Bala en el cerebro
ANDERS no pudo llegar al banco
hasta justo antes de que cerraran, conque, naturalmente, la cola era
interminable y tuvo que estar parado detrás de dos mujeres cuya estúpida
conversación en voz muy alta le dio ganas de matarlas. En cualquier caso,
Anders, un crítico literario conocido por la insistente y elegante ferocidad
con la que despachaba casi todo lo que reseñaba, nunca estaba del mejor humor.
Con la cola dando todavía la
vuelta dos veces al cordón, una de las cajeras colgó un cartel de SIN SERVICIO
en su ventanilla y se dirigió al fondo del banco, donde se apoyó en una mesa a
perder el tiempo con un hombre que resolvió papeles. Las mujeres de delante de
Anders interrumpieron su conversación y miraron a la cajera con odio.
-Muy bonito -dijo una de ellas.
Se volvió hacia Anders y añadió, confiando en que estaría de acuerdo-: Uno de
esos toques humanos que hacen que volvamos otra vez.
Anders había acumulado por su cuenta un odio
impresionante hacia la cajera, pero se dio la vuelta de inmediato hacia la
presuntuosa llorica de delante.
-Así nos tratan de mal -dijo-. Es
trágico, en realidad. Si a uno no le cortan la pierna equivocada o bombardean
el pueblo de sus antepasados, le cierran la ventanilla.
La mujer siguió a lo que estaba.
-Yo no dije que fuera trágico
-dijo-. Sólo creo que es un modo espantoso de tratar a sus clientes.
-Imperdonable -dijo Anders-. El
cielo se lo tendrá en cuenta.
Ella se mordió las mejillas pero
clavó la vista más allá de él y no dijo nada. Anders vio que su amiga estaba
mirando en la misma dirección. Y entonces los cajeros dejaron de hacer lo que
estaban haciendo, los demás clientes se dieron la vuelta lentamente, y en el
banco se hizo el silencio. Dos hombres que llevaban pasamontañas negros y traje
azul estaban parados al lado de la puerta. Uno de ellos tenía una pistola
clavada en el cuello del guardia de seguridad. El guardia tenía los ojos
cerrados y se le movían los labios. El otro hombre tenía una escopeta de
cañones recortados.
-¡Cierren el pico!- dijo el de la
pistola, aunque nadie había dicho ni palabra-. Si uno de los cajeros pulsa la
alarma, los dejo a todos fiambre.
-Estupendo -dijo Anders-.
Fiambre- se volvió hacia la mujer que tenía delante-. Un buen guión, ¿eh? La
dura y cruda poesía de las clases peligrosas.
Ella le miró con ojos húmedos.
El de la escopeta empujó al
guardia, poniéndolo de rodillas. Entregó el arma a su compinche y tiró de las
muñecas del guardia para ponérselas a la espalda y se las sujetó con unas
esposas. Lo arrojó al suelo de una patada entre los omóplatos, luego recuperó
su escopeta y fue a la puerta de seguridad del final del mostrador. Era bajo,
fuerte y se movía con una lentitud peculiar.
-Déjenlo entrar -dijo su
compinche. El hombre de la escopeta abrió la puerta y recorrió tranquilo la
hilera de cajeros, entregándoles una bolsa de plástico a cada uno. Cuando llegó
a la ventanilla sin servicio miró al hombre de la pistola, que dijo-: ¿De quién
es esta ventanilla?
Anders observó a la cajera. Ésta
se llevó la mano a la garganta y se volvió hacia el hombre con el que había
estado hablando, que asintió con la cabeza.
-Es la mía-dijo ella.
-Pues mueva ese asqueroso culo y
llena la bolsa.
-Ahí tiene -dijo Anders a la
mujer de delante de él. Ya se ha hecho justicia.
-¡Oye, listillo! ¿Te he dicho que
hables?
-No -contestó Anders.
-Entonces cierra el pico.
-¿Oyó eso? -dijo Anders-.
"Listillo". Sacado directamente de "Los asesinos".
-Por favor, cállese -dijo la
mujer.
-Oye, ¿estás sordo o qué? -el
hombre de la pistola se acercó a Anders y le hundió el arma en la tripa-.
¿Crees que estoy de broma?
-No -dijo Anders, pero el cañón
le hacía cosquillas como un dedo tieso y tuvo que contener una risa nerviosa.
Lo consiguió obligándose a mirar los ojos del hombre, que eran claramente
visibles detrás de los agujeros del pasamontañas: azul claro y ribeteados de
rojo. El párpado izquierdo del hombre tenía un tic. El aliento le olía fuerte,
a amoniaco, lo que sorprendió a Anders más que todo lo que había pasado, y
estaba sintiéndose incómodo cuando volvió a apretarle la pistola.
-¿Te gusto, listillo? -dijo- .
¿Me quieres chupar la polla?
-No -dijo Anders.
-Entonces deja de mirarme.
Anders clavó la vista en la
puntera de los brillantes zapatos del hombre.
-Ahí abajo no. Ahí arriba -clavó
la pistola bajo la barbilla de Anders y se la empujó hasta que estuvo mirando
el techo.
Anders nunca había prestado mucha
atención a aquella parte del banco, un viejo y pomposo edificio con suelo y
mostradores de mármol, y adornos metálicos dorados encima de las ventanillas de
las cajas. El techo abovedado tenía una decoración de figuras mitológicas con
una carnosa fealdad envuelta en túnicas. Anders ya había echado una mirada
muchos años antes y después decidió ignorarla. Ahora no tenía otra elección que
examinar la obra del pintor. Era incluso peor de lo que recordaba, y toda ella
estaba realizada con la máxima seriedad. El artista se guardaba unos cuantos
trucos en la manga y los usaba una y otra vez: un determinado tono rosado en la
parte de abajo de las nubes, un modo tímido de volver la vista atrás en la cara
de cupidos y faunos. El techo estaba cubierto de diferentes dramas, pero el que
atrajo la mirada de Anders fue el de Zeus y Europa; retratados, en esta
representación, como un toro que se comía con los ojos a una vaca detrás de un
montón de heno. Para hacer sexy a la vaca, el pintor había ladeado
insinuantemente sus caderas y puesto unas largas pestañas caídas a través de
las que devolvía la mirada al toro con seductora invitación. El toro sonreía
con suficiencia y tenía las cejas arqueadas. Si hubiera habido un bocadillo
saliéndole de la boca, como en los cómics, tendría escrito: "Bombón, eres
mío".
-¿Qué es tan divertido, listillo?
-Nada.
-¿Crees que soy cómico? ¿Crees
que soy un payaso o algo?
-No.
-¿Crees que me puedes joder?
-No.
-Vuelve a joderme y serás
historia. ¿Capiche?
Anders se echó a reír. Se tapó la
boca con las dos manos y dijo:
-Lo siento, lo siento -luego
resopló entre los dedos sin poderlo evitar y dijo-: Capiche... Dios santo,
capiche -y ante eso el hombre de la pistola la levantó y disparó a Anders en
plena cabeza.
La bala destrozó el cráneo de
Anders, se abrió paso por su cerebro y salió por detrás del oído derecho,
dispersando esquirlas de hueso en el córtex cerebral, el cuerpo calloso; y por
detrás hacia los ganglios basales, y más abajo, el tálamo. Pero antes de que
ocurriera todo eso, el primer impacto de la bala en el cerebro partió una
quebradiza cadena de comunicación de iones y neurotransmisores. Debido a su
peculiar origen, éstos trazaron un recorrido peculiar, trayendo inesperadamente
a la vida una tarde de verano de unos cuarenta años antes, y hacía tiempo
perdida para el recuerdo. Después de entrarle en el cráneo, la bala se movió a
trescientos metros por segundo, una velocidad mínima comparada con el relámpago
sináptico que destelló a su alrededor. Esto es, una vez alojada en el cerebro,
la bala quedó sometida a la mediación del tiempo cerebral, lo que le dio a
Anders tiempo de sobra para contemplar la escena que, en una frase que él
hubiera aborrecido, "pasó delante de sus ojos".
Merece la pena dar cuenta de lo
que no recordó Anders, dado lo que sí recordó. No recordó a su primer amor,
Sherry, o lo que había querido con más locura de ella, antes de que llegara a
irritarlo: su desinhibida carnalidad, y en especial el modo cordial con que
trataba a su miembro, al que llamaba Señor Topo, como cuando decía "Huy,
parece que el Señor Topo quiere jugar". Anders no recordó a su mujer, a la
que también había querido antes de que terminara agotándole con su
predecibilidad, ni a su hija, ahora una huraña profesora de Economía en
Dartmouth. No recordó que había estado parado delante de la habitación de su
hija mientras ella reñía a su oso de peluche por sus travesuras y detallaba los
terribles castigos que recibiría Zarpas si no variaba de conducta. No recordó
ni un solo verso de los centenares de poemas que había aprendido de memoria en
su juventud para así producirse escalofríos cuando quisiera; ni "Callado,
allá en lo alto de un monte del Darién", ni "Dios mío, oí en este
día", ni "¿Todos mis pequeños? ¿Has dicho todos? ¡Buitre infernal!
¿Todos?". Ninguno de ellos recordó: ni uno. Anders no recordó a su madre
moribunda diciendo de su padre: "Debería haberle apuñalado mientras
dormía".
No recordó al profesor Josephs
contando a la clase que los prisioneros atenienses en Sicilia eran liberados si
podían recitar a Esquilo, ni a sí mismo recitando a Esquilo, allí mismo, en
griego. Anders no recordó que le ardían los ojos ante aquellos sonidos. No
recordó la sorpresa de ver el nombre de un compañero de universidad en la
cubierta de una novela no mucho después de que se graduaran, ni el respeto que
sintió después de leer el libro. Ni recordó el placer de respetar algo.
No recordó Anders haber visto a
una mujer tirándose desde el edificio de enfrente del suyo y matándose unos
días después de que hubiera nacido su hija. No recordó haber gritado:
"¡Señor, apiádate de ella!". No recordó haber chocado a propósito con
el coche de su padre contra un árbol, ni que tres policías le hubieran pateado
las costillas en una manifestación contra la guerra, ni despertarse debido a su
propia risa. No recordó cuándo había empezado a mirar el montón de libros de
encima de su mesa con aburrimiento y miedo, ni cuándo se enfadaba cada vez más
con los escritores por escribirlos. No recordó cuánto todo le empezó a recordar
otras cosas.
Esto es lo que recordó. Calor. Un
campo de béisbol. Hierba amarillenta, el zumbido de insectos, él mismo apoyado
en un árbol mientras los chicos del barrio se reúnen para jugar un partido. Él
sigue mirando mientras los otros discuten sobre el respectivo genio de Mantle o
Mays. Han estado preocupados por esa cuestión el verano entero, y el asunto ya
le resultaba tedioso: una opresión, como el calor.
Luego llegan los dos últimos
chicos, Coyle y un primo suyo de Mississippi. Anders no conocía al primo de
Coyle de antes y nunca lo volverá a ver. Le dice hola con los demás pero no le
vuelve a prestar atención hasta que ha elegido equipo, y alguien pregunta al
primo en qué puesto quiere jugar.
-Parador -dice el chico-. Parador
es la mejor posición que es.
Anders se vuelve y lo mira.
Quiere oír al primo de Coyle repetir lo que acaba de decir, aunque sabe que es
mejor no pedírselo. Los demás pensarán que él es un gilipollas, que se burla
del chico por su error gramatical. Pero no es eso, no es eso en absoluto; es
que a Anders le han dejado extrañamente espabilado, eufórico, aquellas dos
últimas palabras, por su imprevisibilidad y su música. Entra en el campo en
trance, repitiéndolas para sí mismo.
La bala ya está en el cerebro; no
puede hacerse que siga para siempre ni detenerla por encantamiento. Al final
hará su trabajo y dejará el cráneo atrás, arrastrando su cola de cometa de
memoria y esperanza, talento y amor hasta el interior del templo de mármol del
banco. No se puede evitar eso. Pero Anders todavía puede ganar tiempo. Tiempo
para que las sombras se alarguen sobre el césped, tiempo para que el perro atado
ladre a la pelota que vuela, tiempo para que el chico del lado derecho se
golpee el guante de béisbol negro de sudor y recite suavemente: Que es, que es,
que es.
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