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domingo, 8 de febrero de 2015

Uno es soledad - James Thurber




El paseo por la Quinta Avenida, en medio de la nieve fundida de las aceras y la humedad del aire, lo había cansado. La oscuridad avanzaba implacable, la oscuridad de una tarde de domingo del mes de febrero, y eso lo inquietó vagamente. Pese a todo, no quería regresar a casa e irse de allí. Su habitación del hotel estaría a oscuras y olería a cerrado, y sus camisas sucias continuarían apiladas en el suelo del armario, donde las había ido tirando semana tras semana, donde las había ido tirando mes tras mes, y las mesas y el escritorio estarían cubiertos con sus papeles, y sus pipas estarían en cualquier sitio, las pipas con las que se había empecinado en fumar una temporada para terminar abandonándolas, como tenía por costumbre, y volver a los cigarrillos. Dobló a paso lento por la calle que llevaba a su hotel, tratando de decidir qué iba a hacer esa noche. Había pasado demasiadas noches solo. En otras épocas había disfrutado estando solo. Ahora le resultaba difícil estar solo. Por las noches ya no podía leer ni escribir. Tras hojearlos con nerviosismo, acababa dejando los libros tirados en cualquier parte y sus intentos por escribir culminaban en una serie de garabatos, círculos, cuadrados, caras vacías.
Entraré un momento, pensó, y veré si me han dejado mensajes; comprobaré si he recibido alguna llamada telefónica. Al fin y al cabo, llevaba sin ir por el hotel... ¿Cuánto?... Casi cinco horas; había estado dando vueltas por ahí. A lo mejor tenía algún mensaje. Me pasaré un momento, pensó, así lo compruebo; y a lo mejor me tomo otro coñac. No quiero quedarme otra vez sentado en el vestíbulo bebiendo coñac; no quiero.
Sin embargo, no entró por la puerta giratoria del hotel. Pasó de largo y fue hacia Broadway. Un hombre le pidió dinero. Una mujer harapienta pasó a su lado mascullando. Aquella mujer tenía boca de Nueva York, como él la llamaba, una boca agria, apretada, una boca tensa, resentida, una boca que hablaba de sufrimiento y desazón. Él se detuvo frente al escaparate de una tienda de bastones y paraguas, y frente al escaparate de un restaurante barato, un escaparate en el que se veían un pastel y una tarta artificiales, una taza de café frío, un plato de verdura artificial. Se mezcló con la multitud que, a empujones, poco a poco, se abría paso por Broadway. Un policía corpulento, de cara enrojecida, daba palmadas y bromeaba con dos muchachas a las que había impedido cruzar la calle con el semáforo en rojo. Un hombre ajado, con un abrigo ajado, los contemplaba con ojos impasibles y ajados.
En el mostrador de libros del drugstore de la calle Cuarenta y cinco, esquina con Broadway, se entretuvo un rato mirando los libros, ediciones económicas de clásicos y reediciones de grandes éxitos con fotos de la versión cinematográfica. Cogió algunos de los libros, los abrió, volvió a dejarlos, no había nada que le apeteciera leer. Fue hasta el mostrador de los helados, se sentó y pidió un chocolate caliente. El chocolate lo hizo entrar un poco en calor y pensó en ir a ver la película que ponían en el Paramount; daban una con Myrna Loy, de acción, con armas y aviones, el tipo de película que no te hacía pensar. Caminó hasta el cine y se quedó ahí de pie un momento, pero no compró la entrada. Al fin y al cabo, ese día ya había visto una película. Pensó en darse una vuelta por la oficina. Encontraría silencio, no iba a haber nadie; con suerte, incluso conseguiría trabajar un poco; tal vez pudiera contestar algunas de las cartas que llevaba tanto tiempo posponiendo.
 
Qué oscuro estaba aquello, qué solitario. Estuvo un rato dando vueltas por la oficina, se sentó delante de la máquina de escribir, tecleó el abecedario en una hoja de papel, sacó un clip, lo estiró, limpió los tipos de la «e» y la «o» y luego tapó la máquina con la funda. Por las tardes, cuando se marchaba, nunca se acordaba de ponerle la funda a la máquina de escribir. De hecho nunca me acuerdo de nada, pensó. Y es porque intento no hacerlo; intento no recordar nada. Es algo vacío y cobarde eso de no recordar. Podría llevarte a cualquier parte; no, podría ser un freno, un freno para que llegaras a alguna parte. Todo nace del recuerdo; o al menos del recuerdo nacen muchas cosas. Si no te permites recordar, no puedes hacer nada. Se puso a silbar una canción porque notó que iba a empezar a acordarse de ciertas cosas, y sabía de qué cosas se iba a acordar, cosas que le harían torcer el gesto y la mirada, fragmentos perturbadores de frases antiguas, de antiguas escenas y actitudes, de horas, de cuartos, de tonos de voz y del sonido de una voz llorosa. Todas las voces lloran de distinta manera; en el mundo no hay dos voces que lloren igual; son como los pasos y las huellas digitales y las caras de los amigos...
Se dio cuenta de la canción que estaba silbando. Se levantó de la silla que había delante de la máquina de escribir cubierta con la funda, apagó la luz, salió del despacho, fue hasta el ascensor y mientras lo esperaba, se puso a cantar el estribillo de la canción. «Hazme la cama y enciende la luz, esta noche llegaré tarde, adiós, mirlo, adiós.» Fue andando hasta el hotel, pisando la nieve fundida, en medio de la húmeda oscuridad, y se sentó en una butaca del vestíbulo sin quitarse el abrigo. No quería estarse ahí sentado mucho rato.
—Buenas noches, señor —lo saludó el camarero que atendía a los huéspedes en el vestíbulo—. ¿Qué tal está usted?
—Muy bien, gracias —contestó—. Estoy muy bien. Tomaré un coñac, con un poco de agua aparte.
Tomó varios coñacs. En el vestíbulo no entró nadie que él conociera. Los domingos por la noche la gente iba a sitios muy diferentes. Al entrar no había pasado por el mostrador de recepción para ver su buzón y comprobar si tenía algún mensaje. Era una especie de juego al que jugaba él, o algo parecido. Nunca preguntaba si tenía mensajes hasta haberse tomado un coñac. Iría a comprobarlo después de haberse tomado otro coñac. Se tomó otro coñac y fue a ver.
—No hay nada para usted —le dijo el empleado de recepción y también miró en el buzón.
Volvió a sentarse en la butaca del vestíbulo y se puso a pensar a quién podía llamar. A los Grayson, quizá. Vio a los Grayson, no como deberían estar en ese momento, sentados en su apartamento, juntitos, acaramelados, sino como Lydia y él los habían visto en otro lugar y otro año. En una ocasión, los cuatro habían compartido unas alegres vacaciones. Recordó diversas actitudes y puntos de vista, diversas luces y colores de aquellas vacaciones. Hay algo especial en cuatro personas, dos parejas, que simpatizan y se llevan bien, que lo pasan en grande, cultivando poco a poco la intimidad y la armonía. La vida está formada por uniones de dos y de cuatro. Los Grayson comprendían esas pequeñas convenciones de la vida, las uniones de dos y de cuatro. Dos es compañía, cuatro es un grupo, tres es multitud. Uno es soledad.
No, los Grayson mejor no. Siendo domingo por la noche tendrían visitas, alguna pareja, otra vez el dos, alguien a quien él conocía, alguien a quien Lydia y él habían conocido. Es así como está organizada la vida. Uno organiza su vida, no, dos organizan su vida por uniones de dos, de cuatro y de seis. El matrimonio no son dos personas que se convierten en una, sino dos personas que siguen siendo dos. Así es más agradable, y más sencillo. Probablemente, pensó mientras llamaba al camarero, todo esto no sea más que una sarta de tonterías, de sentimentalismos. Debo tratar de no llegar a ese estado de embriaguez en el que las cosas más tontas y lúgubres parecen brillantes adivinaciones mías, ideas y teorías sólidas y originales. Lo que debo recordar es que esas cosas son puros sentimentalismos, una pesadez, producto de una falta de trabajo y un exceso de coñac. Eso es lo que debo recordar. De nada sirve recordar que se precisan cuatro para formar un grupo y dos para hacer una casa.
No es para tanto, después de todo, la gente que vive sola ha hecho muchísimas cosas. Vamos a ver, ¿qué ha hecho la gente que vive sola? El amor no, por supuesto, pero muchas otras cosas: dinero, por ejemplo, y garabatos negros en una hoja en blanco. «El coñac que sea doble», le dijo al camarero. Vamos a ver, ¿quién que yo conozca ha hecho algo solo, quién que yo conozca ha hecho algo solo? ¿Robert Browning? No, Robert Browning, no. Qué curioso que Robert Browning haya sido la primera persona en la que se me ha ocurrido pensar. «Si de mí hubieras oído una sola melodía, o me hubieras visto desde una ventana, contigo esas cosas no se habrían apagado tan pronto como con las demás.» En alguna ocasión había escrito aquellos versos en un libro para Lydia, o Lydia los había escrito en un libro para él; o los dos lo habían escrito en un libro que se habían regalado. «Contigo esas cosas no se habrían apagado tan pronto como con las demás.» A lo mejor la cita no era exactamente así; le costaba recordarla después de tanto tiempo. Qué más daba. «Contigo esas cosas no se habrían apagado tan pronto como con las demás.» La cuestión es que todas las cosas acaban apagándose; en las uniones de dos y de cuatro; todas las cosas alegres, todas las actitudes y los puntos de vista, todas las luces y los colores, toda intimidad, toda armonía.
 
Creo que será mejor que llame a los Bradley, pensó, levantándose de la butaca. Y no me vengas ahora, se dijo, deteniéndose un instante, no me vengas ahora con que no te has emborrachado, es justo lo que esta mañana prometiste no hacer y te tomaste un zumo de naranja y un café y decidiste ponerte a trabajar un rato, un buen rato; que es justo lo que prometiste no hacer y sabías que acabarías haciendo, vaya si lo sabías. Sabías que acabarías borracho, vaya si lo sabías.
Los Bradley, pensó, mientras se paseaba despacio por el vestíbulo, evitando acercarse a las cabinas telefónicas, echando un vistazo a los titulares de los periódicos del quiosco, los Bradley son gente franca, sin dobleces... ¡Dos, otra vez el dos, malditos sean los Bradley! Alguien lo describió cierta vez en un relato que había leído: una intimidad que se sentía, que casi se palpaba cuando entrabas en una casa así, cuando entrabas en donde había gente como ellos; se notaba una calidez, se sentía algo agradable, como estar sumergido en agua de mar caliente, y cierta incomodidad, para qué negarlo, eso es, una terrible incomodidad. En medio de tanta calidez él no haría más que aguarles la fiesta. Eso haría, aguarles la fiesta, se dijo, aguarles la fiesta y nada más. Y además ellos lo sabían. Ahí viene otra vez el viejo Kirk a aguarnos la fiesta. Y no es porque yo sea inmensamente desdichado, no soy inmensamente desdichado, es porque ellos son inmensamente felices, malditos sean. ¿Por qué no lo saben? ¿Por qué no hacen algo al respecto? Por el amor de Dios, ¿qué derecho tienen a alardear de esa manera en mis propias narices?... Oye tú, se dijo, ahora sí que estás borracho perdido, ahora sí que estás pasando por uno de tus típicos estados de ánimo, estás pasando por uno de esos estados de ánimo de los que Marianne te habla siempre, uno de esos estados de ánimo que hacen que a la gente le disguste tenerte cerca... Marianne, pensó. Volvió a sentarse en la butaca, pidió otro coñac y pensó en Marianne.
Ella no sabe cómo empiezo el día, pensó, sólo sabe cómo lo acabo. Ni siquiera sabe cómo empecé mi vida. Sólo sabe cómo soy cuando me sorprende la noche. Ojalá pudiera ser la persona que quiere que sea, entonces sí, entonces yo estaría bien, estaría bien, sería la persona que ella quiere que sea. Sería como pedir un traje nuevo en una tienda, un traje nuevo que nadie ha llevado nunca, un traje nuevo que sólo vas a llevar tú. No me pondría furioso de repente, por cualquier cosa. No me marcharía de los sitios de repente, por cualquier cosa. No le respondería de malos modos a la gente amable. Por lo que ella considera cualquier cosa. No sería insoportable. «Insoportable» es la palabra que ella usa. Una palabra femenina, femenina como una gata. La verdad es que tiene razón. Soy insoportable.
—George —le dijo al camarero—. Soy insoportable, ¿lo sabías?
—No, señor, no lo sabía —contestó el camarero—. Yo no diría que es insoportable, señor Kirk.
—Eso es porque no me has tratado, George —le aclaró—. Pero la cuestión es que soy insoportable. Así soy yo. Es una larga historia.
—Si usted lo dice, señor —comentó el camarero.
Podría llamar a los Morton, pensó. En su casa también habrá uniones de dos y de cuatro, pero ellos no son tan inmensamente felices como para resultar insoportables. Los Morton son buena gente. Vamos a ver, le habían dicho los Morton, si Marianne y tú no os pasarais la vida peleando y discutiendo y analizándoos mutuamente, analizándolo todo, estaríais bien. Estaríais bien si os casarais y os callarais la boca, si os callarais la boca y os casarais. Eso sí que estaría bien. Sí, señor, eso sí que estaría bien. Todo funcionaría a la perfección. Te callas la boca y te casas, te casas y te callas la boca. Todo el mundo lo sabe. Si me apuras, es la cosa más fácil del mundo... A lo mejor sería la cosa más fácil si tuvieras veinticinco años, si tuvieras veinticinco en lugar de cuarenta.
—George —dijo cuando el camarero se acercó al ver su copa vacía—, en noviembre cumpliré cuarenta y un años.
—Para noviembre falta mucho, señor, además, está usted en la flor de la edad —dijo George.
—¡Qué va! —exclamó él—. Noviembre está a la vuelta de la esquina. Igual que los cuarenta y dos, los cuarenta y tres y los cincuenta, y aquí me tienes, tratando de ser... ¿Sabes qué trato de ser, George? Trato de ser feliz.
—Todos queremos ser felices, señor —le comentó George—. Me gustaría verlo feliz, señor.
—Todo se andará —dijo—. Todo se andará, George. La cosa tiene truco. Un truco sencillo. Te callas la boca y te casas. Pero la cosa no es tan fácil, George, porque lo analizo todo. Y además, me acuerdo de todo. Y por si eso fuera poco, tengo un puñado de años. Tú suma todas esas cosas y te las encuentras sentadas en el vestíbulo de un hotel diciendo tonterías y envejeciendo.
—No sabe usted cuánto lo siento, señor —dijo George.
—Por cierto, George, ponme otra copa, ¿quieres? —le pidió al camarero.
 
Se tomó otra copa más. Cuando levantó la vista y miró el reloj del vestíbulo eran apenas las nueve y media. Subió a su habitación, y como tenía sueño, se acostó en la cama sin apagar la luz del techo. Cuando se despertó, su reloj de pulsera indicaba las doce y media. Se levantó, se lavó la cara, se cepilló los dientes, se puso una camisa limpia y otro traje, y bajó al vestíbulo sin mirar siquiera el escritorio y las mesas cubiertas de papeles. Fue al salón comedor y tomó una sopa, una chuleta de cordero y un vaso de leche. No encontró a nadie conocido. Comenzó a darse cuenta de que tenía que ver a alguien conocido. Pagó la cuenta, salió a la calle, se metió en un taxi y le dio al taxista un número de la calle Cincuenta y tres.
En Dick and Joe's había varias personas conocidas. Dos de ellas eran Dick y Joe, aunque él siempre los contaba como una persona sola, nunca lograba diferenciarlos. También se encontró a Bill Vardon y a Mary Wells. Bill Vardon y Mary Wells estaban un tanto achispados y alegres. No los conocía muy bien, pero podía sentarse con ellos...
Eran más de las tres cuando salió del bar y se metió en un taxi.
—¿Qué tal estamos esta noche, señor Kirk? —le preguntó el taxista, que se llamaba Willie.
—Esta noche estoy bien, Willie —contestó él.
—¿Lo llevo a algún otro sitio? —le preguntó Willie.
—Esta noche no, Willie. Me voy a casa.
—Le voy a decir una cosa —comentó Willie—, ahí sí que acierta, señor Kirk. En eso sí que no se equivoca usted. Estos garitos están para lo que están, no sé si me entiende, está muy bien eso de pasarse un rato en ellos y tomarse unas cuantas copas con los amigos, pero cuando uno se lo piensa dos veces, no hay nada como la propia casa. Y si no, fíjese en mí, me paso diez años holgazaneando, casi siempre por esta zona, ¿y sabe usted por qué? Porque aquí me conocen en todas partes, usted lo sabe, señor Kirk. Puedo entrar en cualquiera de estos garitos como el que más, si me apura, como usted mismo, señor Kirk, y tomarme un par de copas en Dick and Joe's, por ejemplo, o en Tony's o en cualquier otro lugar donde se me ocurra entrar. ¡Caray, si hasta me he tomado algunas copas con usted, señor Kirk! La noche de Navidad, sin ir más lejos, ¿se acuerda? Pero tengo una casa en Brooklyn y una mujer y un par de críos, y vaya, le puedo asegurar a usted que no hay sitio mejor que la propia casa, no sé si me entiende.
—Tienes razón, Willie —dijo él—. Tienes toda la razón.
—Más razón que un santo —dijo Willie—. Estos garitos están bien cuando uno quiere tomarse unas copas e incluso entromparse un poco con los amigos, por mí, no hay problema...
—Yo tampoco le veo ningún problema a eso de entromparse con los amigos —le dijo él a Willie.
—Pero cuando uno se harta de ese tipo de cosas, uno quiere irse para su casita. ¿Tengo o no tengo razón, señor Kirk?
—Tienes toda la razón, Willie —dijo él—. Uno quiere irse para su casita.
—Bueno, pues, ya hemos llegado, señor Kirk. Estamos en casita.
Él se bajó del taxi, le dio un dólar al taxista, le dijo que se quedara con el cambio y entró en el vestíbulo del hotel. El portero de noche le entregó la llave y metió dos dedos en el hueco del buzón.
—No tiene nada —dijo el portero de noche.
Cuando llegó a su habitación, se tendió en la cama un rato y se fumó un cigarrillo. Notó que se amodorraba y se levantó. Empezó a quitarse la ropa; se sentía amodorrado pero satisfecho, vagamente satisfecho. Empezó a tararear en voz baja para que el tipo de la 711 no se quejara. El tipo de la 711 era un hombre canoso que vivía solo... y lo analizaba todo... y se acordaba de todo...
—Hazme la cama y enciende la luz, esta noche llegaré tarde, adiós, mirlo, adiós...
 

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