Uno coge el sombrero y se va
Se la veía cada noche por
la calle Mayor. Acostumbraba a salir al oscurecer, cuando las farolas se
iluminaban una a una, con súbito chispazo, y los primeros murciélagos
comenzaban a revolotear en torno a la casa de la señora Bilderbach. Así era
Jennie. ¿Qué dónde iba? Cualquiera se lo hubiera preguntado, aunque todos
sabíamos que salía acompañada. Se iba a dar un paseo vespertino, a conversar
con viejos conocidos…; pero no entremos en detalles, que dirían las señoras
respetables… ¿Acaso no es la vida suficientemente fastidiosa de por sí, sin
necesidad de saber ciertas cosas? Y, sin
embargo, lo sabían todas de sobra; algo así como una película vista cinco
veces, en la que las escenas tristes hicieran llorar tanto la primera vez como
la última.
Y tampoco es que
supieran demasiado. Que ella tenía en su ventana la estrella dorada, queriendo
significar la muerte de Lafe en acto de servicio. Que paseaba. Y después de
todo, ¿qué hacía Jennie cuando salía? No había prueba ninguna de que se
propasase; tan sólo iba a “La Meca”, un viejo bar de cuando la primera guerra
mundial, donde nunca acudían señoras; eso sí es cierto. Y allí, ¿qué? Pues se
bebía unas cervezas y bromeaba con los jóvenes. Se dijo incluso que tocaba el
piano del bar, pero fue sólo una vez, una vieja canción pasada de moda, por la
que le aplaudieron cortésmente.
Se compraba la ropa en
la tienda de un joven sirio a quien nadie apreciaba demasiado. Ni tampoco sus
mercancías. Pero lo cierto es que vendía barato y que tenía exactamente el tipo
de cosas que a ella le iban con el color de su pelo, un pelo pajizo que le
gente calificaba de “angelical”. Se había comprado allí todos sus trajes
durante el verano y el otoño pasados, y, según parece, a precios increíbles.
Luego, también un
detalle que había dado que hablar: Jennie quitó la estrella dorada de su
ventana. Lo que con esto quisiera significar no podemos ni imaginarlo, pues
nadie que se preciase, en semejante pueblo de tradicionales, hubiera soñado en
cambiarla de sitio. Y a ella, en cambio, le bastaron seis meses. Lógicamente
debía significar boda con el joven extranjero. Pero tampoco, porque el portero
decía que nadie iba a verla, aparte de Mamie Jordan y el pequeño Higgins, el
negrito.
Y ella continuaba
paseando cada tarde, viendo los pocos escaparates que se podían ver, y
saludando a la gente que pasaba en sus coches, y a los viejos amigos casados
que entraban o salían de las tiendas. Realmente no estaba bien que una señora
como Jennie se paseara así, noche tras noche, arriba y abajo de la calle
principal, como si no tuviera techo que la cobijase. Aparte de que había
adquirido ese aire típico de los vagabundos, de aquella gente sin oficio ni
beneficio que –antes que el alcalde hiciese retirar los bancos– se pasaban el
día sentados frente al Palacio de Justicia. Incluso la vieron alguna vez
merodeando por los alrededores de la fábrica de cerveza, y eso sí nos dio que
hablar a todos… Porque, por otra parte, se daba por supuesto que el Gobierno le
pasaba una pensión tras la muerte de Lafe, así que tampoco era alguien falto de
recursos…
Nunca se la oía hablar
de Lafe, pero Mamie Jordan aseguraba haber visto una foto suya en el dormitorio
de ambos, en traje de paisano, y sin una sonrisa siquiera. Parece ser que a
Jennie le costó bastante llevarle hasta el estudio del señor Harts, el
fotógrafo; debió ser a base de insistirle mucho como al fin logró que Lafe
fuera, sólo que tan enfadado, que se negó a sonreír al fotógrafo, y tuvieron
que contentarse con que mirase de frente. Aparte de todo, Mamie reconocía la
falta de interés que Jennie demostraba por la fotografía en cuestión,
arrinconada entre los objetos del tocador, sin un mal crespón negro en señal de
duelo… Y eso es lo que la pobre Mamie no lograba entender del todo.
Cuando se recibió el
parte de la desaparición de Lafe, Mamie fue para allá a dar el pésame a la
viuda y a llorar juntas un rato, pero se la encontró comiendo bombones
tranquilamente; nunca se hubiera dicho que acababa de recibir semejante
noticia… Mamie se sintió profundamente dolida, pues tenía un gran cariño a Lafe
a pesar de su mediocridad, y estalló en incontenibles sollozos, con lo cual
Jennie acabó también por llorar, y así se pasaron las dos toda la tarde,
abrazadas y gimoteando. Pero tampoco en aquella ocasión hizo Jennie ningún
comentario acerca de lo que Lafe hubiera significado para ella ni de nada por
el estilo; fue como una vieja herida, como si hubiese muerto una veintena de
años atrás. Pensando Mamie en todo aquello e intentando profundizar un poco en
el misterio que para ella representaba, se acordó de cómo Lafe se pasaba un día
tras otro en “La Meca”, y de cómo Jennie, en cambio, estaba siempre sola en
casa. Y, en cambio, ahora era ella quien iba allí todas las noches…
Cuando salió para el
cine aquella tarde, Mamie volvió a recordar el asunto, aunque nadie hablaba ya
de ello; para decir la verdad, la gente iba olvidándose incluso de quién había
sido Lafe o de qué había hecho. Y es que la gente se olvida de todo; antes,
cuando ella era niña, se hubiera guardado recuerdo de un difunto durante tiempo
y tiempo, mientras que hoy los hombres iban y venían de un lado para otro con
demasiada prisa –todas las semanas viaja alguien a algún lado– y resulta
imposible acordarse de todos los que se marchan. De todo punto imposible.
Echó un vistazo
alrededor suyo, con la esperanza de ver a Jennie, y pasó por el Ayuntamiento y
las oficinas del periódico en dirección al Herbolario por si daba con ella,
pero ni rastro. Y el programa esa noche era doble, así que ni soñar en salir
del cine a tiempo de encontrarla…
Como la película la
excitó más de lo que era de esperar, salió pensando en darse una vuelta antes
de volver a casa, y anduvo, nerviosa, calle abajo, en dirección norte, hasta
encontrarse –casi sin pensarlo– frente a “La Meca”. Varios trabajadores hacían
corro a la puerta, charlando, y aunque apenas la miraron, Mamie se sintió, sin
embargo, curiosamente humillada; sin saber bien qué le estaba pasando se acercó
a la ventana, y, de puntillas, apretó la nariz contra el cristal para ver hasta
el fondo de la habitación, como con miedo de que aquellos hombres se lanzasen
sobre ella o le dijeran cualquier barbaridad. Efectivamente, allí estaba
Jennie, sentada en una de las últimas mesas. Sin más preámbulos, Mamie abrió la
puerta y pasó. Se daba cuenta del color rojo violento que debía haber adquirido
su cara al entrar en semejante local, no apto para señoras, y ante docenas de
obreros que probablemente estarían riéndose de ella.
En cambio, Jennie no
pareció sorprendida al verla: “Adelante, Mamie. Siéntate”, con la misma
tranquilidad que si estuviera haciendo los honores en su casa.
–Verás –intentó
explicar Mamie, aún de pie–, pasaba por delante y te vi desde fuera.
–Pues me alegra que
hayas entrado.
Algo en aquella voz
gastada y un tanto brusca bastó para dar pie a Mamie, quien se lanzó sin más:
–Jennie, ¿vienes aquí…
porque le echas de menos?
La otra levantó la
vista con rapidez.
–Querida Mamie –dijo
riendo–. ¡Cuánto tiempo sin oírte nombrarle!
No hubo más respuesta.
Jennie continuó, la mirada perdida, como buscando un vago porqué, no sólo de
estar en “La Meca”, sino el porqué de cualquier otra cosa, suponiendo que lo
hubiera.
Mamie continuó
impertérrita:
–Si me dejases
ayudarte… Ya supongo que no querrás venirte a casa conmigo; que aún es pronto
para ti. Me acuerdo de que mi Lish me comentaba alguna vez lo de prisa que pasa
el tiempo con un jarro de cerveza…
Jennie la observaba de
reojo, como a la expectativa, mientras la buena señora iba animándose cada vez
más. Parecía el espectro de su madre, con aquellos ojos saltones. “ya te
comprendo”, repetía. Pero como siempre decía cosas parecidas, Jennie se había
acostumbrado a no hacerle nunca demasiado caso. No es que estuviera muy segura
de quién era Mamie o del porqué de semejante amistad, pero aquella noche aceptó
ambas cosas, y la atrajo hacia así.
–Ya que estás aquí,
tomarás un trago, ¿no? Tienes peor pinta que una oveja trasquilada.
–Sí, creo que me hace
falta –respondió Mamie en tono de desafío, a pesar de su exigua voz.
Jennie llamó:
–Charlie, tráele a Mamie
una cerveza, haz el favor.
Y empezaron a hablar y
a reírse de todo, sin ton ni son.
Al cabo de un rato, la
cara de Jennie se ensombreció de nuevo, y mirando a su vieja amiga intentaba
hacerse a la idea de su presencia allí; de que, efectivamente, si por algo
había acudido, era por ella, mientras Mamie conservaba esa expresión ansiosa,
como a la expectativa, que tienen la mayor parte de las mujeres a partir de
cierta edad.
La más joven sacó del
bolso una foto de carnet algo arrugada que Mamie casi le arrebató de la mano,
ansiosa al ver que se acercaba el momento en que, por fin, iba Jennie a vaciar
su saco, a contárselo todo. Ante la emoción de las confidencias que se le
prometían, Mamie bebió de golpe unos cuantos sorbos de cerveza, repitiendo en
los intervalos: “Cuenta, dime sin miedo. Ya sabes que puedes confiar en mí
hasta el final…” Y frases por el estilo.
–La verdad es que no
tenía mala pinta –comentó Jennie.
La otra se inclinó ávidamente:
–¿Quién, Lafe? Era francamente
guapo, hija. Tú créeme. –Y admiraba la foto desde cierta distancia, sacudiendo
la cabeza con gravedad de persona entendida. – ¿No lo sabías? Tenía algo más
que buena pinta.
–Si no se hubiera
empeñado en dejarse ese bigotito absurdo, estaría mucho mejor. Yo siempre le
dije que se lo afeitara, pero no hubo modo. Como tenía la boca algo torcida…
–¡Mujer, no digas esas
cosas! –saltó Mamie–, que no está bien hablar así de un muerto.
Pero inmediatamente se
tapó la boca como queriendo retener la última palabra pronunciada. ¡Se le
escapó! Tal vez –y sin tal vez– no era la más apropiada para designar a un ser
querido.
Sólo que Jennie zanjó
el asunto con una risita de conejo, como quien, luego de reñir a un niño,
pretendiera dulcificar las cosas y ser de nuevo muy simpática, y dijo sin venir
a cuento:
–Siempre me he
preguntado si sufriría mucho en el momento de morir. Nunca estuvo muy vivo ni
muy despierto, pero sí que tenía una especie de tesón, de tozudez, que debió
dificultar bastante las cosas. Pienso que se moriría despacio, enterándose bien
de que se moría.
Mamie se sintió incapaz
de responder a esto. Lo que menos podía esperarse era que la conversación
tomase semejante rumbo; estaba perdida, sin saber cómo coger de nuevo el hilo. Esperaba
más bien un rato de recuerdos y añoranzas, en que poder estrechar con dulzura
la mano de Jennie y consolarla… En fin, otra cosa. Pero en este plan ya no era
cuestión ni de pensarlo; para calmarse un poco se echó al coleto otro buen
trago de cerveza. Y eso que estaba amarga y desagradable.
–Todos los días, antes
de meterme en la cama, me despido con una mirada a su foto –continuó Jennie–,
aún no sé por qué. Ya sabes que nunca estuve enamorada de él.
–Vamos, Jennie –argumentó
débilmente la otra, ya sin demasiado convencimiento de nada. Le hubiera gustado
decir algo así como: “Pues claro que estabas enamorada, cariño, ¿cómo no ibas a
estarlo?”, pero algo sórdido y gris le invadió el ánimo haciéndole dudar
incluso del amor que aquella misma noche había visto en el cine: aquel amor que
–lo sabía de siempre– era el único que cumplía todos los requisitos. Y, en
cambio, repitió, como un eco–: Nunca estuviste enamorada de él.
Aunque la frase –Mamie
se dio cuenta de ello cuando ya no tenía arreglo– no era precisamente de las
que precisan repetirse, Jennie no se inmutó siquiera:
–No; nunca quise a Lafe
Esmond.
Charlie anunciaba que
ya era hora de cerrar, y Mamie miró en torno suyo con cierta aprensión. Jennie
se apresuró a tranquilizarla:
–Charlie me deja
quedarme hasta las cuatro casi siempre.
El aviso de Charlie le
hizo recordar sus días en la fábrica de tabacos, cuando los muchachos la
esperaban a la salida para acompañarla un trecho hacia su casa. Y pensar en
Scott Jeffreys, y en su Studebaker último modelo. Contempló entonces sus manos,
como queriendo asegurarse de que continuaban siendo tan bonitas como cuando él
se lo decía, pero con tan poca luz apenas si podía apreciarse. Aparte de que –todo
hay que confesarlo– ¿a quién podían importarle ya sus manos? ¿a quién le
interesaba nada suyo a estas alturas?
–Hubo un tiempo –dijo
en voz alta– en que tenía unas manos preciosas. Mi madre me lo repetía casi
cada día, pero es que era verdad. Venía a mi habitación y me decía: Esas manos
tan blancas y tan finas no debieran trabajar nunca. Mi hijita está hecha para
cosas mejores…
Mamie acabó de golpe su
cerveza e hizo un gesto amistoso, como invitándola a seguir hablando.
– ¿Tú crees que Lafe se
ocupó de mis manos alguna vez en su vida? Ni de las de nadie, por supuesto,
porque no era hombre capaz de interesarse por los encantos de ninguna mujer. Yo
me imagino que en el fondo ningún hombre lo es y que si lo demuestran es pura
apariencia para cubrir lo que de verdad andan buscando y siempre logran. Para eso
empiezan con piropos sobre nuestro aspecto. Pero a Lafe es verdad que nunca le
interesó nada de lo que yo pudiera tener. Y te aseguro que no era poco; mi
madre siempre me dijo que tenía mucho atractivo.
Se detuvo un momento,
que Mamie aprovechó para pensar de nuevo lo distinto que era todo ese asunto de
lo que ella esperaba.
–Si Lafe se casó conmigo
fue exclusivamente porque estaba muy solo. Y de no haber sido yo, le hubiera
servido cualquier otra, porque, como todos, sólo pretendía llenar un hueco. Nada
más. Porque lo que pasa es que hacen un trato, y quieren cobrar su parte. Por eso,
no estuve nunca enamorada de él, ni de nada suyo, aunque lo aparentase cuando
no había otra solución. Para empezar, porque nunca he querido a ningún hombre.
Mamie apretó su vaso
entre los dedos, como si con aquella presión pudiera hacerla callar mediante
algún poder oculto.
–Me enamoré una vez, a
los catorce años, y pare usted de contar. Mi primer amor, Douglas Fleetwood, no
era más que un chiquillo, pero su nombre me hacía pensar en los bosques y en
pastores. Tenía un pelo castaño maravilloso y llevaba siempre la camisa
desabrochada. Y unos ojos oscuros, grandes, con la expresión de un ternero
joven y manso. Apenas si le hablé durante los años de la escuela. ¡Pobre! Era cojo,
y andaba muy despacio, así que mil veces podía haberle alcanzado para volver
con él a casa, pero me contentaba con ir detrás, mirándole. Parece que le estoy
viendo renquear, con las muletas bajo los brazos…
Mamie empezaba a
sollozar, con ese sollozar callado que es fruto de la desilusión y del
abatimiento, ese llanto contenido, que pugna por salir, de que ve su ideal por
tierra.
–Murió– añadió
simplemente Jennie–. Cuando nos lo dijo Miss Mathias en clase de hogar. Un día
de enero, dejé caer los brazos y debí lanzar una especie de silbido
desalentado, extraño. Ella pensaría que estaba enferma, porque, sin más, me dio
permiso para salir de clase… Y luego conocía a aquellos chicos de la fábrica de
tabaco –ya te conté–, pero en realidad nunca llegamos a nada. Fue entonces
cuando entró Lafe en escena.
Jennie se detuvo
bruscamente y soltó una amarga carcajada que hizo volverse a Charlie desde el
otro extremo de la habitación. Tomándolo como una señal amistosa, se rió también,
en respuesta, y agitó la mano alegremente, saludándoles.
Mamie, mientras, se
servía sigilosamente cerveza de la botella de Jennie.
–Bebe, Mamie, no te
preocupes; que la pedí para ti, mujer.
Y la buena de Mamie se
enjugó una lagrima se enjugó una lágrima que asomaba a su ojo izquierdo.
–Ya te digo que me
había cansado de tanta fábrica de tabacos, y que Lafe asistía todos los viernes
al baile del “Green Mill”; así que nos casamos después del festival aquel día
de Acción de Gracias.
–De eso creo que me
acuerdo –se recobró Mamie–. ¿No los conocía entonces ya?
Pero Jennie, por toda
respuesta, le llenó el vaso hasta arriba.
–Todos los días tenía
que levantarme a hacerle el desayuno antes de salir para la fundición, en lugar
de irse a un café como tantos otros hacen. Y ahí me tendrías que ver con una
bata vieja y espantosa de fea –porque ni fue capaz de comprarme nada mejor con
que cubrirme–, poniéndole el desayuno día tras día. Sola desde las cuatro y media
de la madrugada hasta la noche, esperando a que por fin quisiera volver a casa.
Creí morir de harta que estaba. Tanto me aburría que luego era incapaz de ser
amable con él. Siempre friendo chuletas…
Bebió un gran trago de
cerveza, y comentó:
–Todo olía ya a
chuletas en aquella casa, porque el señor no podía pasarse sin ellas.
Charlie llamaba de
nuevo, pretendiendo cerrar.
–¿No son las cuatro,
verdad? –preguntó Mamie.
–¡Qué van a ser! No sé
qué mosca le ha picado a Charlie esta noche para tener tanta prisa en echarnos.
Es sólo la una y media. Me imagino que tendrá alguna buena moza esperándole.
Efectivamente, “La Meca”
iba a cerrar. Jennie pensó entonces en los sitios –lo había leído en el periódico
dominical– abiertos noche y día, y en que uno podía sentarse días enteros y
beber y olvidar, o recordar.
Había oído hablar de
locales de este tipo en Nueva Orleans –donde la vida tenía otro ritmo–, pero
donde se mezclaban gentes de color y desconocidos. No eran precisamente
selectos ni muy propios para que una señorita los incluyese en sus memorias.
Ya se había quedado
sola; sin contar a Mamie, claro.
Repitió, una vez más,
obstinadamente: “Era atractiva yo, vaya si lo era; se volvían a mirarme los
hombres por la calle una vez que estuve en Cincinnati.”
Pero Mamie apenas
escuchaba ya –la historia desbordaba con mucho su capacidad receptiva–, como le
ocurría a veces con películas muy sofisticadas; había llegado un momento en que
no sabía si era la belleza de Jennie o su propia falta de atractivo lo que
tenía algo que ver con su vida; un punto en que nada parecía estar claro. Parecía
como si estuviese rodeada por toda la humareda producida por las chuletas de
Jennie –demasiadas chuletas– y muy necesitada de una bata; pero sobre todo
tenía presentes las blasfemias contra el amor.
–Mi pobre madre ni
hubiera soñado en verme llegar a este periodo tan solitario, porque siempre
decía que una chica de buen ver no está nunca sola. “Jennie –acostumbraba a
repetir, si no otra cosa, conserva al menos el tipo.”
Al fin, la evidente
falta de atención por parte de Mamie tuvo que ser tenida en cuenta; Jennie
consideró el problema unos segundos: sin ningún género de duda, Mamie estaba
absoluta e increíblemente borracha. Y ella misma tampoco era un prodigio de
sobria estabilidad, precisamente.
La increpó con
severidad:
–Mamie Jordan, ¿te
encuentras bien?
Y su vieja amiga
levantó la vista para –tal vez ante la acusación de que se le hacía objeto o
quizá por lo brusco del tono de Jennie– romper súbitamente a llorar. No sabía
por qué, pero allí estaba, sollozando desconsoladamente y sin reparo.
–Déjalo ya, Jennie –dijo–,
que han sido demasiadas cosas horribles esta noche. No lo hagas nunca más,
cariño, respeta mis pequeñas y pobres compensaciones.
Jennie la contempló sin
decir palabra, mientras los sollozos de la pobre mujer llenaban el gran salón
de bebedores.
Era el llanto –lo sabía–
de una mujer gastada, que busca algo perfecto, algo que no existe en lugar
alguno, un concepto del amor como el que presentan canciones y novelas: de un
amor que por allí no se daba, simplemente. Ella quería consolarla; cogerla
entre sus brazos, quizá, y asegurarle que no había de qué preocuparse, que todo
iba bien. Sólo que fue incapaz de pensar en nada convincente. Miró con ansiedad
en torno suyo, como si pudiera encontrar la respuesta a su problema escrita en
algún lado, en la pared, pero al fin fue a topar tan sólo con la foto de Lafe
Esmond flotando en un charquito de cerveza.
No; uno no puede darse
pena cuando se ve retratado en otro, y lo cierto es que Jennie había estado así
muchas veces, demasiadas veces, con tristes borracheras, al caer de una tarde
cualquiera.
La tristeza resucitada
por Mamie no era ya fácil de superar; la herida rehusaba cerrarse, y esta
sensación casi física la obligó a pensar de nuevo en Lafe. Durante unos
segundos le vio como con una aureola, como si fuera un desconocido con quien se
encontrase por vez primera; sin saber exactamente de qué modo era posible
establecer contacto con los muertos o cómo podría Lafe mirarla desde el otro
mundo; tuvo la sensación de que, por fin, de alguna manera, habían conectado. Pero
pasó pronto. Ni volvía Lafe ni ningún otro.
Si alguna vez le hubiera
querido de verdad, ahora tendría un cierto consuelo con sólo mirar su foto y
llorar como quisiera Mamie que lo hiciese. O si al menos le hubiesen enterrado
cerca, en algún sitio conocido, para poder visitar su tumba y representar allí
todo el drama del disgusto y las lágrimas. Pero lo que un día fue Lafe estaba
ahora tan lejos y tan hondo que no era ya recuperable realmente.
Entonces, agarrando a
Mamie por el brazo y sacando el pañuelo para dárselo, tuvo toda la sensación de
haber visto por segunda vez una película y habérsele saltado las lágrimas de
nuevo en la misma escena. No hay comentario posible ante estas pequeñas
tragedias privadas. Simplemente uno espera a que se enciendan las luces y coge
el sombrero para marcharse.
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