ES cosa sabida
que los escritores que escriben sobre escritores pueden provocar fácilmente la
peor clase de aborto literario. Si un relato empieza con algo como «Craig apagó
con rabia el cigarrillo y se lanzó a la máquina de escribir», está claro que ni
un solo editor en Estados Unidos tendrá ganas de leer la siguiente frase.
Quedaos
tranquilos: prometo que esto va a ser un relato serio y convencional acerca de
un taxista, una artista de cine y un eminente psicólogo infantil. Pero tendréis
que ser un poco pacientes, porque la cosa incluye también a un escritor. No voy
a llamarle «Craig», y puedo garantizar que no va a ser la única Persona
Sensible entre todos los personajes, pero dentro de nada vamos a pasar un rato
con él y podéis contar con que será tan raro y tan molesto como suelen serlo
los escritores, tanto en la ficción como en la vida.
Hace trece años,
en 1948, yo tenía veintidós y trabajaba como corrector de estilo en la sección
de noticias económicas de la agencia United Press. Cobraba cincuenta y cuatro dólares
a la semana; no era un empleo muy interesante pero me proporcionaba dos cosas
buenas. Una era que cuando alguien preguntaba a qué me dedicaba, yo podía
decir: «Trabajo en UP», lo cual sonaba vistoso; la otra era que cada mañana podía
presentarme en la redacción del Daily News con cara de agotamiento, una
trinchera barata que me había quedado una talla demasiado pequeña y un sombrero
de fieltro marrón muy manoseado (entonces lo habría llamado «maltrecho», y doy
gracias de que ya sé un poco más sobre honestidad en el uso de las palabras.
Era un sombrero manoseado, sí, manoseado de tanto pellizcarlo y darle forma así
y asá por los nervios; no estaba maltrecho en absoluto). A lo que voy es a que
durante unos minutos cada día, cuando remontaba la ligera cuesta de los cien últimos
metros entre la salida del metro y el edificio del News, yo era Ernest
Hemingway llevando mi crónica al Kansas City Star.
¿Hemingway había
ido y vuelto de la guerra antes de cumplir los veinte? Bueno, yo también; sí,
de acuerdo, en mi bagaje no había heridas ni medallas al valor, pero en lo básico
coincidíamos. ¿Hemingway había perdido el tiempo en algo tan prolijo como
cursar estudios universitarios? Qué va; y yo tampoco. ¿Podía Hemingway haber
tenido alguna vez verdadero interés por el periodismo? Claro que no. Así que,
ya veis, no había más que una pequeñísima diferencia: él con su chollo en el
Star y yo con mi deprimente empleo temporal en la sección de economía. Lo importante,
y me constaba que el propio Hemingway habría estado de acuerdo conmigo, era que
un escritor tenía que empezar donde fuera.
«Los bonos de
empresas nacionales han experimentado una subida inusitada en la, por lo demás,
no muy movida sesión de esta mañana...» Ése era el tipo de prosa que yo escribía
a diario para el télex de UP, cosas como «Acciones petrolíferas al alza marcan
el ritmo del mercado libre» y «Declaran directivos de la empresa Cojinetes
Timken» ... centenares de palabras que nunca llegué a entender (¿Se puede saber
qué demonios son ventas al descubierto y qué es un fondo de amortización de
obligaciones? Que me aspen si lo sé), mientras los teletipos resoplaban como
condenados y la cinta del teleimpresor reflejaba las cotizaciones de Bolsa y a
mi alrededor todo el mundo hablaba de béisbol, hasta que, por fin, llegaba la
hora de volver a casa.
Siempre me agradó
constatar que Hemingway se había casado joven; a eso yo podía decir amén. Joan —mi
mujer— y yo vivíamos lo más al oeste que se puede llegar en la calle Doce
oeste; era una habitación grande con tres ventanas, en la tercera planta del
edificio, y no teníamos nosotros la culpa si aquello no era la Rive Gauche.
Cada día, después de cenar, mientras Joan fregaba los platos, reinaba en la habitación
un silencio respetuoso, casi reverente, y era entonces cuando yo me retiraba al
rincón donde, tras un biombo de tres hojas, habíamos colocado una mesa, una lámpara
de escritorio y una máquina de escribir portátil. Pero era ahí, cómo no, bajo
el blanco resplandor de esa lámpara, donde el tenue paralelismo entre Hemingway
y yo experimentaba su más dura prueba. Porque no era ningún «Allá en Michigan»
lo que salía de mi máquina; ni mucho menos «El vendaval de tres días» o «Los
asesinos»; de hecho, las más de las veces no era nada en absoluto, e incluso
cuando Joan lo calificaba de «maravilloso», en el fondo yo sabía que era
siempre, pero siempre, algo realmente malo.
Había también
otras noches en las que lo único que hacía detrás del biombo era racanear —qué
sé yo, leer hasta la última palabra de lo impreso en una caja de cerillas, o
todos los anuncios que venían en la Saturday Review of Literature—, y fue en
una de esas ocasiones, estábamos en otoño, cuando me topé con esto:
Oportunidad insólita
para escritor con talento. Se requiere imaginación. Bernard Silver
y a continuación
un número de teléfono que por el prefijo parecía ser del Bronx.
No voy a
molestarme en transcribir el lacónico e ingenioso diálogo á la Hemingway que
tuvo lugar esa noche cuando salí de detrás del biombo y Joan se volvió de
espaldas al fregadero, las manos chorreando agua jabonosa sobre la página de la
revista; podemos ahorrarnos también mi cordial y nada instructiva charla por
teléfono con Bernard Sil- ver. Saltaré a dos noches más tarde, cuando tras una
hora de trayecto en metro llegué finalmente a su casa.
—¿Señor
Prentice? —dijo—. Disculpe, no recuerdo su nombre de pila. ¿Bob? Estupendo,
Bob. Llámame Bernie. Adelante, pasa, ponte cómodo.
Y creo que tanto
Bernie como su vivienda sí merecen una breve descripción. Él debía de tener
cuarenta y pico largos, era mucho más bajo que yo y mucho más robusto y llevaba
puesta una camisa sport que parecía cara, de color azul y con los faldones por
fuera. También su cabeza debía de ser la mitad de grande que la mía; el cabello
negro, que ya le raleaba, lo llevaba peinado hacia atrás como si hubiera estado
un rato en la ducha con la cabeza mirando hacia arriba, y su cara reflejaba tan
poca malicia y tanta seguridad en sí mismo como pocas veces he visto en otras
caras.
El apartamento
era espacioso, muy limpio, pintado de color crema, con mucha alfombra y vanos
en forma de arco. En el hueco que había al lado del vestidor («Quítate la
chaqueta y el sombrero; bien. Vamos a dejar esto en una percha y todo
arreglado; bien»), vi unas fotografías enmarcadas de soldados de la Gran Guerra
en grupos diversos, pero no había fotos ni cuadros en las paredes de la sala de
estar, sólo unos cuantos apliques de hierro forjado y un par de espejos. Una
vez dentro de la sala, sin embargo, difícilmente podía uno reparar en la
ausencia de fotos, porque toda la atención iba dirigida a una sorprendente
pieza del mobiliario. No sé cómo lo llaman —¿credenza, tal vez?—, pero fuera lo
que fuese parecía que no acababa nunca, en algunos sitios alta hasta el pecho y
en otros hasta la cintura, de chapa de madera marrón pulida de al menos tres
tonos distintos. Una parte era televisor, otra parte era radio-gramola; una
parte, menos compacta, se dividía en anaqueles sobre los cuales había
estatuillas y tiestos con plantas; otra parte, en fin, provista de tiradores
cromados e ingeniosos paneles deslizantes, era un mueble-bar.
—¿Ginger ale? —preguntó—.
Mi mujer y yo no bebemos alcohol, pero puedo ofrecerte un vaso de ginger ale.
Probablemente la
mujer de Bernie se iba siempre al cine cuando él entrevistaba a sus candidatos;
la conocí más adelante, pero a eso ya llegaremos. El caso es que allí estábamos
él y yo esa noche, solos, instalados con nuestros ginger ale en butacas de
resbaladiza piel sintética. Fuimos directamente al asunto.
—En primer
lugar, Bob —dijo—. ¿Has leído Con la bandera baja?
Y antes de que
yo pudiera preguntarle de qué me estaba hablando, lo sacó de un recoveco en la
credenza y me lo pasó: era un tomo en tapa blanda que todavía se ve en
expositores de libros de bolsillo, las supuestas memorias de un taxista de
Nueva York. Después empezó a explicarme su propuesta mientras yo miraba el
libro, asintiendo con la cabeza y deseando no haber salido de casa.
Bernard Silver también
era taxista. Lo había sido durante veintidós años, tantos como lo que yo
llevaba vivido entonces, y en los dos o tres últimos de su carrera había
empezado a pensar que una versión ligeramente novelada de sus experiencias podía
muy bien generar una fortuna. «Me gustaría que echaras un vistazo a esto»,
dijo, y la credenza proporcionó esta vez una cajita con fichas de doce centímetros
por ocho. Experiencias a cientos, me dijo; todas diferentes; y, si bien quería
dejarme claro que tal vez no eran totalmente ciertas, podía asegurarme que en
todas ellas había al menos un granito de verdad. ¿Me imaginaba yo lo que un
buen escritor por delegación, eso que llamaban un «negro», podía hacer con tantísimo
material? ¿O los ahorrillos que ese mismo escritor podría reunir cuando
empezasen a llegar los cheques por venta en librerías y por derechos de autor
en formato libro y película?
—No sé, señor
Silver. Tendría que pensarlo detenidamente. Primero me gustaría leer el libro y
ver si le encuentro alguna...
—No, un momento.
Te estás adelantando, Bob. En primer lugar, prefiero que no leas ese libro
porque no aprenderías nada. Es en plan gánsters y mujeres fatales; sexo,
alcohol, violencia... Lo mío no tiene nada que ver.
Me quedé allí
sentado meciendo el ginger ale como si necesitara saciar una sed descomunal,
mientras pensaba en escaparme de allí tan pronto como él hubiera terminado de
aclarar cuán diferente era lo suyo. Bernie Silver era —me dijo con estas
palabras— una persona afectuosa; un tipo normal y corriente con un corazón
grande como la intemperie y una auténtica filosofía dé la vida; ¿entendía yo lo
que me quería decir?
Tengo un truco
para dejar de escuchar a la gente (es fácil; sólo hay que fijar la vista en la
boca del que habla y observar las formas siempre cambiantes y rítmicas de sus
labios y lengua, y un momento después uno comprueba que ya no oye nada), y me
disponía a ponerlo en práctica cuando Bernie dijo:
—No me
malinterpretes, Bob. Aún no ha llegado el día en que le pida a un escritor que
escriba una sola palabra por mi cara bonita. Si tú escribes para mí, cobrarás.
Naturalmente, en esta fase del partido no va a poder ser un montón de dinero,
pero cobrarás, eso sí. ¿Te parece bien? Trae, que te sirvo más ginger ale.
He aquí la
proposición: Él me daría una idea sacada del fichero; yo debía desarrollarla en
forma de cuento narrado en primera persona por Bernie Silver, extensión entre
mil y dos mil palabras, pagaderas con carácter inmediato. Si le gustaba el
resultado, habría continuidad —tanto como un encargo a la semana, si yo podía
asumirlo—, y por supuesto, aparte del primer pago en concepto de anticipo, me
garantizaba un generoso porcentaje de los posibles ingresos que pudieran
derivarse del material editado. Quiso ser traviesamente enigmático sobre sus
planes para comercializar los cuentos, aunque insinuó que el Reader’s Digest
podría estar interesado en publicarlos y confesó que no tenía prevista todavía
ninguna editorial para sacarlos más adelante en forma de libro, pero dijo que
podía darme un par de nombres que me tirarían de espaldas. ¿Había oído hablar,
por ejemplo, de Manny Weidman?
—O puede que —añadió,
mostrando su sonrisa más comercial—, sí, puede que Wade Manley te suene más. —Acababa
de pronunciar el nombre de una estrella de cine, un hombre tan famoso en los años
treinta y cuarenta como ahora Kirk Douglas o Burt Lancaster. Wade Manley había
sido amigo de Bernie aquí en el Bronx, cuando iban a primaria, y desde entonces
habían mantenido el contacto a través de amistades mutuas; y si algo impedía
que su amistad se marchitara era el reiterado deseo de Wade Manley de
representar el papel del rudo y encantador Bernie Silver, taxista de la ciudad
de los rascacielos, en cualquier película o serie televisiva basada en su
pintoresca vida—. Ahora te daré otro nombre —continuó, esta vez entornando los
ojos con cara astuta al pronunciarlo, como si el hecho de que yo lo reconociera
o no pudiese servir de indicativo de mi nivel cultural—: el doctor Alexander
Corvo.
Tuve la suerte
de no poner mucha cara de tonto. No podía decirse que fuera una celebridad,
pero no era en absoluto un don nadie. Era uno de esos nombres que salen en el
New York Times, gente que a decenas de millares de personas les suena de algo
porque durante años han venido topándose con elogiosas alusiones en las páginas
del Times. Bueno, sí, no tenía el impacto de un «Lionel Trilling» o un «Reinhold
Niebuhr», pero por ahí andaba la cosa; podía estar en la misma categoría que «Hungtington
Hartford» o «Leslie R. Groves», y sin duda uno o dos puntos por encima de un «Newbold
Morris».
—¿Se refiere al
como se llame eso que hace? —dije—. ¿El de los traumas de la infancia?
Bernie asintió
con gesto solemne, perdonándome la vulgaridad, y volvió a pronunciar el nombre
con su adecuada identificación.
—Me refiero al
doctor Alexander Corvo, el eminente psicólogo infantil.
Y es que, camino
de alcanzar la eminencia, el doctor Corvo había sido antiguamente profesor en
esa misma escuela primaria del Bronx, y dos de los más díscolos y queridos
pequeños granujas que había tenido bajo su tutela fueron Bernie Silver y ese
Manny No-sé-cuántos, el actor de cine. Al cabo de los años el doctor Corvo
continuaba sintiendo una incurable debilidad por aquel par de jovencitos, y
nada le agradaría tanto como hacer valer sus posibles influencias en el mundo
editorial a fin de darle un empujoncito al proyecto. Lo único que necesitaban
los tres, por lo visto, era encontrar al cuarto elemento, ese esquivo
catalizador, el escritor ideal.
—Te digo la
verdad. Bob —continuó Bernie—. He probado a un sinfín de candidatos, pero
ninguno de ellos me servía. Como a veces desconfío de mi propio criterio, le
llevo lo que han escrito al doctor Corvo y él pone mala cara y me dice: «Continúa
intentándolo, Bernie». —Se inclinó al frente con gesto serio—. Mira, Bob. Todo
esto no son castillos en el aire. No se trata de ninguna tomadura de pelo. Esto
se está construyendo, ¿entiendes? Manny, el doctor Corvo y yo mismo estamos
construyendo esta idea. No, tranquilo, ya lo sé (espero no parecer tan estúpido);
sé que ellos no están construyendo igual que lo hago yo. ¿Qué motivo iban a
tener, siendo el primero una gran estrella de cine y el segundo un especialista
de fama contrastada? ¿Te crees que no tienen montones de cosas en que pensar,
que construir, cosas mucho más importantes? Por supuesto que sí. Pero Bob, no
te miento: están interesados en la idea. Puedo enseñarte cartas, puedo hablarte
de las muchas veces que han estado aquí con sus respectivas mujeres (Manny al
menos) y de las horas que hemos pasado discutiendo. Les interesa mucho, por eso
no hay que preocuparse. Quiero que esto te quede muy claro, Bob. Te estoy
diciendo la verdad. La idea se está construyendo.
Y lo ilustró
haciendo como que levantaba un edificio con las dos manos, despacio, empezando
desde el suelo, colocando invisibles sillares uno encima de otro hasta forjar
una construcción de dinero y fama para él, dinero y libertad para los dos,
culminándola a la altura de nuestros ojos.
Yo le dije que
la idea me parecía bien, ciertamente, pero que si no le importaba aclararme un
poco el asunto de los pagos por cada cuento.
—Pues te voy a
dar la respuesta ahora mismo —dijo. Fue otra vez a la credenza (una de cuyas
secciones parecía una especie de escritorio), y tras rebuscar entre papeles sacó
un cheque personal—. No sólo te lo diré —dijo—, sino que te lo voy a enseñar. ¿Qué
opinas, Bob? Éste era mi último escritor: toma, lee.
Era un cheque
cancelado, y allí decía que Bernard Silver había pagado —a la orden de
determinado nombre— la cantidad de veinticinco dólares sin centavos. Bernie
insistió en que lo leyese, como si el cheque fuera por derecho propio una obra
literaria de envergadura; me observó girarlo para leer el endoso del individuo,
que estaba firmado al pie de unas palabras no muy legibles del propio Bernie
(diciendo que esto era el importe total del anticipo) y el sello de la entidad
bancaria.
—¿Te parece
correcto? —inquirió—. Pues ése es el pacto. ¿Todo aclarado?
Supuse que no
iba a conseguir más aclaración que ésa, de modo que le devolví el talón y dije
que si me enseñaba alguna de las fichas, o lo que fuera, podíamos meternos en
faena ahora mismo.
—Eeeh, alto ahí!
Para el carro, muchacho. —Su sonrisa no pudo ser más grande—. Te gusta hacer
las cosas rápido, ¿verdad, Bob? Mira, me caes bien, que conste, pero ¿no crees
que sería un poco burro si me dedicara a dar cheques a todo el que entra en mi
casa diciendo que es escritor? Ya sé que trabajas de periodista. Muy bien. ¿Quiere
eso decir que eres escritor? ¿Qué tal si me enseñas eso de ahí?
Sobre mi regazo
descansaba un sobre grande con copias en papel carbón de los dos únicos relatos
presentables que había conseguido parir en mi vida.
—Sí, claro —dije—.
Cómo no. Naturalmente son cosas de un estilo muy diferentes de lo que usted
me...
—No importa, no
importa; pues claro que son de estilo diferente —dijo, abriendo el sobre—. Tú
relájate, que yo echo un vistazo.
—Quiero decir
que son dos cuentos muy... bueno, digamos muy literarios, por así decir. Dudo
que puedan darle una verdadera idea de mi...
—Relájate, hazme
caso.
Sacó del
bolsillo de su camisa unas gafas sin montura y se las colocó trabajosamente
mientras se retrepaba, frunciendo el entrecejo, para leer. Le costó lo suyo
terminar la primera página del primer cuento, y yo le observaba preguntándome
si estaba asistiendo al punto más bajo de toda mi carrera literaria. ¡Un
taxista, por el amor de Dios! Por fin pasó a la segunda página, y esta vez llegó
tan deprisa al final que no me cupo duda de que se saltaba líneas. Luego
vinieron la tercera y la cuarta —era un cuento de doce o catorce páginas—,
mientras yo sostenía en la mano el vaso ya vacío y caliente de ginger ale como
dispuesto a armarme de valor y tirárselo a la cara.
A medida que
avanzaba en la lectura, vi que iba asintiendo con la cabeza, como dudando
primero, pero luego con gesto más crítico. Terminó el relato, puso cara de
perplejidad, volvió a leer la última página; luego lo dejó a un lado y cogió el
segundo, no para leerlo sino sólo para ver cuán largo era. Estaba claro que por
hoy ya tenía bastante. Desaparecieron las gafas y apareció la sonrisa.
—Está muy bien —dijo—.
Ahora no voy a leer el segundo, pero este primero está muy bien. Bueno, claro,
como tú bien has dicho, es un material muy diferente de lo que estábamos
hablando. Quiero decir que me resulta un poquito difícil... ya sabes... —Quitó
importancia al resto de esta complicada frase con un gesto ambiguo de la mano—.
Pero, mira, te voy a decir una cosa. En vez de leer y nada más, deja que te
haga un par de preguntas sobre el tema. Vamos a ver. —Cerró los ojos y se tocó
delicadamente los párpados con los dedos, en actitud de pensar, o probablemente
fingiendo que lo hacía para así dar más peso a sus palabras—. Por ejemplo, deja
que te pregunte lo siguiente: Supongamos que alguien te escribe una carta
diciendo: «Bob, como hoy no tenía tiempo para escribirte una carta breve, he
decidido escribirte una más larga». ¿Tú entenderías lo que intenta decir con
eso?
Tranquilos, esa
parte de la velada se me dio muy bien. No iba a permitir que se me escaparan de
las manos veinticinco pavos sin plantear un poco de batalla; y mi respuesta (ya
no recuerdo qué tontería le dije, muy serio yo) no pudo dejarle la menor duda
respecto a que este candidato a negro sabía algo de la dificultad y del valor
de la compresión en la prosa. Sea como fuere, mis palabras parecieron
gratificarlo.
—Bien. Ahora
probemos desde otro ángulo. Antes te hablaba de «construir», ¿no? Veamos, ¿te
das cuenta de que escribir un relato también es construir algo?, ¿que es como
construir una casa? —Y tanto le agradó esta imagen de cosecha propia que ni
siquiera esperó a recibir de mi parte el aplicado gesto de cabeza con que
pensaba felicitarlo por ello—. Pues bien, una casa necesita un tejado, pero si
construyes el tejado lo primero de todo luego tendrás problemas, ¿no es cierto?
Antes de construir el tejado tienes que levantar las paredes. Antes de levantar
las paredes tienes que poner los cimientos, y así sucesivamente. Antes de
pensar en los cimientos, tienes que poner las excavadoras a trabajar y hacer un
agujero a la medida de tus necesidades. ¿Me equivoco?
No podía estar
yo más de acuerdo con mi interlocutor, pero él seguía ajeno a mi extasiada
mirada aduladora. Se frotó el borde de la nariz con uno de sus gruesos nudillos
y a continuación me miró de nuevo con aire triunfal.
—Está bien,
vamos a suponer que construyes una casa así. ¿Y luego qué? ¿Cuál es la primera
pregunta que tienes que hacerte una vez terminada la casa?
Pero yo ya veía
que le daba igual si ésta la fallaba como si no. Él sabía cuál era la pregunta
y casi no pudo esperar a decírmelo.
—¿Dónde están
las ventanas? —Extendió las manos con las palmas hacia arriba—. Ahí tienes la
pregunta. ¿Por dónde entra la luz? Porque ¿entiendes lo que quiero decir con
esto de que entre la luz, Bob? Hablo de la... de la filosofía de nuestra
historia; hablo de su verdad; de su...
—De su iluminación,
por así decir —le corté, y él dejó de buscar un tercer sustantivo con un sonoro
y feliz chasquido de los dedos.
—Eso es. Eso es,
Bob. Lo has entendido.
Cerramos el
trato tomando otro ginger ale y él se puso a buscar en el fichero una idea para
mi cuento de prueba. La «experiencia» que eligió fue la vez en que Bernie
Silver había salvado un matrimonio de neuróticos, allí mismo, en el taxi,
simplemente calándolos por el retrovisor mientras se peleaban y aportando unas
pocas y bien escogidas palabras de su repertorio. Al menos, eso fue lo que
deduje. En la ficha no ponía más que lo siguiente:
Hombre y mujer
de clase alta (Park Ave.) empiezan a reñir en el taxi, muy exaltados, ella le
grita que quiere el divorcio. Yo los miro por el retrovisor y aporto mi granito
de arena, y enseguida estamos todos riendo. Escribir sobre el matrimonio, etc.
Pero Bernie
expresó su plena confianza en que yo sabría sacarle todo el partido.
Luego, mientras él
procedía a la compleja tarea de sacar mi trinchera del vestidor y ayudarme a
ponérmela, tuve tiempo para mirar con más detenimiento las fotos de la Gran
Guerra que había en el hueco de al lado: una compañía formada, varias instantáneas
amarillentas de hombres riendo cogidos por los hombros, y luego una foto
central de un corneta, solo en medio de una plaza de armas, con polvorientos
barracones y una bandera izada de fondo. Podría haber sido la portada de una
vieja revista de la American Legión, con un titular como «el deber». Era el
perfecto soldado, tieso y flaco en posición de firmes; las Gold Star Mothers
habrían derramado lágrimas comentando sobre la masculina veneración con que su
perfil presionaba la embocadura del sencillo y elocuente instrumento.
—Veo que te
gusta la foto —dijo Bernie con afecto—. Seguro que jamás adivinarías quién es
en la actualidad ese muchacho.
¿Wade Manley? ¿El
doctor Alexander Corvo? ¿Lionel Trilling? Pero imagino que en realidad, ya
antes de volver la cabeza y ver su rostro radiante, sonrojado, sabía que el
chico de la foto no era sino el propio Bernie. Y aunque os suene a tontería,
tengo que decir que sentí por él una pequeña pero muy sincera admiración.
—Caray, Bernie —dije—.
Tienes una pinta increíble en esa foto.
—Bueno, al menos
entonces estaba mucho más delgado —dijo él, dándose unas palmadas en la barriga
mientras íbamos hacia la puerta.
Recuerdo que miré
aquella carota fofa, de bobo, tratando de encontrar en ella los rasgos
juveniles del corneta.
Mientras me
balanceaba al ritmo del vagón de metro e iba soltando algún que otro eructo
suave con sabor a ginger ale, fui cada vez más consciente de que veinticinco dólares
por unas dos mil palabras era mucho más de lo que habrían querido para sí muchísimos
escritores; era prácticamente la mitad de lo que me pagaban por estar cuarenta
penosas horas entre los bonos de sociedades del país y los fondos de amortización;
y si a Bernie le gustaba la prueba, si acordábamos que le hiciese un cuento por
semana, vendría a ser casi lo mismo que un aumento de sueldo del cincuenta por
ciento. ¡Setenta y nueve dólares semanales! Con toda esa pasta, sumada a los
cuarenta y seis que Joan aportaba trabajando de secretaria, en cuestión de nada
podríamos pagarnos un viaje a París (y quizás una vez allí no conoceríamos a
ninguna Gertrude Stein ni a ningún Ezra Pound, quizá no escribiría yo nada como
Fiesta, pero expatriarme lo antes posible era poco menos que vital para mis
planes hemingwayanos). Además, a lo mejor era divertido y todo; o por lo menos
tendría gracia contarlo después; yo sería el taxista del taxista, el
constructor del constructor.
El caso es que
no paré de correr hasta que llegué a la Doce oeste, y si no entré en casa de sopetón,
riendo y gritando y haciendo payasadas, fue sólo porque decidí aguardar un
momento, apoyado en los buzones de la entrada, hasta recuperar el resuello y
componer la expresión entre divertida y cortés con que pensaba contárselo todo
a Joan.
—Ya, pero ¿quién
supones tú que va poner el dinero? —me preguntó—. Porque no todo saldrá de su
bolsillo, digo yo. Dudo que un taxista pueda permitirse pagar veinticinco dólares
a la semana durante mucho tiempo.
Era éste un
aspecto de la cuestión que se me había pasado por alto —y era típico de ella
salirme con una pregunta tan rematadamente lógica—, pero traté de salvar el
obstáculo con mi peculiar romanticismo cínico.
—Vete a saber.
Pero qué más da, ¿no? Quizá lo pone Wade Manley. Quizá lo pone el doctor ese
como se llame. El caso es que la pasta está ahí.
—Entonces, bueno
—dijo ella—. ¿Cuándo crees que podrías tener listo el cuento?
—Bah, será coser
y cantar. Un par de horas este fin de semana, y listo.
Pero no fue así.
Los intentos fallidos se repitieron a lo largo de toda la tarde del sábado. Me
quedaba atascado en los diálogos entre la pareja, me entraban incertidumbres de
tipo técnico sobre lo que Bernie veía de ellos a través del espejo retrovisor,
por no hablar de lo que un taxista común y corriente podía comentar en
semejante situación sin que el tipo de atrás le dijese que se callara la boca y
estuviera atento al volante.
El domingo por
la tarde ya no hacía otra cosa que ir de un lado a otro partiendo lápices por
la mitad y tirándolos a la papelera, mandándolo todo al cuerno; estaba visto
que ni siquiera era capaz de hacer de maldito negro para un maldito taxista
palurdo e ignorante.
—Es que te lo
tomas demasiado a pecho —me dijo Joan. Ay, sabía que iba a pasar esto. Para ti
es como si se tratara del gran desafío literario, Bob, y eso es ridículo. Lo único
que tienes que hacer es pensar en las cosas cursis y simplonas que has leído o
te han contado por ahí. Piensa en Irving Berlin.
Y yo le contesté
que le iba a dar en los morros con su Irving Berlin como no me dejara en paz y
se metiera en sus propios asuntos.
Pero más tarde,
por la noche, como el mismo Irving Berlin podría haberlo expresado, sucedió
algo maravilloso. Agarré del pescuezo a la maldita historia y empecé a «construir»
en plan serio. Primero puse a trabajar las excavadoras y rellené el agujero con
unos buenos cimientos; luego saqué las tablas y plonc, plonc, plonc: me monté
unas paredes y un tejado y una chimenea muy mona. Oh, también puse muchas
ventanas, claro —grandes y cuadradas—, y cuando la luz entró por ellas no dejó
ni la menor sombra de duda de que Bernie Silver era el hombre más sabio,
afable, valeroso y encantador sobre la capa de la tierra.
—Es perfecto,
Bob —dijo Joan en el desayuno, después de haberlo leído—. Te ha quedado
perfecto. Estoy segura de que es exactamente lo que él quiere.
Lo era, en
efecto. Nunca olvidaré a Bernie sentado con su ginger ale en una mano y mi
tembloroso manuscrito en la otra, leyendo como me atrevería a decir que no había
leído en su vida, explorando todas las comodidades y pequeñas maravillas de la
casita que yo había construido para él. Vi cómo descubría, una tras otra, cada
una de las ventanas y cómo su cara adquiría un halo de santidad con la luz que
dejaban pasar. Cuando hubo terminado se puso de pie —ambos nos levantamos— y me
estrechó la mano.
—Precioso —dijo—.
Tenía el presentimiento de que ibas a escribir algo bueno, Bob, pero no sabía
que lo harías tan bien. Ahora querrás el cheque, pero te voy a decir una cosa.
No habrá ningún cheque; este cuento lo cobras en metálico.
Sacó de un
bolsillo su fiel cartera negra de taxista, extrajo un billete de cinco dólares
y me lo puso en la palma de la mano. Sin duda, pensé, quería hacer un
ceremonial del acto de ir dándome los billetes uno detrás de otro, así que me quedé
sonriendo a la espera del siguiente; y todavía estaba allí de pie sonriendo,
con la mano tendida, cuando alcé los ojos y vi que se guardaba la cartera.
¡Cinco pavos!
Incluso ahora desearía poder afirmar que grité esto, o que al menos el tono con
que lo dije reflejó la indignación que me atenazó las tripas —me habría
ahorrado luego un montón de complicaciones—, pero lo cierto es que salió en
forma de mansa preguntita:
—¿Cinco pavos?
—¡Exacto!
Bernie se mecía
tan contento sobre los talones.
—Ya, pero
Bernie, ¿esto qué es? Tú me enseñaste ese cheque y yo...
Al tiempo que la
sonrisa se desvanecía, su cara adoptó una expresión dolida y asombrada, como si
acabara de escupirle.
—Oh, Bob. ¿Qué
significa esto? —dijo—. Mira, jueguecitos no, ¿eh? Claro que te enseñé el
cheque; y te lo voy a enseñar otra vez.
Los pliegues de
su camisa sport temblaron de justa ira cuando se volvió hacia la credenza para
coger el talón.
Era el mismo,
desde luego. Allí seguía poniendo veinticinco dólares sin centavos; pero ahora
la letra apretujada de Bernie en el reverso, encima de la firma del otro tipo y
traspasando el sello del banco, era perfectamente legible. Y, cómo no, decía: «Importe
total del anticipo, por cinco entregas».
O sea que no me
habían robado —sólo estafado un poquito, quizá—, de ahí que en aquel momento mi
principal problema, la morbosa sensación (con sabor a ginger ale) que estaba
seguro Ernest Hemingway no había llegado a conocer en su vida, fuera el
sentirme como un imbécil.
—¿Tengo razón o
no, Bob? —me preguntaba Bernie—. ¿Tengo razón o no?
Me hizo sentar
otra vez y desplegó sus mejores sonrisas para aclararme las cosas. Pero ¿cómo
se me había ocurrido pensar que eran veinticinco dólares la pieza? ¿Tenía yo
alguna idea de lo que ganaba un taxista? Oh, bueno, dejando aparte a los que
eran propietarios del coche, pero ¿un taxista normal?, ¿por cuenta de una compañía
de taxis? Pues cuarenta, cuarenta y cinco dólares, quizás hasta cincuenta a la
semana, si había suerte. Incluso para alguien como él, sin hijos y con una
mujer que trabajaba a jornada completa en la compañía de teléfonos, no era
ninguna bicoca. Y si no le creía, que preguntara yo a cualquier otro taxista:
no era ninguna bicoca.
—Oye, no pensarás
que es otra persona la que corre con los gastos, ¿verdad? ¿Verdad, Bob? —Me miró
con cara de incredulidad, casi a punto de reír, como si la idea misma de que yo
pudiera pensar tal cosa borrara toda duda razonable acerca de que me chupaba el
dedo.
—Mira, Bob,
lamento mucho el malentendido —continuó, acompañándome a la puerta—, pero me
alegro de que todo haya quedado claro. Porque, en serio, eso que has escrito
está pero que muy bien; tengo la sensación de que vamos por el buen camino.
Haremos una cosa, Bob, te llamo dentro de unos días, ¿de acuerdo?
Y recuerdo que
me desprecié a mí mismo por no tener agallas para decirle que no se molestara,
como tampoco fui capaz de sacudirme la pesada mano paternal que cabalgaba sobre
mi nuca mientras andábamos. Junto a la puerta, una vez más delante del joven
corneta, tuve la súbita y desagradable idea de que podía prever el diálogo que
estaba a punto de tener lugar. Yo diría: «Bernie, ¿de verdad eras corneta en el
ejército, o sólo fue para la foto?».
Y sin el menor
asomo de vergüenza, sin la más mínima alteración en su cándida sonrisa, él
contestaría: «Sólo para la foto».
Peor aún: supe
que el corneta giraría hacia mí su cabeza tocada con la gorra de campaña, que
el perfil tenso de la foto se relajaría poco a poco, que se apartaría de aquel
instrumento por cuya embocadura sus torpes labios sin talento musical no habrían
podido soplar ni un miserable pedo, y que me haría un guiño. No quise correr
ese riesgo y me limité a decir:
—Ya nos veremos,
Bernie.
Salí de allí a
toda prisa y me fui a casa.
Joan reaccionó a
la noticia de manera sorprendentemente afable. No, no quiero decir que fuese «buena»
conmigo, cosa que me habría dejado por los suelos teniendo en cuenta mi estado;
digamos que fue «buena», pero con Bernie.
Que qué valor
tenía, pobrecillo, perdido como estaba, con sus grandes e inalcanzables sueños...
por ahí fue la cosa.
Y ¿me hacía yo
cargo del dinero que debía de haberse gastado en todos estos años?, ¿cuántos de
esos cheques de cinco dólares, que tantos sudores le costaban, debía de haber
echado a las hambrientas fauces de escritores de segunda, tercera o décima
categoría? Qué suerte tenía el pobre, aun recurriendo a triquiñuelas con un
cheque cancelado, de contar al fin con un escritor de primera. Y qué detalle
tan enternecedor, tan «bonito», haber reconocido su categoría diciendo «Este
cuento lo cobras en metálico».
—Ya, pero por
los clavos de Cristo —le dije, dando gracias de ser yo por una vez, y no ella,
quien tuviera presente los funestos aspectos prácticos—. Tú sabes a qué viene
que me haya pagado en metálico, ¿o no? Pues a que la semana que viene venderá
ese relato al Reader’s Digest, la madre que los parió, por ciento cincuenta dólares;
y a que si yo tuviera un cheque fotocopiado como prueba de que soy el autor,
Bernie se metería en un buen lío. La razón es ésa.
—Muy bien, ¿qué
te juegas? —me retó ella, mirándome con aquella encantadora y sincera mezcla de
compasión y orgullo—. ¿Qué te juegas a que si realmente lo coloca, en el Reader’s
Digest o donde sea, insistirá en darte la mitad?
—¿Bob Prentice?
dijo por el teléfono una voz jovial tres noches después—. Soy Bernie Silver.
Bob, acabo de estar en casa del doctor Alexander Corvo y, bueno, no te lo voy a
decir con palabras textuales, pero te avanzo una cosa: El doctor Corvo opina
que eres muy buen escritor.
Fuera cual fuese
mi respuesta —«Oh, ¿de veras?», o tal vez «¿En serio le ha gustado mucho?»—,
debió de ser lo bastante penosa y reveladora como para que Joan se acercara de
inmediato, sonriendo de oreja a oreja. Recuerdo que me tiró de la manga de la
camisa como para decir: «¿Lo ves? Ya te lo decía yo». Y tuve que apartarla y
hacer gestos para que se estuviera callada durante el resto de la conversación.
—Quiere enseñar
el cuento a un par de contactos que tiene en el mundillo editorial —estaba
diciendo Bernie—, y me ha pedido que haga otra copia para enviársela a Manny. O
sea que escucha, mientras esperamos a ver qué pasa con éste, quiero hacerte
algunos encargos más. O espera, oye. —Su voz cobró nuevos timbres con la
llegada de una idea luminosa—: Oye, tal vez te sentirías más cómodo si
trabajaras a tu aire. Igual lo prefieres así. Quiero decir, ¿preferirías
olvidarte del fichero y usar solamente tu imaginación?
Una noche de
lluvia, en el corazón del Upper West Side, dos matones subieron al taxi de
Bernie Silver. A primera vista podrían haber pasado por dos clientes normales,
pero Bernie los caló al momento porque «Te lo digo yo: con veintidós años de
callejeo por Manhattan en el taxi, algunos conocimientos especializados se te
van pegando».
Uno de ellos era
el típico delincuente curtido, cómo no, y el otro poco más que un chico
asustado, o, mejor dicho, un «novato».
«No me gustó su
forma de hablar —explicaba Bernie, yo mediante, a sus lectores— y tampoco me
gustó la dirección que me dieron (un antro de lo más infame). Pero lo que más
me disgustaba era tenerlos dentro de mi automóvil.»
¿Y sabéis qué
hizo Bernie? Oh, no, tranquilos, no es que parara el taxi y los sacara del
asiento de atrás y les propinara sendas patadas en las partes: nada de esas
tonterías tipo Con la bandera baja. Para empezar, dedujo por sus palabras que
no estaban dándose a la fuga. Lo único que habían hecho esa noche era «espiar»
el garito (una tienducha de licores cercana a la esquina donde él los había
recogido); el golpe estaba previsto para el día siguiente a las once de la
noche. Bien, cuando llegaron al antro el criminal curtido le pasó un dinero al
novato y le dijo: «Toma, chaval, para el taxi; vete a casa y duerme un poco.
Hasta mañana». Y ahí fue cuando Bernie supo lo que tenía que hacer.
«Ese novato vivía
lejos, en Queens, de modo que había tiempo de sobra para conversar. Le pregunté
qué equipo le gustaría que ganase la liga de béisbol.» Y a partir de ahí, con
su saber popular y su consumada destreza, Bernie había conseguido empalmar toda
una larga charla sobre la vida saludable, la leche de vaca y la vida al aire
libre, de tal forma que antes incluso de llegar al Queensboro Bridge ya estaba
sacando al muchacho de su caparazón de delincuencia. Recorrieron Queens Boulevard
charlando animadamente como un par de entusiastas de la Police Athletic League,
y para cuando llegaron a su destino, el pasajero de Bernie ya casi estaba
llorando.
«Vi que tragaba
saliva un par de veces cuando me pagó la carrera —le hacía yo decir a Bernie— y
tuve la impresión de que algo había cambiado en ese muchacho. En fin, ésa era
mi esperanza, o tal vez sólo mi deseo, pero sabía que había hecho por él todo
lo posible.» De vuelta en Manhattan Bernie llamó a la policía para sugerirles
que apostaran un par de hombres cerca de la licorería la noche siguiente.
Y, en efecto, se
producía un intento de atraco a ese comercio, sólo que dos fornidos y
encantadores agentes lo frustraban. Y, cómo no, solamente había un malhechor
que llevarse a chirona: el criminal curtido. «No sé dónde estaría el chaval esa
noche —concluía Bernie—, pero quisiera pensar que en su cama, con un vaso de
leche, leyendo la sección de deportes.»
Allí estaban el
tejado y la chimenea; estaban las ventanas para que entrase luz; estaba la
risita de aprobación por parte del doctor Alexander Corvo y una nueva propuesta
al Reader’s Digest; estaba el bisbiseo sobre un posible contrato con Simón
& Schuster y una producción de tres millones de dólares con Wade Manley
como protagonista; y en mi buzón estaba otro billete de cinco.
Un viejecito frágil
se echaba a llorar un día en el taxi, a la altura de la Cincuenta y nueve con
la Tercera; Bernie preguntaba: «¿Puedo hacer algo por usted, señor?», a lo que
seguían dos páginas y media de la más desgarradora historia de mala suerte que
fui capaz de concebir. El hombre era viudo; su única hija se había casado hacía
mucho y vivía en Flint (Michigan); su vida, la del viejecito, había sido un
infierno de soledad durante veintidós años, pero siempre le había echado pecho
gracias a que tenía un trabajo que adoraba: cuidar los geranios en un gran
invernadero comercial. Pero esa mañana la dirección le había comunicado que
prescindía de él: demasiado mayor para esa clase de trabajo.
«Y sólo entonces
—en palabras de Bernie— asocié toda la historia con la dirección que el hombre
me había dado, una esquina próxima al puente de Brooklyn por el lado de
Manhattan.»
Bernie, por
supuesto, no podía asegurar que el pasajero tuviera pensado ir hasta la mitad
del puente y trasponer el pretil con su vieja osamenta; pero no podía correr
ningún riesgo. «Decidí que era el momento de recurrir a la palabra»
(y en eso no se
equivocaba: media página densa más con las tediosas desventuras del viejecito y
el relato se hubiera desgarrado literalmente de sus cimientos). Lo que venía a
continuación era página y media de refrescante diálogo, con Bernie insinuándole
al viejo que podía irse a vivir con su hija a Michigan, o que si le escribía
una carta tal vez ella misma lo invitara a ir; pero oh, no, el caballero sólo
clamó que no deseaba ser una carga para su hija y su familia.
«—¿Una carga? —dije,
haciendo ver que no sabía de qué me estaba hablando—. ¿Una carga? ¿Cómo va a
ser una carga para nadie un anciano encantador como usted?
»—¿Y qué otra
cosa voy a ser? ¿Qué puedo aportarles yo a ellos?
»Por suerte en
ese momento estábamos parados frente a un semáforo en rojo, de modo que me volví
en el asiento, le miré de hito en hito y le dije: “Caballero, ¿no le parece que
a su familia le gustaría tener en casa a alguien que sabe un par de cosas sobre
geranios?”.»
Para cuando
llegaban al puente el viejo ya había decidido que Bernie lo dejara no allí sino
en un Automat cercano, porque dijo que le apetecía una taza de té, y con eso
quedaban listas las malditas paredes del engendro. He aquí el tejado; seis
meses más tarde Bernie recibía en la compañía de taxis un paquete pequeño y
pesado con matasellos de Flint (Michigan). ¿Y sabéis lo que había en ese
paquete? Claro que lo sabéis: una maceta de geranios. Ahora viene la chimenea:
había también una nota, escrita con una letra que mucho me temo describí como
pulcra y tan fina como una telaraña, y que decía simplemente: «Gracias».
Particularmente,
este cuento me parecía horroroso, y a Joan tampoco le acababa de convencer;
pero lo enviamos de todas formas y Bernie quedó encantado. Lo mismo que a Rose,
su mujer, me aseguró él por teléfono.
—Lo cual me
recuerda, Bob, el otro motivo de mi llamada; Rose quiere que te pregunte qué día
os iría bien a ti y a tu mujer para una pequeña reunión informal aquí en casa.
Nada del otro mundo, sólo nosotros cuatro, tomar una copa y charlar. ¿Os gustaría?
—Hombre, Bernie,
sois muy amables, y por supuesto que nos haría gracia. Lo que pasa es que así,
a bote pronto, no sé cuándo podríamos quedar... espera, no cuelgues.
Cubrí el
auricular con la mano para conferenciar de urgencia con Joan, confiando en que
ella me proporcionara una elegante excusa.
Pero Joan quería
ir, y además se le ocurrió el día perfecto para quedar con ellos.
—Oh, estupendo —dijo,
una vez hube colgado—. Me alegro de que vayamos. Parecen buenas personas.
—Oye, mira. —Apunté
a su cara con el dedo índice—. Si tu plan es estar allí sentada haciéndolos
sentir a los dos muy «buenas personas», no vamos. No pienso pasar ni una sola
tertulia haciendo de consorte de señora generosa entre las clases bajas, ¿queda
claro? No va a ser una maldita fiesta campestre como las que chicas con ínfulas
bohemias organizan para la servidumbre, eso quítatelo de la cabeza.
Entonces ella me
preguntó si quería saber una cosa, y sin darme tiempo a que yo dijera esta boca
es mía, me soltó que yo era el mayor esnob, el mayor chulo y el mayor bocazas
que jamás se había tirado en cara.
Una cosa condujo
a la otra, y ya en el metro, camino de nuestra placentera velada con los
Silver, apenas si nos hablábamos. No sabéis lo contento que me puse al ver que
los Sil- ver, aunque ceñidos estrictamente al ginger ale, habían abierto una
botella de whisky de centeno para los invitados.
La esposa de
Bernie resultó ser una mujer pizpireta, enfajada, con tacones altos y
horquillas en el pelo, y una voz de telefonista escalofriantemente experta en
las frasecitas de rigor («¿Cómo está usted? Un placer conocerlos; pero pasen,
por favor; tomen asiento, Bernie, querido, ayúdala a quitarse el abrigo»); y
sabe Dios quién sacó el tema, o a qué venía, pero la cosa empezó con mal pie.
Discutimos de política: Joan y yo no acabábamos de decidirnos entre Truman,
Wallace y abstenernos de votar; los Silver eran incondicionales de Dewey. Y lo
peor de todo, para nuestra delicada sensibilidad progresista, fue que Rose
quiso buscar puntos de coincidencia contándonos episodios deprimentes —acompañados
de estremecimientos cada vez más teatrales— sobre la inexorable y amenazadora invasión
de esta zona del Bronx por parte de puertorriqueños y otros elementos de color.
Pero al cabo de
un rato la cosa mejoró. Para empezar, ambos estaban encantados con Joan —y debo
reconocer que nunca he conocido a nadie que no lo estuviera—, y además la
charla derivó enseguida hacia la maravillosa circunstancia de que ellos
conocieran a Wade Manley, lo que dio pie a una serie de reminiscencias
sazonadas de orgullo.
—Oh, no os
preocupéis. Bernie no es de los que hacen imitaciones —dijo Rose—. Anda, Bernie,
cuéntales la vez que vino Wade a casa y tú le hiciste callar. ¡No me lo
invento! ¡Es verdad! Le dio así con la mano en el pecho (¡nada menos que a una
estrella de cine!) y le dijo: «Venga, Manny, pon el culo en el asiento y cállate
la boca. ¡Ya sabemos quién eres!». Cuéntaselo, Bernie.
Y Bernie, feliz
como unas pascuas, se levantó para representar la escena.
—Oh, bueno, fue
un poco en plan de broma, ya me entendéis —dijo—, pero el caso es que le di un
empujón y le solté: «Venga, Manny, pon el culo en el asiento y cállate la boca.
¡Ya sabemos quién eres!».
—¡Sí! ¡Es la
pura verdad! Lo hizo sentar en esa butaca de allí. ¡Nada menos que a Wade
Manley!
Un poco más
tarde, mientras Bernie y yo aprovechábamos la excusa de servir más bebidas para
hablar de hombre a hombre y Rose y Joan estaban cómodamente instaladas en un
confidente. Rose me dirigió una mirada picara.
—No quisiera que
ese marido tuyo se vaya dando ínfulas después, Joanie —dijo—, pero ¿sabes lo
que el doctor Corvo le dijo a Bernie? ¿Se lo puedo contar, Bernie?
—¡Pues claro que
sí! ¡Cuéntaselo!
Bernie agitó con
una mano la botella de ginger ale y con la otra la botella de whisky, para dar
a entender que esta noche todos los secretos podían ser desvelados.
—Bien —dijo ella—,
pues el doctor Corvo dijo que tu marido es el mejor escritor que Bernie ha
tenido nunca.
Más tarde aún,
estando ahora Bernie y yo en el confidente y las señoras charlando junto a la
credenza, comprendí que Rose también estaba en el ramo de la construcción. Por
más que no la hubiera construido con sus propias manos, estaba claro que había
puesto mucho de su parte para levantar las muy sinceras convicciones que sin
duda hacían falta para sustentar los cientos y cientos de dólares que debía de
estar costándoles la credenza en pagos mensuales. Un mueble así era una inversión
de futuro; y ahora, mientras le daba explicaciones a Joan de paso que quitaba
una mota de polvo aquí y allá, tuve la certeza de que la veía organizar
mentalmente una futura reunión. Joan y yo estaríamos entre los presentes, desde
luego («Le presento al señor Robert Prentice, ayudante de mi marido; y aquí su
esposa la señora Prentice»), y el resto de la lista también estaba cantado:
Wade Manley y su mujer, cómo no, además de una cuidada selección de sus amistades
hollywoodienses; estaría Walter Winchell, así como Earl Wilson, Toots Shor y
toda esa fauna; pero lo más importante, para cualquier persona refinada, sería
la presencia del doctor Alexander Corvo y señora y de varias personas de su
entorno. Gente como los Trilling y los Niebuhr, los Hartford y los Grove... Y
si alguien de la categoría de Newbold Morris y señora quería sumarse a la
fiesta, estaba clarísimo que para conseguir que los invitaran iban a tener que
recurrir a todo tipo de intrigas y maniobras.
Como Joan
reconoció más tarde, en casa de los Silver hacía un calor espantoso; cito esto
como excusa presentable para justificar lo que hice yo después —y podéis
creerme, en 1948 tardaba muchísimo menos que ahora—: pillar una borrachera de aúpa.
Al poco rato no sólo estaba vociferando, sino que allí no hablaba nadie más que
yo. Les estaba explicando que algún día, como que existía Dios, los cuatro íbamos
a ser millonarios.
¿Y no podría
haber también baile? Oh, sí, haríamos sentar a Lionel Trilling a bofetada
limpia en todas y cada una de las sillas y butacas de la sala, diciéndole que
se callara la boca...
—¡Y tú también,
Reinhold Niebuhr, viejo tonto santurrón! ¿Dónde está tu dinero, eh? ¿Por qué no
te lo metes en la bocaza?
Bernie se reía
con cara de sueño y Joan parecía avergonzada de mí, mientras que Rose mostraba
una sonrisa fría pero infinitamente comprensiva hacia el hecho de que, a veces,
los maridos pudieran ser tan pesados. Después, estábamos los cuatro en el
vestidor probándonos cada cual media docena de abrigos y chaquetas, y yo volví
a mirar la fotografía del corneta pensando si debía formular la pregunta que me
corroía por dentro. Pero esta vez no sé qué me daba más miedo: que Bernie
pudiera decir «Sólo para la foto», o que pudiera decir «¡Claro que fui corneta!»
y se pusiera a rebuscar en el vestidor o en algún recoveco de la credenza hasta
dar con el viejo y bruñido instrumento, y eso nos obligara a sentarnos otra vez
para ver cómo Bernie se cuadraba y, tieso como un palo, nos obsequiaba con la
triste y pura melodía del toque de silencio.
Eso ocurrió en
octubre. No recuerdo bien cuántos relatos firmados «Bernie Silver» produje
hasta el final del otoño, pero sí me acuerdo de uno con final sorpresa sobre un
turista gordo que quedaba atascado por la cintura al introducir el cuerpo por
el techo solar del taxi para ver mejor los lugares de interés, y de otro muy
pomposo en el que Bernie soltaba un sermón sobre la tolerancia racial (que me
puso de mala gaita habida cuenta de cómo había apoyado él las opiniones de su
mujer acerca de las hordas morenas que amenazaban el Bronx); pero el principal
recuerdo que guardo de Bernie en esa época es que Joan y yo no podíamos
mentarlo siquiera sin ponernos a discutir.
Cuando ella me
dijo, por ejemplo, que lo correcto sería devolverles la invitación, yo le dije
que no fuera tonta, que estaba convencido de que ellos no esperaban que los
invitásemos a casa. Y cuando ella preguntó por qué, le solté un crispado
discurso sobre la inutilidad de querer olvidar las barreras de clase, de fingir
que los Silver podían llegar a ser amigos nuestros, o que ellos tuvieran la
menor intención en ese sentido.
En otra ocasión,
hacia el final de una velada curiosamente monótona en el restaurante que fuera
nuestro preferido antes de casarnos, y tras una hora seguida sin saber de qué
hablar, ella intentó entablar conversación inclinándose seductoramente sobre la
mesa como en las películas y diciendo:
—Brindo por
Bernie, para que venda tu último cuento al Reader’s Digest.
—Sí, claro —dije—.
Y qué más.
—No seas tan
arisco. Sabes perfectamente que puede pasar cualquier día. Podríamos ganar
mucho dinero, ir a Europa y todo eso.
—¿Estás de
guasa? —De repente me molestó que una chica culta e inteligente como ella
pudiera ser tan crédula en pleno siglo XX; y que una chica así fuera mi mujer,
que yo tuviera que seguirle la corriente, hacerle el juego a esta inocencia
simplona, me pareció por momentos una situación intolerable—. A ver cuándo
maduras un poco. ¿Es posible que creas que existe la más mínima posibilidad de
vender esa porquería? —Y la miré de una forma que debió de ser muy parecida a
como Bernie me había mirado a mí aquella noche, cuando me preguntó si de veras
creía que eran veinticinco dólares cada vez—. ¿Es posible?
—Pues sí, lo creo
—replicó ella, dejando sobre la mesa la copa de vino que había levantado para
brindar—. O lo creía, al menos. Y pensaba que tú también. Si no es así,
entonces me parece cínico y deshonesto que sigas trabajando para él, ¿a ti no?
Y ya no me
dirigió la palabra hasta que estuvimos en casa.
Supongo que, en
el fondo, el problema era que por entonces ambos teníamos asuntos mucho más
serios de los que preocuparnos. Uno era el reciente descubrimiento de que Joan
estaba embarazada, y el otro que mi posición en la agencia United Press había
empezado a ir tan a la baja como algunas acciones en Wall Street.
Trabajar en la
sección de economía se había convertido para mí en una lenta tortura a la
espera de que mis superiores descubriesen lo poco que sabía yo de finanzas; y
ahora, por muy patéticamente dispuesto a aprender lo necesario que yo pudiera
estar, ya era tarde, ridículamente tarde, para ponerse a ello. Cada vez me
encorvaba más sobre mi máquina de escribir, sudando de miedo a que me echaran —la
mano del subdirector de la sección cayendo triste y bondadosa sobre mi hombro («¿Podemos
hablar unos segundos, Bob?»)—, y cada día que no pasaba eso era una ínfima y
deslucida victoria.
A principios de
diciembre, un día al salir del metro camino de mi casa, arrastrando los pies
por la Doce Oeste como un septuagenario, descubrí que un taxi venía siguiéndome
a paso de tortuga desde hacía manzana y media. Era de los de color verde y
blanco, y tras el parabrisas vi resplandecer una gran sonrisa.
—¡Bob! Qué te
pasa, hombre. ¿Absorto en tus pensamientos o qué? ¿Es aquí donde vives?
Cuando se arrimó
a la acera y bajó del taxi, fue la primera vez que yo lo veía en ropa de faena:
gorra de sarga, chaqueta de punto y uno de esos artefactos cilíndricos para el
cambio prendido de la cintura; y cuando nos dimos la mano fue la primera vez
que yo le veía los dedos grises y brillantes, de pasarse el día manoseando
billetes y monedas ajenos. Visto de cerca, con sonrisa o sin ella, parecía tan
exhausto como yo.
—Entra, Bernie —le
dije.
Dio la impresión
de sorprenderse al ver el ruinoso portal y la sucia escalera de la casa, y otro
tanto las paredes encaladas y los pósters que decoraban nuestra austera, aunque
espaciosa, habitación, el importe de cuyo alquiler probablemente no llegaba a
la mitad de lo que Rose y él pagaban por su vivienda, y recuerdo que experimenté
cierto orgullo bohemio en dejar que se fijara en estos detalles; supongo que
fui lo bastante esnob para pensar que a Bernie Silver no le haría ningún daño
comprobar que la gente podía ser pobre e inteligente al mismo tiempo.
No teníamos
ginger ale para ofrecerle, pero él dijo que con un simple vaso de agua estaba
bien, de modo que la visita no fue gran cosa en ese sentido. Me inquietó después
recordar lo cortado que estuvo con Joan —creo que no la miró una sola vez a la
cara en todo el rato— y pensé si no respondería a que no les habíamos devuelto
la invitación. ¿Por qué será que casi siempre se culpa a la mujer de algo cuya
responsabilidad es, la mayoría de las veces, del marido? Aunque tal vez sólo
fue porque Bernie se sentía más cohibido delante de ella en su atuendo de
taxista que delante de mí. O tal vez nunca había imaginado que una chica tan
guapa y tan culta pudiera vivir en un entorno tan desnudo, y eso le causara
vergüenza ajena.
—Te diré para qué
he venido, Bob. Estoy probando un nuevo enfoque.
Y mientras
hablaba empecé a sospechar, más por sus ojos que por sus palabras, que algo muy
malo había ocurrido con el programa de construcción a largo plazo. Quizás un
editor amigo del doctor Alexander Corvo había puesto por fin sobre la mesa el
hecho de que nuestro material tuviera escasas posibilidades; quizás el propio
doctor se había vuelto arisco; quizás habían recibido un apabullante comunicado
final de Wade Manley o, para más apabullamiento, de la agencia que lo
representaba. O podía ser también que Bernie estuviera cansado después de todo
el día al volante y ningún simple vaso de agua pudiera arreglarlo; el caso era
que estaba probando un nuevo enfoque.
¿Había oído yo
hablar de Vincent J. Poletti? Pero dijo este nombre como si supiera muy bien
que no se me saldrían los ojos de sus órbitas, y acto seguido me informó de que
el tal Vincent J. Poletti era miembro de la asamblea legislativa del Partido
Demócrata por el distrito del Bronx al que Bernie pertenecía.
—Bien, pues
resulta que este hombre —siguió explicando— es una persona que se desvive por
ayudar a los demás. Nada que ver con el típico cazador de votos, Bob, puedes
creerme. Es un auténtico servidor público. Diré más: está escalando puestos en
el partido. Va a ser nuestro próximo congresista. Bueno, pues la idea es la
siguiente: hacemos una foto donde salga yo (tengo un amigo que nos la hará
gratis), una foto tomada desde el asiento de atrás del taxi, conmigo sentado al
volante como dándome un poco la vuelta y sonriendo tal que así, ¿ves? —Desplazó
el cuerpo manteniendo la sonriente cabeza hacia mí para ilustrar la idea—. Y
luego imprimimos la foto en la cubierta de un folleto. El título del folleto —(aquí
dibujó en el aire invisibles letras mayúsculas)—, el título sería «Te lo dice
Bernie». ¿De acuerdo? Bien. Dentro del folleto va un relato, igual que los
otros que escribiste sólo que un poquito diferente; esta vez yo explico una
historia sobre por qué Vincent J. Poletti es el hombre que necesitamos para el
Congreso. Oh, pero no me refiero a palabrería política ni nada de eso. Me
refiero a una pequeña historia real.
—Bernie, me
parece que esto no va a funcionar. Es imposible escribir una «historia» sobre
por qué necesitamos a tal o cual persona para el Congreso.
—¿Quién ha dicho
que es imposible?
—Además, yo creía
que tú y Rose erais republicanos.
—A nivel
nacional, sí. A nivel local, no.
—Vale, Bernie,
pero oye, acabamos de pasar unas elecciones. No hay otras hasta dentro de dos años.
Pero él se dio
unos toquecitos en la cabeza y puso una mirada soñadora, como queriendo decir
que en política había que planificar con tiempo.
Joan estaba en
la parte de la habitación destinada a cocina, lavando los platos del desayuno y
empezando a preparar la cena. Dirigí la mirada hacia allí buscando ayuda, pero
ella estaba de espaldas.
—No lo veo
claro, Bernie, lo siento. Yo no entiendo nada de política.
—¿Y qué más da? ¿Qué
hay que entender? ¿Tú entiendes algo de taxis?
No; y que me
aspen si entendía algo de Wall Street, maldita sea, pero ésa era otra (pequeña)
deprimente historia.
—No sé, Bernie;
las cosas se me han complicado bastante. Creo que de momento sería mejor que no
aceptara más encargos. Mira, para empezar, puede que me... —Pero no me atreví a
hablarle de mis problemas en la UP, de modo que dije : Para empezar, Joan va a
tener un bebé y todo se ha...
—¡Pero hombre! ¡Esto
sí que es una buena noticia! —Y ya estaba de pie estrechándome la mano—. Mi
enhorabuena, Bob, esto es... es... Es maravilloso. ¡Enhorabuena, Joanie!
Y en su momento
la cosa me pareció un tanto excesiva, pero quizá sea así como cualquier hombre
de mediana edad que no tiene hijos recibe este tipo de noticias.
—Bueno, Bob,
mira —dijo, cuando nos hubimos sentado otra vez—. Esto de Poletti será pan
comido para ti. Ah, y otra cosa: como se trata de una cosa suelta y no va a
haber royalties que cobrar, haremos que sean diez dólares en vez de cinco. ¿Trato
hecho?
—Ya, pero espera
un momento, Bernie. Voy a necesitar más información. Vamos a ver, ¿qué hace
este individuo por la gente?
Y pronto quedó
claro que Bernie no sabía mucho más que yo acerca de Vincent J. Poletti. Que
era un auténtico servidor público, muy bien; que se desvivía por ayudar a los
demás.
—Pero hombre de
Dios, Bob, ¿dónde está tu imaginación? Hasta ahora nunca habías necesitado
ayuda. Oye, mira, lo que acabas de decir me ha dado una idea. Voy conduciendo
el taxi; una pareja me hace señas frente a la maternidad, ¿vale? Son un joven
veterano y su mujer. Llevan un bebé de tres días, arrugado como un viejito, y
están que saltan de alegría. Ah, pero hay un problema: el muchacho está sin
trabajo. Acaban de mudarse a la ciudad, no conocen a nadie, quizá son
puertorriqueños o algo así; les queda lo justo para pagar el alquiler de una
semana en la habitación donde viven. ¿Qué será de ellos después? Los acompaño a
casa, viven en mi mismo barrio, y vamos charlando de cosas y entonces yo digo: «Eh,
chicos, creo que os presentaré a un amigo».
—El congresista
Vincent J. Poletti.
—Claro. Sólo que
de momento no doy nombres, únicamente digo que es «un amigo». Llegamos allí, yo
entro, le digo a Poletti lo que pasa, y él sale a hablar con los chavales y les
da dinero o algo. ¿Lo ves? Con eso ya tienes para media historia.
—Es verdad. Oye,
pero una cosa, Bernie. —Me levanté y me puse a andar teatralmente de un lado
para otro, como se supone que hacen en Hollywood cuando discuten un argumento—.
Espera, ya sé. Después de darles dinero, Poletti sube al taxi y tú arrancas y empiezas
a bajar por Grand Concourse; los dos puertorriqueños se quedan parados en la
acera, mirándose el uno al otro, y la chica dice: «¿Y quién era ése?». El
chico, muy serio él, la mira y dice: «¿No lo sabes? ¿No te has fijado en que
llevaba antifaz?». Y ella, «Oh, no, no me digas que era el...». Y dice el
chaval: «Pues claro que lo era. Nada menos que el Congresista Solitario». Y
escucha, escucha. ¿Sabes qué pasa después? Mira, de pronto oyen una voz a lo
lejos, ¿y sabes qué es lo que grita esa voz? —Hinqué una rodilla temblorosa en
el suelo para rematar el gag—: Está gritando: «¡Hi-yo, Bernie Silver! ¡Adelante!».
Tal vez escrito
no resulte muy gracioso, pero yo casi me muero literalmente de risa. Las
carcajadas duraron al menos un minuto; luego me entró un ataque de tos y Joan
tuvo que venir a darme golpes en la espalda; no fue hasta que remitió la tos, y
aun así muy lentamente, cuando comprendí que a Bernie no le había hecho gracia.
Durante mi ataque de tos había soltado una risita, entre cortés y confuso, pero
ahora se miraba fijamente las manos y unas embarazosas manchas de rubor teñían
sus sobrias mejillas. Había herido sus sentimientos. Recuerdo que me fastidió
que sus sentimientos fueran tan fáciles de herir, y también que Joan hubiera
vuelto a sus quehaceres en lugar de quedarse para echar una mano en tan
complicada situación, y que luego empecé a sentirme culpable y a lamentarlo
mucho. El silencio se prolongaba, hasta que decidí que la única manera decente
de resarcir a Bernie era aceptar el encargo. Y, cómo no, su cara se iluminó al
instante cuando dije que lo intentaría.
—Bueno, no hace
falta que uses eso de los chicos puertorriqueños —me dijo—. Era sólo una idea.
O quizá podrías empezar por ahí y luego pasar a otras cosas, cuantas más mejor.
Tú desarrolla la idea como mejor te parezca.
Al estrecharle
la mano en el momento de despedirnos (parecía que llevábamos toda la tarde dándonos
la mano), le dije:
—Entonces, por éste
son diez dólares, ¿no, Bernie?
—Sí, Bob.
—¿En serio
piensas que haces bien aceptando este encargo? —me preguntó Joan no bien se
hubo marchado.
—¿Y por qué no?
—Pues porque va
a ser prácticamente imposible, ¿no crees?
—Mira, hazme un
favor. ¿Quieres dejarme tranquilo?
Joan puso las
manos en jarras.
—Yo no te
entiendo, Bob. ¿Se puede saber por qué le has dicho que lo harías?
—¿Que por qué?
Pues porque vamos a necesitar esos diez dólares, así de claro.
Al final construí,
maldita palabra; me puse a la máquina y escribí la página uno, luego la página
dos y la tres, y así hasta el final del maldito cuento. La cosa arrancaba con
lo de la pareja de puertorriqueños, pero por alguna razón eso no me dio más que
para un par de páginas. Después tuve que inventarme otras maneras de que
Vincent J. Poletti pusiera de manifiesto su gigantesca bondad.
¿Qué hace un
individuo así cuando realmente quiere desvivirse por sus semejantes? Darles
dinero, eso es lo que hace; y poco después tenía a Poletti aflojando más la
mosca de lo que podía contar. Hasta tal punto era así, que cualquier residente
en el Bronx que estuviera mínimamente en apuros sólo tenía que subir al taxi de
Bernie Silver y decir «A casa de Poletti», y allí terminaban sus problemas. Y
lo peor de todo era la tétrica certeza de que yo no podía hacer nada mejor.
Joan no llegó a
ver el engendro porque estaba durmiendo cuando lo terminé, metí las páginas en
un sobre y lo eché al buzón. Y no supe más de Bernie —ni hablamos de él, Joan y
yo— durante casi una semana. Finalmente, a la misma hora en que había venido la
otra vez, cuando ya anochecía, sonó el timbre. Supe que habría problemas en
cuanto abrí la puerta y lo vi allí, sonriendo, con el jersey medio mojado por
la lluvia, y también supe que yo no iba a aguantar más tonterías.
—Bob —dijo
mientras tomaba asiento—, esta vez me has decepcionado, te soy sincero. —Sacó
el original que llevaba doblado dentro del jersey—. Esto... esto no es nada,
Bob.
—Hombre, Bernie,
son seis páginas y media.
—No me vengas
con que son seis páginas y media, Bob. Ya lo sé, pero esto no es nada. Pintas a
Poletti como un imbécil, Bob. Haces que se pase todo el rato repartiendo pasta.
—Tú me dijiste
que él daba pasta.
—A esos
puertorriqueños, sí, claro, dije que quizá les daba un poco de dinero. Pero
luego vas tú y haces que vaya por ahí gastando como si fuera... como si fuera
un marino borracho o qué sé yo.
Pensé que me
echaba a llorar, pero la voz me salió grave y controlada.
—Bernie, yo te
pregunté qué más podía hacer Poletti. Te dije bien claro que no sabía qué más
podía hacer. Si querías que él hiciese alguna cosa en concreto, deberías habérmelo
dicho.
—Pero Bob —dijo,
poniéndose de pie para dar más énfasis, y lo que dijo a continuación me ha
venido muchas veces a la cabeza como el sempiterno y desesperado lamento del
filisteo—, ¡el que tiene imaginación eres tú!
Me levanté también,
de forma que pudiera mirarle de arriba abajo. Naturalmente que era yo el que
tenía imaginación; y yo el que se sentía cansado como un viejo pese a tener sólo
veintidós años, el que estaba a punto de perder su empleo, el que estaba a punto
de ser padre y ni siquiera se llevaba demasiado bien con su mujer; y ahora cada
taxista, cada chupóptero de medio pelo y falso corneta neoyorquino entraba en
mi casa e intentaba robarme mi dinero.
—Diez pavos,
Bernie.
Hizo un gesto de
impotencia, sonriendo. Luego miró hacia la cocina, donde estaba Joan, y aunque
mi intención fue no apartar la vista, supongo que yo también miré hacia allá
porque recuerdo lo que ella hacía: estaba retorciendo un paño con las manos y
mirándolo fijamente.
—Escucha, Bob —dijo
Bernie—. Reconozco que no he sido justo. ¡Tienes razón! ¿Quién puede coger una
cosa de seis páginas y media y decir que no es nada? Probablemente hay trozos
muy buenos, Bob. Si quieres los diez pavos, bueno, de acuerdo, tendrás tus diez
pavos. Lo único que te pido es una cosa: primero toma esto y cámbialo un poco,
un poquito nada más. Y después ya...
—Los diez pavos,
Bernie. Ahora.
Su sonrisa había
perdido todo el fuelle, pero siguió fija en su cara cuando sacó un billete de
la cartera y me lo entregó, mientras yo hacía el miserable numerito de examinar
el papel para asegurarme de que era un billete de diez.
—Muy bien, Bob —dijo—.
Así estamos en paz, ¿no?
Dio media vuelta
y salió. Joan fue rápidamente hacia la puerta y le gritó: «¡Buenas noches,
Bernie!».
Creí que lo oía
detenerse en la escalera, pero no me llegó ningún «buenas noches» en respuesta,
de modo que seguramente sólo volvió la cabeza y la saludó con el brazo, o le
mandó un beso. Luego, desde la ventana, vi cómo salía a la acera, montaba en el
taxi y arrancaba. Todo este rato yo estaba doblando y volviendo a doblar el
billete, y dudo que jamás haya tenido en la mano algo que deseara menos.
En la habitación
reinaba el silencio mientras Joan y yo nos movíamos por allí, y de la cocina
llegaban los olorosos vapores y chisporroteos de una cena que probablemente
ninguno de los dos tenía ganas de comer.
—Bueno —dije—.
Se acabó.
—¿Era necesario —preguntó
ella— ser tan absolutamente desagradable con Bernie?
Y en ese momento
sus palabras me sonaron como la cosa menos leal que ella podía haber dicho, la
observación más mordaz.
—¡Desagradable
con Bernie! ¿Desagradable, dices? ¿Y qué coño se supone que tengo que hacer? ¿Tengo
que quedarme sentado y ser «agradable» con un taxista rastrero y mentiroso, una
sanguijuela que se presenta en casa y me chupa toda la sangre? ¿Es eso lo que
quieres, eh? ¿Es eso?
Y entonces ella
hizo lo que solía hacer a menudo en momentos así, algo que yo a veces creo que
daría lo que fuera por no haberla visto hacer: se apartó de mí, cerró los ojos
y se tapó los oídos con ambas manos.
Menos de una
semana después la mano del subdirector de la sección financiera cayó finalmente
sobre mi hombro, justo cuando estaba yo en pleno párrafo sobre bonos de
empresas nacionales en sesión bursátil poco movida.
Faltaba bastante
para Navidad y conseguí un empleo para ir tirando: demostrador de juguetes mecánicos
en una tienda de baratillo de la Quinta Avenida. Y creo que fue en ese período —probablemente
mientras le daba cuerda a un gatito de hojalata y trapo que hacía «¡Miau!» y
daba una vuelta de campana, hacía «¡Miau!» y daba una vuelta de campana, «¡Miau!»
y vuelta de campana—, en fin, que fue más o menos por entonces cuando renuncié
a mi idea, o lo que quedaba de ella, de montarme la vida siguiendo la pauta de
Ernest Hemingway. A veces hay proyectos de construcción que sencillamente no
son viables.
Después de Año
Nuevo me salió otro trabajo idiota, y luego, en abril, con la brusquedad y la
sorpresa propias de la primavera, me contrataron por ochenta dólares semanales
como redactor en una oficina de relaciones públicas, sector industrial, donde
la cuestión de si entendía o no lo que estaba haciendo no importaba gran cosa,
porque el resto de los empleados tampoco tenía una idea clara de qué estaba
haciendo.
Era un trabajo
extraordinariamente sencillo y me permitía ahorrar una extraordinaria cantidad
de energía para lo mío, que de buenas a primeras empezó a ir bien. Con
Hemingway a buen recaudo, había yo entrado en una fase F. Scott Fitzgerald;
además, y esto era lo mejor, había empezado a encontrar lo que a todas luces
parecía un estilo propio. El invierno quedaba atrás y las cosas entre Joan y yo
también parecían haberse calmado, y a comienzos del verano nació nuestro primer
hijo, una niña.
Esto supuso una
interrupción de un par de meses en mis planes de escribir, pero no tardé mucho
en ponerme otra vez a ello, convencido además de que la cosa iba viento en
popa; había empezado a vaciar el solar, excavar el agujero y poner los
cimientos de una gran y ambiciosa novela trágica. No llegué a terminar el libro
—fue la primera de una larga serie de novelas inacabadas que prefiero no
recordar—, pero esa fase inicial fue una experiencia fascinante, y el hecho de
que avanzara despacio parecía ser un síntoma más de que el resultado iba a ser
espléndido. Ahora pasaba cada vez más horas detrás del biombo, escribiendo, y sólo
salía para rondar por la habitación con la cabeza llena de serenas y mayestáticas
fantasías. Y fue hacia finales de aquel año, metidos otra vez en el otoño, una
noche en que Joan había ido al cine dejándome a mí de canguro, cuando sonó el
teléfono, fui a descolgar y una voz dijo: «¿Bob Prentice? Soy Bernie Silver».
No fingiré que
me había olvidado de quién era, pero tampoco mentiría si dijera que durante un
par de segundos me costó entender que yo hubiera trabajado un tiempo para aquel
hombre, que alguna vez hubiera podido estar involucrado, de primera mano, con
los patéticos delirios de un taxista. Eso me dio una pausa, o lo que es lo
mismo, hizo que diera un respingo y sonriera luego mansamente al teléfono, que
agachara la cabeza y me alisara el pelo con la otra mano en una triste
demostración de noblesse oblige, todo ello acompañado de la callada y humilde
promesa de que, fuera lo que fuese lo que Bernie Silver pudiera querer de mí,
yo haría todo lo posible por evitar toda posibilidad de herir sus sentimientos.
Recuerdo que deseé que Joan estuviera en casa y así pudiera ser testigo de mi
bondad.
Pero lo primero
que hizo fue preguntar por el bebé. ¿Era niño o niña? ¡Fabuloso! ¿Ya quién había
salido? Oh, sí, por supuesto, a esa edad no se parecían demasiado a nadie. ¿Y cómo
me sentaba eso de ser padre? ¿Muy bien? ¡Estupendo! Acto seguido adoptó un tono
que resultó extrañamente formal y vergonzante, como el de un sirviente
despedido preguntando por la señora de la casa al cabo de los meses. «¿Y qué
tal está la señora Prentice?»
En su casa la
había llamado «Joan» o «Joanie», y no me cabía en la cabeza que Bernie hubiera
olvidado su nombre; sólo se me ocurrió que, después de todo, aquella noche no
la oyó llamarlo por la escalera, y que si sólo se acordaba de su imagen allí de
pie con el trapo entre las manos, tal vez la culpara incluso de ser la
instigadora de mi intransigencia en el asunto de los malditos diez dólares.
Pero no pude hace otra cosa en ese momento que decirle que ella estaba bien.
—¿Y vosotros cómo
estáis, Bernie?
—Pues yo bien —dijo,
pero enseguida bajó la voz para hablar con la crispada sobriedad de un hospital—.
Pero Rose casi se me va hace un par de meses.
Oh, me
tranquilizó, ya se encontraba mucho mejor, le habían dado el alta y estaba en
casa; pero cuando empezó a hablar de «pruebas» y «radiología» tuve esa horrible
sensación de fatalidad que aparece cuando la innombrable palabra —«cáncer»—
pende en el aire.
—Vaya, Bernie —dije—,
qué mal me sabe que haya estado enferma. Por favor, dile que le mandamos...
¿Mandarle qué? ¿Saludos?
¿Recuerdos? Cualquiera de las dos opciones, me pareció de repente, llevaría
implícita la imperdonable mácula de la condescendencia.
—Que le mandamos
besos —dije, y ahí tuve que morderme los labios por miedo a que esto fuera
mucho más condescendiente todavía.
—¡Descuida,
hombre, descuida! Se los daré de vuestra parte —dijo, de manera que me alegré
de haber acertado—. Bueno, y ahora el motivo de mi llamada. —Se rió—: Oh,
tranquilo, nada de política. Verás, Bob, tengo escribiendo para mí a un chico
con un talento increíble. Es un artista.
Y, cielo santo, ¡qué
cosa más repugnante e intrincada es el corazón de un escritor! Porque ¿sabéis
qué fue lo que sentí al oír eso? Una punzada de celos. Conque el chaval era un «artista»,
¿eh? Ya les enseñaría yo quién era el verdadero artista en este modesto centro
de escritura.
Pero Bernie se
puso a hablar de «tiras» y «layouts», así que pude mandar mi celo competitivo
al retiro y recuperar mi viejo y siempre fiable distanciamiento irónico. ¡Qué
alivio!
—Ah, te referías
a esa clase de artista. Un dibujante de cómics.
—Exacto, Bob, y
deberías ver cómo dibuja. ¿Sabes una cosa? Hace que yo parezca yo, pero al
mismo tiempo me saca un poco como Wade Manley. ¿Qué te parece?
—Suena bien,
Bernie —dije.
Y ahora que el
viejo distanciamiento volvía a funcionar, me di cuenta de que no debía bajar la
guardia. Tal vez Bernie no necesitara más cuentos (a estas alturas debía de
tener una credenza rebosante de manuscritos para que el artista se inspirara),
pero iba a necesitar un escritor que se ocupara de la «continuidad» o como
fuera que llamaran a eso, y de los textos de los bocadillos; ahora tendría que
decirle, con la máxima suavidad y elegancia, que no contara conmigo.
—Bob —me dijo—,
esto va cobrando forma. El doctor Corvo echó un vistazo a las historietas y me
dijo: «Bernie, olvídate de las revistas y de los libros. Acabas de encontrar la
solución».
—Bueno, así de
entrada la cosa pinta muy bien.
—Y verás, Bob,
te llamaba por una cosa. Ya sé que los de United Press te hacen trabajar mucho,
pero estaba pensando si no tendrías un hueco para hacer...
—Ya no trabajo
en la agencia, Bernie.
Y le expliqué lo
del empleo de publicidad.
—Vaya —dijo—,
parece que vas escalando puestos en ese mundillo. Enhorabuena, Bob.
—Gracias. En
fin, Bernie, tal como están las cosas no creo que tuviera tiempo para escribir
nada. No digo que no me gustaría hacerlo, al contrario; pero es que el bebé nos
absorbe mucho, sabes, y aparte de eso sigo escribiendo mis cosas (estoy metido
en una novela), y realmente no creo que deba comprometerme con nada más.
—Ah. Bueno,
tranquilo, no pasa nada, Bob. Yo sólo lo decía porque... bueno, porque nos habría
venido muy bien poder echar mano de tu... de tu talento como escritor.
—Mira, lo siento
de veras, Bernie. Y te deseo mucha suerte con el proyecto.
Es probable que
a estas alturas hayáis adivinado algo que a mí, aunque parezca mentira, no se
me ocurrió hasta por lo menos una hora después de haber colgado: que esta vez
Bernie no me necesitaba en tanto que escritor. Pensaba que yo seguía trabajando
en la agencia y que, en consecuencia, podía ser un valioso contacto en el
negocio de la venta de tiras cómicas para publicación simultánea en prensa.
Recuerdo
exactamente qué estaba haciendo cuando tuve esa revelación: estaba cambiando el
pañal al bebé, y miraba sus bellos ojos redondos como si esperara que ella me
diese la enhorabuena, o las gracias, por haber logrado una vez más evitar la
horrible contingencia de tocar su tierna piel con la punta del imperdible... En
eso estaba cuando me vino a la cabeza la pausa que Bernie había hecho al
pronunciar la frase: «Nos habría venido bien echar mano de tu...».
Durante esa
pausa debió de abandonar los complejos planes de construcción subyacentes a «...
tus contactos en la UP» (Bernie no estaba al corriente de que me habían
despedido; que él supiera, yo podía seguir teniendo tantos y tan sólidos
contactos en el mundo de la prensa como el doctor Corvo en el campo de la
psicología infantil, o Wade Manley en el cine), y había decido cambiarlo por «tu
talento como escritor», comiéndose hábilmente la S del plural «tus». Y así supe
que, pese a mis remilgos por no herir los sentimientos de Bernie durante la
conversación telefónica, había sido él quien, a la postre, se había desvivido
por no herir los de este servidor.
No puedo
afirmar, con el corazón en la mano, que haya pensado mucho en él al cabo de los
años. Sería quizás un bonito detalle deciros que nunca subo a un taxi sin
fijarme en el cogote y el perfil del taxista, pero estaría mintiendo. Una cosa
sí es cierta —y se me acaba de ocurrir ahora mismo—, cuando tengo que escribir
una carta a una persona especialmente susceptible e intento dar con el tono
adecuado, muchas veces me acuerdo de: «Como hoy no tenía tiempo para escribirte
una carta breve, he decidido escribirte una más larga».
Si fui un hipócrita
al desearle suerte con las tiras cómicas, creo que dejé de serlo una hora más
tarde. Se la deseo ahora, desde el fondo de mi corazón, y lo gracioso del caso
es que él aún podría ser capaz de «construir» algo, con contactos o sin ellos.
Cosas más desatinadas han levantado imperios en Norteamérica. En cualquier
caso, espero y deseo que no haya perdido interés por el proyecto, en una forma
u otra. Eso sí, Dios quiera —exista o no, y aquí no estoy usando su nombre en
vano—. Dios quiera que no haya perdido a Rose.
Leyendo todo
esto de cabo a rabo, veo que su construcción deja bastante que desear. Sus
vigas y viguetas, sus paredes mismas, no están en muy buenas condiciones; los
cimientos no parecen sólidos; quizá no supe excavar el agujero adecuado. Pero
ya no tiene sentido preocuparse por cosas así, pues ha llegado el momento de
colocar el tejado: poneros al corriente de lo que pasó con el resto del equipo
constructor.
Todo el mundo
sabe lo que le sucedió a Wade Manley. Murió de forma inesperada unos años después,
en la cama; y el hecho de que fuese en la cama de una joven, que no en la de su
esposa, fue motivo para tener entretenida durante semanas a la prensa amarilla.
Todavía hay reposiciones de sus películas en televisión, y cada vez que veo una
me sorprende comprobar una vez más que Manny era un buen actor; supongo que
demasiado bueno para haberse dejado atrapar por un papel cursi de taxista con
corazón tan grande como la intemperie.
En cuanto al
doctor Corvo, hubo un momento en que también él fue la comidilla. Sucedió en
los primeros años cincuenta, no sé cuál en concreto, cuando las empresas de
televisión crearon y lanzaron aquellas masivas campañas publicitarias. Y una de
las más masivas se construyó en base a una declaración firmada del doctor
Alexander Corvo, eminente psicólogo infantil, en el sentido de que cualquier niña
o niño de nuestra época en cuya casa faltara un aparato de televisión tendría
muy probablemente grandes carencias afectivas. Todos los psicólogos infantiles,
todo progresista que se preciara, y casi todos los padres y madres
estadounidenses se echaron sobre Alexander Corvo cual plaga de langostas, y
poco quedó de su eminencia cuando hubieron acabado con él. Yo diría, así a
voleo, que ahora el New York Times cambiaría gustosísimo media docena de Alexander
Corvos por un solo Newbold Morris.
Esto nos lleva
finalmente a hablar de Joan y de mí, y ahora toca poner la guinda, o mejor, la
chimenea. Tengo que decir que lo que ella y yo estábamos construyendo se vino
abajo también, hace cosa de un par de años. Oh, seguimos siendo amigos —sin
batallas legales sobre la pensión alimenticia, la custodia, o cosas por el
estilo—, pero esto es lo que hay.
¿Y las
ventanas?, ¿dónde están las ventanas? ¿Por dónde entra la luz?
Bernie, viejo
amigo, perdóname, pero para eso no tengo respuesta. Ni siquiera estoy seguro de
que haya una sola ventana en esta casa. Me temo que la luz tendrá que apañárselas
para entrar, quizás a través de las grietas y hendiduras que haya dejado este
chapucero constructor, y en tal caso te puedo asegurar que nadie se siente peor
por ello que yo mismo. Bien lo sabe Dios, Bernie; Dios sabe cuán necesario sería
que hubiese aquí una ventana, en cualquier parte, para todos nosotros.
Excelente¡
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