibles del propio Bernie (diciendo que esto era el importe total del anticipo) y el sello de la entidad bancaria.
—¿Te parece correcto? —inquirió—. Pues ése es el pacto. ¿Todo aclarado?
Supuse que no iba a conseguir más aclaración que ésa, de modo que le devolví el talón y dije que si me enseñaba alguna de las fichas, o lo que fuera, podíamos meternos en faena ahora mismo.
—Eeeh, alto ahí! Para el carro, muchacho. —Su sonrisa no pudo ser más grande—. Te gusta hacer las cosas rápido, ¿verdad, Bob? Mira, me caes bien, que conste, pero ¿no crees que sería un poco burro si me dedicara a dar cheques a todo el que entra en mi casa diciendo que es escritor? Ya sé que trabajas de periodista. Muy bien. ¿Quiere eso decir que eres escritor? ¿Qué tal si me enseñas eso de ahí?
Sobre mi regazo descansaba un sobre grande con copias en papel carbón de los dos únicos relatos presentables que había conseguido parir en mi vida.
—Sí, claro —dije—. Cómo no. Naturalmente son cosas de un estilo muy diferentes de lo que usted me...
—No importa, no importa; pues claro que son de estilo diferente —dijo, abriendo el sobre—. Tú relájate, que yo echo un vistazo.
—Quiero decir que son dos cuentos muy... bueno, digamos muy literarios, por así decir. Dudo que puedan darle una verdadera idea de mi...
—Relájate, hazme caso.
Sacó del bolsillo de su camisa unas gafas sin montura y se las colocó trabajosamente mientras se retrepaba, frunciendo el entrecejo, para leer. Le costó lo suyo terminar la primera página del primer cuento, y yo le observaba preguntándome si estaba asistiendo al punto más bajo de toda mi carrera literaria. ¡Un taxista, por el amor de Dios! Por fin pasó a la segunda página, y esta vez llegó tan deprisa al final que no me cupo duda de que se saltaba líneas. Luego vinieron la tercera y la cuarta —era un cuento de doce o catorce páginas—, mientras yo sostenía en la mano el vaso ya vacío y caliente de ginger ale como dispuesto a armarme de valor y tirárselo a la cara.
A medida que avanzaba en la lectura, vi que iba asintiendo con la cabeza, como dudando primero, pero luego con gesto más crítico. Terminó el relato, puso cara de perplejidad, volvió a leer la última página; luego lo dejó a un lado y cogió el segundo, no para leerlo sino sólo para ver cuán largo era. Estaba claro que por hoy ya tenía bastante. Desaparecieron las gafas y apareció la sonrisa.
—Está muy bien —dijo—. Ahora no voy a leer el segundo, pero este primero está muy bien. Bueno, claro, como tú bien has dicho, es un material muy diferente de lo que estábamos hablando. Quiero decir que me resulta un poquito difícil... ya sabes... —Quitó importancia al resto de esta complicada frase con un gesto ambiguo de la mano—. Pero, mira, te voy a decir una cosa. En vez de leer y nada más, deja que te haga un par de preguntas sobre el tema. Vamos a ver. —Cerró los ojos y se tocó delicadamente los párpados con los dedos, en actitud de pensar, o probablemente fingiendo que lo hacía para así dar más peso a sus palabras—. Por ejemplo, deja que te pregunte lo siguiente: Supongamos que alguien te escribe una carta diciendo: «Bob, como hoy no tenía tiempo para escribirte una carta breve, he decidido escribirte una más larga». ¿Tú entenderías lo que intenta decir con eso?
Tranquilos, esa parte de la velada se me dio muy bien. No iba a permitir que se me escaparan de las manos veinticinco pavos sin plantear un poco de batalla; y mi respuesta (ya no recuerdo qué tontería le dije, muy serio yo) no pudo dejarle la menor duda respecto a que este candidato a negro sabía algo de la dificultad y del valor de la compresión en la prosa. Sea como fuere, mis palabras parecieron gratificarlo.
—Bien. Ahora probemos desde otro ángulo. Antes te hablaba de «construir», ¿no? Veamos, ¿te das cuenta de que escribir un relato también es construir algo?, ¿que es como construir una casa? —Y tanto le agradó esta imagen de cosecha propia que ni siquiera esperó a recibir de mi parte el aplicado gesto de cabeza con que pensaba felicitarlo por ello—. Pues bien, una casa necesita un tejado, pero si construyes el tejado lo primero de todo luego tendrás problemas, ¿no es cierto? Antes de construir el tejado tienes que levantar las paredes. Antes de levantar las paredes tienes que poner los cimientos, y así sucesivamente. Antes de pensar en los cimientos, tienes que poner las excavadoras a trabajar y hacer un agujero a la medida de tus necesidades. ¿Me equivoco?
No podía estar yo más de acuerdo con mi interlocutor, pero él seguía ajeno a mi extasiada mirada aduladora. Se frotó el borde de la nariz con uno de sus gruesos nudillos y a continuación me miró de nuevo con aire triunfal.
—Está bien, vamos a suponer que construyes una casa así. ¿Y luego qué? ¿Cuál es la primera pregunta que tienes que hacerte una vez terminada la casa?
Pero yo ya veía que le daba igual si ésta la fallaba como si no. Él sabía cuál era la pregunta y casi no pudo esperar a decírmelo.
—¿Dónde están las ventanas? —Extendió las manos con las palmas hacia arriba—. Ahí tienes la pregunta. ¿Por dónde entra la luz? Porque ¿entiendes lo que quiero decir con esto de que entre la luz, Bob? Hablo de la... de la filosofía de nuestra historia; hablo de su verdad; de su...
—De su iluminación, por así decir —le corté, y él dejó de buscar un tercer sustantivo con un sonoro y feliz chasquido de los dedos.
—Eso es. Eso es, Bob. Lo has entendido.
Cerramos el trato tomando otro ginger ale y él se puso a buscar en el fichero una idea para mi cuento de prueba. La «experiencia» que eligió fue la vez en que Bernie Silver había salvado un matrimonio de neuróticos, allí mismo, en el taxi, simplemente calándolos por el retrovisor mientras se peleaban y aportando unas pocas y bien escogidas palabras de su repertorio. Al menos, eso fue lo que deduje. En la ficha no ponía más que lo siguiente:

Hombre y mujer de clase alta (Park Ave.) empiezan a reñir en el taxi, muy exaltados, ella le grita que quiere el divorcio. Yo los miro por el retrovisor y aporto mi granito de arena, y enseguida estamos todos riendo. Escribir sobre el matrimonio, etc.

Pero Bernie expresó su plena confianza en que yo sabría sacarle todo el partido.
Luego, mientras él procedía a la compleja tarea de sacar mi trinchera del vestidor y ayudarme a ponérmela, tuve tiempo para mirar con más detenimiento las fotos de la Gran Guerra que había en el hueco de al lado: una compañía formada, varias instantáneas amarillentas de hombres riendo cogidos por los hombros, y luego una foto central de un corneta, solo en medio de una plaza de armas, con polvorientos barracones y una bandera izada de fondo. Podría haber sido la portada de una vieja revista de la American Legión, con un titular como «el deber». Era el perfecto soldado, tieso y flaco en posición de firmes; las Gold Star Mothers habrían derramado lágrimas comentando sobre la masculina veneración con que su perfil presionaba la embocadura del sencillo y elocuente instrumento.
—Veo que te gusta la foto —dijo Bernie con afecto—. Seguro que jamás adivinarías quién es en la actualidad ese muchacho.
¿Wade Manley? ¿El doctor Alexander Corvo? ¿Lionel Trilling? Pero imagino que en realidad, ya antes de volver la cabeza y ver su rostro radiante, sonrojado, sabía que el chico de la foto no era sino el propio Bernie. Y aunque os suene a tontería, tengo que decir que sentí por él una pequeña pero muy sincera admiración.
—Caray, Bernie —dije—. Tienes una pinta increíble en esa foto.
—Bueno, al menos entonces estaba mucho más delgado —dijo él, dándose unas palmadas en la barriga mientras íbamos hacia la puerta.
Recuerdo que miré aquella carota fofa, de bobo, tratando de encontrar en ella los rasgos juveniles del corneta.
Mientras me balanceaba al ritmo del vagón de metro e iba soltando algún que otro eructo suave con sabor a ginger ale, fui cada vez más consciente de que veinticinco dólares por unas dos mil palabras era mucho más de lo que habrían querido para sí muchísimos escritores; era prácticamente la mitad de lo que me pagaban por estar cuarenta penosas horas entre los bonos de sociedades del país y los fondos de amortización; y si a Bernie le gustaba la prueba, si acordábamos que le hiciese un cuento por semana, vendría a ser casi lo mismo que un aumento de sueldo del cincuenta por ciento. ¡Setenta y nueve dólares semanales! Con toda esa pasta, sumada a los cuarenta y seis que Joan aportaba trabajando de secretaria, en cuestión de nada podríamos pagarnos un viaje a París (y quizás una vez allí no conoceríamos a ninguna Gertrude Stein ni a ningún Ezra Pound, quizá no escribiría yo nada como Fiesta, pero expatriarme lo antes posible era poco menos que vital para mis planes hemingwayanos). Además, a lo mejor era divertido y todo; o por lo menos tendría gracia contarlo después; yo sería el taxista del taxista, el constructor del constructor.
El caso es que no paré de correr hasta que llegué a la Doce oeste, y si no entré en casa de sopetón, riendo y gritando y haciendo payasadas, fue sólo porque decidí aguardar un momento, apoyado en los buzones de la entrada, hasta recuperar el resuello y componer la expresión entre divertida y cortés con que pensaba contárselo todo a Joan.
—Ya, pero ¿quién supones tú que va poner el dinero? —me preguntó—. Porque no todo saldrá de su bolsillo, digo yo. Dudo que un taxista pueda permitirse pagar veinticinco dólares a la semana durante mucho tiempo.
Era éste un aspecto de la cuestión que se me había pasado por alto —y era típico de ella salirme con una pregunta tan rematadamente lógica—, pero traté de salvar el obstáculo con mi peculiar romanticismo cínico.
—Vete a saber. Pero qué más da, ¿no? Quizá lo pone Wade Manley. Quizá lo pone el doctor ese como se llame. El caso es que la pasta está ahí.
—Entonces, bueno —dijo ella—. ¿Cuándo crees que podrías tener listo el cuento?
—Bah, será coser y cantar. Un par de horas este fin de semana, y listo.
Pero no fue así. Los intentos fallidos se repitieron a lo largo de toda la tarde del sábado. Me quedaba atascado en los diálogos entre la pareja, me entraban incertidumbres de tipo técnico sobre lo que Bernie veía de ellos a través del espejo retrovisor, por no hablar de lo que un taxista común y corriente podía comentar en semejante situación sin que el tipo de atrás le dijese que se callara la boca y estuviera atento al volante.
El domingo por la tarde ya no hacía otra cosa que ir de un lado a otro partiendo lápices por la mitad y tirándolos a la papelera, mandándolo todo al cuerno; estaba visto que ni siquiera era capaz de hacer de maldito negro para un maldito taxista palurdo e ignorante.
—Es que te lo tomas demasiado a pecho —me dijo Joan. Ay, sabía que iba a pasar esto. Para ti es como si se tratara del gran desafío literario, Bob, y eso es ridículo. Lo único que tienes que hacer es pensar en las cosas cursis y simplonas que has leído o te han contado por ahí. Piensa en Irving Berlin.
Y yo le contesté que le iba a dar en los morros con su Irving Berlin como no me dejara en paz y se metiera en sus propios asuntos.
Pero más tarde, por la noche, como el mismo Irving Berlin podría haberlo expresado, sucedió algo maravilloso. Agarré del pescuezo a la maldita historia y empecé a «construir» en plan serio. Primero puse a trabajar las excavadoras y rellené el agujero con unos buenos cimientos; luego saqué las tablas y plonc, plonc, plonc: me monté unas paredes y un tejado y una chimenea muy mona. Oh, también puse muchas ventanas, claro —grandes y cuadradas—, y cuando la luz entró por ellas no dejó ni la menor sombra de duda de que Bernie Silver era el hombre más sabio, afable, valeroso y encantador sobre la capa de la tierra.
—Es perfecto, Bob —dijo Joan en el desayuno, después de haberlo leído—. Te ha quedado perfecto. Estoy segura de que es exactamente lo que él quiere.
Lo era, en efecto. Nunca olvidaré a Bernie sentado con su ginger ale en una mano y mi tembloroso manuscrito en la otra, leyendo como me atrevería a decir que no había leído en su vida, explorando todas las comodidades y pequeñas maravillas de la casita que yo había construido para él. Vi cómo descubría, una tras otra, cada una de las ventanas y cómo su cara adquiría un halo de santidad con la luz que dejaban pasar. Cuando hubo terminado se puso de pie —ambos nos levantamos— y me estrechó la mano.
—Precioso —dijo—. Tenía el presentimiento de que ibas a escribir algo bueno, Bob, pero no sabía que lo harías tan bien. Ahora querrás el cheque, pero te voy a decir una cosa. No habrá ningún cheque; este cuento lo cobras en metálico.
Sacó de un bolsillo su fiel cartera negra de taxista, extrajo un billete de cinco dólares y me lo puso en la palma de la mano. Sin duda, pensé, quería hacer un ceremonial del acto de ir dándome los billetes uno detrás de otro, así que me quedé sonriendo a la espera del siguiente; y todavía estaba allí de pie sonriendo, con la mano tendida, cuando alcé los ojos y vi que se guardaba la cartera.
¡Cinco pavos! Incluso ahora desearía poder afirmar que grité esto, o que al menos el tono con que lo dije reflejó la indignación que me atenazó las tripas —me habría ahorrado luego un montón de complicaciones—, pero lo cierto es que salió en forma de mansa preguntita:
—¿Cinco pavos?
—¡Exacto!
Bernie se mecía tan contento sobre los talones.
—Ya, pero Bernie, ¿esto qué es? Tú me enseñaste ese cheque y yo...
Al tiempo que la sonrisa se desvanecía, su cara adoptó una expresión dolida y asombrada, como si acabara de escupirle.
—Oh, Bob. ¿Qué significa esto? —dijo—. Mira, jueguecitos no, ¿eh? Claro que te enseñé el cheque; y te lo voy a enseñar otra vez.
Los pliegues de su camisa sport temblaron de justa ira cuando se volvió hacia la credenza para coger el talón.
Era el mismo, desde luego. Allí seguía poniendo veinticinco dólares sin centavos; pero ahora la letra apretujada de Bernie en el reverso, encima de la firma del otro tipo y traspasando el sello del banco, era perfectamente legible. Y, cómo no, decía: «Importe total del anticipo, por cinco entregas».
O sea que no me habían robado —sólo estafado un poquito, quizá—, de ahí que en aquel momento mi principal problema, la morbosa sensación (con sabor a ginger ale) que estaba seguro Ernest Hemingway no había llegado a conocer en su vida, fuera el sentirme como un imbécil.
—¿Tengo razón o no, Bob? —me preguntaba Bernie—. ¿Tengo razón o no?
Me hizo sentar otra vez y desplegó sus mejores sonrisas para aclararme las cosas. Pero ¿cómo se me había ocurrido pensar que eran veinticinco dólares la pieza? ¿Tenía yo alguna idea de lo que ganaba un taxista? Oh, bueno, dejando aparte a los que eran propietarios del coche, pero ¿un taxista normal?, ¿por cuenta de una compañía de taxis? Pues cuarenta, cuarenta y cinco dólares, quizás hasta cincuenta a la semana, si había suerte. Incluso para alguien como él, sin hijos y con una mujer que trabajaba a jornada completa en la compañía de teléfonos, no era ninguna bicoca. Y si no le creía, que preguntara yo a cualquier otro taxista: no era ninguna bicoca.
—Oye, no pensarás que es otra persona la que corre con los gastos, ¿verdad? ¿Verdad, Bob? —Me miró con cara de incredulidad, casi a punto de reír, como si la idea misma de que yo pudiera pensar tal cosa borrara toda duda razonable acerca de que me chupaba el dedo.
—Mira, Bob, lamento mucho el malentendido —continuó, acompañándome a la puerta—, pero me alegro de que todo haya quedado claro. Porque, en serio, eso que has escrito está pero que muy bien; tengo la sensación de que vamos por el buen camino. Haremos una cosa, Bob, te llamo dentro de unos días, ¿de acuerdo?
Y recuerdo que me desprecié a mí mismo por no tener agallas para decirle que no se molestara, como tampoco fui capaz de sacudirme la pesada mano paternal que cabalgaba sobre mi nuca mientras andábamos. Junto a la puerta, una vez más delante del joven corneta, tuve la súbita y desagradable idea de que podía prever el diálogo que estaba a punto de tener lugar. Yo diría: «Bernie, ¿de verdad eras corneta en el ejército, o sólo fue para la foto?».
Y sin el menor asomo de vergüenza, sin la más mínima alteración en su cándida sonrisa, él contestaría: «Sólo para la foto».
Peor aún: supe que el corneta giraría hacia mí su cabeza tocada con la gorra de campaña, que el perfil tenso de la foto se relajaría poco a poco, que se apartaría de aquel instrumento por cuya embocadura sus torpes labios sin talento musical no habrían podido soplar ni un miserable pedo, y que me haría un guiño. No quise correr ese riesgo y me limité a decir:
—Ya nos veremos, Bernie.
Salí de allí a toda prisa y me fui a casa.
Joan reaccionó a la noticia de manera sorprendentemente afable. No, no quiero decir que fuese «buena» conmigo, cosa que me habría dejado por los suelos teniendo en cuenta mi estado; digamos que fue «buena», pero con Bernie.
Que qué valor tenía, pobrecillo, perdido como estaba, con sus grandes e inalcanzables sueños... por ahí fue la cosa.
Y ¿me hacía yo cargo del dinero que debía de haberse gastado en todos estos años?, ¿cuántos de esos cheques de cinco dólares, que tantos sudores le costaban, debía de haber echado a las hambrientas fauces de escritores de segunda, tercera o décima categoría? Qué suerte tenía el pobre, aun recurriendo a triquiñuelas con un cheque cancelado, de contar al fin con un escritor de primera. Y qué detalle tan enternecedor, tan «bonito», haber reconocido su categoría diciendo «Este cuento lo cobras en metálico».
—Ya, pero por los clavos de Cristo —le dije, dando gracias de ser yo por una vez, y no ella, quien tuviera presente los funestos aspectos prácticos—. Tú sabes a qué viene que me haya pagado en metálico, ¿o no? Pues a que la semana que viene venderá ese relato al Reader’s Digest, la madre que los parió, por ciento cincuenta dólares; y a que si yo tuviera un cheque fotocopiado como prueba de que soy el autor, Bernie se metería en un buen lío. La razón es ésa.
—Muy bien, ¿qué te juegas? —me retó ella, mirándome con aquella encantadora y sincera mezcla de compasión y orgullo—. ¿Qué te juegas a que si realmente lo coloca, en el Reader’s Digest o donde sea, insistirá en darte la mitad?
—¿Bob Prentice? dijo por el teléfono una voz jovial tres noches después—. Soy Bernie Silver. Bob, acabo de estar en casa del doctor Alexander Corvo y, bueno, no te lo voy a decir con palabras textuales, pero te avanzo una cosa: El doctor Corvo opina que eres muy buen escritor.
Fuera cual fuese mi respuesta —«Oh, ¿de veras?», o tal vez «¿En serio le ha gustado mucho?»—, debió de ser lo bastante penosa y reveladora como para que Joan se acercara de inmediato, sonriendo de oreja a oreja. Recuerdo que me tiró de la manga de la camisa como para decir: «¿Lo ves? Ya te lo decía yo». Y tuve que apartarla y hacer gestos para que se estuviera callada durante el resto de la conversación.
—Quiere enseñar el cuento a un par de contactos que tiene en el mundillo editorial —estaba diciendo Bernie—, y me ha pedido que haga otra copia para enviársela a Manny. O sea que escucha, mientras esperamos a ver qué pasa con éste, quiero hacerte algunos encargos más. O espera, oye. —Su voz cobró nuevos timbres con la llegada de una idea luminosa—: Oye, tal vez te sentirías más cómodo si trabajaras a tu aire. Igual lo prefieres así. Quiero decir, ¿preferirías olvidarte del fichero y usar solamente tu imaginación?
Una noche de lluvia, en el corazón del Upper West Side, dos matones subieron al taxi de Bernie Silver. A primera vista podrían haber pasado por dos clientes normales, pero Bernie los caló al momento porque «Te lo digo yo: con veintidós años de callejeo por Manhattan en el taxi, algunos conocimientos especializados se te van pegando».
Uno de ellos era el típico delincuente curtido, cómo no, y el otro poco más que un chico asustado, o, mejor dicho, un «novato».
«No me gustó su forma de hablar —explicaba Bernie, yo mediante, a sus lectores— y tampoco me gustó la dirección que me dieron (un antro de lo más infame). Pero lo que más me disgustaba era tenerlos dentro de mi automóvil.»
¿Y sabéis qué hizo Bernie? Oh, no, tranquilos, no es que parara el taxi y los sacara del asiento de atrás y les propinara sendas patadas en las partes: nada de esas tonterías tipo Con la bandera baja. Para empezar, dedujo por sus palabras que no estaban dándose a la fuga. Lo único que habían hecho esa noche era «espiar» el garito (una tienducha de licores cercana a la esquina donde él los había recogido); el golpe estaba previsto para el día siguiente a las once de la noche. Bien, cuando llegaron al antro el criminal curtido le pasó un dinero al novato y le dijo: «Toma, chaval, para el taxi; vete a casa y duerme un poco. Hasta mañana». Y ahí fue cuando Bernie supo lo que tenía que hacer.
«Ese novato vivía lejos, en Queens, de modo que había tiempo de sobra para conversar. Le pregunté qué equipo le gustaría que ganase la liga de béisbol.» Y a partir de ahí, con su saber popular y su consumada destreza, Bernie había conseguido empalmar toda una larga charla sobre la vida saludable, la leche de vaca y la vida al aire libre, de tal forma que antes incluso de llegar al Queensboro Bridge ya estaba sacando al muchacho de su caparazón de delincuencia. Recorrieron Queens Boulevard charlando animadamente como un par de entusiastas de la Police Athletic League, y para cuando llegaron a su destino, el pasajero de Bernie ya casi estaba llorando.
«Vi que tragaba saliva un par de veces cuando me pagó la carrera —le hacía yo decir a Bernie— y tuve la impresión de que algo había cambiado en ese muchacho. En fin, ésa era mi esperanza, o tal vez sólo mi deseo, pero sabía que había hecho por él todo lo posible.» De vuelta en Manhattan Bernie llamó a la policía para sugerirles que apostaran un par de hombres cerca de la licorería la noche siguiente.
Y, en efecto, se producía un intento de atraco a ese comercio, sólo que dos fornidos y encantadores agentes lo frustraban. Y, cómo no, solamente había un malhechor que llevarse a chirona: el criminal curtido. «No sé dónde estaría el chaval esa noche —concluía Bernie—, pero quisiera pensar que en su cama, con un vaso de leche, leyendo la sección de deportes.»
Allí estaban el tejado y la chimenea; estaban las ventanas para que entrase luz; estaba la risita de aprobación por parte del doctor Alexander Corvo y una nueva propuesta al Reader’s Digest; estaba el bisbiseo sobre un posible contrato con Simón & Schuster y una producción de tres millones de dólares con Wade Manley como protagonista; y en mi buzón estaba otro billete de cinco.
Un viejecito frágil se echaba a llorar un día en el taxi, a la altura de la Cincuenta y nueve con la Tercera; Bernie preguntaba: «¿Puedo hacer algo por usted, señor?», a lo que seguían dos páginas y media de la más desgarradora historia de mala suerte que fui capaz de concebir. El hombre era viudo; su única hija se había casado hacía mucho y vivía en Flint (Michigan); su vida, la del viejecito, había sido un infierno de soledad durante veintidós años, pero siempre le había echado pecho gracias a que tenía un trabajo que adoraba: cuidar los geranios en un gran invernadero comercial. Pero esa mañana la dirección le había comunicado que prescindía de él: demasiado mayor para esa clase de trabajo.
«Y sólo entonces —en palabras de Bernie— asocié toda la historia con la dirección que el hombre me había dado, una esquina próxima al puente de Brooklyn por el lado de Manhattan.»
Bernie, por supuesto, no podía asegurar que el pasajero tuviera pensado ir hasta la mitad del puente y trasponer el pretil con su vieja osamenta; pero no podía correr ningún riesgo. «Decidí que era el momento de recurrir a la palabra»
(y en eso no se equivocaba: media página densa más con las tediosas desventuras del viejecito y el relato se hubiera desgarrado literalmente de sus cimientos). Lo que venía a continuación era página y media de refrescante diálogo, con Bernie insinuándole al viejo que podía irse a vivir con su hija a Michigan, o que si le escribía una carta tal vez ella misma lo invitara a ir; pero oh, no, el caballero sólo clamó que no deseaba ser una carga para su hija y su familia.
«—¿Una carga? —dije, haciendo ver que no sabía de qué me estaba hablando—. ¿Una carga? ¿Cómo va a ser una carga para nadie un anciano encantador como usted?
»—¿Y qué otra cosa voy a ser? ¿Qué puedo aportarles yo a ellos?
»Por suerte en ese momento estábamos parados frente a un semáforo en rojo, de modo que me volví en el asiento, le miré de hito en hito y le dije: “Caballero, ¿no le parece que a su familia le gustaría tener en casa a alguien que sabe un par de cosas sobre geranios?”.»
Para cuando llegaban al puente el viejo ya había decidido que Bernie lo dejara no allí sino en un Automat cercano, porque dijo que le apetecía una taza de té, y con eso quedaban listas las malditas paredes del engendro. He aquí el tejado; seis meses más tarde Bernie recibía en la compañía de taxis un paquete pequeño y pesado con matasellos de Flint (Michigan). ¿Y sabéis lo que había en ese paquete? Claro que lo sabéis: una maceta de geranios. Ahora viene la chimenea: había también una nota, escrita con una letra que mucho me temo describí como pulcra y tan fina como una telaraña, y que decía simplemente: «Gracias».
Particularmente, este cuento me parecía horroroso, y a Joan tampoco le acababa de convencer; pero lo enviamos de todas formas y Bernie quedó encantado. Lo mismo que a Rose, su mujer, me aseguró él por teléfono.
—Lo cual me recuerda, Bob, el otro motivo de mi llamada; Rose quiere que te pregunte qué día os iría bien a ti y a tu mujer para una pequeña reunión informal aquí en casa. Nada del otro mundo, sólo nosotros cuatro, tomar una copa y charlar. ¿Os gustaría?
—Hombre, Bernie, sois muy amables, y por supuesto que nos haría gracia. Lo que pasa es que así, a bote pronto, no sé cuándo podríamos quedar... espera, no cuelgues.
Cubrí el auricular con la mano para conferenciar de urgencia con Joan, confiando en que ella me proporcionara una elegante excusa.
Pero Joan quería ir, y además se le ocurrió el día perfecto para quedar con ellos.
—Oh, estupendo —dijo, una vez hube colgado—. Me alegro de que vayamos. Parecen buenas personas.
—Oye, mira. —Apunté a su cara con el dedo índice—. Si tu plan es estar allí sentada haciéndolos sentir a los dos muy «buenas personas», no vamos. No pienso pasar ni una sola tertulia haciendo de consorte de señora generosa entre las clases bajas, ¿queda claro? No va a ser una maldita fiesta campestre como las que chicas con ínfulas bohemias organizan para la servidumbre, eso quítatelo de la cabeza.
Entonces ella me preguntó si quería saber una cosa, y sin darme tiempo a que yo dijera esta boca es mía, me soltó que yo era el mayor esnob, el mayor chulo y el mayor bocazas que jamás se había tirado en cara.
Una cosa condujo a la otra, y ya en el metro, camino de nuestra placentera velada con los Silver, apenas si nos hablábamos. No sabéis lo contento que me puse al ver que los Sil- ver, aunque ceñidos estrictamente al ginger ale, habían abierto una botella de whisky de centeno para los invitados.
La esposa de Bernie resultó ser una mujer pizpireta, enfajada, con tacones altos y horquillas en el pelo, y una voz de telefonista escalofriantemente experta en las frasecitas de rigor («¿Cómo está usted? Un placer conocerlos; pero pasen, por favor; tomen asiento, Bernie, querido, ayúdala a quitarse el abrigo»); y sabe Dios quién sacó el tema, o a qué venía, pero la cosa empezó con mal pie. Discutimos de política: Joan y yo no acabábamos de decidirnos entre Truman, Wallace y abstenernos de votar; los Silver eran incondicionales de Dewey. Y lo peor de todo, para nuestra delicada sensibilidad progresista, fue que Rose quiso buscar puntos de coincidencia contándonos episodios deprimentes —acompañados de estremecimientos cada vez más teatrales— sobre la inexorable y amenazadora invasión de esta zona del Bronx por parte de puertorriqueños y otros elementos de color.
Pero al cabo de un rato la cosa mejoró. Para empezar, ambos estaban encantados con Joan —y debo reconocer que nunca he conocido a nadie que no lo estuviera—, y además la charla derivó enseguida hacia la maravillosa circunstancia de que ellos conocieran a Wade Manley, lo que dio pie a una serie de reminiscencias sazonadas de orgullo.
—Oh, no os preocupéis. Bernie no es de los que hacen imitaciones —dijo Rose—. Anda, Bernie, cuéntales la vez que vino Wade a casa y tú le hiciste callar. ¡No me lo invento! ¡Es verdad! Le dio así con la mano en el pecho (¡nada menos que a una estrella de cine!) y le dijo: «Venga, Manny, pon el culo en el asiento y cállate la boca. ¡Ya sabemos quién eres!». Cuéntaselo, Bernie.
Y Bernie, feliz como unas pascuas, se levantó para representar la escena.
—Oh, bueno, fue un poco en plan de broma, ya me entendéis —dijo—, pero el caso es que le di un empujón y le solté: «Venga, Manny, pon el culo en el asiento y cállate la boca. ¡Ya sabemos quién eres!».
—¡Sí! ¡Es la pura verdad! Lo hizo sentar en esa butaca de allí. ¡Nada menos que a Wade Manley!
Un poco más tarde, mientras Bernie y yo aprovechábamos la excusa de servir más bebidas para hablar de hombre a hombre y Rose y Joan estaban cómodamente instaladas en un confidente. Rose me dirigió una mirada picara.
—No quisiera que ese marido tuyo se vaya dando ínfulas después, Joanie —dijo—, pero ¿sabes lo que el doctor Corvo le dijo a Bernie? ¿Se lo puedo contar, Bernie?
—¡Pues claro que sí! ¡Cuéntaselo!
Bernie agitó con una mano la botella de ginger ale y con la otra la botella de whisky, para dar a entender que esta noche todos los secretos podían ser desvelados.
—Bien —dijo ella—, pues el doctor Corvo dijo que tu marido es el mejor escritor que Bernie ha tenido nunca.
Más tarde aún, estando ahora Bernie y yo en el confidente y las señoras charlando junto a la credenza, comprendí que Rose también estaba en el ramo de la construcción. Por más que no la hubiera construido con sus propias manos, estaba claro que había puesto mucho de su parte para levantar las muy sinceras convicciones que sin duda hacían falta para sustentar los cientos y cientos de dólares que debía de estar costándoles la credenza en pagos mensuales. Un mueble así era una inversión de futuro; y ahora, mientras le daba explicaciones a Joan de paso que quitaba una mota de polvo aquí y allá, tuve la certeza de que la veía organizar mentalmente una futura reunión. Joan y yo estaríamos entre los presentes, desde luego («Le presento al señor Robert Prentice, ayudante de mi marido; y aquí su esposa la señora Prentice»), y el resto de la lista también estaba cantado: Wade Manley y su mujer, cómo no, además de una cuidada selección de sus amistades hollywoodienses; estaría Walter Winchell, así como Earl Wilson, Toots Shor y toda esa fauna; pero lo más importante, para cualquier persona refinada, sería la presencia del doctor Alexander Corvo y señora y de varias personas de su entorno. Gente como los Trilling y los Niebuhr, los Hartford y los Grove... Y si alguien de la categoría de Newbold Morris y señora quería sumarse a la fiesta, estaba clarísimo que para conseguir que los invitaran iban a tener que recurrir a todo tipo de intrigas y maniobras.
Como Joan reconoció más tarde, en casa de los Silver hacía un calor espantoso; cito esto como excusa presentable para justificar lo que hice yo después —y podéis creerme, en 1948 tardaba muchísimo menos que ahora—: pillar una borrachera de aúpa. Al poco rato no sólo estaba vociferando, sino que allí no hablaba nadie más que yo. Les estaba explicando que algún día, como que existía Dios, los cuatro íbamos a ser millonarios.
¿Y no podría haber también baile? Oh, sí, haríamos sentar a Lionel Trilling a bofetada limpia en todas y cada una de las sillas y butacas de la sala, diciéndole que se callara la boca...
—¡Y tú también, Reinhold Niebuhr, viejo tonto santurrón! ¿Dónde está tu dinero, eh? ¿Por qué no te lo metes en la bocaza?
Bernie se reía con cara de sueño y Joan parecía avergonzada de mí, mientras que Rose mostraba una sonrisa fría pero infinitamente comprensiva hacia el hecho de que, a veces, los maridos pudieran ser tan pesados. Después, estábamos los cuatro en el vestidor probándonos cada cual media docena de abrigos y chaquetas, y yo volví a mirar la fotografía del corneta pensando si debía formular la pregunta que me corroía por dentro. Pero esta vez no sé qué me daba más miedo: que Bernie pudiera decir «Sólo para la foto», o que pudiera decir «¡Claro que fui corneta!» y se pusiera a rebuscar en el vestidor o en algún recoveco de la credenza hasta dar con el viejo y bruñido instrumento, y eso nos obligara a sentarnos otra vez para ver cómo Bernie se cuadraba y, tieso como un palo, nos obsequiaba con la triste y pura melodía del toque de silencio.
Eso ocurrió en octubre. No recuerdo bien cuántos relatos firmados «Bernie Silver» produje hasta el final del otoño, pero sí me acuerdo de uno con final sorpresa sobre un turista gordo que quedaba atascado por la cintura al introducir el cuerpo por el techo solar del taxi para ver mejor los lugares de interés, y de otro muy pomposo en el que Bernie soltaba un sermón sobre la tolerancia racial (que me puso de mala gaita habida cuenta de cómo había apoyado él las opiniones de su mujer acerca de las hordas morenas que amenazaban el Bronx); pero el principal recuerdo que guardo de Bernie en esa época es que Joan y yo no podíamos mentarlo siquiera sin ponernos a discutir.
Cuando ella me dijo, por ejemplo, que lo correcto sería devolverles la invitación, yo le dije que no fuera tonta, que estaba convencido de que ellos no esperaban que los invitásemos a casa. Y cuando ella preguntó por qué, le solté un crispado discurso sobre la inutilidad de querer olvidar las barreras de clase, de fingir que los Silver podían llegar a ser amigos nuestros, o que ellos tuvieran la menor intención en ese sentido.
En otra ocasión, hacia el final de una velada curiosamente monótona en el restaurante que fuera nuestro preferido antes de casarnos, y tras una hora seguida sin saber de qué hablar, ella intentó entablar conversación inclinándose seductoramente sobre la mesa como en las películas y diciendo:
—Brindo por Bernie, para que venda tu último cuento al Reader’s Digest.
—Sí, claro —dije—. Y qué más.
—No seas tan arisco. Sabes perfectamente que puede pasar cualquier día. Podríamos ganar mucho dinero, ir a Europa y todo eso.
—¿Estás de guasa? —De repente me molestó que una chica culta e inteligente como ella pudiera ser tan crédula en pleno siglo XX; y que una chica así fuera mi mujer, que yo tuviera que seguirle la corriente, hacerle el juego a esta inocencia simplona, me pareció por momentos una situación intolerable—. A ver cuándo maduras un poco. ¿Es posible que creas que existe la más mínima posibilidad de vender esa porquería? —Y la miré de una forma que debió de ser muy parecida a como Bernie me había mirado a mí aquella noche, cuando me preguntó si de veras creía que eran veinticinco dólares cada vez—. ¿Es posible?
—Pues sí, lo creo —replicó ella, dejando sobre la mesa la copa de vino que había levantado para brindar—. O lo creía, al menos. Y pensaba que tú también. Si no es así, entonces me parece cínico y deshonesto que sigas trabajando para él, ¿a ti no?
Y ya no me dirigió la palabra hasta que estuvimos en casa.
Supongo que, en el fondo, el problema era que por entonces ambos teníamos asuntos mucho más serios de los que preocuparnos. Uno era el reciente descubrimiento de que Joan estaba embarazada, y el otro que mi posición en la agencia United Press había empezado a ir tan a la baja como algunas acciones en Wall Street.
Trabajar en la sección de economía se había convertido para mí en una lenta tortura a la espera de que mis superiores descubriesen lo poco que sabía yo de finanzas; y ahora, por muy patéticamente dispuesto a aprender lo necesario que yo pudiera estar, ya era tarde, ridículamente tarde, para ponerse a ello. Cada vez me encorvaba más sobre mi máquina de escribir, sudando de miedo a que me echaran —la mano del subdirector de la sección cayendo triste y bondadosa sobre mi hombro («¿Podemos hablar unos segundos, Bob?»)—, y cada día que no pasaba eso era una ínfima y deslucida victoria.
A principios de diciembre, un día al salir del metro camino de mi casa, arrastrando los pies por la Doce Oeste como un septuagenario, descubrí que un taxi venía siguiéndome a paso de tortuga desde hacía manzana y media. Era de los de color verde y blanco, y tras el parabrisas vi resplandecer una gran sonrisa.
—¡Bob! Qué te pasa, hombre. ¿Absorto en tus pensamientos o qué? ¿Es aquí donde vives?
Cuando se arrimó a la acera y bajó del taxi, fue la primera vez que yo lo veía en ropa de faena: gorra de sarga, chaqueta de punto y uno de esos artefactos cilíndricos para el cambio prendido de la cintura; y cuando nos dimos la mano fue la primera vez que yo le veía los dedos grises y brillantes, de pasarse el día manoseando billetes y monedas ajenos. Visto de cerca, con sonrisa o sin ella, parecía tan exhausto como yo.
—Entra, Bernie —le dije.
Dio la impresión de sorprenderse al ver el ruinoso portal y la sucia escalera de la casa, y otro tanto las paredes encaladas y los pósters que decoraban nuestra austera, aunque espaciosa, habitación, el importe de cuyo alquiler probablemente no llegaba a la mitad de lo que Rose y él pagaban por su vivienda, y recuerdo que experimenté cierto orgullo bohemio en dejar que se fijara en estos detalles; supongo que fui lo bastante esnob para pensar que a Bernie Silver no le haría ningún daño comprobar que la gente podía ser pobre e inteligente al mismo tiempo.
No teníamos ginger ale para ofrecerle, pero él dijo que con un simple vaso de agua estaba bien, de modo que la visita no fue gran cosa en ese sentido. Me inquietó después recordar lo cortado que estuvo con Joan —creo que no la miró una sola vez a la cara en todo el rato— y pensé si no respondería a que no les habíamos devuelto la invitación. ¿Por qué será que casi siempre se culpa a la mujer de algo cuya responsabilidad es, la mayoría de las veces, del marido? Aunque tal vez sólo fue porque Bernie se sentía más cohibido delante de ella en su atuendo de taxista que delante de mí. O tal vez nunca había imaginado que una chica tan guapa y tan culta pudiera vivir en un entorno tan desnudo, y eso le causara vergüenza ajena.
—Te diré para qué he venido, Bob. Estoy probando un nuevo enfoque.
Y mientras hablaba empecé a sospechar, más por sus ojos que por sus palabras, que algo muy malo había ocurrido con el programa de construcción a largo plazo. Quizás un editor amigo del doctor Alexander Corvo había puesto por fin sobre la mesa el hecho de que nuestro material tuviera escasas posibilidades; quizás el propio doctor se había vuelto arisco; quizás habían recibido un apabullante comunicado final de Wade Manley o, para más apabullamiento, de la agencia que lo representaba. O podía ser también que Bernie estuviera cansado después de todo el día al volante y ningún simple vaso de agua pudiera arreglarlo; el caso era que estaba probando un nuevo enfoque.
¿Había oído yo hablar de Vincent J. Poletti? Pero dijo este nombre como si supiera muy bien que no se me saldrían los ojos de sus órbitas, y acto seguido me informó de que el tal Vincent J. Poletti era miembro de la asamblea legislativa del Partido Demócrata por el distrito del Bronx al que Bernie pertenecía.
—Bien, pues resulta que este hombre —siguió explicando— es una persona que se desvive por ayudar a los demás. Nada que ver con el típico cazador de votos, Bob, puedes creerme. Es un auténtico servidor público. Diré más: está escalando puestos en el partido. Va a ser nuestro próximo congresista. Bueno, pues la idea es la siguiente: hacemos una foto donde salga yo (tengo un amigo que nos la hará gratis), una foto tomada desde el asiento de atrás del taxi, conmigo sentado al volante como dándome un poco la vuelta y sonriendo tal que así, ¿ves? —Desplazó el cuerpo manteniendo la sonriente cabeza hacia mí para ilustrar la idea—. Y luego imprimimos la foto en la cubierta de un folleto. El título del folleto —(aquí dibujó en el aire invisibles letras mayúsculas)—, el título sería «Te lo dice Bernie». ¿De acuerdo? Bien. Dentro del folleto va un relato, igual que los otros que escribiste sólo que un poquito diferente; esta vez yo explico una historia sobre por qué Vincent J. Poletti es el hombre que necesitamos para el Congreso. Oh, pero no me refiero a palabrería política ni nada de eso. Me refiero a una pequeña historia real.
—Bernie, me parece que esto no va a funcionar. Es imposible escribir una «historia» sobre por qué necesitamos a tal o cual persona para el Congreso.
—¿Quién ha dicho que es imposible?
—Además, yo creía que tú y Rose erais republicanos.
—A nivel nacional, sí. A nivel local, no.
—Vale, Bernie, pero oye, acabamos de pasar unas elecciones. No hay otras hasta dentro de dos años.
Pero él se dio unos toquecitos en la cabeza y puso una mirada soñadora, como queriendo decir que en política había que planificar con tiempo.
Joan estaba en la parte de la habitación destinada a cocina, lavando los platos del desayuno y empezando a preparar la cena. Dirigí la mirada hacia allí buscando ayuda, pero ella estaba de espaldas.
—No lo veo claro, Bernie, lo siento. Yo no entiendo nada de política.
—¿Y qué más da? ¿Qué hay que entender? ¿Tú entiendes algo de taxis?
No; y que me aspen si entendía algo de Wall Street, maldita sea, pero ésa era otra (pequeña) deprimente historia.
—No sé, Bernie; las cosas se me han complicado bastante. Creo que de momento sería mejor que no aceptara más encargos. Mira, para empezar, puede que me... —Pero no me atreví a hablarle de mis problemas en la UP, de modo que dije : Para empezar, Joan va a tener un bebé y todo se ha...
—¡Pero hombre! ¡Esto sí que es una buena noticia! —Y ya estaba de pie estrechándome la mano—. Mi enhorabuena, Bob, esto es... es... Es maravilloso. ¡Enhorabuena, Joanie!
Y en su momento la cosa me pareció un tanto excesiva, pero quizá sea así como cualquier hombre de mediana edad que no tiene hijos recibe este tipo de noticias.
—Bueno, Bob, mira —dijo, cuando nos hubimos sentado otra vez—. Esto de Poletti será pan comido para ti. Ah, y otra cosa: como se trata de una cosa suelta y no va a haber royalties que cobrar, haremos que sean diez dólares en vez de cinco. ¿Trato hecho?
—Ya, pero espera un momento, Bernie. Voy a necesitar más información. Vamos a ver, ¿qué hace este individuo por la gente?
Y pronto quedó claro que Bernie no sabía mucho más que yo acerca de Vincent J. Poletti. Que era un auténtico servidor público, muy bien; que se desvivía por ayudar a los demás.
—Pero hombre de Dios, Bob, ¿dónde está tu imaginación? Hasta ahora nunca habías necesitado ayuda. Oye, mira, lo que acabas de decir me ha dado una idea. Voy conduciendo el taxi; una pareja me hace señas frente a la maternidad, ¿vale? Son un joven veterano y su mujer. Llevan un bebé de tres días, arrugado como un viejito, y están que saltan de alegría. Ah, pero hay un problema: el muchacho está sin trabajo. Acaban de mudarse a la ciudad, no conocen a nadie, quizá son puertorriqueños o algo así; les queda lo justo para pagar el alquiler de una semana en la habitación donde viven. ¿Qué será de ellos después? Los acompaño a casa, viven en mi mismo barrio, y vamos charlando de cosas y entonces yo digo: «Eh, chicos, creo que os presentaré a un amigo».
—El congresista Vincent J. Poletti.
—Claro. Sólo que de momento no doy nombres, únicamente digo que es «un amigo». Llegamos allí, yo entro, le digo a Poletti lo que pasa, y él sale a hablar con los chavales y les da dinero o algo. ¿Lo ves? Con eso ya tienes para media historia.
—Es verdad. Oye, pero una cosa, Bernie. —Me levanté y me puse a andar teatralmente de un lado para otro, como se supone que hacen en Hollywood cuando discuten un argumento—. Espera, ya sé. Después de darles dinero, Poletti sube al taxi y tú arrancas y empiezas a bajar por Grand Concourse; los dos puertorriqueños se quedan parados en la acera, mirándose el uno al otro, y la chica dice: «¿Y quién era ése?». El chico, muy serio él, la mira y dice: «¿No lo sabes? ¿No te has fijado en que llevaba antifaz?». Y ella, «Oh, no, no me digas que era el...». Y dice el chaval: «Pues claro que lo era. Nada menos que el Congresista Solitario». Y escucha, escucha. ¿Sabes qué pasa después? Mira, de pronto oyen una voz a lo lejos, ¿y sabes qué es lo que grita esa voz? —Hinqué una rodilla temblorosa en el suelo para rematar el gag—: Está gritando: «¡Hi-yo, Bernie Silver! ¡Adelante!».
Tal vez escrito no resulte muy gracioso, pero yo casi me muero literalmente de risa. Las carcajadas duraron al menos un minuto; luego me entró un ataque de tos y Joan tuvo que venir a darme golpes en la espalda; no fue hasta que remitió la tos, y aun así muy lentamente, cuando comprendí que a Bernie no le había hecho gracia. Durante mi ataque de tos había soltado una risita, entre cortés y confuso, pero ahora se miraba fijamente las manos y unas embarazosas manchas de rubor teñían sus sobrias mejillas. Había herido sus sentimientos. Recuerdo que me fastidió que sus sentimientos fueran tan fáciles de herir, y también que Joan hubiera vuelto a sus quehaceres en lugar de quedarse para echar una mano en tan complicada situación, y que luego empecé a sentirme culpable y a lamentarlo mucho. El silencio se prolongaba, hasta que decidí que la única manera decente de resarcir a Bernie era aceptar el encargo. Y, cómo no, su cara se iluminó al instante cuando dije que lo intentaría.
—Bueno, no hace falta que uses eso de los chicos puertorriqueños —me dijo—. Era sólo una idea. O quizá podrías empezar por ahí y luego pasar a otras cosas, cuantas más mejor. Tú desarrolla la idea como mejor te parezca.
Al estrecharle la mano en el momento de despedirnos (parecía que llevábamos toda la tarde dándonos la mano), le dije:
—Entonces, por éste son diez dólares, ¿no, Bernie?
—Sí, Bob.
—¿En serio piensas que haces bien aceptando este encargo? —me preguntó Joan no bien se hubo marchado.
—¿Y por qué no?
—Pues porque va a ser prácticamente imposible, ¿no crees?
—Mira, hazme un favor. ¿Quieres dejarme tranquilo?
Joan puso las manos en jarras.
—Yo no te entiendo, Bob. ¿Se puede saber por qué le has dicho que lo harías?
—¿Que por qué? Pues porque vamos a necesitar esos diez dólares, así de claro.
Al final construí, maldita palabra; me puse a la máquina y escribí la página uno, luego la página dos y la tres, y así hasta el final del maldito cuento. La cosa arrancaba con lo de la pareja de puertorriqueños, pero por alguna razón eso no me dio más que para un par de páginas. Después tuve que inventarme otras maneras de que Vincent J. Poletti pusiera de manifiesto su gigantesca bondad.
¿Qué hace un individuo así cuando realmente quiere desvivirse por sus semejantes? Darles dinero, eso es lo que hace; y poco después tenía a Poletti aflojando más la mosca de lo que podía contar. Hasta tal punto era así, que cualquier residente en el Bronx que estuviera mínimamente en apuros sólo tenía que subir al taxi de Bernie Silver y decir «A casa de Poletti», y allí terminaban sus problemas. Y lo peor de todo era la tétrica certeza de que yo no podía hacer nada mejor.
Joan no llegó a ver el engendro porque estaba durmiendo cuando lo terminé, metí las páginas en un sobre y lo eché al buzón. Y no supe más de Bernie —ni hablamos de él, Joan y yo— durante casi una semana. Finalmente, a la misma hora en que había venido la otra vez, cuando ya anochecía, sonó el timbre. Supe que habría problemas en cuanto abrí la puerta y lo vi allí, sonriendo, con el jersey medio mojado por la lluvia, y también supe que yo no iba a aguantar más tonterías.
—Bob —dijo mientras tomaba asiento—, esta vez me has decepcionado, te soy sincero. —Sacó el original que llevaba doblado dentro del jersey—. Esto... esto no es nada, Bob.
—Hombre, Bernie, son seis páginas y media.
—No me vengas con que son seis páginas y media, Bob. Ya lo sé, pero esto no es nada. Pintas a Poletti como un imbécil, Bob. Haces que se pase todo el rato repartiendo pasta.
—Tú me dijiste que él daba pasta.
—A esos puertorriqueños, sí, claro, dije que quizá les daba un poco de dinero. Pero luego vas tú y haces que vaya por ahí gastando como si fuera... como si fuera un marino borracho o qué sé yo.
Pensé que me echaba a llorar, pero la voz me salió grave y controlada.
—Bernie, yo te pregunté qué más podía hacer Poletti. Te dije bien claro que no sabía qué más podía hacer. Si querías que él hiciese alguna cosa en concreto, deberías habérmelo dicho.
—Pero Bob —dijo, poniéndose de pie para dar más énfasis, y lo que dijo a continuación me ha venido muchas veces a la cabeza como el sempiterno y desesperado lamento del filisteo—, ¡el que tiene imaginación eres tú!
Me levanté también, de forma que pudiera mirarle de arriba abajo. Naturalmente que era yo el que tenía imaginación; y yo el que se sentía cansado como un viejo pese a tener sólo veintidós años, el que estaba a punto de perder su empleo, el que estaba a punto de ser padre y ni siquiera se llevaba demasiado bien con su mujer; y ahora cada taxista, cada chupóptero de medio pelo y falso corneta neoyorquino entraba en mi casa e intentaba robarme mi dinero.
—Diez pavos, Bernie.
Hizo un gesto de impotencia, sonriendo. Luego miró hacia la cocina, donde estaba Joan, y aunque mi intención fue no apartar la vista, supongo que yo también miré hacia allá porque recuerdo lo que ella hacía: estaba retorciendo un paño con las manos y mirándolo fijamente.
—Escucha, Bob —dijo Bernie—. Reconozco que no he sido justo. ¡Tienes razón! ¿Quién puede coger una cosa de seis páginas y media y decir que no es nada? Probablemente hay trozos muy buenos, Bob. Si quieres los diez pavos, bueno, de acuerdo, tendrás tus diez pavos. Lo único que te pido es una cosa: primero toma esto y cámbialo un poco, un poquito nada más. Y después ya...
—Los diez pavos, Bernie. Ahora.
Su sonrisa había perdido todo el fuelle, pero siguió fija en su cara cuando sacó un billete de la cartera y me lo entregó, mientras yo hacía el miserable numerito de examinar el papel para asegurarme de que era un billete de diez.
—Muy bien, Bob —dijo—. Así estamos en paz, ¿no?
Dio media vuelta y salió. Joan fue rápidamente hacia la puerta y le gritó: «¡Buenas noches, Bernie!».
Creí que lo oía detenerse en la escalera, pero no me llegó ningún «buenas noches» en respuesta, de modo que seguramente sólo volvió la cabeza y la saludó con el brazo, o le mandó un beso. Luego, desde la ventana, vi cómo salía a la acera, montaba en el taxi y arrancaba. Todo este rato yo estaba doblando y volviendo a doblar el billete, y dudo que jamás haya tenido en la mano algo que deseara menos.
En la habitación reinaba el silencio mientras Joan y yo nos movíamos por allí, y de la cocina llegaban los olorosos vapores y chisporroteos de una cena que probablemente ninguno de los dos tenía ganas de comer.
—Bueno —dije—. Se acabó.
—¿Era necesario —preguntó ella— ser tan absolutamente desagradable con Bernie?
Y en ese momento sus palabras me sonaron como la cosa menos leal que ella podía haber dicho, la observación más mordaz.
—¡Desagradable con Bernie! ¿Desagradable, dices? ¿Y qué coño se supone que tengo que hacer? ¿Tengo que quedarme sentado y ser «agradable» con un taxista rastrero y mentiroso, una sanguijuela que se presenta en casa y me chupa toda la sangre? ¿Es eso lo que quieres, eh? ¿Es eso?
Y entonces ella hizo lo que solía hacer a menudo en momentos así, algo que yo a veces creo que daría lo que fuera por no haberla visto hacer: se apartó de mí, cerró los ojos y se tapó los oídos con ambas manos.
Menos de una semana después la mano del subdirector de la sección financiera cayó finalmente sobre mi hombro, justo cuando estaba yo en pleno párrafo sobre bonos de empresas nacionales en sesión bursátil poco movida.
Faltaba bastante para Navidad y conseguí un empleo para ir tirando: demostrador de juguetes mecánicos en una tienda de baratillo de la Quinta Avenida. Y creo que fue en ese período —probablemente mientras le daba cuerda a un gatito de hojalata y trapo que hacía «¡Miau!» y daba una vuelta de campana, hacía «¡Miau!» y daba una vuelta de campana, «¡Miau!» y vuelta de campana—, en fin, que fue más o menos por entonces cuando renuncié a mi idea, o lo que quedaba de ella, de montarme la vida siguiendo la pauta de Ernest Hemingway. A veces hay proyectos de construcción que sencillamente no son viables.
Después de Año Nuevo me salió otro trabajo idiota, y luego, en abril, con la brusquedad y la sorpresa propias de la primavera, me contrataron por ochenta dólares semanales como redactor en una oficina de relaciones públicas, sector industrial, donde la cuestión de si entendía o no lo que estaba haciendo no importaba gran cosa, porque el resto de los empleados tampoco tenía una idea clara de qué estaba haciendo.
Era un trabajo extraordinariamente sencillo y me permitía ahorrar una extraordinaria cantidad de energía para lo mío, que de buenas a primeras empezó a ir bien. Con Hemingway a buen recaudo, había yo entrado en una fase F. Scott Fitzgerald; además, y esto era lo mejor, había empezado a encontrar lo que a todas luces parecía un estilo propio. El invierno quedaba atrás y las cosas entre Joan y yo también parecían haberse calmado, y a comienzos del verano nació nuestro primer hijo, una niña.
Esto supuso una interrupción de un par de meses en mis planes de escribir, pero no tardé mucho en ponerme otra vez a ello, convencido además de que la cosa iba viento en popa; había empezado a vaciar el solar, excavar el agujero y poner los cimientos de una gran y ambiciosa novela trágica. No llegué a terminar el libro —fue la primera de una larga serie de novelas inacabadas que prefiero no recordar—, pero esa fase inicial fue una experiencia fascinante, y el hecho de que avanzara despacio parecía ser un síntoma más de que el resultado iba a ser espléndido. Ahora pasaba cada vez más horas detrás del biombo, escribiendo, y sólo salía para rondar por la habitación con la cabeza llena de serenas y mayestáticas fantasías. Y fue hacia finales de aquel año, metidos otra vez en el otoño, una noche en que Joan había ido al cine dejándome a mí de canguro, cuando sonó el teléfono, fui a descolgar y una voz dijo: «¿Bob Prentice? Soy Bernie Silver».
No fingiré que me había olvidado de quién era, pero tampoco mentiría si dijera que durante un par de segundos me costó entender que yo hubiera trabajado un tiempo para aquel hombre, que alguna vez hubiera podido estar involucrado, de primera mano, con los patéticos delirios de un taxista. Eso me dio una pausa, o lo que es lo mismo, hizo que diera un respingo y sonriera luego mansamente al teléfono, que agachara la cabeza y me alisara el pelo con la otra mano en una triste demostración de noblesse oblige, todo ello acompañado de la callada y humilde promesa de que, fuera lo que fuese lo que Bernie Silver pudiera querer de mí, yo haría todo lo posible por evitar toda posibilidad de herir sus sentimientos. Recuerdo que deseé que Joan estuviera en casa y así pudiera ser testigo de mi bondad.
Pero lo primero que hizo fue preguntar por el bebé. ¿Era niño o niña? ¡Fabuloso! ¿Ya quién había salido? Oh, sí, por supuesto, a esa edad no se parecían demasiado a nadie. ¿Y cómo me sentaba eso de ser padre? ¿Muy bien? ¡Estupendo! Acto seguido adoptó un tono que resultó extrañamente formal y vergonzante, como el de un sirviente despedido preguntando por la señora de la casa al cabo de los meses. «¿Y qué tal está la señora Prentice?»
En su casa la había llamado «Joan» o «Joanie», y no me cabía en la cabeza que Bernie hubiera olvidado su nombre; sólo se me ocurrió que, después de todo, aquella noche no la oyó llamarlo por la escalera, y que si sólo se acordaba de su imagen allí de pie con el trapo entre las manos, tal vez la culpara incluso de ser la instigadora de mi intransigencia en el asunto de los malditos diez dólares. Pero no pude hace otra cosa en ese momento que decirle que ella estaba bien.
—¿Y vosotros cómo estáis, Bernie?
—Pues yo bien —dijo, pero enseguida bajó la voz para hablar con la crispada sobriedad de un hospital—. Pero Rose casi se me va hace un par de meses.
Oh, me tranquilizó, ya se encontraba mucho mejor, le habían dado el alta y estaba en casa; pero cuando empezó a hablar de «pruebas» y «radiología» tuve esa horrible sensación de fatalidad que aparece cuando la innombrable palabra —«cáncer»— pende en el aire.
—Vaya, Bernie —dije—, qué mal me sabe que haya estado enferma. Por favor, dile que le mandamos...
¿Mandarle qué? ¿Saludos? ¿Recuerdos? Cualquiera de las dos opciones, me pareció de repente, llevaría implícita la imperdonable mácula de la condescendencia.
—Que le mandamos besos —dije, y ahí tuve que morderme los labios por miedo a que esto fuera mucho más condescendiente todavía.
—¡Descuida, hombre, descuida! Se los daré de vuestra parte —dijo, de manera que me alegré de haber acertado—. Bueno, y ahora el motivo de mi llamada. —Se rió—: Oh, tranquilo, nada de política. Verás, Bob, tengo escribiendo para mí a un chico con un talento increíble. Es un artista.
Y, cielo santo, ¡qué cosa más repugnante e intrincada es el corazón de un escritor! Porque ¿sabéis qué fue lo que sentí al oír eso? Una punzada de celos. Conque el chaval era un «artista», ¿eh? Ya les enseñaría yo quién era el verdadero artista en este modesto centro de escritura.
Pero Bernie se puso a hablar de «tiras» y «layouts», así que pude mandar mi celo competitivo al retiro y recuperar mi viejo y siempre fiable distanciamiento irónico. ¡Qué alivio!
—Ah, te referías a esa clase de artista. Un dibujante de cómics.
—Exacto, Bob, y deberías ver cómo dibuja. ¿Sabes una cosa? Hace que yo parezca yo, pero al mismo tiempo me saca un poco como Wade Manley. ¿Qué te parece?
—Suena bien, Bernie —dije.
Y ahora que el viejo distanciamiento volvía a funcionar, me di cuenta de que no debía bajar la guardia. Tal vez Bernie no necesitara más cuentos (a estas alturas debía de tener una credenza rebosante de manuscritos para que el artista se inspirara), pero iba a necesitar un escritor que se ocupara de la «continuidad» o como fuera que llamaran a eso, y de los textos de los bocadillos; ahora tendría que decirle, con la máxima suavidad y elegancia, que no contara conmigo.
—Bob —me dijo—, esto va cobrando forma. El doctor Corvo echó un vistazo a las historietas y me dijo: «Bernie, olvídate de las revistas y de los libros. Acabas de encontrar la solución».
—Bueno, así de entrada la cosa pinta muy bien.
—Y verás, Bob, te llamaba por una cosa. Ya sé que los de United Press te hacen trabajar mucho, pero estaba pensando si no tendrías un hueco para hacer...
—Ya no trabajo en la agencia, Bernie.
Y le expliqué lo del empleo de publicidad.
—Vaya —dijo—, parece que vas escalando puestos en ese mundillo. Enhorabuena, Bob.
—Gracias. En fin, Bernie, tal como están las cosas no creo que tuviera tiempo para escribir nada. No digo que no me gustaría hacerlo, al contrario; pero es que el bebé nos absorbe mucho, sabes, y aparte de eso sigo escribiendo mis cosas (estoy metido en una novela), y realmente no creo que deba comprometerme con nada más.
—Ah. Bueno, tranquilo, no pasa nada, Bob. Yo sólo lo decía porque... bueno, porque nos habría venido muy bien poder echar mano de tu... de tu talento como escritor.
—Mira, lo siento de veras, Bernie. Y te deseo mucha suerte con el proyecto.
Es probable que a estas alturas hayáis adivinado algo que a mí, aunque parezca mentira, no se me ocurrió hasta por lo menos una hora después de haber colgado: que esta vez Bernie no me necesitaba en tanto que escritor. Pensaba que yo seguía trabajando en la agencia y que, en consecuencia, podía ser un valioso contacto en el negocio de la venta de tiras cómicas para publicación simultánea en prensa.
Recuerdo exactamente qué estaba haciendo cuando tuve esa revelación: estaba cambiando el pañal al bebé, y miraba sus bellos ojos redondos como si esperara que ella me diese la enhorabuena, o las gracias, por haber logrado una vez más evitar la horrible contingencia de tocar su tierna piel con la punta del imperdible... En eso estaba cuando me vino a la cabeza la pausa que Bernie había hecho al pronunciar la frase: «Nos habría venido bien echar mano de tu...».
Durante esa pausa debió de abandonar los complejos planes de construcción subyacentes a «... tus contactos en la UP» (Bernie no estaba al corriente de que me habían despedido; que él supiera, yo podía seguir teniendo tantos y tan sólidos contactos en el mundo de la prensa como el doctor Corvo en el campo de la psicología infantil, o Wade Manley en el cine), y había decido cambiarlo por «tu talento como escritor», comiéndose hábilmente la S del plural «tus». Y así supe que, pese a mis remilgos por no herir los sentimientos de Bernie durante la conversación telefónica, había sido él quien, a la postre, se había desvivido por no herir los de este servidor.
No puedo afirmar, con el corazón en la mano, que haya pensado mucho en él al cabo de los años. Sería quizás un bonito detalle deciros que nunca subo a un taxi sin fijarme en el cogote y el perfil del taxista, pero estaría mintiendo. Una cosa sí es cierta —y se me acaba de ocurrir ahora mismo—, cuando tengo que escribir una carta a una persona especialmente susceptible e intento dar con el tono adecuado, muchas veces me acuerdo de: «Como hoy no tenía tiempo para escribirte una carta breve, he decidido escribirte una más larga».
Si fui un hipócrita al desearle suerte con las tiras cómicas, creo que dejé de serlo una hora más tarde. Se la deseo ahora, desde el fondo de mi corazón, y lo gracioso del caso es que él aún podría ser capaz de «construir» algo, con contactos o sin ellos. Cosas más desatinadas han levantado imperios en Norteamérica. En cualquier caso, espero y deseo que no haya perdido interés por el proyecto, en una forma u otra. Eso sí, Dios quiera —exista o no, y aquí no estoy usando su nombre en vano—. Dios quiera que no haya perdido a Rose.
Leyendo todo esto de cabo a rabo, veo que su construcción deja bastante que desear. Sus vigas y viguetas, sus paredes mismas, no están en muy buenas condiciones; los cimientos no parecen sólidos; quizá no supe excavar el agujero adecuado. Pero ya no tiene sentido preocuparse por cosas así, pues ha llegado el momento de colocar el tejado: poneros al corriente de lo que pasó con el resto del equipo constructor.
Todo el mundo sabe lo que le sucedió a Wade Manley. Murió de forma inesperada unos años después, en la cama; y el hecho de que fuese en la cama de una joven, que no en la de su esposa, fue motivo para tener entretenida durante semanas a la prensa amarilla. Todavía hay reposiciones de sus películas en televisión, y cada vez que veo una me sorprende comprobar una vez más que Manny era un buen actor; supongo que demasiado bueno para haberse dejado atrapar por un papel cursi de taxista con corazón tan grande como la intemperie.
En cuanto al doctor Corvo, hubo un momento en que también él fue la comidilla. Sucedió en los primeros años cincuenta, no sé cuál en concreto, cuando las empresas de televisión crearon y lanzaron aquellas masivas campañas publicitarias. Y una de las más masivas se construyó en base a una declaración firmada del doctor Alexander Corvo, eminente psicólogo infantil, en el sentido de que cualquier niña o niño de nuestra época en cuya casa faltara un aparato de televisión tendría muy probablemente grandes carencias afectivas. Todos los psicólogos infantiles, todo progresista que se preciara, y casi todos los padres y madres estadounidenses se echaron sobre Alexander Corvo cual plaga de langostas, y poco quedó de su eminencia cuando hubieron acabado con él. Yo diría, así a voleo, que ahora el New York Times cambiaría gustosísimo media docena de Alexander Corvos por un solo Newbold Morris.
Esto nos lleva finalmente a hablar de Joan y de mí, y ahora toca poner la guinda, o mejor, la chimenea. Tengo que decir que lo que ella y yo estábamos construyendo se vino abajo también, hace cosa de un par de años. Oh, seguimos siendo amigos —sin batallas legales sobre la pensión alimenticia, la custodia, o cosas por el estilo—, pero esto es lo que hay.
¿Y las ventanas?, ¿dónde están las ventanas? ¿Por dónde entra la luz?
Bernie, viejo amigo, perdóname, pero para eso no tengo respuesta. Ni siquiera estoy seguro de que haya una sola ventana en esta casa. Me temo que la luz tendrá que apañárselas para entrar, quizás a través de las grietas y hendiduras que haya dejado este chapucero constructor, y en tal caso te puedo asegurar que nadie se siente peor por ello que yo mismo. Bien lo sabe Dios, Bernie; Dios sabe cuán necesario sería que hubiese aquí una ventana, en cualquier parte, para todos nosotros.