Toda la gente de
nuestro entorno —tanto viajantes de comercio como tenderos, empleados de banca
o casas navieras— trataba de imponer a sus hijos el aprendizaje de la música.
Mis padres, viendo que tenían muy difícil aquello de prosperar, recurrieron a
esa lotería, que, para bien o para mal, descansaba sobre las espaldas de los
pequeños. Odesa —más aún que otras ciudades— estaba sumida en tal locura. Y la
verdad es que, durante algunas décadas, surtió de niños prodigio las salas de
concierto de todo el mundo. Tanto Misha Elman, como Cimbalist y Gavrilovich,
salieron de Odesa. Asimismo, entre nosotros dio sus primeros pasos Yasha
Jeifets. Cuando un muchacho cumplía cuatro o cinco años, la madre solía llevar
a aquel ser minúsculo y endeble al señor Zagurski. Este buen señor tenía una fábrica
de niños prodigio, una fábrica de enanos judíos que lucían cuellos de encaje y
zapatos de charol. Se proponía —y solía— encontrarlos en los tugurios moldavos
y en los hediondos patios del Mercado Viejo. Las primeras lecciones se las daba
el mismo señor Zagurski y, más tarde, después de ese periodo de iniciación, los
niños eran enviados a Petersburgo, para continuar su aprendizaje con el
profesor Auer. En las almas de aquellas criaturas desmedradas, de prominente
cabeza, echaba raíces una poderosa armonía. Andando el tiempo, muchos de ellos
acababan por convertirse en virtuosos muy afamados. Y así, pues, mi padre
decidió que yo debía ser uno de ellos. Aunque por mi edad ya no podía ser un niño
prodigio —había cumplido por entonces trece años—, por mi estatura y débil
complexión podía pasar por uno de ocho. En eso basaba toda su esperanza.
Así que me
llevaron ante el señor Zagurski quien, por consideración a mi abuelo, se avino
a no cobrar más que un rublo por lección, lo que ciertamente era muy poco. Mi
abuelo —que se llamaba Leivi-Itsjok—, era al mismo tiempo el hazmerreír de la
ciudad y su emblema. A menudo, se paseaba por las calles con sombrero de copa y
zapatos rotos, y, en las cuestiones más oscuras, era capaz de resolver
cualquier duda que se planteara. Por ejemplo: le preguntaban qué era un
gobelino, por qué los jacobinos habían traicionado a Robespierre, cómo se
fabrica la seda artificial, qué era la cesárea, y cosas por el estilo. Mi
abuelo podía dar cabal respuesta a todas esas preguntas. El señor Zagurski, por
consideración a su saber y locura, nos cobraba un rublo por lección. Y si se
ocupaba de mí era por temor al abuelo, pues no había razón alguna para hacerlo.
Los sonidos salían de mi violín como limaduras de hierro. A mí mismo me
desagradaban, pero mi padre se mantenía en sus trece. En casa sólo se hablaba
de Misha Elman, a quien el mismísimo zar había eximido del servicio en el ejército.
Cimbalist, según las averiguaciones de mi padre, había sido presentado al rey
de Inglaterra y había dado un concierto en el palacio de Buckingham. Los padres
de Gavrilovich se hicieron con dos casas en Petersburgo. Los niños prodigio traían
la riqueza a sus progenitores. Mi padre se hubiese resignado con la pobreza,
pero deseaba la fama.
—No es posible —musitaban
las personas que comían a sus expensas—, no es posible que el nieto de este señor…
En lo que a mí
se refiere, mis pensamientos eran bien distintos. A la hora de los ejercicios
de violín, colocaba en el atril libros de Turguéniev o Dumas, y, mientras rascaba
las cuerdas, devoraba página tras página. Durante el día le contaba a los
muchachos de la vecindad toda clase de historias y por la noche las pasaba al
papel. La afición a escribir era hereditaria en nuestra familia. Mi abuelo,
Leivi-Itsjok, que acabó un poco tocado, se pasó casi toda su vida tratando de
terminar una novela que llevaba por título El hombre sin cabeza. Yo seguía sus
pasos.
Cargado con el
violín y los papeles de música, tres veces por semana recorría la calle de
Witte, antiguamente de la Nobleza, para dirigirme a casa del señor Zagurski.
Allí sentados a lo largo de una bancada, esperando su turno, había unos cuantos
judíos poseídos de histérico arrebato. Todos ellos apretaban contra sus débiles
rodillas unos violines de mayor tamaño que quienes en el futuro habían de dar
conciertos en el palacio de Buckingham.
Se abría la
puerta del santuario. Del gabinete del señor Zagurski, balanceándose, salían
unos niños de cabeza grande y pecosos, de cuello fino como el tallo de una flor
y mejillas rojas como de epiléptico. La puerta se cerraba, tragándose a otro
enano. Tras ella, desgañitándose, cantaba y dirigía el maestro con su corbata
de lazo, sus rizos pelirrojos y sus piernas de alambre. Era el administrador de
la monstruosa lotería: había llenado el barrio moldavo y los negros callejones
del Mercado Viejo con los fantasmas del pizzicato y la cantilena. Luego, el
viejo profesor Auer infundía diabólica brillantez a todo esto.
Yo no tenía nada
que hacer en esta secta. Era tan enano como ellos, pero en la voz de los
antepasados yo adivinaba otras sugerencias.
El primer paso
en contra me fue difícil. Un día salí de casa cargado con el violín, los
papeles de música y doce rublos, que eran lo que mi padre pagaba por un mes de
clase. Caminaba por la calle Nezhinska y tenía que torcer por la de la Nobleza
para llegar a la casa del señor Zagurski. En vez de hacerlo así, seguí por la
de Tiraspol y me vi en el puerto. Las horas de clase se me pasaron en un vuelo
en el muelle de los prácticos. Así empezó la liberación. La sala de espera del
señor Zagurski no volvió a verme. Otros asuntos más importantes me ocupaban. Mi
condiscípulo Nemanov y yo nos hicimos amigos de míster Trotteburn, viejo marino
del «Kensington». Nemanov era un año más joven que yo y desde los ocho se había
dedicado al negocio más complicado del mundo. Era un genio del comercio y cumplía
todo cuanto prometía. Ahora, en Nueva York, es millonario y director de la
General Motors, una empresa tan importante como la de Ford. Nemanov me llevaba
consigo porque yo me sometía a él en todo. Compraba a míster Trotteburn pipas
de contrabando que fabricaba en Lincoln un hermano del viejo marino.
—Señores —nos
decía míster Trotteburn—, recuerden mis palabras: los hijos hay que hacerlos
con las propias manos… Fumar una pipa de fábrica es como llevarse a la boca un
irrigador… ¿Sabéis quién fue Benvenuto Cellini?… Fue un artífice. Mi hermano,
el de Lincoln, podría hablarles de él. Mi hermano no molesta a nadie. Aunque,
eso sí, está convencido de que los hijos han de ser hechos con las propias
manos, y no con manos ajenas… No podemos por menos que estar de acuerdo con él,
señores…
Nemanov vendía
las pipas de Trotteburn a directores de Banco, cónsules extranjeros y griegos
ricos. En ello ganaba el ciento por ciento.
Las pipas del
maestro de Lincoln emanaban poesía. En cada una de ellas había una idea, una
gota de eternidad. En las boquillas brillaba un aro amarillo, y las fundas eran
de raso. Yo trataba de imaginarme cómo vivía en la vieja Inglaterra Matthew
Trotteburn, el último artífice de las pipas, que se resistía a la marcha de los
acontecimientos.
—No podemos por
menos que estar estar de acuerdo, señores, en que los hijos deben ser hechos
con las propias manos… Las pesadas olas del dique me separaban cada vez más de
mi casa, que olía a cebolla y a destino judío. Desde el muelle de los prácticos
pasé al rompeolas. Allí, en un recodo arenoso, se pasaban la vida los
chiquillos de la calle Primorskaia. Iban todo el santo día sin pantalones,
buceaban por debajo de las chalanas, robaban cocos y esperaban la época en que
de Yerson y Kamenka llegaban barcazas cargadas de sandías, que podrían abrir
contra los muelles del puerto.
Mi mayor
aspiración era entonces aprender a nadar. Me daba vergüenza confesar a aquellos
bronceados chiquillos que yo, nacido en Odesa, no había visto el mar hasta los
diez años y que a los catorce aún no sabía nadar.
¡Cuánto tardé en
aprender cosas necesarias! En la infancia, encadenado a mi casa de la calle
Guemara, había llevado la vida de un sabio. Cuando fui mayor me aficioné a
subir a los árboles. Lo de nadar resultó superior a mis fuerzas. La hidrofobia
de todos mis antepasados —rabinos españoles y cambistas de Francfort— me
arrastraba al fondo. El mar no me sostenía. Zarandeado por las olas y con el
estómago lleno de agua salada, volvía a la orilla, donde estaban el violín y
los papeles de música. Me encontraba atado a los instrumentos de mi delito y
tenía que llevarlos conmigo. La lucha de los rabinos con el mar se prolongó
hasta que se compadeció de mí el dios de las aguas de aquellos lugares: era
Efim Nikitich Smolich, corrector de «El noticiero de Odesa». En el atlético
pecho de aquel hombre había una gran piedad por los chicos judíos. Capitaneaba
grandes grupos de criaturas raquíticas. Los reunía en los nidos de chinches de
la Moldavanka, los llevaba al mar, los enterraba en la arena, hacía gimnasia y
se zambullía con ellos, les enseñaba canciones y, mientras se tostaban a los
rayos del sol, les contaba historias de pescadores y animales. A los adultos
les decía que era partidario de la filosofía de la naturaleza. Con las
historias de Nikitich los niños judíos se morían de risa, chillaban y
jugueteaban como cachorros. El sol manchaba sus cuerpos con unas pecas
escurridizas color lagarto.
El viejo seguía
en silencio, de lejos, mi duelo con las olas. Al ver que no había esperanzas y
que no aprendería a nadar, me dio entrada en su corazón. Siempre lo tenía
abierto ante nosotros, rebosante de jovialidad; no mostraba arrogancia ni
codicia, jamás daba muestras de inquietud… Con sus hombros de cobre, con su
cabeza de gladiador envejecido, con sus piernas de bronce un tanto arqueadas,
permanecía tumbado entre nosotros en la parte exterior del rompeolas, como señor
de aquellas aguas de sandías y petróleo. Tomé a este hombre un cariño como sólo
puede tomarlo un chico enfermo de los nervios —y con dolores de cabeza—, a un
atleta. No me apartaba de él y trataba de mostrarme servicial.
En una ocasión
me dijo:
—No te
preocupes. Fortalece tus nervios. Lo de nadar vendrá por sí mismo… ¿Que el agua
no te sostiene? ¿Por qué no ha de sostenerte?
Al ver mi interés,
Nikitich hizo conmigo una excepción entre todos sus alumnos. Me invitó a su
casa, un desván espacioso cubierto de esteras, y me mostró sus perros, el
erizo, la tortuga y las palomas. Para corresponder, yo le llevé una tragedia
que había escrito la víspera.
—Ya sabía que
eras aficionado a escribir —dijo Nikitich—. No miras a ningún sitio… Siempre
pareces reconcentrado en ti mismo…
Leyó mis
escritos, se encogió de hombros, se pasó la mano por el rizado pelo gris y
comenzó a desplazarse de acá para allá por el desván.
—Hay que suponer
—dijo, alargando las silabas y haciendo una pausa después de cada palabra— que
en ti hay una chispa divina…
Salimos a la
calle. El viejo se detuvo, dio un golpe con el bastón en la acera y se me quedó
mirando.
—¿Qué es lo que
te falta?… La juventud no tiene nada que ver, pasará con los años… Lo que te
falta es el sentido de la naturaleza.
Me señaló con el
bastón un árbol de tronco rojizo y copa baja.
—¿Cómo se llama?
Yo no lo sabía
—¿Qué da ese
arbusto?
Tampoco lo sabía.
Seguimos
adelante, por los jardincillos de la avenida Aleksandrovski. El viejo señalaba
con el bastón todos los árboles, me cogía del hombro cuando pasaba un pájaro y
me hacía escuchar los distintos cantos.
—¿Qué pájaro es ése?
Yo no sabía
contestar a nada. Los nombres de los árboles y los pájaros, su clasificación en
géneros, adónde emigran las aves, por qué parte sale el sol, cuándo es más
abundante el rocío: todo esto era para mí desconocido.
—¿Y te atreves a
escribir? Quien como la piedra o el animal, no vive en el seno de la
naturaleza, no escribirá en toda su vida dos líneas que valgan la pena. Tus
paisajes parecen una descripción de decorados. ¡Diablos!, ¿en qué han pensado
tus padres durante estos catorce años?
¿En qué habían
pensado?… En letras protestadas, en los hotelitos de Misha Elman… Pero no se lo
dije a Nikitich, guardé silencio.
En casa, a la
hora de la comida, no probé bocado. Los alimentos no me pasaban por la
garganta.
«El sentido de
la naturaleza —pensaba—. ¡Dios mío!, ¿por qué no se me había ocurrido? ¿Dónde
encontrar a una persona que me explique los cantos de los pájaros y los nombres
de los árboles? ¿Qué sé de todo eso? Podría reconocer las lilas, y eso cuando
florecen; las lilas y las acacias. En las calles Derivasov y Griega hay acacias…»
Durante la
comida mi padre contó nuevos detalles acerca de Yasha Jeifets. Sin llegar a la
calle de Robin, se había encontrado con Mendelson, el preceptor de Yasha. El
chico cobraba ochocientos rublos por cada recital. Se podía calcular cuánto
ganaba al mes con un promedio de quince conciertos.
Lo calculé:
resultaban doce mil rublos. Al multiplicar, justo en el momento en que llevaba
cuatro, miré por la ventana. Por el pequeño patio de cemento, envuelto en un
abrigo de esclavina que el aire hinchaba levemente, con sus rizos pelirrojos
que le salían por debajo del sombrero de fieltro, apoyándose en su bastón,
avanzaba el señor Zagurski, mi profesor de música. No se podía decir que se
hubiera dado prisa en advertir mi ausencia. Hacía más de tres meses que mi violín
descansaba sobre la arena del rompeaolas… Zagurski se acercó a la puerta
principal. Yo me abalancé hacia la de servicio, pero la víspera la habían
clavado por temor a los ladrones. Entonces me encerré en el retrete. Media hora
después toda la familia se había reunido ante la puerta. Las mujeres lloraban.
Mi tía Bobka sollozaba, apoyándose en la puerta con sus robustos hombros. Mi
padre guardaba silencio. Cuando empezó a hablar, lo hizo con voz tan suave y
distinta como nunca había hablado en su vida.
—Soy oficial —dijo—
y tengo una finca. Voy de caza. Los campesinos me pagan por el arriendo de mis
tierras. Hice ingresar a un hijo en el cuerpo de Cadetes. No tengo por qué
preocuparme del otro…
Se interrumpió.
Las mujeres lloraban. Luego un golpe terrible cayó sobre la puerta del retrete:
mi padre se había lanzado contra ella con todas sus fuerzas.
—Soy oficial —vociferaba—
y voy de caza… Lo voy a matar… Se acabó…
El pestillo saltó,
quedando sostenido por un solo clavo. Las mujeres se retorcían por el suelo,
tratando de sujetar a mi padre por las piernas. Él, enloquecido, pugnaba por
desprenderse. Atraída por el ruido, acudió una vieja, la madre de mi padre.
—Hijo mío —le
dijo en hebreo—, nuestra amargura es muy grande, no tiene límites. Lo único que
faltaba en nuestra casa es sangre. No quiero ver sangre en nuestra casa…
Mi padre lanzó
un gemido. Oí sus pasos que se alejaban. El pestillo seguía colgando del último
clavo.
Permanecí en mi
fortaleza hasta que se hizo de noche. Cuando todos se hubieron acostado, la tía
Bobka me llevó con la abuela. Teníamos que recorrer un camino largo. La luz de
la luna había quedado prendida en arbustos desconocidos, en árboles innominados…
Un pájaro invisible dejó oír un silbido y enmudeció; acaso se había dormido… ¿De
qué pájaro se trataba? ¿Cómo se llamaba? ¿Hay rocío cuando se hace de noche? ¿Dónde
se encuentra la Osa Mayor? ¿Por dónde sale el sol?… Marchábamos por la calle de
Correos. La tía Bobka me tenía sujeto del brazo para que no me escapara. Y tenía
razón. Yo pensaba en escaparme.
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