UN RECUERDO NAVIDEÑO
Imaginad una mañana de finales de noviembre. Una
mañana de comienzos de invierno, hace más de veinte años. Pensad en la cocina
de un viejo caserón de pueblo. Su principal característica es una enorme estufa
negra; pero también contiene una gran mesa redonda y una chimenea con un par de
mecedoras delante. Precisamente hoy comienza la estufa su temporada de rugidos.
Una mujer de trasquilado pelo blanco se encuentra de
pie junto a la ventana de la cocina. Lleva zapatillas de tenis y un amorfo
jersey gris sobre un vestido veraniego de calicó. Es pequeña y vivaz, como una
gallina bantam; pero, debido a una prolongada enfermedad juvenil, tiene los
hombros horriblemente encorvados. Su rostro es notable, algo parecido al de
Lincoln, igual de escarpado, y teñido por el sol y el viento; pero también es
delicado, de huesos finos, y con unos ojos de color jerez y expresión tímida.
—¡Vaya por Dios! —exclama, y su aliento empaña el
cristal—. ¡Ha llegado la temporada de las tartas de frutas!
La persona con la que habla soy yo. Tengo siete
años; ella, sesenta y tantos. Somos primos, muy lejanos, y hemos vivido juntos,
bueno, desde que tengo memoria. También viven otras personas en la casa,
parientes; y aunque tienen poder sobre nosotros, y nos hacen llorar
frecuentemente, en general, apenas tenemos en cuenta su existencia. Cada uno de
nosotros es el mejor amigo del otro. Ella me llama Buddy, en recuerdo de un
chico que antiguamente había sido su mejor amigo. El otro Buddy murió en los
años ochenta del siglo pasado, de pequeño. Ella sigue siendo pequeña.
—Lo he sabido antes de levantarme de la cama —dice,
volviéndole la espalda a la ventana y con una mirada de determinada
excitación—. La campana del patio sonaba fría y clarísima. Y no cantaba ningún
pájaro; se han ido a tierras más cálidas, ya lo creo que sí. Mira, Buddy, deja
de comer galletas y vete por nuestro carricoche. Ayúdame a buscar el sombrero.
Tenemos que preparar treinta tartas.
Siempre ocurre lo mismo: llega cierta mañana de
noviembre, y mi amiga, como si inaugurase oficialmente esa temporada navideña
anual que le dispara la imaginación y aviva el fuego de su corazón, anuncia:
—¡Ha llegado la temporada de las tartas! Vete por
nuestro carricoche. Ayúdame a buscar el sombrero.
Y aparece el sombrero, que es de paja, bajo de copa
y muy ancho de ala, y con un corsé de rosas de terciopelo marchitadas por la
intemperie: antiguamente era de una parienta que vestía muy a la moda. Guiamos
juntos el carricoche, un desvencijado cochecillo de niño, por el jardín, camino
de la arboleda de pacanas. El cochecito es mío; es decir que lo compraron para
mí cuando nací. Es de mimbre, y está bastante destrenzado, y sus ruedas se
bambolean como las piernas de un borracho. Pero es un objeto fiel; en primavera
lo llevamos al bosque para llenarlo de flores, hierbas y helechos para las
macetas de la entrada; en verano, amontonamos en él toda la parafernalia de las
meriendas campestres, junto con las cañas de pescar, y bajamos hasta la orilla
de algún riachuelo; en invierno también tiene algunas funciones: es la
camioneta en la que trasladamos la leña desde el patio hasta la chimenea, y le
sirve de cálida cama a Queenie, nuestra pequeña terrier anaranjada y blanca, un
correoso animal que ha sobrevivido a mucho malhumor y a dos mordeduras de
serpiente de cascabel. En este momento Queenie anda trotando en pos del
carricoche.
Al cabo de tres horas nos encontramos de nuevo en la
cocina, descascarillando una carretada de pacanas que el viento ha hecho caer
de los árboles. Nos duele la espalda de tanto agacharnos a recogerlas: ¡qué
difíciles han sido de encontrar (pues la parte principal de la cosecha se la
han llevado, después de sacudir los árboles, los dueños de la arboleda, que no
somos nosotros) bajo las hojas que las ocultaban, entre las hierbas engañosas y
heladas! ¡Caaracrac! Un alegre crujido, fragmentos de truenos en miniatura que
resuenan al partir las cáscaras mientras en la jarra de leche sigue creciendo
el dorado montón de dulce y aceitosa fruta marfileña. Queenie comienza a
relamerse, y de vez en cuando mi amiga le da furtivamente un pedacito, pese a
que insiste en que nosotros ni siquiera las probemos.
—No debemos hacerlo, Buddy. Como empecemos, no habrá
quien nos pare. Y ni siquiera con las que hay tenemos suficiente. Son treinta
tartas.
La cocina va oscureciéndose. El crepúsculo
transforma la ventana en un espejo: nuestros reflejos se entremezclan con la
luna ascendente mientras seguimos trabajando junto a la chimenea a la luz del
hogar. Por fin, cuando la luna ya está muy alta, echamos las últimas cáscaras
al fuego y, suspirando al unísono, observamos cómo van prendiendo. El
carricoche está vacío; la jarra, llena hasta el borde.
Tomamos la cena (galletas frías, tocino, mermelada
de zarzamora) y hablamos de lo del día siguiente. Al día siguiente empieza el
trabajo que más me gusta: ir de compras. Cerezas y cidras, jengibre y vainilla
y piña hawaiana en lata, pacanas y pasas y nueces y whisky y, oh, montones de
harina, mantequilla, muchísimos huevos, especias, esencias: pero ¡si nos hará
falta un pony para tirar del carricoche hasta casa!
Pero, antes de comprar, queda la cuestión del
dinero. Ninguno de los dos tiene ni cinco. Solamente las cicateras cantidades
que los otros habitantes de la casa nos proporcionan muy de vez en cuando
(ellos creen que una moneda de diez centavos es una fortuna) y lo que nos
ganamos por medio de actividades diversas: organizar tómbolas de cosas viejas,
vender baldes de zarzamoras que nosotros mismos recogemos, tarros de mermelada
casera y de jalea de manzana y de melocotón en conserva, o recoger flores para
funerales y bodas. Una vez ganamos el septuagésimo noveno premio, cinco
dólares, en un concurso nacional de rugby. Y no porque sepamos ni jota de
rugby. Sólo porque participamos en todos los concursos de los que tenemos
noticia: en este momento nuestras esperanzas se centran en el Gran Premio de
cincuenta mil dólares que ofrecen por inventar el nombre de una nueva marca de
cafés (nosotros hemos propuesto «A. M.»; y después de dudarlo un poco, porque a
mi amiga le parecía sacrílego, como eslogan «¡A. M.! ¡Amén!»).
A fuer de sincero, nuestra única actividad provechosa de verdad fue
lo del Museo de Monstruos y Feria de Atracciones que organizamos hace un par de
veranos en una leñera. Las atracciones consistían en proyecciones de linterna
mágica con vistas de Washington y Nueva York prestadas por un familiar que
había estado en esos lugares (y que se puso furioso cuando se enteró del motivo
por el que se las habíamos pedido); el Monstruo era un polluelo de tres patas,
recién incubado por una de nuestras gallinas. Toda la gente de por aquí quería
ver al polluelo: les cobrábamos cinco centavos a los adultos y dos a los niños.
Y llegamos a ganar nuestros buenos veinte dólares antes de que el museo cerrara
sus puertas debido a la defunción de su principal estrella.
Pero entre unas cosas y otras vamos acumulando cada
año nuestros ahorros navideños, el Fondo para Tartas de Frutas. Guardamos
escondido este dinero en un viejo monedero de cuentas, debajo de una tabla
suelta que está debajo del piso que está debajo del orinal que está debajo de
la cama de mi amiga. Sólo sacamos el monedero de su seguro escondrijo para
hacer un nuevo depósito, o, como suele ocurrir los sábados, para algún
reintegro; porque los sábados me corresponden diez centavos para el cine. Mi
amiga no ha ido jamás al cine, ni tiene intención de hacerlo:
—Prefiero que tú me cuentes la historia, Buddy. Así
puedo imaginármela mejor. Además, las personas de mi edad no deben malgastar la
vista. Cuando se presente el Señor, quiero verle bien.
Aparte de no haber visto ninguna película, tampoco
ha comido en ningún restaurante, viajado a más de cinco kilómetros de casa,
recibido o enviado telegramas, leído nada que no sean tebeos y la Biblia, usado
cosméticos, pronunciado palabrotas, deseado mal alguno a nadie, mentido a
conciencia, ni dejado que ningún perro pasara hambre. Y éstas son algunas de
las cosas que ha hecho, y que suele hacer: matar con una azada la mayor
serpiente de cascabel jamás vista en este condado (dieciséis cascabeles), tomar
rapé (en secreto), domesticar colibríes (desafío a cualquiera a que lo intente)
hasta conseguir que se mantengan en equilibrio sobre uno de sus dedos, contar
historias de fantasmas (tanto ella como yo creemos en los fantasmas) tan
estremecedoras que te dejan helado hasta en julio, hablar consigo misma, pasear
bajo la lluvia, cultivar las camelias más bonitas de todo el pueblo, aprenderse
la receta de todas las antiguas pócimas curativas de los indios, entre otras,
una fórmula mágica para quitar las verrugas.
Ahora, terminada la cena, nos retiramos a la
habitación que hay en una parte remota de la casa, y que es el lugar donde mi
amiga duerme, en una cama de hierro pintada de rosa chillón, su color
preferido, cubierta con una colcha de retazos. En silencio, saboreando los
placeres de los conspiradores, sacamos de su secreto escondrijo el monedero de
cuentas y derramamos su contenido sobre la colcha. Billetes de un dólar,
enrollados como un canuto y verdes como brotes de mayo. Sombrías monedas de
cincuenta centavos, tan pesadas que sirven para cerrarle los ojos a un difunto.
Preciosas monedas de diez centavos, las más alegres, las que tintinean de
verdad. Monedas de cinco y veinticinco centavos, tan pulidas por el uso como
guijas de río. Pero, sobre todo, un detestable montón de hediondas monedas de
un centavo. El pasado verano, otros habitantes de la casa nos contrataron para
matar moscas, a un centavo por cada veinticinco moscas muertas. Ah, aquella
carnicería de agosto: ¡cuántas moscas volaron al cielo! Pero no fue un trabajo
que nos enorgulleciera. Y, mientras vamos contando los centavos, es como si
volviésemos a tabular moscas muertas. Ninguno de los dos tiene facilidad para
los números; contamos despacio, nos descontamos, volvemos a empezar. Según sus
cálculos, tenemos 12,73 dólares. Según los míos, trece dólares exactamente.
—Espero que te hayas equivocado tú, Buddy. Más nos
vale andar con cuidado si son trece. Se nos deshincharán las tartas. O
enterrarán a alguien. Por Dios, en la vida se me ocurriría levantarme de la
cama un día trece.
Lo cual es cierto: se pasa todos los días trece en
la cama. De modo que, para asegurarnos, sustraemos un centavo y lo tiramos por
la ventana.
De todos los ingredientes que utilizamos para hacer
nuestras tartas de frutas no hay ninguno tan caro como el whisky, que, además,
es el más difícil de adquirir: su venta está prohibida por el Estado. Pero todo
el mundo sabe que se le puede comprar una botella a Mr. Jajá Jones. Y al día
siguiente, después de haber terminado nuestras compras más prosaicas, nos
encaminamos a las señas del negocio de Mr. Jajá, un «pecaminoso» (por citar la
opinión pública) bar de pescado frito y baile que está a la orilla del río. No
es la primera vez que vamos allí, y con el mismo propósito; pero los años
anteriores hemos hecho tratos con la mujer de Jajá, una india de piel negra
como la tintura de yodo, reluciente cabello oxigenado, y aspecto de muerta de cansancio.
De hecho, jamás hemos puesto la vista encima de su marido, aunque hemos oído
decir que también es indio. Un gigante con cicatrices de navajazos en las
mejillas. Le llaman Jajá por lo tristón, nunca ríe. Cuando nos acercamos al bar
(una amplia cabaña de troncos, festoneada por dentro y por fuera con guirnaldas
de bombillas desnudas pintadas de colores vivos, y situada en la embarrada
orilla del río, a la sombra de unos árboles por entre cuyas ramas crece el
musgo como niebla gris) frenamos nuestro paso. Incluso Queenie deja de brincar
y permanece cerca de nosotros. Ha habido asesinatos en el bar de Jajá. Gente
descuartizada. Descalabrada. El mes próximo irá al juzgado uno de los casos.
Naturalmente, esta clase de cosas ocurren por la noche, cuando gimotea el
fonógrafo y las bombillas pintadas proyectan demenciales sombras. De día, el
local de Jajá es destartalado y está desierto. Llamo a la puerta, ladra
Queenie, grita mi amiga:
—¡Mrs. Jajá! ¡Eh, señora! ¿Hay alguien en casa?
Pasos. Se abre la puerta. Nuestros corazones dan un
vuelco. ¡Es Mr. Jajá Jones en persona! Y es un gigante; y tiene cicatrices;
y no sonríe. Qué va, nos lanza miradas llameantes con sus satánicos ojos
rasgados, y quiere saber:
—¿Qué queréis de Jajá?
Durante un instante nos quedamos tan paralizados que
no podemos decírselo. Al rato, mi amiga medio encuentra su voz, apenas una
vocecilla susurrante:
—Si no le importa, Mr. Jajá, querríamos un litro del
mejor whisky que tenga.
Los ojos se le rasgan todavía más. ¿No es increíble?
¡Mr. Jajá está sonriendo! Hasta riendo.
—¿Cuál de los dos es el bebedor?
—Es para hacer tartas de frutas, Mr. Jajá. Para
cocinar.
Esto le templa el ánimo. Frunce el ceño.
—Qué manera de tirar un buen whisky.
No obstante, se retira hacia las sombras del bar y
reaparece unos cuantos segundos después con una botella de contenido amarillo
margarita, sin etiqueta. Exhibe su centelleo a la luz del sol y dice:
—Dos dólares.
Le pagamos con monedas de diez, cinco y un centavo.
De repente, al tiempo que hace sonar las monedas en la mano cerrada, como si
fueran dados, se le suaviza la expresión.
—¿Sabéis lo que os digo? —nos propone, devolviendo
el dinero a nuestro monedero de cuentas—. Pagádmelo con unas cuantas tartas de
frutas.
De vuelta a casa, mi amiga comenta:
—Pues a mí me ha parecido un hombre encantador.
Pondremos una tacita más de pasas en su tarta.
La estufa negra, cargada de carbón y leña, brilla
como una calabaza iluminada. Giran velozmente los batidores de huevos, dan
vueltas como locas las cucharas en cuencos cargados de mantequilla y azúcar,
endulza el ambiente la vainilla, lo hace picante el jengibre; unos olores
combinados que hacen que te hormiguee la nariz saturan la cocina, empapan la
casa, salen volando al mundo arrastrados por el humo de la chimenea. Al cabo de
cuatro días hemos terminado nuestra tarea. Treinta y una tartas, ebrias de
whisky, se tuestan al sol en los estantes y los alféizares de las ventanas.
¿Para quién son?
Para nuestros amigos. No necesariamente amigos de la
vecindad: de hecho, la mayor parte las hemos hecho para personas con las que
quizás sólo hemos hablado una vez, o ninguna. Gente de la que nos hemos
encaprichado. Como el presidente Roosevelt. Como el reverendo J. C. Lucey y señora,
misioneros baptistas en Borneo, que el pasado invierno dieron unas conferencias
en el pueblo. O el pequeño afilador que pasa por aquí dos veces al año. O Abner
Packer, el conductor del autobús de las seis que, cuando llega de Mobile, nos
saluda con la mano cada día al pasar delante de casa envuelto en un torbellino
de polvo. O los Wiston, una joven pareja californiana cuyo automóvil se averió
una tarde ante nuestro portal, y que pasó una agradable hora charlando con
nosotros (el joven Wiston nos sacó una foto, la única que nos han sacado en
nuestra vida). ¿Es debido a que mi amiga siente timidez ante todo el mundo, excepto
los desconocidos, que esos desconocidos, y otras personas a quienes apenas
hemos tratado, son para nosotros nuestros más auténticos amigos? Creo que sí.
Además, los cuadernos donde conservamos las notas de agradecimiento con
membrete de la Casa Blanca, las ocasionales comunicaciones que nos llegan de
California y Borneo, las postales de un centavo firmadas por el afilador, hacen
que nos sintamos relacionados con unos mundos rebosantes de acontecimientos,
situados muy lejos de la cocina y de su precaria vista de un cielo recortado.
Una desnuda rama de higuera decembrina araña la
ventana. La cocina está vacía, han desaparecido las tartas; ayer llevamos las
últimas a correos, cargadas en el carricoche, y una vez allí tuvimos que vaciar
el monedero para pagar los sellos. Estamos en la ruina. Es una situación que me
deprime notablemente, pero mi amiga está empeñada en que lo celebremos: con los
dos centímetros de whisky que nos quedan en la botella de Jajá. A Queenie le
echamos una cucharada en su café (le gusta el café aromatizado con achicoria, y
bien cargado). Dividimos el resto en un par de vasos de gelatina. Los dos
estamos bastante atemorizados ante la perspectiva de tomar whisky solo; su
sabor provoca en los dos expresiones beodas y amargos estremecimientos. Pero al
poco rato comenzamos a cantar simultáneamente una canción distinta cada uno. Yo
no me sé la letra de la mía, sólo: Ven, ven, ven a bailar cimbreando esta
noche. Pero puedo bailar: eso es lo que quiero ser, bailarín de claque en
películas musicales. La sombra de mis pasos de baile anda de jarana por las
paredes; nuestras voces hacen tintinear la porcelana; reímos como tontos: se
diría que unas manos invisibles están haciéndonos cosquillas. Queenie se pone a
rodar, patalea en el aire, y algo parecido a una sonrisa tensa sus labios
negros. Me siento ardiente y chisporroteante por dentro, como los troncos que
se desmenuzan en el hogar, despreocupado como el viento en la chimenea. Mi
amiga baila un vals alrededor de la estufa, sujeto el dobladillo de su pobre
falda de calicó con la punta de los dedos, igual que si fuera un vestido de
noche: Muéstrame el camino de vuelta a casa, está cantando, mientras
rechinan en el piso sus zapatillas de tenis. Muéstrame el camino de vuelta a
casa.
Entran dos parientes. Muy enfadados. Potentes, con
miradas censoras, lenguas severas. Escuchad lo que dicen, sus palabras
amontonándose unas sobre otras hasta formar una canción iracunda:
—¡Un niño de siete años oliendo a whisky! ¡Te has
vuelto loca! ¡Dárselo a un niño de siete años! ¡Estás chiflada! ¡Vas por mal
camino! ¿Te acuerdas de la prima Kate? ¿Del tío
Charlie? ¿Del cuñado del tío Charlie? ¡Qué escándalo! ¡Qué
vergüenza! ¡Qué humillación! ¡Arrodíllate, reza, pídele perdón al Señor!
Queenie se esconde debajo de la estufa. Mi amiga se
queda mirando vagamente sus zapatillas, le tiembla el mentón, se levanta la
falda, se suena y se va corriendo a su cuarto. Mucho después de que el pueblo
haya ido a acostarse y la casa esté en silencio, con la sola excepción de los
carillones de los relojes y el chisporroteo de los fuegos casi apagados, mi
amiga llora contra una almohada que ya está tan húmeda como el pañuelo de una
viuda.
—No llores —le digo, sentado a los pies de la cama y
temblando a pesar del camisón de franela, que aún huele al jarabe de la tos que
tomé el invierno pasado—, no llores —le suplico, jugando con los dedos de sus
pies, haciéndole cosquillas—, eres demasiado vieja para llorar.
—Por eso lloro —dice ella, hipando—. Porque soy demasiado
vieja. Vieja y ridícula.
—Ridícula no. Divertida. Más divertida que nadie.
Oye, como sigas llorando, mañana estarás tan cansada que no podremos ir a
cortar el árbol.
Se endereza. Queenie salta encima de la cama (lo
cual le está prohibido) para lamerle las mejillas.
—Conozco un sitio donde encontraremos árboles de
verdad, preciosos, Buddy. Y también hay acebo. Con bayas tan grandes como tus
ojos. Está en el bosque, muy adentro. Más lejos de lo que nunca hemos ido. Papá
nos traía de allí los árboles de Navidad: se los cargaba al hombro. Eso era
hace cincuenta años. Bueno, no sabes lo impaciente que estoy por que amanezca.
De mañana. La escarcha helada da brillo a la hierba;
el sol, redondo como una naranja y anaranjado como una luna de verano,
cuelga en el horizonte y bruñe los plateados bosques invernales. Chilla un pavo
silvestre. Un cerdo renegado gruñe entre la maleza. Pronto, junto a la orilla
del poco profundo riachuelo de aguas veloces, tenemos que abandonar el
carricoche. Queenie es la primera en vadear la corriente, chapotea hasta el
otro lado, ladrando en son de queja porque la corriente es muy fuerte, tan fría
que seguro que pilla una pulmonía. Nosotros la seguimos, con el calzado y los
utensilios (un hacha pequeña, un saco de arpillera) sostenidos encima de la
cabeza. Dos kilómetros más de espinas, erizos y zarzas que se nos enganchan en
la ropa; de herrumbrosas agujas de pino, y con el brillo de los coloridos
hongos y las plumas caídas. Aquí, allá, un destello, un temblor, un éxtasis de
trinos nos recuerdan que no todos los pájaros han volado hacia el sur. El
camino serpentea siempre por entre charcos alimonados de sol y sombríos túneles
de enredaderas. Hay que cruzar otro arroyo: una fastidiada flota de moteadas
truchas hace espumear el agua a nuestro alrededor, mientras unas ranas del
tamaño de platos se entrenan a darse panzadas; unos obreros castores construyen
un dique. En la otra orilla, Queenie se sacude y tiembla. También tiembla mi
amiga: no de frío, sino de entusiasmo. Una de las maltrechas rosas de su
sombrero deja caer un pétalo cuando levanta la cabeza para inhalar el aire
cargado del aroma de los pinos.
—Casi hemos llegado. ¿No lo hueles, Buddy? —dice,
como si estuviéramos aproximándonos al océano.
Y, en efecto, es como cierta suerte de océano.
Aromáticas extensiones ilimitadas de árboles navideños, de acebos de hojas
punzantes. Bayas rojas tan brillantes como campanillas sobre las que se ciernen,
gritando, negros cuervos. Tras haber llenado nuestros sacos de arpillera con la
cantidad suficiente de verde y rojo como para adornar una docena de ventanas,
nos disponemos a elegir el árbol.
—Tendría que ser —dice mi amiga— el doble de alto
que un chico. Para que ningún chico pueda robarle la estrella.
El que elegimos es el doble de alto que yo. Un
valiente y bello bruto que aguanta treinta hachazos antes de caer con un grito
crujiente y estremecedor. Cargándolo como si fuese una pieza de caza, comenzamos
la larga expedición de regreso. Cada pocos metros abandonamos la lucha, nos
sentamos, jadeamos. Pero poseemos la fuerza del cazador victorioso que, sumada
al perfume viril y helado del árbol, nos hace revivir, nos incita a continuar.
Muchas felicitaciones acompañan nuestro crepuscular regreso por el camino de
roja arcilla que conduce al pueblo; pero mi amiga se muestra esquiva y vaga
cuando la gente elogia el tesoro que llevamos en el carricoche: qué árbol tan
precioso, ¿de dónde lo habéis sacado?
—De allá lejos —murmura ella con imprecisión.
Una vez se detiene un coche, y la perezosa mujer del
rico dueño de la fábrica se asoma y gimotea:
—Os doy veinticinco centavos por ese árbol.
En general, a mi amiga le da miedo decir que no;
pero en esta ocasión rechaza prontamente el ofrecimiento con la cabeza:
—Ni por un dólar.
La mujer del empresario insiste.
—¿Un dólar? Y un cuerno. Cincuenta centavos. Es mi
última oferta. Pero mujer, puedes ir por otro.
En respuesta, mi amiga reflexiona amablemente:
—Lo dudo. Nunca hay dos de nada.
En casa: Queenie se desploma junto al fuego y duerme
hasta el día siguiente, roncando como un ser humano.
Un baúl que hay en la buhardilla contiene: una caja
de zapatos llena de colas de armiño (procedentes de la capa que usaba para ir a
la ópera cierta extraña dama que en tiempos alquiló una habitación de la casa),
varios rollos de gastadas cenefas de oropel que el tiempo ha acabado dorando,
una estrella de plata, una breve tira de bombillas en forma de vela, fundidas y
seguramente peligrosas. Adornos magníficos, hasta cierto punto, pero no son
suficientes: mi amiga quiere que el árbol arda «como la vidriera de una iglesia
baptista», que se le doblen las ramas bajo el peso de una copiosa nevada de
adornos. Pero no podemos permitirnos el lujo de comprar los esplendores
made-in-Japan que venden en la tienda de baratijas. De modo que hacemos lo
mismo que hemos hecho siempre: pasarnos días y días sentados a la mesa de la
cocina, armados de tijeras, lápices y montones de papeles de colores. Yo trazo
los perfiles y mi amiga los recorta: gatos y más gatos, y también peces (porque
es fácil dibujarlos), unas cuantas manzanas, otras tantas sandías, algunos
ángeles alados hechos de las hojas de papel de estaño que guardamos cuando
comemos chocolate. Utilizamos imperdibles para sujetar todas estas creaciones
al árbol; a modo de toque final, espolvoreamos por las ramas bolitas de algodón
(recogido para este fin el pasado agosto). Mi amiga, estudiando el efecto,
entrelaza las manos.
—Dime la verdad, Buddy. ¿No está para comérselo?
Queenie intenta comerse un ángel.
Después de trenzar y adornar con cintas las coronas
de acebo que ponemos en cada una de las ventanas de la fachada, nuestro
siguiente proyecto consiste en inventar regalos para la familia. Pañuelos
teñidos a mano para las señoras y, para los hombres, jarabe casero de limón y
regaliz y aspirina, que debe ser tomado «en cuanto aparezcan Síntomas de
Resfriado y Después de Salir de Caza». Pero cuando llega la hora de preparar el
regalo que nos haremos el uno al otro, mi amiga y yo nos separamos para
trabajar en secreto. A mí me gustaría comprarle una navaja con incrustaciones
de perlas en el mango, una radio, medio kilo entero de cerezas recubiertas de
chocolate (las probamos una vez, y desde entonces está siempre jurando que
podría alimentarse sólo de ellas: «Te lo juro, Buddy, bien sabe Dios que
podría..., y no tomo su nombre en vano»). En lugar de eso, le estoy haciendo
una cometa. A ella le gustaría comprarme una bicicleta (lo ha dicho millones de
veces: «Si pudiera, Buddy. La vida ya es bastante mala cuando tienes que
prescindir de las cosas que te gustan a ti; pero, diablos, lo que más me
enfurece es no poder regalar aquello que les gusta a los otros. Pero
cualquier día te la consigo, Buddy. Te localizo una bici. Y no me preguntes
cómo. Quizás la robe»). En lugar de eso, estoy casi seguro de que me está
haciendo una cometa: igual que el año pasado, y que el anterior. El anterior a
ése nos regalamos sendas hondas. Todo lo cual me está bien: porque somos los
reyes a la hora de hacer volar las cometas, y sabemos estudiar el viento como
los marineros; mi amiga, que sabe más que yo, hasta es capaz de hacer que flote
una cometa cuando no hay ni la brisa suficiente para traer nubes.
La tarde anterior a la Nochebuena nos agenciamos una
moneda de veinte centavos y vamos a la carnicería para comprarle a Queenie su
regalo tradicional, un buen hueso masticable de buey. El hueso, envuelto en
papel de fantasía, queda situado en la parte más alta del árbol, junto a la
estrella. Queenie sabe que está allí. Se sienta al pie del árbol y mira hacia
arriba, en un éxtasis de codicia: llega la hora de acostarse y no se quiere
mover ni un centímetro. Yo me siento tan excitado como ella. Me destapo a
patadas y me paso la noche dándole vueltas a la almohada, como si fuese una de
esas noches tan sofocantes de verano. Canta desde algún lugar un gallo:
equivocadamente, porque el sol sigue estando al otro lado del mundo.
—¿Estás despierto, Buddy?
Es mi amiga, que me llama desde su cuarto, justo al
lado del mío; y al cabo de un instante ya está sentada en mi cama, con una vela
encendida.
—Mira, no puedo pegar ojo —declara—. La cabeza me da
más brincos que una liebre. Oye, Buddy, ¿crees que Mrs. Roosevelt servirá
nuestra tarta para la cena?
Nos arrebujamos en la cama, y ella me aprieta la
mano diciendo te quiero.
—Me da la sensación de que antes tenías la mano
mucho más pequeña. Supongo que detesto la idea de verte crecer. ¿Seguiremos
siendo amigos cuando te hagas mayor?
Yo le digo que siempre.
—Pero me siento horriblemente mal, Buddy. No sabes
la de ganas que tenía de regalarte una bici. He intentado venderme el camafeo
que me regaló papá. Buddy —vacila un poco, como si estuviese muy avergonzada—,
te he hecho otra cometa.
Luego le confieso que también yo le he hecho una
cometa, y nos reímos. La vela ha ardido tanto rato que ya no hay quien la
sostenga. Se apaga, delata la luz de las estrellas que dan vueltas en la
ventana como unos villancicos visuales que lenta, muy lentamente, va acallando
el amanecer. Seguramente dormitamos; pero la aurora nos salpica como si fuese
agua fría; nos levantamos, con los ojos como platos y errando de un lado para
otro mientras aguardamos a que los demás se despierten. Con toda la mala intención,
mi amiga deja caer un cacharro metálico en el suelo de la cocina. Yo bailo
claque ante las puertas cerradas. Uno a uno, los parientes emergen, con cara de
sentir deseos de asesinarnos a ella y a mí; pero es Navidad, y no pueden
hacerlo. Primero, un desayuno lujoso: todo lo que se pueda imaginar, desde
hojuelas y ardilla frita hasta maíz tostado y miel en panal. Lo cual pone a
todo el mundo de buen humor, con la sola excepción de mi amiga y yo. La verdad,
estamos tan impacientes por llegar a lo de los regalos que no conseguimos
tragar ni un bocado.
Pues bien, me llevo una decepción. ¿Y quién no? Unos
calcetines, una camisa para ir a la escuela dominical, unos cuantos pañuelos,
un jersey usado, una suscripción por un año a una revista religiosa para niños:
El pastorcillo. Me sacan de quicio. De verdad.
El botín de mi amiga es mejor. Su principal regalo
es una bolsa de mandarinas. Pero está mucho más orgullosa de un chal de lana
blanca que le ha tejido su hermana, la que está casada. Pero dice que su
regalo favorito es la cometa que le he hecho yo. Y, en efecto, es muy bonita;
aunque no tanto como la que me ha hecho ella a mí, azul y salpicada de
estrellitas verdes y doradas de Buena Conducta; es más, lleva mi nombre,
«Buddy», pintado.
—Hay viento, Buddy.
Hay viento, y nada importará hasta el momento en que
bajemos corriendo al prado que queda cerca de casa, el mismo adonde Queenie ha
ido a esconder su hueso (y el mismo en donde, dentro de un año, será enterrada
Queenie). Una vez allí, nadando por la sana hierba que nos llega hasta la
cintura, soltamos nuestras cometas, sentimos sus tirones de peces celestiales
que flotan en el viento. Satisfechos, reconfortados por el sol, nos
despatarramos en la hierba y pelamos mandarinas y observamos las cabriolas de
nuestras cometas. Me olvido enseguida de los calcetines y del jersey usado. Soy
tan feliz como si ya hubiésemos ganado el Gran Premio de cincuenta mil dólares
de ese concurso de marcas de café.
—¡Ahí va, pero qué tonta soy! —exclama mi amiga,
repentinamente alerta, como la mujer que se ha acordado demasiado tarde de los
pasteles que había dejado en el horno—. ¿Sabes qué había creído siempre? —me
pregunta en tono de haber hecho un gran descubrimiento, sin mirarme a mí, pues
los ojos se le pierden en algún lugar situado a mi espalda—. Siempre había
creído que para ver al Señor hacía falta que el cuerpo estuviese muy enfermo,
agonizante. Y me imaginaba que cuando Él llegase sería como contemplar una
vidriera baptista: tan bonito como cuando el sol se cuela a chorros por los
cristales de colores, tan luminoso que ni te enteras de que está oscureciendo.
Y ha sido una vidriera de colores en la que el sol se colaba a chorros, así de
espectral. Pero apuesto a que no es eso lo que suele ocurrir. Apuesto a que,
cuando llega a su final, la carne comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que
las cosas, tal como son —su mano traza un círculo, en un ademán que abarca
nubes y cometas y hierba, y hasta a Queenie, que está escarbando la tierra en
la que ha enterrado su hueso—, tal como siempre las ha visto, eran verle a Él.
En cuanto a mí, podría dejar este mundo con un día como hoy en la mirada.
Ésta es la última Navidad que pasamos juntos.
La vida nos separa. Los Enterados deciden que mi
lugar está en un colegio militar. Y a partir de ahí se sucede una desdichada
serie de cárceles a toque de corneta, de sombríos campamentos de verano a toque
de diana. Tengo además otra casa. Pero no cuenta. Mi casa está allí donde se
encuentra mi amiga, y jamás la visito.
Y ella sigue allí, rondando por la cocina. Con
Queenie como única compañía. Luego sola. («Querido Buddy», me escribe con su
letra salvaje, difícil de leer, «el caballo de Jim Macy le dio ayer una
horrible coz a Queenie. Demos gracias de que ella no llegó a enterarse del
dolor. La envolví en una sábana de hilo, y la llevé en el carricoche al prado
de Simpson, para que esté rodeada de sus huesos...») Durante algunos noviembres
sigue preparando sus tartas de frutas sin nadie que la ayude; no tantas como
antes, pero unas cuantas: y, por supuesto, siempre me envía «la mejor de
todas». Además, me pone en cada carta una moneda de diez centavos acolchada con
papel higiénico: «Vete a ver una película y cuéntame la historia.» Poco a poco,
sin embargo, en sus cartas tiende a confundirme con su otro amigo, el Buddy que
murió en los años ochenta del siglo pasado; poco a poco, los días trece van
dejando de ser los únicos días en que no se levanta de la cama: llega una
mañana de noviembre, una mañana sin hojas ni pájaros que anuncia el invierno, y
esa mañana ya no tiene fuerzas para darse ánimos exclamando: «¡Vaya por Dios,
ha llegado la temporada de las tartas de frutas!»
Y cuando eso ocurre, yo lo sé. El mensaje que lo
cuenta no hace más que confirmar una noticia que cierta vena secreta ya había
recibido, amputándome una insustituible parte de mí mismo, dejándola suelta
como una cometa cuyo cordel se ha roto. Por eso, cuando cruzo el césped del
colegio en esta mañana de diciembre, no dejo de escrutar el cielo. Como si
esperase ver, a manera de un par de corazones, dos cometas perdidas que suben
corriendo hacia el cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario