La noticia de la desaparición nos perturbó y sacudió.
Durante varias semanas la fotografía borrosa y granulada de una joven que al
parecer nadie conocía, pero que algunos recordábamos vagamente, se exhibió en
carteles amarillos colgados en las puertas de cristal de la oficina de correos,
en los postes de teléfono, en las ventanas de la tienda recién remodelada. El
retrato era pequeño y mostraba un rostro serio vuelto parcialmente de lado
sobre el cuello de una chaqueta de piel; parecía la ampliación de una instantánea
casual que en un principio había ofrecido una vista de cuerpo entero: el tipo
de foto, pensamos, tomada con una cámara prestada por un pariente aburrido y
descuidado para conmemorar alguna ocasión. Por un tiempo a las mujeres se les
advirtió que no salieran solas por la noche, mientras la investigación seguía
su inútil curso. Poco a poco los carteles se arrugaron con la lluvia y se
llenaron de mugre; las fotos borrosas parecieron desvanecerse y un día se
esfumaron, dejando una tenue inquietud que se disolvió lentamente en el aire
otoñal oloroso a humo.
Según el periódico, la última persona que vio viva a Elaine
Coleman fue una vecina, la señora Mary Blessington, que la saludó la tarde en
que Elaine bajó de su auto y echó a andar por el sendero de grava roja que
conducía a la entrada lateral de la casa en Willow Street donde rentaba dos
habitaciones del segundo piso. Mary Blessington barría las hojas. Se apoyó en
el rastrillo, saludó a Elaine Coleman y comentó algo sobre el clima. No notó
nada extraño en la joven callada que caminaba al anochecer rumbo a la puerta
lateral, llevando en un brazo una pequeña bolsa de papel –quizá con el bote de
leche que fue hallado sin abrir en el refrigerador– y en la otra mano sus
llaves. Al ser interrogada después sobre la aparición de Elaine Coleman a la
entrada de la casa, Mary Blessington admitió que ya estaba oscuro y que no
había podido distinguirla “muy bien”. La casera, la señora Waters, que vivía en
el primer piso y rentaba los cuartos de arriba a dos inquilinas, describió a
Elaine Coleman como una persona tranquila, estable, muy atenta. Se acostaba
temprano, nunca tenía visitas y pagaba la renta puntualmente, el primero de
cada mes. Le gustaba estar sola, añadió la casera. La última tarde, como de
costumbre, la señora Waters oyó los pasos de Elaine subiendo las escaleras
rumbo a su departamento en la parte trasera del segundo piso, pero en realidad
no la vio. A la mañana siguiente descubrió que su coche aún estaba estacionado
al frente, pese a que era miércoles y la señorita Coleman jamás faltaba al
trabajo. Por la tarde, al llegar el correo, la señora Waters decidió subir una
carta a su inquilina, a quien creyó enferma. La puerta estaba cerrada. Tocó
suavemente, luego con más fuerza, hasta que abrió la puerta con su propia
llave. Vaciló un largo rato antes de llamar a la policía.
Durante varios días no hablamos de otra cosa. Leímos con
fervor los periódicos, el Messenger local y los diarios de los pueblos vecinos;
estudiamos los carteles, memorizamos los hechos, interpretamos la evidencia,
pensamos lo peor.
Pese a ser malo y borroso, el retrato dejó una impresión
nítida: una mujer captada en el acto de desviar la mirada, una mujer que
evitaba todo escrutinio. Tenía los ojos entrecerrados, la línea de la mandíbula
oculta por el cuello de la chaqueta, la mejilla surcada por un rizo de pelo.
Aunque era difícil decirlo, daba la impresión de haber encogido los hombros
contra el frío. Pero lo que a algunos nos llamó la atención fue lo que al
parecer encubría la foto. Era como si debajo de esa mejilla granulada, de esa
nariz difusa y angosta con la piel bien estirada sobre el puente, yaciera otra
imagen más joven, más familiar. Algunos nos acordamos vagamente de una Elaine
Coleman de la preparatoria, una joven Elaine de catorce o quince años atrás que
había estado en nuestras clases, aunque nadie pudo recordarla con claridad ni
precisar dónde se sentaba o qué hacía. Yo mismo creía recordar a una Elaine
Coleman de la clase de inglés en segundo o penúltimo año, una muchacha
tranquila, alguien a quien no le había prestado demasiada atención. La localicé
en mi viejo anuario. Pese a no reconocer su rostro, no se me antojó el de una
extraña. Era aparentemente la mujer desaparecida del cartel aunque en otra
clave, de tal modo que uno no establecía la relación en seguida. La fotografía
estaba ligeramente sobreexpuesta y la hacía ver un poco deslavada, un poco
plana: la rodeaba un aura de radiante anonimato. No era bonita ni fea. Tenía el
rostro vuelto a medias, la expresión grave; su pelo, peinado a la moda de la
época, mostraba el rastro de un cepillo cuidadoso. No había formado parte de
ningún club, ni practicado deporte alguno, ni pertenecido a nada.
Solo salía en otra foto, un retrato grupal en el salón de
clases. Estaba de pie en la tercera fila, el cuerpo torpemente ladeado, la
mirada baja, los rasgos difíciles de distinguir.
En los primeros días de su desaparición intenté recordarla,
la opaca joven de mi clase de inglés que había crecido para convertirse en una
extraña borrosa y granulada. Me parecía verla sentada en su escritorio junto al
calefactor, absorta en un libro, sus brazos pálidos y delgados, el pelo castaño
cayéndole en parte detrás y en parte delante del hombro, una muchacha de falda
larga y calcetas blancas, pero nunca pude estar seguro de que no la inventaba.
Una noche la soñé: una joven de pelo negro que me miraba con seriedad. Desperté
extrañamente agitado y aliviado pero al abrir los ojos advertí que la
protagonista del sueño era Miriam Blumenthal, una muchacha ingeniosa y risueña
de pelo negro y lustroso que se me había presentado con el disfraz onírico de
la desaparecida Elaine.
Hubo un detalle que nos perturbó: las llaves de Elaine
Coleman fueron halladas en la mesa de la cocina, junto a un periódico abierto y
un plato. El llavero con seis llaves y una gatita plateada, el bolso de cuero
café con la cartera, el abrigo con forro de lana en el respaldo de una silla:
todo esto sugería una partida súbita e inexplicable, pero lo que más nos llamó
la atención fue el llavero porque incluía la llave del departamento. Supimos
que la puerta se podía cerrar solo de dos formas: por dentro, girando una
perilla que corría un cerrojo, y por fuera, con llave. Si la puerta estaba
cerrada y la llave se había quedado dentro, era obvio que Elaine Coleman no
había podido salir por la puerta, a menos que hubiera una segunda llave. Era
posible, aunque nadie lo creía, que alguien con otra llave hubiera entrado y
salido por la puerta, o que la propia Elaine, usando esa segunda llave, hubiera
salido por la puerta para luego cerrarla por fuera. Pero una acuciosa
investigación policiaca reveló que no había rastro de un duplicado. Era más
probable que hubiera salido por una de las cuatro ventanas. Había dos en la
sala-cocina que daban a la parte trasera, y otras dos en el dormitorio que
daban a la parte trasera y a un costado de la casa. En el baño había una quinta
ventana, demasiado pequeña para que alguien cupiera por ella. Justo debajo de
las cuatro ventanas principales crecían matas de hortensias y rododendros. Las
cuatro ventanas estaban cerradas, aunque no con seguro, y los mosquiteros se
hallaban en su lugar. Nos veíamos obligados a creer que Elaine Coleman había
huido deliberadamente por una ventana del segundo piso, a varios metros del
suelo, en vez de salir con mayor comodidad por la puerta, o bien que un intruso
había entrado por una ventana para secuestrarla, cuidando de cerrar todo al
salir. Pero las hojas, los arbustos y el pasto bajo las ventanas estaban
intactos, y en las habitaciones tampoco había huellas de una entrada forzosa.
La segunda inquilina, la señora Helen Ziolkowski, una viuda
de setenta años que llevaba veinte viviendo en el departamento de enfrente,
describió a Elaine Coleman como una joven amable, tranquila, muy pálida, del
tipo que le gusta recluirse. Fue la primera alusión a su palidez, y eso le dio
cierto encanto. La última tarde, la señora Ziolkowski oyó que la puerta se
cerraba y que el cerrojo se corría. Oyó la puerta del refrigerador abriéndose y
cerrándose, pasos ligeros, ruido de vajilla, el silbido de una tetera. Era una
casa apacible y uno podía escuchar casi todo. En ningún momento oyó sonidos
extraños, gritos ni voces, nada que indicara un forcejeo. De hecho el silencio
invadió el departamento de Elaine Coleman alrededor de las siete de la noche; a
la señora Ziolkowski le sorprendió no escuchar los acostumbrados ruidos de la
cena preparada en la cocina. Se fue a dormir a las once. Tenía el sueño ligero
y a menudo se despertaba en la madrugada.
No fui el único que se empeñó en recordar a Elaine Coleman.
Otros que habían estado conmigo en la preparatoria, y que ahora vivían en el
pueblo con sus familias, se sintieron confundidos o dudosos; no sabían quién
era, aunque nadie negaba que hubiera estado ahí. Uno de nosotros creyó
recordarla en clase de biología, penúltimo año, inclinada sobre una rana
dispuesta en una plancha de disección. Otro la recordó en clase de inglés,
último año, no junto al calefactor sino al fondo del salón: una muchacha de
pelo anodino que casi no hablaba. Pese a que la recordaba claramente –o al
menos eso dijo– al fondo del aula, no pudo acordarse de nada más; fue incapaz
de revivir cualquier detalle.
Una noche, tres semanas después de la desaparición, desperté
de un sueño inquieto que no tenía nada que ver con Elaine Coleman –estaba en
una habitación sin ventanas, había una luz verde, una fuerza aterradora se
condensaba tras la puerta cerrada– y me senté en la cama. El sueño ya no me
perturbaba, pero me sentía a punto de evocar algo. Recordé, con asombroso
detalle, una fiesta a la que había ido cuando tenía quince o dieciséis años. Vi
con toda claridad el cuarto de juegos en el sótano: el piano con las partituras
abiertas, el brillo de la lámpara del piano sobre las páginas blancas y las
medias de una muchacha sentada en un sillón cercano, el sofá a rayas, unos
compañeros jugando con cubos de colores en un rincón, humo de cigarro, un plato
con botanas... Y ahí, en un almohadón junto a la ventana, inclinada un poco
hacia delante, vistiendo una blusa blanca y una falda larga y oscura, con las
manos en el regazo, se hallaba Elaine Coleman. Aunque su rostro estaba
incompleto –pelo oscuro de tono café, piel granulada– y no era confiable, ya
que daba señales de haber sido contaminado por la foto de la desaparecida
Elaine, tuve la certeza de haberla recordado.
Traté de enfocarla mejor, pero era como si no la hubiera
mirado directamente. Mientras más me empeñaba en revivir aquella noche, con
mayor nitidez veía los detalles del cuarto de juegos en el sótano (mis dedos en
las teclas astilladas del piano, los cubos verdes y rojos y amarillos formando
una torre cada vez más grande, alguien del equipo de natación agitando los
brazos para demostrar el nado de mariposa, las espléndidas rodillas de Lorraine
Palermo envueltas en medias transparentes), pero no podía evocar el rostro de
Elaine Coleman.
Según la casera el dormitorio estaba intacto. La almohada
había sido extraída de entre las sábanas y colocada contra la cabecera. En el
buró, una taza de té a la mitad descansaba sobre una tarjeta que anunciaba la
inauguración de una nueva ferretería. La colcha estaba ligeramente arrugada;
encima había un camisón de franela con florecillas azules y un grueso libro de
bolsillo abierto. La lámpara del buró aún estaba encendida.
Intentamos imaginar a la casera en el umbral del dormitorio,
sus primeros pasos en la habitación silenciosa, la luz vespertina colándose
entre las venecianas cerradas, el foco pálido y caliente en la lámpara teñida
de sol.
Los diarios dijeron que, al salir de la preparatoria, Elaine
Coleman se había inscrito en una pequeña universidad de Vermont, donde se
especializó en administración y escribió una reseña de teatro para el periódico
escolar. Luego de graduarse vivió un año en el mismo pueblo universitario y
trabajó de mesera en un restaurante de mariscos; después regresó a nuestro
pueblo, donde durante algunos años rentó un departamento de un cuarto antes de
cambiarse al departamento de dos habitaciones en Willow Street. Mientras estaba
en la universidad sus padres se habían ido a vivir a California; su padre, un
electricista, acabó mudándose solo a Oregon. “Elaine no le deseaba mal a
nadie”, declaró su madre. Trabajó un año en el periódico local y medio tiempo
en una tienda de pinturas; trabajó también en el correo y en una cafetería
antes de conseguir empleo en un negocio de artículos para oficina en un poblado
vecino. La gente la recordaba como una mujer tranquila, atenta, buena
trabajadora. Al parecer no tenía amigos cercanos.
Empecé a recordar un rostro más o menos familiar visto
durante el verano, cuando iba a casa durante las vacaciones de la universidad,
y después, cuando volví al pueblo para quedarme. Hacía tiempo que había
olvidado su nombre. La veía al fondo de un pasillo del supermercado, haciendo
fila en una farmacia, entrando en una tienda de Main Street. La veía sin
mirarla, como uno ve a la tía de un conocido. Si llegábamos a toparnos, la
saludaba velozmente y seguía mi camino, pensando en otros asuntos. Al fin y al
cabo nunca habíamos sido amigos: nunca habíamos sido nada. Era una compañera de
preparatoria y punto, alguien a quien apenas conocía, aunque también es cierto
que no tenía nada en su contra. ¿Realmente era la desaparecida Elaine? Solo
después de su desaparición esos encuentros pasajeros se tiñeron de un aura
conmovedora que, aunque falsa, no pude evitar sentir; era como si hubiese
debido detenerme para hablar con ella, prevenirla, salvarla, hacer algo.
El segundo recuerdo vívido de Elaine Coleman me asaltó tres
días después de evocar la fiesta. Estaba en preparatoria y paseaba con mi amigo
Roger en una de esas soleadas tardes otoñales en que el cielo es tan claro y
azul que debería ser verano, excepto que las copas de los árboles se han
coloreado de rojo y amarillo y el humo de las fogatas hiere los ojos. Habíamos
salido a caminar por un barrio desconocido al otro lado del pueblo. Las casas
eran pequeñas, con cocheras independientes; en los jardines podía verse el
ocasional girasol de plástico o un venado falso. Roger hablaba de una muchacha
que lo traía vuelto loco, que jugaba tenis y vivía en una elegante casona de
Gideon Hill, y yo le aconsejaba que se disfrazara de jardinero y pidiera
trabajo para podarle los rosales. “La doble personalidad –dije– siempre las
convence.” “Nunca me respetará”, contestó Roger muy serio. Pasábamos frente a
una cochera donde una muchacha de jeans y chamarra oscura lanzaba una pelota de
básquetbol a una canasta sin red. El portón de la cochera estaba abierto y
dentro podían verse muebles viejos, sofás con lámparas encima y mesas con
sillas al revés. La pelota pegó en el aro y vino rebotando hacia nosotros. La
atrapé y se la devolví a la muchacha, que había empezado a perseguirla y se
detuvo al vernos. Reconocí a Elaine Coleman. “Gracias”, nos dijo, con la pelota
entre las manos, y titubeó un segundo antes de bajar los ojos y voltearse.
Lo que me extrañó al recordar aquella tarde fue el momento
de titubeo. Podría haber significado muchas cosas, como por ejemplo “¿Quieren
jugar?” o “Me gustaría invitarlos a jugar pero no quiero si no quieren” o quizá
algo completamente distinto, pero en ese instante que pareció cargado de
incertidumbre Roger me lanzó una mirada aguda y abrió la boca en un “no”
silencioso. Lo que me perturbaba era la sensación de que Elaine había captado
esa mirada, ese dictamen; debió ser experta en identificar señales de rechazo.
Nos alejamos por la azulada tarde otoñal, hablando de la muchacha de Gideon
Hill, y en el aire límpido pude oír con nitidez el ruido de la pelota al
golpear el suelo mientras Elaine Coleman regresaba a la cochera.
¿Será cierto que todo lo que uno ve se queda en la mente
para siempre? Después de ese segundo recuerdo esperaba una avalancha de
imágenes, como si solo hubieran aguardado el instante justo para revelarse. En
el último año de preparatoria debo haberla visto a diario en clase de inglés y
en talleres, rebasado en los corredores y vislumbrado en la cafetería, por no
mencionar los inevitables encuentros en las calles y tiendas de nuestro pequeño
pueblo; sin embargo, aparte de la fiesta y la cochera, no pude evocar otra
imagen, ni una sola. Tampoco pude ver su rostro. Era como si no lo tuviera,
como si careciera de rasgos. Hasta las tres fotografías parecían ser de tres
personas distintas; o quizá, pensé, eran tres versiones de una misma persona
que nadie había visto jamás. Así que volví a mis dos recuerdos, como si
escondieran un secreto que solo un examen minucioso podría descubrir. Pero
aunque vi, cada vez con mayor claridad, las teclas amarillentas y astilladas
del piano, las medias fulgurantes, el cielo azul del otoño, el sol colándose a
la cochera en penumbra con sus sillas y mesas y cajas; aunque vi o creí ver un
zapato negro y gastado y un calcetín blanco en un pie cerca del piano y las
tejas resplandecientes en el techo de la cochera, de Elaine Coleman no pude ver
más que lo que ya había recordado: las manos en el regazo durante la fiesta, el
momento de titubeo con la pelota.
En las primeras semanas, cuando la historia aún parecía
importante, los periódicos localizaron a alguien llamado Richard Baxter, que
trabajaba en la planta química de un pueblo vecino. Había visto a Elaine
Coleman por última vez hacía tres años. “Salimos algunas veces –declaró–; era
una chica amable, tranquila. En realidad no tenía mucho que decir.” No la
recordaba muy bien, agregó.
El desconcierto de la policía, la falta de pistas, la puerta
y las ventanas cerradas, hicieron que me preguntara si estábamos abordando el
problema adecuadamente, si no perdíamos de vista un elemento crucial. En las
pláticas sobre la desaparición fueron consideradas solo dos posibilidades con
todas sus variantes: secuestro o fuga. La primera, aunque nunca descartada del
todo, fue puesta claramente en entredicho por la investigación policiaca, que
no encontró rastro de un intruso en las habitaciones ni en el jardín. Por tanto
era más razonable suponer que Elaine Coleman se había ido por su propio pie. De
hecho resultaba tentador creer que en un acto voluntario había roto con su rutina
solitaria para iniciar secretamente una vida nueva. Sola, triste, inquieta, sin
amigos, a punto de cumplir treinta años, había vencido por fin una barrera
interna para rendirse al hechizo aventurero. Esta teoría justificaba
puntualmente el abandono de llaves, cartera, abrigo y coche, que se volvió la
mejor prueba de lo radical de la ruptura con su entorno. Los escépticos
señalaron que no podría ir muy lejos sin tarjeta de crédito, licencia ni los
veintisiete dólares y 34 centavos hallados en su cartera. Pero lo que terminó
por derrumbar la teoría fue la naturaleza convencional y desesperadamente
romántica de la fuga imaginaria, que no solo la obligaba a traicionar los
hábitos tranquilos de toda una vida sino que se acercaba tanto a lo que le
hubiéramos deseado que se veía contaminada por anhelos que no le pertenecían.
Así que me pregunté si no habría otra forma de desentrañar la desaparición, una
explicación osada que exigiera una lógica distinta, más incierta, más
peligrosa.
La policía llevó perros para peinar el bosque al norte del
pueblo y dragó el estanque tras el depósito de madera. Por un tiempo corrió el
rumor de que Elaine había sido secuestrada en el estacionamiento del lugar
donde trabajaba, pero dos empleados la vieron salir, Mary Blessington la saludó
por la tarde y la señora Ziolkowski la oyó cerrar la puerta del refrigerador,
golpear un plato, caminar de un lado a otro.
Si no hubo secuestro ni fuga, Elaine Coleman debió haber
subido las escaleras, entrado a su departamento, cerrado la puerta, guardado la
leche en el refrigerador, dejado su abrigo en el respaldo de una silla... y
desaparecido. Punto. Fin de la historia. Dicho de otra forma: la desaparición
debió haber ocurrido dentro del departamento. Si se descartaban el secuestro y
la fuga, Elaine Coleman debería haber sido hallada en algún rincón de las
habitaciones, quizá muerta en un clóset. Pero la investigación policiaca fue
minuciosa. Al parecer se había desvanecido de los cuartos tal como se había
esfumado de mi mente, dejando un reguero de pistas para sugerir que alguna vez
había existido.
Conforme la investigación seguía su lento curso, conforme
los carteles se desteñían y acababan borrándose, intenté urgentemente recordar
algo más de Elaine Coleman, como si le debiera al menos la cortesía de la
memoria. Lo que me perturbaba no era tanto la desaparición en sí –apenas había
conocido a Elaine– ni la posibilidad de que se hubiera dado en circunstancias
desagradables, sino mi propia incapacidad de evocar a la desaparecida. Otros la
recordaban con mayor dificultad. Era como si nunca la hubiéramos visto, o como
si la hubiéramos visto mientras pensábamos en cosas más interesantes. Sentía
que éramos culpables de un crimen oscuro. Creía que quienes de vez en cuando la
vimos por el rabillo del ojo, quienes la miramos sin mirarla, quienes no le
prestamos atención inintencionadamente, habíamos estado preparándola para su
destino final; en un sentido que se me escapaba, la habíamos empujado hacia la
desaparición.
Fue en esa etapa de evocación fallida cuando me asaltó lo
que solo puede llamarse un seudorrecuerdo de Elaine Coleman, que me inquietó
precisamente porque ignoraba qué tanto tenía de ella. La época: dos o tres años
antes de la desaparición. Recordé que estaba en el cine con un amigo, su esposa
y una mujer con la que salía por entonces. Era una película extranjera, en
blanco y negro, con subtítulos; recordé a la esposa de mi amigo riéndose de la
traducción casi infantil de un insulto, mientras en la pantalla el actor
golpeaba una puerta con el puño. Recordé la enorme bolsa de palomitas que los
cuatro compartíamos. Recordé los escalofríos que me provocaba el aire
acondicionado, y cómo añoraba el calor de la noche de verano. Las luces se
encendieron lentamente, los créditos aparecieron y, mientras los cuatro
echábamos a andar por el pasillo atestado, capté a una mujer de ropa oscura que
se levantaba de un asiento en la última fila. La vi solo por el rabillo del ojo
y luego aparté la mirada, molesto. Me recordaba a alguien que conocía a medias,
quizá la compañera de preparatoria a quien veía de cuando en cuando y cuyo
nombre había olvidado, y no quería atraer su atención ni verme forzado a
intercambiar palabras torpes y sin sentido con ella, fuera quien fuera. En el
vestíbulo lleno y luminoso me preparé para el inútil encuentro. Pero por alguna
razón ella jamás abandonó el cine y, mientras salía aliviado al calor de la
noche estival, que ya empezaba a ser opresivo, me pregunté si no se habría
rezagado a propósito al verme apartar la mirada. Me arrepentí un poco de mi
rudeza hacia la mujer vislumbrada en el cine, la seudoElaine, porque al fin y
al cabo no tenía nada en contra de ella, la muchacha que en algún tiempo había
estado en mi clase de inglés.
Igual que un detective o un amante, volví una y otra vez a
las escasas imágenes suyas que guardaba: la difusa muchacha de la fiesta, la
joven que bajó los ojos con la pelota en las manos, el rostro volteado en el
retrato del anuario escolar, la borrosa fotografía policiaca, la persona vaga
–ahora mayor– a la que saludaba ocasionalmente en el pueblo, la mujer del cine.
Sentía que de algún modo le había fallado, que tenía algo que expiar. Las
miserables imágenes parecían burlarse de mí, como si guardaran el secreto de su
desaparición. La muchacha imprecisa, la foto borrosa: a veces sentía una
especie de temblor, un estremecimiento interno, como si estuviera al borde de
una revelación abrumadora.
Una noche soñé que jugaba básquetbol con Elaine Coleman. La
cochera era también la playa, la pelota chapoteaba en el agua poco profunda y
Elaine reía, su rostro estaba radiante aunque de algún modo oculto. Al
despertar sentí que el gran error de mi vida había sido no poder evocar jamás
esa risa.
Conforme el clima se enfriaba, empecé a notar que la gente
ya no quería hablar de Elaine Coleman. Simple y sencillamente había
desaparecido, eso era todo, y algún día sería localizada u olvidada y punto
final. La vida seguiría. A veces me daba la impresión de que la gente estaba
enojada con ella, como si al desaparecer nos hubiera complicado la existencia.
Una soleada tarde de enero fui a la casa en Willow Street.
Conocía la calle, sembrada ahora de árboles desnudos y torcidos que arrojaban
largas sombras sobre el asfalto y las fachadas de las casas de enfrente. En una
esquina, junto a un poste de teléfono con un transformador del tamaño de un
tambor, había un buzón brillante y azul. Me estacioné junto a la casa, aunque
no exactamente enfrente, y le lancé una mirada furtiva, como si cometiera un
delito. Era una casa igual a muchas otras de la cuadra: dos pisos, tejas de
madera, aleros laterales, techo oscuro. Las tejas estaban pintadas de gris y
los postigos de negro. Vi cortinas pálidas en todas las ventanas y el sendero
de grava roja que conducía a la puerta lateral; en lo alto de la puerta había
dos pequeñas ventanas cubiertas también por cortinas. Vi una hilera de arbustos
desnudos y un trozo del patio trasero; una jaula para pájaros colgaba de una
rama. Traté de imaginar cómo había vivido ella ahí, en la casa silenciosa, pero
no se me ocurrió absolutamente nada. Me pareció que nunca había vivido en ese
lugar, que nunca había ido a mi preparatoria: era el sueño del pueblo, producto
de la siesta bajo el sol frío de una tarde de enero.
Abandoné la calle tranquila y burlona que parecía decir:
“Aquí no hay nada malo. Soy una calle respetable. Ya echaste un vistazo, así
que vete”; sin embargo, ahora más que nunca me rehusaba a rendirme. Hurgué
infructuosamente en mis imágenes, busqué pistas, probé caminos que no llevaban
a ningún lado. Sentía que se me fugaba entre los dedos, que se desvanecía: una
muchacha fantasma, una foto borrosa, una mujer sin rostro, una silueta de ropa
oscura que se levantaba de su asiento y se alejaba volando.
Volví a las notas del periódico, que guardaba en una carpeta
sobre el buró. Un detalle que me inquietaba era que la casera en realidad no
había visto a Elaine Coleman la tarde de su desaparición. La vecina, que la
había saludado al anochecer, no había podido distinguirla demasiado bien.
Dos noches después desperté de pronto, como perturbado por
un sueño, aunque no pude recordar ninguno. Al cabo de un instante la verdad me
cimbró igual que un golpe en la nuca.
Elaine Coleman no había desaparecido súbitamente, como creía
la policía, sino gradualmente, a lo largo del tiempo. Todos esos años sentada
en rincones sin que nadie la notara, sin que nadie la mirara, debieron
fomentarle una opinión débil e inestable de sí misma. Con frecuencia debió
sentirse casi invisible. Si es cierto que existimos al grabarnos en otras
mentes, al ingresar en otras memorias, entonces la muchacha tranquila y común
que nadie notaba debió sentir a veces que se diluía, como si poco a poco fuera
borrada por el desdén del mundo. En preparatoria, el proceso de difuminación
–iniciado mucho antes– quizá no había alcanzado una etapa crítica; su rostro,
con los típicos ojos bajos y desviados, se había vuelto solo ligeramente
impreciso. Para cuando regresó de la universidad, la anulación estaba más
avanzada. La mujer vislumbrada en el pueblo sin ser vista, la persona vaga que
nadie recordaba con nitidez, se volvía opaca, desaparecía, se esfumaba como una
habitación al crepúsculo. Se dirigía irremediablemente al reino del sueño.
Esa última tarde, cuando ya oscurecía y Mary Blessington la
saludó sin verla en realidad, Elaine Coleman era poco más que una sombra. Subió
las escaleras rumbo a sus habitaciones, cerró la puerta como de costumbre,
guardó la leche en el refrigerador y dejó el abrigo en el respaldo de una
silla. A sus espaldas, el espejo de segunda mano apenas la reflejaba. Puso la
tetera en la estufa y se sentó a la mesa de la cocina para leer el periódico y
beber una taza de té. ¿Se habría sentido cansada a últimas fechas o había una
sensación de levedad, de anticipación? En el dormitorio colocó la taza sobre
una postal en el buró y se puso el camisón blanco con florecillas azules. Al
rato, luego de descansar, prepararía la cena. El crepúsculo se deslizaba hacia
la noche. En la habitación en penumbra ella podía distinguir el perfil del
buró, la manga de un suéter colgado de una silla, la tenue silueta de su cuerpo
en el lecho. Encendió la lámpara e intentó leer. Los ojos, de párpados pesados,
se le empezaron a cerrar. Imagino un cansancio agradable, una impresión de
clausura, un sentimiento de dispersión. Al día siguiente no había nada salvo un
camisón y un libro encima de una cama.
Quizá varió un poco: una tarde pudo haberse dado cuenta de
lo que le sucedía; pudo, con una honda sacudida de su ser, haber aceptado su
destino y unido fuerzas con los poderes de la disolución.
No está sola. En esquinas de calles al ocaso, en corredores
de cines en penumbra, tras ventanillas de coches estacionados en melancólicos
centros comerciales bañados por un pálido fulgor naranja, uno a veces los ve:
son los Elaine Coleman del orbe. Bajan los ojos, se voltean, desaparecen en
sitios sombríos. A veces creo ver, a través de su piel casi translúcida, una
luz o un edificio a sus espaldas. Intento observarlos de frente, penetrarlos
con mi mirada, pero siempre es demasiado tarde porque ya se están difuminando,
acostumbrados desde tiempo inmemorial a que nadie los note. Quizá la policía,
que sospechó juego sucio, al final no estaba equivocada. Porque ya no estamos
libres de culpa, nosotros los que no vemos y no recordamos, los indiferentes, los
cómplices de la desaparición. Yo también maté a Elaine Coleman. Que esta
declaración conste en actas.
Traducción de Mauricio Montiel Figueiras
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarLa tensión a la que induce la narración está muy bien, al igual que la estructura, alternando dos perspectivas narrativas a la vez: una colectiva y una individual, con lo que aporta dinamismo a la lectura. Está escrito pulcramente; se nota la profunda influencia faulkneriana. La resolución y sobre todo el final, son desastrosos.
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