Un futuro padre
Las ideas más extrañas
conseguían introducirse a veces en la mente de Rogin. Recién cumplidos los
treinta y uno, no mal parecido, de pelo negro y ojos pequeños, pero con una
frente alta y despejada, Rogin era un químico que trabajaba en la investigación
y, en conjunto, una persona seria en la que se podía confiar.
Pero una tarde de
domingo en que nevaba, mientras se dirigía al suburbano, con el abrigo
abrochado hasta la barbilla y unos andares absurdos –con los pies muy hacia fuera–
se sintió dominado por un peculiar estado de ánimo.
Iba a cenar con su
prometida, que le había telefoneado un poco antes para decirle: “Vendría bien
que compraras unas cuantas cosas por el camino”.
– ¿Qué es lo que hace
falta?
–Un poco de roast-beef para empezar. He comprado
cien gramos al volver de casa de mi tía.
– ¿Por qué cien gramos,
Joan? –dijo Rogin muy molesto–. Con esa cantidad no se puede preparar más allá
de un sándwich.
–Eso quiere decir que
tienes que entrar en una delicatessen. No tenía más dinero.
Estuvo a punto de
preguntar: “Que ha sido de los treinta dólares que te di el miércoles?”, pero
comprendió que no estaría bien.
–Tuve que darle dinero
a Phyllis para pagar a la mujer de la limpieza –dijo Joan.
Phyllis, la prima
de Joan, era una joven divorciada, con muchísimo dinero, que compartía con ella
el apartamento.
–Roast-beef –dijo él–. ¿Y qué más?
–Champú, corazón. Lo
hemos gastado todo. Y date prisa, querido, te he echado de menos todo el día.
–Yo también te he
echado de menos –dijo Rogin, pero en realidad había estado abrumado por sus
problemas casi todo el tiempo. Le estaba pagando la Universidad a su hermano
menor. Y su madre, cuya pensión resultaba insuficiente en aquellos tiempos de
inflación e impuestos elevados, también necesitaba dinero. Joan tenía deudas
que le ayudaban a pagar, porque estaba sin trabajo. Buscaba una ocupación
conveniente. Hermosa, bien educada, aristocrática en su actitud, no podía hacer
de dependienta en unos almacenes populares; tampoco podía emplearse como modelo
(Rogin pensaba que las modelos se hacían vanidosas y altivas y no quería que le
pasara eso a ella); tampoco podía ser camarera o cajera. ¿Qué posibilidades
quedaban? Bueno, ya surgiría algo, y mientras tanto, y mientras tanto Rogin no
se atrevía a quejarse. Pagaba sus cuentas –el dentista, los grandes almacenes,
el osteopatólogo, el médico, el psiquiatra–. En navidad, Rogin casi se volvió
loco. Joan le compró una chaqueta de terciopelo con ojales ribeteados, una pipa
preciosa y una bolsa de mano. A Phyllis le compró un broche de granates, un
paraguas de seda italiana y una boquilla de oro. Para otros amigos compró
peltre holandés y cristalería sueca. Antes de acabar había gastado quinientos
dólares del dinero de Rogin. Él la quería demasiado para hacerle ver lo que
sufría. Estaba convencido de que Joan era mucho mejor que él. A ella no le
preocupaba el dinero. Tenía un carácter maravilloso, siempre alegre y, en
realidad, no necesitaba un psiquiatra para nada. Fue a uno porque Phyllis lo
hacía y eso despertó su curiosidad. Se esforzaba demasiado por estar a la
altura de su prima, cuyo padre había hecho millones con el negocio de las
alfombras.
Mientras la dependienta
de la perfumería le envolvía la botella de champú una idea muy clara se alzó de
repente entre los pensamientos de Rogin: El dinero nos rodea durante toda la
vida como la tierra lo hace después de la muerte. La superposición es la ley
universal. ¿Quién está libre? Nadie lo está. ¿Quién no tiene cargas? Todo el
mundo soporta presiones. Las mismas rocas, el mar, los animales, los hombres,
los niños, todo el mundo tiene que cargar con algún peso. Al principio la idea
le resultó clara en extremo. En seguida se hizo más vaga, pero seguía
produciéndole un gran efecto, como si alguien le hubiese hecho un regalo
valioso. (No como la chaqueta de terciopelo, que no se había atrevido a
ponerse, o la pipa que le ahogaba cuando intentaba fumar). La idea de que todo
el mundo soporta presiones y tiene problemas, en lugar de entristecerle tuvo el
efecto contrario. Le hizo sentirse de excelente humor. De pronto sus ojos
empezaron a captar todo lo que pasaba a su alrededor. Vio con agrado cómo el
dependiente y la chica que estaba envolviendo la botella de champú se sonreían
y flirteaban, cómo las líneas de preocupación del rostro de la muchacha se
convirtieron en gesto de alegría y cómo las desguarnecidas encías del
dependiente no eran obstáculo para sus bromas no para su actitud amistosa. Y en
la delicatesen, también era asombroso las muchas cosas que Rogin descubría y lo
feliz que se sentía por el mero hecho de estar allí.
Los domingos por la
noche, cuando todas las demás tiendas están cerradas, las delicatesen suelen
abusar de los precios, y Rogin, normalmente, habría adoptado una actitud
desconfiada, pero no fue así aquella noche. El olor de los pepinillos, de las
salchichas, de la mostaza y del pescado ahumado le llenaron de alegría. Se
compadeció de la gente que tuviese que comprar la ensalada de pollo y los
filetes de arenque; lo harían solo porque su vista era demasiado débil para
advertir lo que les estaban dando –los trozos de pimienta en el pollo, los
arenques casi deshechos–, miga de pan empapada en vinagre en su mayor parte.
¿Quién compraría aquello? Gentes que se levantan tarde, personas que viven solas,
que se despiertan cuando empieza a oscurecer y encuentran vacíos sus
frigoríficos; o personas que sólo miran hacia adentro. El roast-beef no tenía
mala cara y Rogin pidió medio kilo.
Mientras el tendero
partía la carne, le gritó a un niño portorriqueño que estaba intentando
alcanzar un paquete de galletas de chocolate: “Oye, ¿quieres que se te caiga
encima todo lo que hay en el mostrador? Aguarda medio minuto, chico”. Aquel
tendero, aunque parecía uno de los bandidos de Pancho Villa, del tipo de los
que untan a sus enemigos con melaza y los dejan atados sobre un hormiguero y, a
pesar de sus ojos de sapo y de sus manos cuadradas, hechas para empuñar
revólveres, no era mala persona. Era un neoyorkino, pensó Rogin –que era de
Albany–; un neoyorkino endurecido por todos los abusos de la ciudad,
acostumbrado a desconfiar de todo el mundo. Pero en su propio dominio, en su
propio terreno, detrás del mostrador, había justicia. Clemencia incluso.
El niño portorriqueño
llevaba un traje completo de vaquero: un sombrero verde con cinta blanca,
pistolas, zahones, espuelas, botas y guantes, pero no sabía una palabra de
inglés. Rogin descolgó la bolsa de celofán con galletas redondas y duras y se
la dio. El chico rompió el celofán con los dientes y empezó a masticar uno de aquellos
secos discos de chocolate. Rogin reconoció su situación: la fuerza de los
sueños infantiles. También él una vez había encontrado deliciosas aquellas
galletas secas. Ahora hubiese sido incapaz de terminar una.
¿Qué otra cosa le
gustaría a Joan?, pensó Rogin afectuosamente. ¿Fresas?
–Deme un paquete de
fresas congeladas. No, frambuesas, le gustan más. Y nata. Y bollos, crema de
queso y esos pepinillos que parecen de goma.
– ¿Cuáles?
–Esos de color verde
oscuro, con brotes. Tampoco vendrá mal algo de helado.
Intentó pensar en un
piropo, una comparación afortunada o una frase cariñosa para cuando Joan le
abriese la puerta. ¿Quizá algo sobre el color de su piel? En realidad no había
nada comparable con su rostro, dulce, pequeño, atrevido, bien dibujado, tímido,
desafiante y adorable rostro. ¡Qué difícil era y qué hermosa!
Mientras Rogin
descendía hacia el aire petrificado, maloliente, metálico y enrarecido del
suburbano, le distrajo una extraña confesión hecha por un hombre a su amigo. Se
trataba de dos individuos muy altos, de figuras redondeadas por la ropa de
invierno, como si sus abrigos ocultaran trajes de cota de malla.
–¿Cuánto tiempo hace
que me conoces? –dijo uno.
–Doce años.
–Bueno, pues tengo que
hacerte una confesión –dijo–. He decidido que es mejor decirlo. Durante años he
bebido mucho. Tú no lo sabías. He sido un alcohólico prácticamente.
Pero su amigo no estaba
sorprendido y contestó inmediatamente:
–Sí que lo sabía.
–¿Lo sabías?
¡Imposible! ¿Cómo lo averiguaste?
“ ¡Como si pudiera ser
un secreto! –pensó Rogin–. Basta ver esa cara alargada y austera, descolorida
por el alcohol, esa nariz deforme, la piel de las orejas, que parecen mocos de
pavo, y esos ojos, apagados por el whisky.”
–Pues lo cierto es que
lo sabía.
–No puede ser. No me lo
creo. –Se sentía herido y su amigo no parecía querer tranquilizarle–. Pero ya
está arreglado –dijo–. He estado yendo al médico y tomando píldoras, un nuevo
descubrimiento revolucionario de los daneses. Es un milagro. Estoy empezando a
creer que pueden curar cualquier cosa. Es imposible superar a los daneses en
ciencia. Lo hacen todo. Han convertido a un hombre en una mujer.
–¿No ha sido así como
te ha hecho dejar de beber, verdad?
–No. Espero que no. Es
tan sólo algo como la aspirina. Es una superaspirina. La llaman la aspirina del
futuro. Pero si la usas tienes que dejar de beber.
La receptiva mente de
Rogin se preguntó, mientras las olas humanas del suburbano iban y venían y la
fila de vagones, transparentes como vejigas de pez, corría bajo las calles,
¿cómo aquel hombre había llegado a creer que nadie sabría lo que era imposible
ignorar? Y, en su calidad de químico, se preguntó cuál sería la fórmula de
aquella nueva medicina danesa, y empezó a pensar en algunos inventos suyos,
albúmina sintética, un cigarrillo que se encendía solo y un combustible para
motores más barato que la gasolina. ¡Cielo santo, qué falta le hacía el dinero!
Más que nunca. ¿Qué se podía hacer? Su madre se estaba volviendo más y más
difícil. El viernes por la noche no le había cortado la carne y eso le había
herido. Había permanecido inmóvil en la mesa, sin alterar su severo rostro,
marcado por el sufrimiento, y le había dejado que se cortara él la carne, cosa
que no pasaba casi nunca. Siempre le había mimado y había hecho que su hermano
le envidiase. Pero, ¿qué esperaba ahora de él? ¡Señor, cómo tenía que pagarlo!
Nunca se le había ocurrido antes que esas cosas tuvieran un precio.
Al sentarse, uno más
entre los pasajeros, Rogin recuperó su estado de ánimo tranquilo, feliz,
incluso clarividente. Pensar en dinero era pensar como el mundo quiere que se
piense, y entonces nunca se llega a ser señor de uno mismo. Cuando le gente
decía que no harían algo ni por amor ni por dinero, querían decir que amor y
dinero eran pasiones opuestas y la una enemiga de la otra. Siguió reflexionando
sobre lo poco que la gente sabe acerca de esto, cómo se pasan la vida soñando,
¡qué diminuta era la luz de su conciencia! El rostro de Rogin, que de ordinario
expresaba displicencia, se iluminó traduciendo la dolorosa alegría de su
corazón, ante aquellos profundos pensamientos sobre nuestra ignorancia. Se
podía tomar como ejemplo a aquel borracho que durante muchos años creyó que sus
amigos íntimos no sospechaban que bebía. Le buscó a su alrededor con la mirada,
pero había desaparecido.
Sin embargo no faltaban
cosas que ver. Había una niñita con un manguito blanco recién estrenado, al que
le había cosido una cabeza de muñeca. La niña estaba feliz y maternalmente
orgullosa mientras su padre, corpulento y ceñudo, con una gran nariz
reprobadora, no dejaba de levantarla y volverla a sentar en su sitio como si
estuviera intentando convertirla en algo distinto. Después otra niña, con su
madre, entró en el vagón; también llevaba el mismo tipo de manguito con una
cabeza de muñeca, y las dos personas mayores se sintieron muy molestas. La
mujer, que parecía una persona difícil y agresiva, se alejó con su hija. A
Rogin le pareció que cada niña estaba tan enamorada de su propio manguito que
no habían llegado a verse; pero una de sus debilidades era pensar que entendía
a los niños.
Una familia extranjera
atrajo después su atención. Le parecieron centroamericanos. A un lado la madre,
de edad avanzada, tez oscura, cabellos blancos y con aire cansado; frente a
ella un hijo con las manos descoloridas y agrietadas de un fregaplatos. Pero,
¿quién era el enano que estaba sentado entre ellos, un hijo o una hija? Su
cabello era largo y rizoso y las mejillas delicadas, pero la camisa y la
corbata eran masculinas. El abrigo era femenino, pero los zapatos eran un
rompecabezas.
Eran unos zapatos bajos
de color marrón, con costuras de hombre, pero con tacones femeninos; las
punteras eran romas como en los zapatos masculinos, pero la correa sobre el
empeine era claramente de mujer. No llevaba medias, lo que no era de gran
ayuda. Había sortijas en sus manos, pero no era posible distinguir un anillo de
boda. Sus párpados estaban hinchados y apenas podían vérsele los ojos, Pero
Rogin no puso en duda que estaban en condiciones de revelar cosas extrañas si quisieran
y que aquel ser humano era una criatura de notable inteligencia. Poseía desde
años atrás “Memorias de un enano”, el libro de De la Mare, y tomó la decisión
de leerlo. Eso hizo que perdiera importancia la cuestión del sexo del enano y
fuera capaz de observar a la persona que estaba sentada a su lado.
Los pensamientos se
vuelven a menudo más fértiles en el metro, en razón del movimiento, del gran
número de acompañantes, de la peculiar situación del viajero mientras pasa
rechinando bajo calles, ríos y cimientos de grandes edificios; de hecho la
mente de Rogin siempre se sentía extrañamente estimulada. Abrazado al paquete
del que salían olores de pan y pepinillos, iba siguiendo una cadena de
reflexiones, primero sobre la bioquímica de la determinación del sexo, los
cromosomas X e Y, los lazos hereditarios, el útero, y después sobre su hermano
como un motivo para pagar menos impuestos. Recordó dos sueños de la noche
anterior. En uno, un empresario de pompas fúnebres se había ofrecido a cortarle
el pelo, y él no había querido. En otro, había estado llevando a una mujer
sobre su cabeza. ¡Tristes sueños los dos! ¡Muy tristes! ¿Quién sería la mujer:
Joan o su madre? ¿Y el empresario de pompas fúnebres sería su abogado? Suspiró
profundamente y maquinalmente empezó a darle vueltas a la fórmula de la
albúmina sintética que iba a revolucionar por completo la historia de los
huevos.
Mientras tanto no había
interrumpido su examen de los pasajeros y se estaba concentrando en el hombre
sentado junto a él. Era una persona a la que no había visto nunca, pero con
quien se sintió de pronto ligado desde siempre. Era de mediana edad,
corpulento, de tez blanca y de ojos azules. Sus manos estaban bien formadas y
las llevaba muy limpias, pero a Rogin no le gustaron. Vestía un abrigo azul de
cuadros bastante caro que Rogin nunca hubieses elegido para sí mismo. Tampoco
se hubiese puesto sus zapatos de ante azul ni aquel sombrero tan perfecto, un
fieltro con una cinta ancha y gruesa. Hay dandies de todas las clases, y no
todos ellos pertenecen a la especie de los exhibicionistas; algunos son dandies
de la respetabilidad, y el que estaba sentado junto a Rogin era uno de ellos.
Su nariz recta permitía considerarle como bien parecido, pero en realidad, la
impresión de conjunto era que se trataba de un hombre vulgar. Pero, dentro de
su insignificancia, parecía advertir a la gente que no tenía dificultades, que
no quería tener nada que ver con nadie. Llevando aquellos zapatos de ante azul
no podía permitir que la gente le pisara y parecía trazar a su alrededor un
círculo de privilegio, notificando a todos los demás que se ocuparan de sus
propios asuntos y le dejaran leer el periódico. Sostenía un ejemplar del Tribune y quizá fuese faltar a la verdad
el decir que estaba leyéndolo. Lo sostenía.
La blancura de su tez y
sus ojos azules, su nariz recta y puramente romana –hasta su manera de
sentarse– le recordaban muchísimo a una persona: Joan. Intentó evitar la
comparación, pero no pudo. Aquel individuo no solo se parecía al padre de Joan,
que Rogin detestaba; se parecía a la misma Joan. Dentro de cuarenta años, un
hijo suyo, si llegaba a tenerlo, sería como aquel pasajero de metro. ¿Un hijo
de Joan? Rogin mismo sería el padre de semejante hijo. Como apenas tenía rasgos
dominantes en comparación con Joan, su herencia desaparecería. Probablemente
sus hijos se parecerían a ella. Sí; dentro de cuarenta años, un hombre como
aquel sentado a su lado, rodilla contra rodilla, en aquel vagón trepidante,
entre otros seres humanos participantes inconscientes en una especie de gran
carnaval de puro tránsito, un hombre como aquel, sería el lazo de continuidad
con Rogin.
Esa era la razón de que
se sintiera ligado a él desde siempre. ¡Qué eran cuarenta años comparados con
toda la eternidad! Habían pasado cuarenta años y estaba contemplando a su hijo.
Estaba allí. Rogin se sintió asustado y conmovido. “ Hijo mío! ¡Hijo mío!”, se
dijo a sí mismo, y el patetismo de la situación casi llenó sus ojos de
lágrimas. Las sagradas y aterradoras tareas de los dueños de la vida y de la
muerte producían estos resultados. Somos sus instrumentos. Trabajamos para
conseguir metas que creemos nuestras. ¡Pero no! Todo ello era perfectamente
injusto. Sufrir, trabajar, abrirse camino a través de las dificultades de la
vida, arrastrarse por sus cuevas más oscuras, superar los peores momentos,
debatirse bajo el peso de la economía, hacer dinero, sólo para convertirse en
el padre de un snob de cuarta categoría como aquél, de aspecto insignificante,
con aquella cara tan ordinaria, de facciones correctas, sonrosada, desprovista
de interés, pagada de sí misma y fundamentalmente burguesa. ¡Qué maldición
tener un hijo semejante! Un hijo como aquél, que nunca podría entender a su
padre. No tenían nada en común. Él y aquel individuo pulcro, bien alimentado y
de ojos azules. Estaba tan satisfecho, pensó Rogin, con todo lo que poseía y
todo lo que hacía y todo lo que era, que difícilmente sentiría necesidad de
despegar sus labios. Bastaba ver el gesto de superioridad que adornaba aquella
boca. No le daría a nadie ni la hora. ¿Quizá sería aquella una característica
general dentro de cuarenta años? ¿Se volverían las personas más insensibles a
medida que el mundo envejeciera y se enfriara? Lo inhumano de aquellas futuras
generaciones excitó a Rogin. Padre e hijo no tenían ningún medio de
comunicación. ¡Terrible! ¡Inhumano! ¡Qué visión de la existencia le
proporcionaba! Los planos personales del hombre no eran nada, una ilusión. Las
fuerzas vitales nos van poseyendo sucesivamente en su camino hacia su propia
realización, apoyándose en nuestra humanidad individual, usándonos para sus
fines como simples dinosaurios o abejas, explotando el amor despiadadamente,
obligándonos a comprometernos en el proceso social, en el trabajo, en la lucha
por el dinero, y someternos a la ley de la presión, la ley universal de las
capas sucesivas, ¡de la superposición!
“¿En dónde demonios me
estoy metiendo?”, pensó Rogin. Ser el padre de una vuelta atrás al padre de ella. La imagen de aquel anciano de
cabellos blancos, gordo y malhumorado, de ojos azules egoístas y desagradables,
le repugnaba. Aquel era el aspecto que tendría su nieto. Joan, de quien Rogin
se sentía ahora cada vez más distante, no podía hacer nada. Para ella era
inevitable. Pero, ¿tenía que ser inevitable para él? En ese caso, Rogin,
estúpido, no te dejes convertir en un absurdo instrumento. ¡Desaparece,
márchate!
Pero era demasiado
tarde para eso, porque ya había experimentado la sensación de estar sentado
junto a su propio hijo, suyo y de Joan. Siguió mirándole, esperando a que
dijera algo, pero el supuesto hijo conservaba su silencio y frialdad, a pesar
de que no podía ignorar el detenido examen de Rogin. Salieron incluso del
suburbano en la misma parada: Sheridan Square. Una vez en el andén, sin mirar a
Rogin, se alejó en otra dirección con su detestable abrigo azul de cuadros y su
rostro rosado y desagradable.
Todo el asunto deprimió
mucho a Rogin. Al acercarse a la puerta de Joan y oir como Henri, el perrito de Phyllis, empezaba a ladrar antes de que
llamara a la puerta, su rostro se contrajo. “No voy a dejar que me usen –se
dijo–. Tengo derecho a existir por mí mismo”. Serían mejor que Joan fuese
precavida. Tenía una desenfadada manera de dejar a un lado los graves problemas
que él había estado considerando seriamente. Su punto de vista era que nunca
podía pasar nada realmente desagradable. Rogin no se podía permitir el lujo de
una actitud así, tan despreocupada y alegre, porque él tenía que trabajar de
firme y ganar dinero de manera que no sucedieran cosas desagradables. Bueno, en
aquel momento aquella situación no podía cambiar y él realmente no le daba
importancia al dinero; pero necesitaba creer que Joan no tenía que ser
necesariamente la madre de un hijo como el individuo del suburbano ni haber
heredado todas las características de su horrible padre. Después de todo, Rogin
no se parecía demasiado ni a su padre ni a su madre y era muy diferente de su
hermano.
Joan abrió la puerta
vestida con una bata de Phyllis que costó un dineral. Le sentaba muy bien. El
primer vistazo a su rostro alegre despertó en Rogin el hiriente recuerdo del
parecido; era una semejanza muy remota, casi imaginaria, pero le hizo
estremecerse.
Joan empezó a besarle,
diciendo:
–Corazón, estas
cubierto de nieve. ¿Por qué no te has puesto el sombrero? Tiene llena toda la
cabeza. –Era su manera favorita de hablar, en tercera persona.
–Está bien. Déjame
soltar la bolsa y que me quite el abrigo –gruñó Rogin, rehuyendo su abrazo.
¿Por qué no podía esperar para hacer todas esas manifestaciones de afecto? –.
Hace demasiado calor aquí. Me arde la cara. ¿Por qué tienes la calefacción tan
alta? Y ese maldito perro siempre ladrando. Si ni lo tuvieses siempre encerrado
no estaría tan malhumorado y agresivo. ¿Por qué no lo saca alguien a pasear?
–Pero, ¡si no hace
tanto calor! Lo que pasa es que tú vienes del frío. ¿No te parece que esta bata
me sienta mejor que a Phyllis? Especialmente a la altura de las caderas. Ella
opina lo mismo. Quizá me la venda.
“Espero que no”, estuvo
a punto de exclamar Rogin. Trajo una toalla para secarse el pelo, sobre el que
se estaba derritiendo la nieve. La agitación del frote excitó a Henri de manera intolerable y Joan lo
encerró en el dormitorio, en donde estuvo saltando pertinazmente contra la
puerta con un rítmico sonido de uñas arañando la madera.
Joan dijo:
–¿Has traído el champú?
–Está en la bolsa.
–Entonces te lavaré la
cabeza antes de cenar. Ven.
–No quiero que me la
laves.
–Anda, ven –dijo ella
riendo.
Su falta de conciencia
de culpabilidad le asombró. No entendía cómo podía ser así. Y la habitación
alfombrada, bien amueblada, suavemente iluminada y con cortinas entonadas,
parecía erguirse contra su visión. Se sentía acusador y enojado, su alma estaba
maltrecha y amargada, pero no parecía tener sentido el decir por qué. De hecho
empezó a preocuparle que el motivo de su estado de ánimo pudiera desaparecer.
Joan le ayudó a
quitarse la chaqueta y la camisa en el cuarto de baño y abrió el agua. Rogin se
sentía rebosante de angustiadas emociones; ahora que su pecho estaba desnudo
podía advertirlas incluso con más claridad y se dijo a sí mismo: “Tengo que
decirle un par de cosas en seguida. No voy a dejarles que se salgan con la
suya. ¿Crees –iba a decirle– que tengo que llevar encima yo solo el peso del
mundo entero? ¿Crees que he nacido sólo para que se abuse de mí y para ser
sacrificado? ¿Crees que no soy más que una fuente de riqueza, una mina de
carbón, un pozo de petróleo, una pesquería o cualquier otra cosa parecida?
Recuerda que el hecho de que sea hombre no es razón suficiente para cargarme
como a un burro. Mi alma no es mayor ni más fuerte que la tuya. Quita las cosas
externas, como los músculos, el tener una voz profunda y demás y, ¿qué queda?
Una pareja de espíritus, prácticamente iguales. Entonces, ¿por qué no tendría
también que haber igualdad? No puedo ser siempre el más fuerte.”
–Siéntate aquí –le dijo
Joan acercando una banqueta al lavabo–. Tienes todo el pelo enredado.
Rogin se sentó con el
pecho contra la fría superficie esmaltada y la barbilla contra el borde del
lavabo, mientras el agua verde y caliente reflejaba el cristal y los azulejos,
y el champú, suave, fresco y fragante, caía sobre su cabeza. Joan empezó a
lavarle el pelo.
–Tienes el cuero
cabelludo más saludable que he visto –dijo–. Todo él de color rosado.
Rogin contestó:
–Bueno, pues debería
ser blanco. Algo debe andar mal.
–Todo está
perfectamente –dijo ella, y presionó sobre él desde detrás, rodeándole,
echándole agua con mucho cuidado hasta que a Rogin le pareció que el agua venía
desde su interior, que era el cálido fluido de su alma, derramándose en el
lavabo, verde y espumeante, y las palabras que había preparado se le olvidaron
y su enojo ante su futuro hijo desapareció por completo y suspiró y le dijo a
Joan desde el interior del lavabo repleto de agua:
–Siempre tienes unas
ideas maravillosas, Joan. ¿Sabes? Tienes una especie de instinto, todo un don.
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