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domingo, 8 de diciembre de 2013

Saul Bellow


Un futuro padre


Las ideas más extrañas conseguían introducirse a veces en la mente de Rogin. Recién cumplidos los treinta y uno, no mal parecido, de pelo negro y ojos pequeños, pero con una frente alta y despejada, Rogin era un químico que trabajaba en la investigación y, en conjunto, una persona seria en la que se podía confiar.

Pero una tarde de domingo en que nevaba, mientras se dirigía al suburbano, con el abrigo abrochado hasta la barbilla y unos andares absurdos –con los pies muy hacia fuera– se sintió dominado por un peculiar estado de ánimo.

Iba a cenar con su prometida, que le había telefoneado un poco antes para decirle: “Vendría bien que compraras unas cuantas cosas por el camino”.

– ¿Qué es lo que hace falta?

–Un poco de roast-beef para empezar. He comprado cien gramos al volver de casa de mi tía.

– ¿Por qué cien gramos, Joan? –dijo Rogin muy molesto–. Con esa cantidad no se puede preparar más allá de un sándwich.

–Eso quiere decir que tienes que entrar en una delicatessen. No tenía más dinero.

Estuvo a punto de preguntar: “Que ha sido de los treinta dólares que te di el miércoles?”, pero comprendió que no estaría bien.

–Tuve que darle dinero a Phyllis para pagar a la mujer de la limpieza –dijo Joan.

Phyllis, la prima de Joan, era una joven divorciada, con muchísimo dinero, que compartía con ella el apartamento.

Roast-beef –dijo él–. ¿Y qué más?

–Champú, corazón. Lo hemos gastado todo. Y date prisa, querido, te he echado de menos todo el día.

–Yo también te he echado de menos –dijo Rogin, pero en realidad había estado abrumado por sus problemas casi todo el tiempo. Le estaba pagando la Universidad a su hermano menor. Y su madre, cuya pensión resultaba insuficiente en aquellos tiempos de inflación e impuestos elevados, también necesitaba dinero. Joan tenía deudas que le ayudaban a pagar, porque estaba sin trabajo. Buscaba una ocupación conveniente. Hermosa, bien educada, aristocrática en su actitud, no podía hacer de dependienta en unos almacenes populares; tampoco podía emplearse como modelo (Rogin pensaba que las modelos se hacían vanidosas y altivas y no quería que le pasara eso a ella); tampoco podía ser camarera o cajera. ¿Qué posibilidades quedaban? Bueno, ya surgiría algo, y mientras tanto, y mientras tanto Rogin no se atrevía a quejarse. Pagaba sus cuentas –el dentista, los grandes almacenes, el osteopatólogo, el médico, el psiquiatra–. En navidad, Rogin casi se volvió loco. Joan le compró una chaqueta de terciopelo con ojales ribeteados, una pipa preciosa y una bolsa de mano. A Phyllis le compró un broche de granates, un paraguas de seda italiana y una boquilla de oro. Para otros amigos compró peltre holandés y cristalería sueca. Antes de acabar había gastado quinientos dólares del dinero de Rogin. Él la quería demasiado para hacerle ver lo que sufría. Estaba convencido de que Joan era mucho mejor que él. A ella no le preocupaba el dinero. Tenía un carácter maravilloso, siempre alegre y, en realidad, no necesitaba un psiquiatra para nada. Fue a uno porque Phyllis lo hacía y eso despertó su curiosidad. Se esforzaba demasiado por estar a la altura de su prima, cuyo padre había hecho millones con el negocio de las alfombras.

Mientras la dependienta de la perfumería le envolvía la botella de champú una idea muy clara se alzó de repente entre los pensamientos de Rogin: El dinero nos rodea durante toda la vida como la tierra lo hace después de la muerte. La superposición es la ley universal. ¿Quién está libre? Nadie lo está. ¿Quién no tiene cargas? Todo el mundo soporta presiones. Las mismas rocas, el mar, los animales, los hombres, los niños, todo el mundo tiene que cargar con algún peso. Al principio la idea le resultó clara en extremo. En seguida se hizo más vaga, pero seguía produciéndole un gran efecto, como si alguien le hubiese hecho un regalo valioso. (No como la chaqueta de terciopelo, que no se había atrevido a ponerse, o la pipa que le ahogaba cuando intentaba fumar). La idea de que todo el mundo soporta presiones y tiene problemas, en lugar de entristecerle tuvo el efecto contrario. Le hizo sentirse de excelente humor. De pronto sus ojos empezaron a captar todo lo que pasaba a su alrededor. Vio con agrado cómo el dependiente y la chica que estaba envolviendo la botella de champú se sonreían y flirteaban, cómo las líneas de preocupación del rostro de la muchacha se convirtieron en gesto de alegría y cómo las desguarnecidas encías del dependiente no eran obstáculo para sus bromas no para su actitud amistosa. Y en la delicatesen, también era asombroso las muchas cosas que Rogin descubría y lo feliz que se sentía por el mero hecho de estar allí.

Los domingos por la noche, cuando todas las demás tiendas están cerradas, las delicatesen suelen abusar de los precios, y Rogin, normalmente, habría adoptado una actitud desconfiada, pero no fue así aquella noche. El olor de los pepinillos, de las salchichas, de la mostaza y del pescado ahumado le llenaron de alegría. Se compadeció de la gente que tuviese que comprar la ensalada de pollo y los filetes de arenque; lo harían solo porque su vista era demasiado débil para advertir lo que les estaban dando –los trozos de pimienta en el pollo, los arenques casi deshechos–, miga de pan empapada en vinagre en su mayor parte. ¿Quién compraría aquello? Gentes que se levantan tarde, personas que viven solas, que se despiertan cuando empieza a oscurecer y encuentran vacíos sus frigoríficos; o personas que sólo miran hacia adentro. El roast-beef no tenía mala cara y Rogin pidió medio kilo.

Mientras el tendero partía la carne, le gritó a un niño portorriqueño que estaba intentando alcanzar un paquete de galletas de chocolate: “Oye, ¿quieres que se te caiga encima todo lo que hay en el mostrador? Aguarda medio minuto, chico”. Aquel tendero, aunque parecía uno de los bandidos de Pancho Villa, del tipo de los que untan a sus enemigos con melaza y los dejan atados sobre un hormiguero y, a pesar de sus ojos de sapo y de sus manos cuadradas, hechas para empuñar revólveres, no era mala persona. Era un neoyorkino, pensó Rogin –que era de Albany–; un neoyorkino endurecido por todos los abusos de la ciudad, acostumbrado a desconfiar de todo el mundo. Pero en su propio dominio, en su propio terreno, detrás del mostrador, había justicia. Clemencia incluso.

El niño portorriqueño llevaba un traje completo de vaquero: un sombrero verde con cinta blanca, pistolas, zahones, espuelas, botas y guantes, pero no sabía una palabra de inglés. Rogin descolgó la bolsa de celofán con galletas redondas y duras y se la dio. El chico rompió el celofán con los dientes y empezó a masticar uno de aquellos secos discos de chocolate. Rogin reconoció su situación: la fuerza de los sueños infantiles. También él una vez había encontrado deliciosas aquellas galletas secas. Ahora hubiese sido incapaz de terminar una.
¿Qué otra cosa le gustaría a Joan?, pensó Rogin afectuosamente. ¿Fresas?

–Deme un paquete de fresas congeladas. No, frambuesas, le gustan más. Y nata. Y bollos, crema de queso y esos pepinillos que parecen de goma.

– ¿Cuáles?

–Esos de color verde oscuro, con brotes. Tampoco vendrá mal algo de helado.

Intentó pensar en un piropo, una comparación afortunada o una frase cariñosa para cuando Joan le abriese la puerta. ¿Quizá algo sobre el color de su piel? En realidad no había nada comparable con su rostro, dulce, pequeño, atrevido, bien dibujado, tímido, desafiante y adorable rostro. ¡Qué difícil era y qué hermosa!

Mientras Rogin descendía hacia el aire petrificado, maloliente, metálico y enrarecido del suburbano, le distrajo una extraña confesión hecha por un hombre a su amigo. Se trataba de dos individuos muy altos, de figuras redondeadas por la ropa de invierno, como si sus abrigos ocultaran trajes de cota de malla.

–¿Cuánto tiempo hace que me conoces? –dijo uno.

–Doce años.

–Bueno, pues tengo que hacerte una confesión –dijo–. He decidido que es mejor decirlo.  Durante años he bebido mucho. Tú no lo sabías. He sido un alcohólico prácticamente.

Pero su amigo no estaba sorprendido y contestó inmediatamente:

–Sí que lo sabía.

–¿Lo sabías? ¡Imposible! ¿Cómo lo averiguaste?

“ ¡Como si pudiera ser un secreto! –pensó Rogin–. Basta ver esa cara alargada y austera, descolorida por el alcohol, esa nariz deforme, la piel de las orejas, que parecen mocos de pavo, y esos ojos, apagados por el whisky.”

–Pues lo cierto es que lo sabía.

–No puede ser. No me lo creo. –Se sentía herido y su amigo no parecía querer tranquilizarle–. Pero ya está arreglado –dijo–. He estado yendo al médico y tomando píldoras, un nuevo descubrimiento revolucionario de los daneses. Es un milagro. Estoy empezando a creer que pueden curar cualquier cosa. Es imposible superar a los daneses en ciencia. Lo hacen todo. Han convertido a un hombre en una mujer.

–¿No ha sido así como te ha hecho dejar de beber, verdad?

–No. Espero que no. Es tan sólo algo como la aspirina. Es una superaspirina. La llaman la aspirina del futuro. Pero si la usas tienes que dejar de beber.

La receptiva mente de Rogin se preguntó, mientras las olas humanas del suburbano iban y venían y la fila de vagones, transparentes como vejigas de pez, corría bajo las calles, ¿cómo aquel hombre había llegado a creer que nadie sabría lo que era imposible ignorar? Y, en su calidad de químico, se preguntó cuál sería la fórmula de aquella nueva medicina danesa, y empezó a pensar en algunos inventos suyos, albúmina sintética, un cigarrillo que se encendía solo y un combustible para motores más barato que la gasolina. ¡Cielo santo, qué falta le hacía el dinero! Más que nunca. ¿Qué se podía hacer? Su madre se estaba volviendo más y más difícil. El viernes por la noche no le había cortado la carne y eso le había herido. Había permanecido inmóvil en la mesa, sin alterar su severo rostro, marcado por el sufrimiento, y le había dejado que se cortara él la carne, cosa que no pasaba casi nunca. Siempre le había mimado y había hecho que su hermano le envidiase. Pero, ¿qué esperaba ahora de él? ¡Señor, cómo tenía que pagarlo! Nunca se le había ocurrido antes que esas cosas tuvieran un precio.

Al sentarse, uno más entre los pasajeros, Rogin recuperó su estado de ánimo tranquilo, feliz, incluso clarividente. Pensar en dinero era pensar como el mundo quiere que se piense, y entonces nunca se llega a ser señor de uno mismo. Cuando le gente decía que no harían algo ni por amor ni por dinero, querían decir que amor y dinero eran pasiones opuestas y la una enemiga de la otra. Siguió reflexionando sobre lo poco que la gente sabe acerca de esto, cómo se pasan la vida soñando, ¡qué diminuta era la luz de su conciencia! El rostro de Rogin, que de ordinario expresaba displicencia, se iluminó traduciendo la dolorosa alegría de su corazón, ante aquellos profundos pensamientos sobre nuestra ignorancia. Se podía tomar como ejemplo a aquel borracho que durante muchos años creyó que sus amigos íntimos no sospechaban que bebía. Le buscó a su alrededor con la mirada, pero había desaparecido.

Sin embargo no faltaban cosas que ver. Había una niñita con un manguito blanco recién estrenado, al que le había cosido una cabeza de muñeca. La niña estaba feliz y maternalmente orgullosa mientras su padre, corpulento y ceñudo, con una gran nariz reprobadora, no dejaba de levantarla y volverla a sentar en su sitio como si estuviera intentando convertirla en algo distinto. Después otra niña, con su madre, entró en el vagón; también llevaba el mismo tipo de manguito con una cabeza de muñeca, y las dos personas mayores se sintieron muy molestas. La mujer, que parecía una persona difícil y agresiva, se alejó con su hija. A Rogin le pareció que cada niña estaba tan enamorada de su propio manguito que no habían llegado a verse; pero una de sus debilidades era pensar que entendía a los niños.

Una familia extranjera atrajo después su atención. Le parecieron centroamericanos. A un lado la madre, de edad avanzada, tez oscura, cabellos blancos y con aire cansado; frente a ella un hijo con las manos descoloridas y agrietadas de un fregaplatos. Pero, ¿quién era el enano que estaba sentado entre ellos, un hijo o una hija? Su cabello era largo y rizoso y las mejillas delicadas, pero la camisa y la corbata eran masculinas. El abrigo era femenino, pero los zapatos eran un rompecabezas.

Eran unos zapatos bajos de color marrón, con costuras de hombre, pero con tacones femeninos; las punteras eran romas como en los zapatos masculinos, pero la correa sobre el empeine era claramente de mujer. No llevaba medias, lo que no era de gran ayuda. Había sortijas en sus manos, pero no era posible distinguir un anillo de boda. Sus párpados estaban hinchados y apenas podían vérsele los ojos, Pero Rogin no puso en duda que estaban en condiciones de revelar cosas extrañas si quisieran y que aquel ser humano era una criatura de notable inteligencia. Poseía desde años atrás “Memorias de un enano”, el libro de De la Mare, y tomó la decisión de leerlo. Eso hizo que perdiera importancia la cuestión del sexo del enano y fuera capaz de observar a la persona que estaba sentada a su lado.

Los pensamientos se vuelven a menudo más fértiles en el metro, en razón del movimiento, del gran número de acompañantes, de la peculiar situación del viajero mientras pasa rechinando bajo calles, ríos y cimientos de grandes edificios; de hecho la mente de Rogin siempre se sentía extrañamente estimulada. Abrazado al paquete del que salían olores de pan y pepinillos, iba siguiendo una cadena de reflexiones, primero sobre la bioquímica de la determinación del sexo, los cromosomas X e Y, los lazos hereditarios, el útero, y después sobre su hermano como un motivo para pagar menos impuestos. Recordó dos sueños de la noche anterior. En uno, un empresario de pompas fúnebres se había ofrecido a cortarle el pelo, y él no había querido. En otro, había estado llevando a una mujer sobre su cabeza. ¡Tristes sueños los dos! ¡Muy tristes! ¿Quién sería la mujer: Joan o su madre? ¿Y el empresario de pompas fúnebres sería su abogado? Suspiró profundamente y maquinalmente empezó a darle vueltas a la fórmula de la albúmina sintética que iba a revolucionar por completo la historia de los huevos.

Mientras tanto no había interrumpido su examen de los pasajeros y se estaba concentrando en el hombre sentado junto a él. Era una persona a la que no había visto nunca, pero con quien se sintió de pronto ligado desde siempre. Era de mediana edad, corpulento, de tez blanca y de ojos azules. Sus manos estaban bien formadas y las llevaba muy limpias, pero a Rogin no le gustaron. Vestía un abrigo azul de cuadros bastante caro que Rogin nunca hubieses elegido para sí mismo. Tampoco se hubiese puesto sus zapatos de ante azul ni aquel sombrero tan perfecto, un fieltro con una cinta ancha y gruesa. Hay dandies de todas las clases, y no todos ellos pertenecen a la especie de los exhibicionistas; algunos son dandies de la respetabilidad, y el que estaba sentado junto a Rogin era uno de ellos. Su nariz recta permitía considerarle como bien parecido, pero en realidad, la impresión de conjunto era que se trataba de un hombre vulgar. Pero, dentro de su insignificancia, parecía advertir a la gente que no tenía dificultades, que no quería tener nada que ver con nadie. Llevando aquellos zapatos de ante azul no podía permitir que la gente le pisara y parecía trazar a su alrededor un círculo de privilegio, notificando a todos los demás que se ocuparan de sus propios asuntos y le dejaran leer el periódico. Sostenía un ejemplar del Tribune y quizá fuese faltar a la verdad el decir que estaba leyéndolo. Lo sostenía.

La blancura de su tez y sus ojos azules, su nariz recta y puramente romana –hasta su manera de sentarse– le recordaban muchísimo a una persona: Joan. Intentó evitar la comparación, pero no pudo. Aquel individuo no solo se parecía al padre de Joan, que Rogin detestaba; se parecía a la misma Joan. Dentro de cuarenta años, un hijo suyo, si llegaba a tenerlo, sería como aquel pasajero de metro. ¿Un hijo de Joan? Rogin mismo sería el padre de semejante hijo. Como apenas tenía rasgos dominantes en comparación con Joan, su herencia desaparecería. Probablemente sus hijos se parecerían a ella. Sí; dentro de cuarenta años, un hombre como aquel sentado a su lado, rodilla contra rodilla, en aquel vagón trepidante, entre otros seres humanos participantes inconscientes en una especie de gran carnaval de puro tránsito, un hombre como aquel, sería el lazo de continuidad con Rogin.

Esa era la razón de que se sintiera ligado a él desde siempre. ¡Qué eran cuarenta años comparados con toda la eternidad! Habían pasado cuarenta años y estaba contemplando a su hijo. Estaba allí. Rogin se sintió asustado y conmovido. “ Hijo mío! ¡Hijo mío!”, se dijo a sí mismo, y el patetismo de la situación casi llenó sus ojos de lágrimas. Las sagradas y aterradoras tareas de los dueños de la vida y de la muerte producían estos resultados. Somos sus instrumentos. Trabajamos para conseguir metas que creemos nuestras. ¡Pero no! Todo ello era perfectamente injusto. Sufrir, trabajar, abrirse camino a través de las dificultades de la vida, arrastrarse por sus cuevas más oscuras, superar los peores momentos, debatirse bajo el peso de la economía, hacer dinero, sólo para convertirse en el padre de un snob de cuarta categoría como aquél, de aspecto insignificante, con aquella cara tan ordinaria, de facciones correctas, sonrosada, desprovista de interés, pagada de sí misma y fundamentalmente burguesa. ¡Qué maldición tener un hijo semejante! Un hijo como aquél, que nunca podría entender a su padre. No tenían nada en común. Él y aquel individuo pulcro, bien alimentado y de ojos azules. Estaba tan satisfecho, pensó Rogin, con todo lo que poseía y todo lo que hacía y todo lo que era, que difícilmente sentiría necesidad de despegar sus labios. Bastaba ver el gesto de superioridad que adornaba aquella boca. No le daría a nadie ni la hora. ¿Quizá sería aquella una característica general dentro de cuarenta años? ¿Se volverían las personas más insensibles a medida que el mundo envejeciera y se enfriara? Lo inhumano de aquellas futuras generaciones excitó a Rogin. Padre e hijo no tenían ningún medio de comunicación. ¡Terrible! ¡Inhumano! ¡Qué visión de la existencia le proporcionaba! Los planos personales del hombre no eran nada, una ilusión. Las fuerzas vitales nos van poseyendo sucesivamente en su camino hacia su propia realización, apoyándose en nuestra humanidad individual, usándonos para sus fines como simples dinosaurios o abejas, explotando el amor despiadadamente, obligándonos a comprometernos en el proceso social, en el trabajo, en la lucha por el dinero, y someternos a la ley de la presión, la ley universal de las capas sucesivas, ¡de la superposición!

“¿En dónde demonios me estoy metiendo?”, pensó Rogin. Ser el padre de una vuelta atrás al padre de ella. La imagen de aquel anciano de cabellos blancos, gordo y malhumorado, de ojos azules egoístas y desagradables, le repugnaba. Aquel era el aspecto que tendría su nieto. Joan, de quien Rogin se sentía ahora cada vez más distante, no podía hacer nada. Para ella era inevitable. Pero, ¿tenía que ser inevitable para él? En ese caso, Rogin, estúpido, no te dejes convertir en un absurdo instrumento. ¡Desaparece, márchate!

Pero era demasiado tarde para eso, porque ya había experimentado la sensación de estar sentado junto a su propio hijo, suyo y de Joan. Siguió mirándole, esperando a que dijera algo, pero el supuesto hijo conservaba su silencio y frialdad, a pesar de que no podía ignorar el detenido examen de Rogin. Salieron incluso del suburbano en la misma parada: Sheridan Square. Una vez en el andén, sin mirar a Rogin, se alejó en otra dirección con su detestable abrigo azul de cuadros y su rostro rosado y desagradable.

Todo el asunto deprimió mucho a Rogin. Al acercarse a la puerta de Joan y oir como Henri, el perrito de Phyllis, empezaba a ladrar antes de que llamara a la puerta, su rostro se contrajo. “No voy a dejar que me usen –se dijo–. Tengo derecho a existir por mí mismo”. Serían mejor que Joan fuese precavida. Tenía una desenfadada manera de dejar a un lado los graves problemas que él había estado considerando seriamente. Su punto de vista era que nunca podía pasar nada realmente desagradable. Rogin no se podía permitir el lujo de una actitud así, tan despreocupada y alegre, porque él tenía que trabajar de firme y ganar dinero de manera que no sucedieran cosas desagradables. Bueno, en aquel momento aquella situación no podía cambiar y él realmente no le daba importancia al dinero; pero necesitaba creer que Joan no tenía que ser necesariamente la madre de un hijo como el individuo del suburbano ni haber heredado todas las características de su horrible padre. Después de todo, Rogin no se parecía demasiado ni a su padre ni a su madre y era muy diferente de su hermano.

Joan abrió la puerta vestida con una bata de Phyllis que costó un dineral. Le sentaba muy bien. El primer vistazo a su rostro alegre despertó en Rogin el hiriente recuerdo del parecido; era una semejanza muy remota, casi imaginaria, pero le hizo estremecerse.

Joan empezó a besarle, diciendo:

–Corazón, estas cubierto de nieve. ¿Por qué no te has puesto el sombrero? Tiene llena toda la cabeza. –Era su manera favorita de hablar, en tercera persona.

–Está bien. Déjame soltar la bolsa y que me quite el abrigo –gruñó Rogin, rehuyendo su abrazo. ¿Por qué no podía esperar para hacer todas esas manifestaciones de afecto? –. Hace demasiado calor aquí. Me arde la cara. ¿Por qué tienes la calefacción tan alta? Y ese maldito perro siempre ladrando. Si ni lo tuvieses siempre encerrado no estaría tan malhumorado y agresivo. ¿Por qué no lo saca alguien a pasear?

–Pero, ¡si no hace tanto calor! Lo que pasa es que tú vienes del frío. ¿No te parece que esta bata me sienta mejor que a Phyllis? Especialmente a la altura de las caderas. Ella opina lo mismo. Quizá me la venda.

“Espero que no”, estuvo a punto de exclamar Rogin. Trajo una toalla para secarse el pelo, sobre el que se estaba derritiendo la nieve. La agitación del frote excitó a Henri de manera intolerable y Joan lo encerró en el dormitorio, en donde estuvo saltando pertinazmente contra la puerta con un rítmico sonido de uñas arañando la madera.

Joan dijo:

–¿Has traído el champú?

–Está en la bolsa.

–Entonces te lavaré la cabeza antes de cenar. Ven.

–No quiero que me la laves.

–Anda, ven –dijo ella riendo.

Su falta de conciencia de culpabilidad le asombró. No entendía cómo podía ser así. Y la habitación alfombrada, bien amueblada, suavemente iluminada y con cortinas entonadas, parecía erguirse contra su visión. Se sentía acusador y enojado, su alma estaba maltrecha y amargada, pero no parecía tener sentido el decir por qué. De hecho empezó a preocuparle que el motivo de su estado de ánimo pudiera desaparecer.

Joan le ayudó a quitarse la chaqueta y la camisa en el cuarto de baño y abrió el agua. Rogin se sentía rebosante de angustiadas emociones; ahora que su pecho estaba desnudo podía advertirlas incluso con más claridad y se dijo a sí mismo: “Tengo que decirle un par de cosas en seguida. No voy a dejarles que se salgan con la suya. ¿Crees –iba a decirle– que tengo que llevar encima yo solo el peso del mundo entero? ¿Crees que he nacido sólo para que se abuse de mí y para ser sacrificado? ¿Crees que no soy más que una fuente de riqueza, una mina de carbón, un pozo de petróleo, una pesquería o cualquier otra cosa parecida? Recuerda que el hecho de que sea hombre no es razón suficiente para cargarme como a un burro. Mi alma no es mayor ni más fuerte que la tuya. Quita las cosas externas, como los músculos, el tener una voz profunda y demás y, ¿qué queda? Una pareja de espíritus, prácticamente iguales. Entonces, ¿por qué no tendría también que haber igualdad? No puedo ser siempre el más fuerte.”

–Siéntate aquí –le dijo Joan acercando una banqueta al lavabo–. Tienes todo el pelo enredado.

Rogin se sentó con el pecho contra la fría superficie esmaltada y la barbilla contra el borde del lavabo, mientras el agua verde y caliente reflejaba el cristal y los azulejos, y el champú, suave, fresco y fragante, caía sobre su cabeza. Joan empezó a lavarle el pelo.

–Tienes el cuero cabelludo más saludable que he visto –dijo–. Todo él de color rosado.

Rogin contestó:

–Bueno, pues debería ser blanco. Algo debe andar mal.

–Todo está perfectamente –dijo ella, y presionó sobre él desde detrás, rodeándole, echándole agua con mucho cuidado hasta que a Rogin le pareció que el agua venía desde su interior, que era el cálido fluido de su alma, derramándose en el lavabo, verde y espumeante, y las palabras que había preparado se le olvidaron y su enojo ante su futuro hijo desapareció por completo y suspiró y le dijo a Joan desde el interior del lavabo repleto de agua:

–Siempre tienes unas ideas maravillosas, Joan. ¿Sabes? Tienes una especie de instinto, todo un don.


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