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martes, 10 de diciembre de 2013

James Purdy

Uno coge el sombrero y se va



Se la veía cada noche por la calle Mayor. Acostumbraba a salir al oscurecer, cuando las farolas se iluminaban una a una, con súbito chispazo, y los primeros murciélagos comenzaban a revolotear en torno a la casa de la señora Bilderbach. Así era Jennie. ¿Qué dónde iba? Cualquiera se lo hubiera preguntado, aunque todos sabíamos que salía acompañada. Se iba a dar un paseo vespertino, a conversar con viejos conocidos…; pero no entremos en detalles, que dirían las señoras respetables… ¿Acaso no es la vida suficientemente fastidiosa de por sí, sin necesidad de saber ciertas cosas?  Y, sin embargo, lo sabían todas de sobra; algo así como una película vista cinco veces, en la que las escenas tristes hicieran llorar tanto la primera vez como la última.

Y tampoco es que supieran demasiado. Que ella tenía en su ventana la estrella dorada, queriendo significar la muerte de Lafe en acto de servicio. Que paseaba. Y después de todo, ¿qué hacía Jennie cuando salía? No había prueba ninguna de que se propasase; tan sólo iba a “La Meca”, un viejo bar de cuando la primera guerra mundial, donde nunca acudían señoras; eso sí es cierto. Y allí, ¿qué? Pues se bebía unas cervezas y bromeaba con los jóvenes. Se dijo incluso que tocaba el piano del bar, pero fue sólo una vez, una vieja canción pasada de moda, por la que le aplaudieron cortésmente.

Se compraba la ropa en la tienda de un joven sirio a quien nadie apreciaba demasiado. Ni tampoco sus mercancías. Pero lo cierto es que vendía barato y que tenía exactamente el tipo de cosas que a ella le iban con el color de su pelo, un pelo pajizo que le gente calificaba de “angelical”. Se había comprado allí todos sus trajes durante el verano y el otoño pasados, y, según parece, a precios increíbles.

Luego, también un detalle que había dado que hablar: Jennie quitó la estrella dorada de su ventana. Lo que con esto quisiera significar no podemos ni imaginarlo, pues nadie que se preciase, en semejante pueblo de tradicionales, hubiera soñado en cambiarla de sitio. Y a ella, en cambio, le bastaron seis meses. Lógicamente debía significar boda con el joven extranjero. Pero tampoco, porque el portero decía que nadie iba a verla, aparte de Mamie Jordan y el pequeño Higgins, el negrito.

Y ella continuaba paseando cada tarde, viendo los pocos escaparates que se podían ver, y saludando a la gente que pasaba en sus coches, y a los viejos amigos casados que entraban o salían de las tiendas. Realmente no estaba bien que una señora como Jennie se paseara así, noche tras noche, arriba y abajo de la calle principal, como si no tuviera techo que la cobijase. Aparte de que había adquirido ese aire típico de los vagabundos, de aquella gente sin oficio ni beneficio que –antes que el alcalde hiciese retirar los bancos– se pasaban el día sentados frente al Palacio de Justicia. Incluso la vieron alguna vez merodeando por los alrededores de la fábrica de cerveza, y eso sí nos dio que hablar a todos… Porque, por otra parte, se daba por supuesto que el Gobierno le pasaba una pensión tras la muerte de Lafe, así que tampoco era alguien falto de recursos…

Nunca se la oía hablar de Lafe, pero Mamie Jordan aseguraba haber visto una foto suya en el dormitorio de ambos, en traje de paisano, y sin una sonrisa siquiera. Parece ser que a Jennie le costó bastante llevarle hasta el estudio del señor Harts, el fotógrafo; debió ser a base de insistirle mucho como al fin logró que Lafe fuera, sólo que tan enfadado, que se negó a sonreír al fotógrafo, y tuvieron que contentarse con que mirase de frente. Aparte de todo, Mamie reconocía la falta de interés que Jennie demostraba por la fotografía en cuestión, arrinconada entre los objetos del tocador, sin un mal crespón negro en señal de duelo… Y eso es lo que la pobre Mamie no lograba entender del todo.

Cuando se recibió el parte de la desaparición de Lafe, Mamie fue para allá a dar el pésame a la viuda y a llorar juntas un rato, pero se la encontró comiendo bombones tranquilamente; nunca se hubiera dicho que acababa de recibir semejante noticia… Mamie se sintió profundamente dolida, pues tenía un gran cariño a Lafe a pesar de su mediocridad, y estalló en incontenibles sollozos, con lo cual Jennie acabó también por llorar, y así se pasaron las dos toda la tarde, abrazadas y gimoteando. Pero tampoco en aquella ocasión hizo Jennie ningún comentario acerca de lo que Lafe hubiera significado para ella ni de nada por el estilo; fue como una vieja herida, como si hubiese muerto una veintena de años atrás. Pensando Mamie en todo aquello e intentando profundizar un poco en el misterio que para ella representaba, se acordó de cómo Lafe se pasaba un día tras otro en “La Meca”, y de cómo Jennie, en cambio, estaba siempre sola en casa. Y, en cambio, ahora era ella quien iba allí todas las noches…

Cuando salió para el cine aquella tarde, Mamie volvió a recordar el asunto, aunque nadie hablaba ya de ello; para decir la verdad, la gente iba olvidándose incluso de quién había sido Lafe o de qué había hecho. Y es que la gente se olvida de todo; antes, cuando ella era niña, se hubiera guardado recuerdo de un difunto durante tiempo y tiempo, mientras que hoy los hombres iban y venían de un lado para otro con demasiada prisa –todas las semanas viaja alguien a algún lado– y resulta imposible acordarse de todos los que se marchan. De todo punto imposible.

Echó un vistazo alrededor suyo, con la esperanza de ver a Jennie, y pasó por el Ayuntamiento y las oficinas del periódico en dirección al Herbolario por si daba con ella, pero ni rastro. Y el programa esa noche era doble, así que ni soñar en salir del cine a tiempo de encontrarla…

Como la película la excitó más de lo que era de esperar, salió pensando en darse una vuelta antes de volver a casa, y anduvo, nerviosa, calle abajo, en dirección norte, hasta encontrarse –casi sin pensarlo– frente a “La Meca”. Varios trabajadores hacían corro a la puerta, charlando, y aunque apenas la miraron, Mamie se sintió, sin embargo, curiosamente humillada; sin saber bien qué le estaba pasando se acercó a la ventana, y, de puntillas, apretó la nariz contra el cristal para ver hasta el fondo de la habitación, como con miedo de que aquellos hombres se lanzasen sobre ella o le dijeran cualquier barbaridad. Efectivamente, allí estaba Jennie, sentada en una de las últimas mesas. Sin más preámbulos, Mamie abrió la puerta y pasó. Se daba cuenta del color rojo violento que debía haber adquirido su cara al entrar en semejante local, no apto para señoras, y ante docenas de obreros que probablemente estarían riéndose de ella.

En cambio, Jennie no pareció sorprendida al verla: “Adelante, Mamie. Siéntate”, con la misma tranquilidad que si estuviera haciendo los honores en su casa.

–Verás –intentó explicar Mamie, aún de pie–, pasaba por delante y te vi desde fuera.

–Pues me alegra que hayas entrado.

Algo en aquella voz gastada y un tanto brusca bastó para dar pie a Mamie, quien se lanzó sin más:

–Jennie, ¿vienes aquí… porque le echas de menos?

La otra levantó la vista con rapidez.

–Querida Mamie –dijo riendo–. ¡Cuánto tiempo sin oírte nombrarle!

No hubo más respuesta. Jennie continuó, la mirada perdida, como buscando un vago porqué, no sólo de estar en “La Meca”, sino el porqué de cualquier otra cosa, suponiendo que lo hubiera.

Mamie continuó impertérrita:

–Si me dejases ayudarte… Ya supongo que no querrás venirte a casa conmigo; que aún es pronto para ti. Me acuerdo de que mi Lish me comentaba alguna vez lo de prisa que pasa el tiempo con un jarro de cerveza…

Jennie la observaba de reojo, como a la expectativa, mientras la buena señora iba animándose cada vez más. Parecía el espectro de su madre, con aquellos ojos saltones. “ya te comprendo”, repetía. Pero como siempre decía cosas parecidas, Jennie se había acostumbrado a no hacerle nunca demasiado caso. No es que estuviera muy segura de quién era Mamie o del porqué de semejante amistad, pero aquella noche aceptó ambas cosas, y la atrajo hacia así.

–Ya que estás aquí, tomarás un trago, ¿no? Tienes peor pinta que una oveja trasquilada.

–Sí, creo que me hace falta –respondió Mamie en tono de desafío, a pesar de su exigua voz.
Jennie llamó:

–Charlie, tráele a Mamie una cerveza, haz el favor.

Y empezaron a hablar y a reírse de todo, sin ton ni son.

Al cabo de un rato, la cara de Jennie se ensombreció de nuevo, y mirando a su vieja amiga intentaba hacerse a la idea de su presencia allí; de que, efectivamente, si por algo había acudido, era por ella, mientras Mamie conservaba esa expresión ansiosa, como a la expectativa, que tienen la mayor parte de las mujeres a partir de cierta edad.
La más joven sacó del bolso una foto de carnet algo arrugada que Mamie casi le arrebató de la mano, ansiosa al ver que se acercaba el momento en que, por fin, iba Jennie a vaciar su saco, a contárselo todo. Ante la emoción de las confidencias que se le prometían, Mamie bebió de golpe unos cuantos sorbos de cerveza, repitiendo en los intervalos: “Cuenta, dime sin miedo. Ya sabes que puedes confiar en mí hasta el final…” Y frases por el estilo.

–La verdad es que no tenía mala pinta –comentó Jennie.

La otra se inclinó ávidamente:

–¿Quién, Lafe? Era francamente guapo, hija. Tú créeme. –Y admiraba la foto desde cierta distancia, sacudiendo la cabeza con gravedad de persona entendida. – ¿No lo sabías? Tenía algo más que buena pinta.

–Si no se hubiera empeñado en dejarse ese bigotito absurdo, estaría mucho mejor. Yo siempre le dije que se lo afeitara, pero no hubo modo. Como tenía la boca algo torcida…

–¡Mujer, no digas esas cosas! –saltó Mamie–, que no está bien hablar así de un muerto.
Pero inmediatamente se tapó la boca como queriendo retener la última palabra pronunciada. ¡Se le escapó! Tal vez –y sin tal vez– no era la más apropiada para designar a un ser querido.
Sólo que Jennie zanjó el asunto con una risita de conejo, como quien, luego de reñir a un niño, pretendiera dulcificar las cosas y ser de nuevo muy simpática, y dijo sin venir a cuento:

–Siempre me he preguntado si sufriría mucho en el momento de morir. Nunca estuvo muy vivo ni muy despierto, pero sí que tenía una especie de tesón, de tozudez, que debió dificultar bastante las cosas. Pienso que se moriría despacio, enterándose bien de que se moría.
Mamie se sintió incapaz de responder a esto. Lo que menos podía esperarse era que la conversación tomase semejante rumbo; estaba perdida, sin saber cómo coger de nuevo el hilo. Esperaba más bien un rato de recuerdos y añoranzas, en que poder estrechar con dulzura la mano de Jennie y consolarla… En fin, otra cosa. Pero en este plan ya no era cuestión ni de pensarlo; para calmarse un poco se echó al coleto otro buen trago de cerveza. Y eso que estaba amarga y desagradable.

–Todos los días, antes de meterme en la cama, me despido con una mirada a su foto –continuó Jennie–, aún no sé por qué. Ya sabes que nunca estuve enamorada de él.

–Vamos, Jennie –argumentó débilmente la otra, ya sin demasiado convencimiento de nada. Le hubiera gustado decir algo así como: “Pues claro que estabas enamorada, cariño, ¿cómo no ibas a estarlo?”, pero algo sórdido y gris le invadió el ánimo haciéndole dudar incluso del amor que aquella misma noche había visto en el cine: aquel amor que –lo sabía de siempre– era el único que cumplía todos los requisitos. Y, en cambio, repitió, como un eco–: Nunca estuviste enamorada de él.

Aunque la frase –Mamie se dio cuenta de ello cuando ya no tenía arreglo– no era precisamente de las que precisan repetirse, Jennie no se inmutó siquiera:

–No; nunca quise a Lafe Esmond.

Charlie anunciaba que ya era hora de cerrar, y Mamie miró en torno suyo con cierta aprensión. Jennie se apresuró a tranquilizarla:

–Charlie me deja quedarme hasta las cuatro casi siempre.

El aviso de Charlie le hizo recordar sus días en la fábrica de tabacos, cuando los muchachos la esperaban a la salida para acompañarla un trecho hacia su casa. Y pensar en Scott Jeffreys, y en su Studebaker último modelo. Contempló entonces sus manos, como queriendo asegurarse de que continuaban siendo tan bonitas como cuando él se lo decía, pero con tan poca luz apenas si podía apreciarse. Aparte de que –todo hay que confesarlo– ¿a quién podían importarle ya sus manos? ¿a quién le interesaba nada suyo a estas alturas?

–Hubo un tiempo –dijo en voz alta– en que tenía unas manos preciosas. Mi madre me lo repetía casi cada día, pero es que era verdad. Venía a mi habitación y me decía: Esas manos tan blancas y tan finas no debieran trabajar nunca. Mi hijita está hecha para cosas mejores…
Mamie acabó de golpe su cerveza e hizo un gesto amistoso, como invitándola a seguir hablando.

– ¿Tú crees que Lafe se ocupó de mis manos alguna vez en su vida? Ni de las de nadie, por supuesto, porque no era hombre capaz de interesarse por los encantos de ninguna mujer. Yo me imagino que en el fondo ningún hombre lo es y que si lo demuestran es pura apariencia para cubrir lo que de verdad andan buscando y siempre logran. Para eso empiezan con piropos sobre nuestro aspecto. Pero a Lafe es verdad que nunca le interesó nada de lo que yo pudiera tener. Y te aseguro que no era poco; mi madre siempre me dijo que tenía mucho atractivo.

Se detuvo un momento, que Mamie aprovechó para pensar de nuevo lo distinto que era todo ese asunto de lo que ella esperaba.

–Si Lafe se casó conmigo fue exclusivamente porque estaba muy solo. Y de no haber sido yo, le hubiera servido cualquier otra, porque, como todos, sólo pretendía llenar un hueco. Nada más. Porque lo que pasa es que hacen un trato, y quieren cobrar su parte. Por eso, no estuve nunca enamorada de él, ni de nada suyo, aunque lo aparentase cuando no había otra solución. Para empezar, porque nunca he querido a ningún hombre.
Mamie apretó su vaso entre los dedos, como si con aquella presión pudiera hacerla callar mediante algún poder oculto.

–Me enamoré una vez, a los catorce años, y pare usted de contar. Mi primer amor, Douglas Fleetwood, no era más que un chiquillo, pero su nombre me hacía pensar en los bosques y en pastores. Tenía un pelo castaño maravilloso y llevaba siempre la camisa desabrochada. Y unos ojos oscuros, grandes, con la expresión de un ternero joven y manso. Apenas si le hablé durante los años de la escuela. ¡Pobre! Era cojo, y andaba muy despacio, así que mil veces podía haberle alcanzado para volver con él a casa, pero me contentaba con ir detrás, mirándole. Parece que le estoy viendo renquear, con las muletas bajo los brazos…
Mamie empezaba a sollozar, con ese sollozar callado que es fruto de la desilusión y del abatimiento, ese llanto contenido, que pugna por salir, de que ve su ideal por tierra.

–Murió– añadió simplemente Jennie–. Cuando nos lo dijo Miss Mathias en clase de hogar. Un día de enero, dejé caer los brazos y debí lanzar una especie de silbido desalentado, extraño. Ella pensaría que estaba enferma, porque, sin más, me dio permiso para salir de clase… Y luego conocía a aquellos chicos de la fábrica de tabaco –ya te conté–, pero en realidad nunca llegamos a nada. Fue entonces cuando entró Lafe en escena.

Jennie se detuvo bruscamente y soltó una amarga carcajada que hizo volverse a Charlie desde el otro extremo de la habitación. Tomándolo como una señal amistosa, se rió también, en respuesta, y agitó la mano alegremente, saludándoles.

Mamie, mientras, se servía sigilosamente cerveza de la botella de Jennie.

–Bebe, Mamie, no te preocupes; que la pedí para ti, mujer.

Y la buena de Mamie se enjugó una lagrima se enjugó una lágrima que asomaba a su ojo izquierdo.

–Ya te digo que me había cansado de tanta fábrica de tabacos, y que Lafe asistía todos los viernes al baile del “Green Mill”; así que nos casamos después del festival aquel día de Acción de Gracias.

–De eso creo que me acuerdo –se recobró Mamie–. ¿No los conocía entonces ya?

Pero Jennie, por toda respuesta, le llenó el vaso hasta arriba.

–Todos los días tenía que levantarme a hacerle el desayuno antes de salir para la fundición, en lugar de irse a un café como tantos otros hacen. Y ahí me tendrías que ver con una bata vieja y espantosa de fea –porque ni fue capaz de comprarme nada mejor con que cubrirme–, poniéndole el desayuno día tras día. Sola desde las cuatro y media de la madrugada hasta la noche, esperando a que por fin quisiera volver a casa. Creí morir de harta que estaba. Tanto me aburría que luego era incapaz de ser amable con él. Siempre friendo chuletas…

Bebió un gran trago de cerveza, y comentó:

–Todo olía ya a chuletas en aquella casa, porque el señor no podía pasarse sin ellas.
Charlie llamaba de nuevo, pretendiendo cerrar.

–¿No son las cuatro, verdad? –preguntó Mamie.

–¡Qué van a ser! No sé qué mosca le ha picado a Charlie esta noche para tener tanta prisa en echarnos. Es sólo la una y media. Me imagino que tendrá alguna buena moza esperándole.
Efectivamente, “La Meca” iba a cerrar. Jennie pensó entonces en los sitios –lo había leído en el periódico dominical– abiertos noche y día, y en que uno podía sentarse días enteros y beber y olvidar, o recordar.

Había oído hablar de locales de este tipo en Nueva Orleans –donde la vida tenía otro ritmo–, pero donde se mezclaban gentes de color y desconocidos. No eran precisamente selectos ni muy propios para que una señorita los incluyese en sus memorias.

Ya se había quedado sola; sin contar a Mamie, claro.

Repitió, una vez más, obstinadamente: “Era atractiva yo, vaya si lo era; se volvían a mirarme los hombres por la calle una vez que estuve en Cincinnati.”
Pero Mamie apenas escuchaba ya –la historia desbordaba con mucho su capacidad receptiva–, como le ocurría a veces con películas muy sofisticadas; había llegado un momento en que no sabía si era la belleza de Jennie o su propia falta de atractivo lo que tenía algo que ver con su vida; un punto en que nada parecía estar claro. Parecía como si estuviese rodeada por toda la humareda producida por las chuletas de Jennie –demasiadas chuletas– y muy necesitada de una bata; pero sobre todo tenía presentes las blasfemias contra el amor.

–Mi pobre madre ni hubiera soñado en verme llegar a este periodo tan solitario, porque siempre decía que una chica de buen ver no está nunca sola. “Jennie –acostumbraba a repetir, si no otra cosa, conserva al menos el tipo.”

Al fin, la evidente falta de atención por parte de Mamie tuvo que ser tenida en cuenta; Jennie consideró el problema unos segundos: sin ningún género de duda, Mamie estaba absoluta e increíblemente borracha. Y ella misma tampoco era un prodigio de sobria estabilidad, precisamente.

La increpó con severidad:

–Mamie Jordan, ¿te encuentras bien?

Y su vieja amiga levantó la vista para –tal vez ante la acusación de que se le hacía objeto o quizá por lo brusco del tono de Jennie– romper súbitamente a llorar. No sabía por qué, pero allí estaba, sollozando desconsoladamente y sin reparo.

–Déjalo ya, Jennie –dijo–, que han sido demasiadas cosas horribles esta noche. No lo hagas nunca más, cariño, respeta mis pequeñas y pobres compensaciones.

Jennie la contempló sin decir palabra, mientras los sollozos de la pobre mujer llenaban el gran salón de bebedores.

Era el llanto –lo sabía– de una mujer gastada, que busca algo perfecto, algo que no existe en lugar alguno, un concepto del amor como el que presentan canciones y novelas: de un amor que por allí no se daba, simplemente. Ella quería consolarla; cogerla entre sus brazos, quizá, y asegurarle que no había de qué preocuparse, que todo iba bien. Sólo que fue incapaz de pensar en nada convincente. Miró con ansiedad en torno suyo, como si pudiera encontrar la respuesta a su problema escrita en algún lado, en la pared, pero al fin fue a topar tan sólo con la foto de Lafe Esmond flotando en un charquito de cerveza.

No; uno no puede darse pena cuando se ve retratado en otro, y lo cierto es que Jennie había estado así muchas veces, demasiadas veces, con tristes borracheras, al caer de una tarde cualquiera.

La tristeza resucitada por Mamie no era ya fácil de superar; la herida rehusaba cerrarse, y esta sensación casi física la obligó a pensar de nuevo en Lafe. Durante unos segundos le vio como con una aureola, como si fuera un desconocido con quien se encontrase por vez primera; sin saber exactamente de qué modo era posible establecer contacto con los muertos o cómo podría Lafe mirarla desde el otro mundo; tuvo la sensación de que, por fin, de alguna manera, habían conectado. Pero pasó pronto. Ni volvía Lafe ni ningún otro.

Si alguna vez le hubiera querido de verdad, ahora tendría un cierto consuelo con sólo mirar su foto y llorar como quisiera Mamie que lo hiciese. O si al menos le hubiesen enterrado cerca, en algún sitio conocido, para poder visitar su tumba y representar allí todo el drama del disgusto y las lágrimas. Pero lo que un día fue Lafe estaba ahora tan lejos y tan hondo que no era ya recuperable realmente.

Entonces, agarrando a Mamie por el brazo y sacando el pañuelo para dárselo, tuvo toda la sensación de haber visto por segunda vez una película y habérsele saltado las lágrimas de nuevo en la misma escena. No hay comentario posible ante estas pequeñas tragedias privadas. Simplemente uno espera a que se enciendan las luces y coge el sombrero para marcharse.












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