Las
cosas que llevaban
El teniente Jimmy Cross llevaba cartas de una joven
llamada Martha, estudiante de tercer año en el Mount Sebastian College de Nueva
Jersey. No eran cartas de amor, pero el teniente Cross no perdía las
esperanzas, así que las guardaba dobladas y envueltas en plástico en el fondo
de la mochila. Al caer la tarde, después de un día de marcha, cavaba su pozo de
tirador, se lavaba las manos bajo una cantimplora, desenvolvía las cartas, las
sostenía con las puntas de los dedos y se pasaba la última hora de luz
cortejándola. Imaginaba románticas acampadas en las Montañas Blancas de New
Hampshire. A veces saboreaba la solapa engomada de los sobres, porque su lengua
había estado allí. Por encima de todo, deseaba que Martha lo amara como él la
amaba, pero sus cartas, por lo general animadas, eludían todo lo que tuviera
que ver con el amor. La muchacha era virgen, Cross estaba casi seguro.
Estudiaba inglés en Mount Sebastian, y escribía de un modo hermoso sobre los
profesores y las compañeras de cuarto y los exámenes semestrales, sobre el
respeto que sentía por Chaucer y el gran afecto que le inspiraba Virginia
Woolf. Citaba versos con frecuencia; nunca mencionaba la guerra, salvo para
decir: «Jimmy, cuídate.» Las cartas pesaban 300 gramos. Estaban firmadas «con
amor, Martha», pero el teniente Cross comprendía que «amor» era sólo un modo de
despedirse y no significaba lo que él a veces quería creer. Cuando empezaba a
caer la noche, devolvía las cartas con cuidado a la mochila. Lentamente, un
poco distraído, se levantaba y deambulaba entre sus hombres revisando las
posiciones; después, en plena oscuridad, regresaba a su pozo y vigilaba la
noche mientras se preguntaba si Martha sería virgen.
Las
cosas que llevaban eran determinadas, en general, por la necesidad. Entre las
indispensables o casi indispensables estaban abrelatas P-38, navajas de
bolsillo, pastillas para encender fuego, relojes de pulsera, placas de
identificación, repelente contra los mosquitos, chicle, caramelos, cigarrillos,
tabletas de sal, paquetes de Kool-Aid, encendedores, fósforos, aguja e hilo de
coser, certificados de pago de haberes militares, raciones de campaña y dos o
tres cantimploras de agua. En conjunto estos objetos pesaban entre cinco y
siete kilos, dependiendo de los hábitos de cada hombre o de su metabolismo.
Henry Dobbins, que era corpulento, llevaba raciones suplementarias; le gustaba
en especial el melocotón en almíbar espeso mezclado con bizcocho desmenuzado.
Dave Jensen, que no descuidaba la higiene ni en campaña, llevaba un cepillo de
dientes, hilo dental y varias pastillas pequeñas de jabón que había robado de
los hoteles cuando estuvo de permiso en Sydney, Australia. Ted Lavender, que no
se quitaba el miedo de encima, llevaba tranquilizantes hasta que le pegaron un
tiro en la cabeza en las afueras de la aldea de Than Khe a mediados de abril.
Por necesidad, y porque lo mandaban las ordenanzas, todos llevaban cascos de
acero que pesaban más de dos kilos incluyendo el forro y la cubierta de
camuflaje. Llevaban las guerreras y los pantalones de faena de reglamento. Muy
pocos llevaban ropa interior. En los pies llevaban botas para la jungla —casi
un kilo—, y Dave Jensen llevaba tres pares de calcetines y una lata de polvos
desinfectantes del Dr. Scholl como precaución contra el pie de trinchera. Hasta
que le pegaron el tiro, Ted Lavender llevaba doscientos gramos de droga de la
mejor calidad, que para él era una necesidad. Mitchell Sanders, el radio,
llevaba condones. Norman Bowker, un diario. El Rata Kiley llevaba tebeos.
Kiowa, bautista devoto, llevaba un Nuevo Testamento ilustrado que le había
regalado su padre, que daba clases en una escuela dominical de Oklahoma City.
Como defensa contra tiempos difíciles, sin embargo, Kiowa también llevaba la
desconfianza de su abuela hacia el hombre blanco y la vieja hacha de caza de su
abuelo. La necesidad imponía que llevaran más cosas. Como el terreno estaba
minado y lleno de trampas, era obligatorio que cada hombre llevara chaleco
antibalas de flejes de acero forrados de nailon, que pesaba dos kilos y medio,
pero que en días calurosos parecía mucho más pesado. Debido a la rapidez con
que podía llegarle la muerte, cada hombre llevaba al menos una gran
venda-compresa, por lo común en la badana del casco para tenerla bien a mano.
Debido a que las noches eran frías, y a que los monzones eran húmedos, cada uno
llevaba un poncho de plástico verde que podía usarse como impermeable, como
colchoneta o como tienda improvisada. Con el forro acolchado, el poncho pesaba
cerca de un kilo, pero valía su peso en oro. En abril, por ejemplo, cuando le
pegaron el tiro a Ted Lavender, usaron su poncho para envolverlo en él, después
para transportarlo a través de los arrozales y por fin para alzarlo hasta el
helicóptero que se lo llevó.
Los
llamaban quintos o reclutas.
Llevar
algo era cargarlo sobre sí, como cuando el teniente Jimmy Cross cargaba su amor
por Martha colinas arriba y a través de los pantanos. En forma intransitiva,
cargar significa tomar sobre sí o sostener, pero las obligaciones y las
responsabilidades que llevaba implícitas iban mucho más allá de la
intransitividad.
Casi
todos cargaban con fotografías. En la cartera, el teniente Cross llevaba dos
fotografías de Martha. La primera era una instantánea en color dedicada «con
amor», aunque él no se hacía ilusiones. Martha estaba de pie contra una pared
de ladrillo. Sus ojos, que miraban directamente a la cámara, eran grises y
apagados, y tenía los labios levemente abiertos. Por la noche, a veces, el
teniente Cross se preguntaba quién habría tomado la foto, porque sabía que
Martha había salido con chicos, porque la amaba tanto, y porque podía ver la
sombra del fotógrafo deformada contra la pared de ladrillo. La segunda
fotografía había sido recortada del anuario de 1968 de Mount Sebastian. Era una
toma en movimiento —voleibol femenino— y Martha estaba inclinada horizontalmente
respecto al suelo, estirándose, con las palmas de las manos en primer término,
la lengua fuera, la expresión franca y llena de espíritu de competición. No
parecía sudar. Llevaba shorts blancos de gimnasia. Aquellas piernas, pensaba
Cross, eran casi con seguridad las piernas de una virgen, secas y sin vello; la
rodilla izquierda estaba rígida y soportaba todo el peso de Martha, que era
poco más de cuarenta kilos. El teniente Cross recordaba haber tocado aquella
rodilla izquierda. Fue en un cine a oscuras, recordó, y la película era Bonnie
and Clyde, y Martha llevaba una falda de tweed, y durante la escena final,
cuando le tocó la rodilla, se volvió y le dirigió una mirada compungida y
solemne que le hizo retirar la mano, pero siempre recordaría el tacto de la
falda de tweed y de la rodilla debajo de ella, y el sonido de los disparos que
mataban a Bonnie y Clyde, qué embarazoso fue aquello, qué lento y opresivo.
Recordaba haberse despedido de ella con un beso en la puerta del dormitorio
estudiantil. En aquel preciso momento, pensaba, debería haber hecho algo
valeroso. Debería haberla llevado en brazos hasta su cuarto y debería haberla
atado a la cama y debería haberle tocado la rodilla izquierda toda la noche.
Debería haberse arriesgado. Cada vez que miraba las fotografías, se le ocurrían
nuevas cosas que debería haber hecho.
Lo
que llevaban dependía en parte de su graduación y en parte de su especialidad
en el campo de batalla.
Como
teniente y jefe de un pelotón, Jimmy Cross llevaba una brújula, mapas, códigos
para descifrar claves, prismáticos y una pistola del calibre 45 que pesaba más
de un kilo cargada. Llevaba una lámpara estroboscópica y cargaba sobre sí la
responsabilidad de la vida de sus hombres.
Como
radio, Mitchell Sanders llevaba la emisora PRC-25, que pesaba como un muerto:
casi diez kilos con la batería.
Como
sanitario, el Rata Kiley llevaba un talego de lona lleno de morfina y plasma y
tabletas contra la malaria y esparadrapo y tebeos y todas las cosas que un
sanitario debe llevar, incluyendo remedios contra heridas especialmente graves,
con un peso total de casi nueve kilos.
Como
hombre corpulento, y por lo tanto encargado de la ametralladora, Henry Dobbins
llevaba la M-60, que pesaba doce kilos descargada, pero que casi siempre iba
cargada. Además, Dobbins llevaba entre cuatro y seis kilos de munición en
cintas arrolladas alrededor del pecho y los hombros.
Como
la mayoría de ellos eran soldados rasos, llevaban el fusil de asalto M-16
accionado por toma de gases. El arma pesaba poco más de tres kilos descargada y
cerca de tres kilos y medio con el cargador de veinte proyectiles. Dependiendo
de factores múltiples, como la topografía y la psicología, los soldados
llevaban entre doce y veinte cargadores, por lo común en cartucheras de lona,
lo que representaba de tres kilos y medio a cinco kilos más. Si disponían de
él, también llevaban el equipo de mantenimiento del M-16 —baquetas y cepillos
de púas de acero, trapos y tubos de aceite LSA—, todo lo cual pesaba cerca de
medio kilo. Algunos soldados llevaban el lanzagranadas M-79: dos kilos y medio
descargado, un arma razonablemente liviana, salvo por la munición, que era
pesada. Cada proyectil pesaba más de trescientos gramos. Pero Ted Lavender, que
estaba asustado, llevaba treinta y cuatro proyectiles cuando le pegaron un tiro
y lo mataron en las afueras de Than Khe, y se desplomó bajo un peso
excepcional: más de nueve kilos de munición, más el chaleco antibalas y el
casco y las raciones de agua y el papel higiénico y los tranquilizantes y todo
lo demás; y además el miedo, imposible de pesar. Se vino abajo. No hubo
crispaciones ni sacudidas. Kiowa, que vio cómo pasaba, dijo que fue igual que
el desplome de una roca o una gran bolsa de arena, o algo por el estilo: sólo
¡pum!, después, abajo —no como en las películas, en las que el moribundo se
contorsiona y hace posturitas e incluso alguna pirueta; nada de eso, dijo
Kiowa, el pobre hombre sólo cayó como un plomo—. ¡Pum! Abajo. Nada más. Era una
mañana radiante de mediados de abril. El teniente Cross sintió dolor y se culpó
de lo ocurrido. Despojaron a Lavender de la cantimplora y la munición, y el
Rata Kiley dijo lo que todos sabían: «¡Está muerto!», y Mitchell Sanders usó la
radio para informar de que un soldado americano había muerto en combate y pedir
un helicóptero. Después envolvieron a Lavender en su poncho. Lo llevaron a un
arrozal seco, pusieron centinelas y se sentaron a fumar la droga del muerto
hasta que llegó el helicóptero. El teniente Cross permaneció apartado. Imaginó
el rostro joven y terso de Martha, y pensó que la amaba más que a nada, más que
a sus hombres, y ahora Ted Lavender había muerto porque la amaba tanto que no
podía dejar de pensar en ella. Cuando llegó el helicóptero, subieron a Lavender
a bordo. Después incendiaron Than Khe. Marcharon hasta el atardecer, y entonces
cavaron sus pozos, y aquella noche Kiowa no paró de explicar que había que
verlo para creerlo, con qué rapidez ocurrió todo, cómo el pobre hombre se
desplomó igual que un saco. «¡Pum!, abajo», decía. Igual que un saco.
Además
de las tres armas comunes —el M-60, el M-16 y el M-79— llevaban lo que se
presentara, o lo que pareciera apropiado para matar o para seguir vivo.
Llevaban lo que hubiera a mano. En diversas épocas, en diversas situaciones,
llevaron M-14 y CAR-15 y K suecos y subfusiles, y AK-47 y Chi-Coms y carabinas
Simonov capturadas, y Uzis del mercado negro y revólveres Smith & Wesson
del calibre 38, y LAW de 66 mm y escopetas, y silenciadores y cachiporras y
bayonetas, y explosivo plástico C-4. Lee Strunk llevaba una honda; un arma de
la que echar mano como último recurso, decía. Mitchell Sanders, manoplas de
bronce. Kiowa llevaba el hacha emplumada de su abuelo. Uno de cada tres o
cuatro hombres llevaba una mina Claymore: un kilo y medio con la espoleta. Todos
llevaban granadas de mano: 435 gramos cada una. Todos llevaban al menos un bote
M-18 de humo coloreado: 750 gramos. Algunos llevaban granadas de gas
lacrimógeno. Algunos llevaban granadas de fósforo blanco. Llevaban todo lo que
podían soportar y un poco más, incluyendo un silencioso temor por el terrible
poder de las cosas que llevaban.
En
la primera semana de abril, antes de que Lavender muriera, el teniente Jimmy
Cross recibió un amuleto que le envió Martha para que tuviera buena suerte. Era
un simple guijarro, que pesaba treinta gramos como máximo. Suave al tacto, era
de color blanco lechoso con pintas anaranjadas y violetas, y ovalado, como un
huevo en miniatura. En la carta que lo acompañaba, Martha escribía que había
encontrado el guijarro en la costa de Jersey, exactamente donde la tierra y el
agua se tocaban en la marea alta, donde las cosas se unían pero también se
separaban. Era esa cualidad de estar separados y a la vez juntos, escribía, lo
que la había inspirado a recoger el guijarro y llevarlo durante varios días en
el bolsillo del pecho, donde no parecía tener peso, y después a enviarlo por
correo aéreo, como muestra de sus más sinceros sentimientos hacia él. Al
teniente Cross esto le pareció romántico. Pero se preguntaba cuáles eran,
exactamente, los más sinceros sentimientos de Martha, y qué quería decir al
hablar de separados y a la vez juntos. Le hubiera gustado saber cómo eran las
olas y las mareas en la costa de Jersey aquella tarde en que Martha vio el
guijarro y se inclinó a rescatarlo de la geología. En su imaginación veía pies
descalzos. Martha era poetisa, y tenía la sensibilidad de la poetisa, y sus
pies tenían que ser morenos y estar descalzos, con las uñas de los dedos sin
pintar, helados y sombríos como el océano en marzo, y aunque era doloroso, se
preguntó quién habría estado con ella aquella tarde. Veía un par de sombras
moviéndose por la faja de arena donde las cosas se unían pero también se
separaban. Eran celos de un fantasma, lo sabía, pero no podía evitarlo. ¡La
amaba tanto! Mientras iban de marcha, durante aquellos tórridos días de
principios de abril, llevó el guijarro en la boca, haciéndolo girar con la
lengua, paladeando su sabor a sal marina y humedad. Su mente se dispersaba. Le
resultaba difícil concentrar su atención en la guerra. A veces les aullaba a
sus hombres que abrieran la columna, que estuvieran ojo avizor, pero después
volvía a soñar despierto que caminaba con los pies descalzos por la costa de
Jersey, con Martha, sin que nada cargara sobre sus hombros. Sentía que se
elevaba. Sol y olas y vientos suaves, todo amor y delicadeza.
Lo
que llevaban variaba según la misión.
Cuando
una misión los encaminaba a las montañas, llevaban mosquiteros, machetes, lona
embreada y matarratas, todo el matarratas que podían.
Si
una misión parecía especialmente arriesgada, o si tenía que ver con un sitio
que sabían que era peligroso, llevaban todo lo que podían. En ciertos terrenos
muy minados, donde la tierra estaba sembrada de artefactos mortíferos, se
turnaban para llevar el detector de minas, de casi quince kilos de peso. Con
los auriculares y la gran placa sensible, el equipo constituía un tormento para
la espalda y los hombros, era difícil de maniobrar, y a menudo resultaba inútil
debido a la metralla dispersa en la tierra, pero lo llevaban de todos modos, en
parte por seguridad, en parte por la ilusión de seguridad.
Para
tender emboscadas, o en otras misiones nocturnas, llevaban chucherías
peculiares. Kiowa siempre llevaba el Nuevo Testamento y un par de mocasines,
por el silencio. Dave Jensen llevaba vitaminas con alto contenido en carotina,
para favorecer la visión nocturna. Lee Strunk llevaba su honda; la munición,
decía, nunca sería problema. El Rata Kiley llevaba coñac y caramelos. Hasta que
le pegaron un tiro, Ted Lavender llevaba el periscopio, para ver a la luz de
las estrellas, que pesaba casi tres kilos con el estuche de aluminio. Henry
Dobbins llevaba unas medias de su novia alrededor del cuello como una bufanda.
Todos llevaban fantasmas. Cuando llegaba la oscuridad, se movían en fila india
a través de las praderas y los arrozales hasta las coordenadas de la emboscada,
donde colocaban en silencio las Claymores y se tendían a pasar la noche
esperando.
Otras
misiones eran más complicadas y exigían equipo especial. A mediados de abril,
la que les tocó fue inspeccionar y destruir los intrincados complejos de
túneles en la zona de Than Khe, al sur de Chu Lai. Para volar los túneles,
llevaban bloques de medio kilo de pentrita, un potente explosivo, cuatro
bloques por hombre, treinta y cuatro kilos entre todos. Llevaban cables,
detonadores, y explosores alimentados por batería. Dave Jensen llevaba tapones
para los oídos. Muy a menudo, antes de volar los túneles, el alto mando les
daba la orden de inspeccionarlos, lo que era considerado un mal asunto, pero
por lo general se encogían de hombros y cumplían las órdenes. A causa de su
corpulencia, Henry Dobbins estaba exento de trabajo en el túnel. Los otros
echaban suertes. Antes de que Lavender muriera había diecisiete hombres en el
pelotón, y quien sacaba el número 17 se quitaba el equipo y se arrastraba con
la cabeza por delante llevando una linterna y la pistola del calibre 45 del
teniente Cross. El resto se desplegaba como medida de seguridad. Se sentaban o
arrodillaban, sin mirar el agujero, prestando atención a los sonidos
procedentes del suelo bajo sus pies, imaginando telarañas y fantasmas, lo que
hubiera allá dentro, cómo se estrechaban las paredes del túnel, cómo la
linterna parecía cada vez más pesada en la mano, cómo la visión del túnel
parecía comprimirlo todo, incluso el tiempo, cómo había que avanzar culebreando
con el culo y los codos, cómo te invadía la sensación de que te tragaban y cómo
empezabas a preocuparte por cosas raras: ¿Se agotaría la linterna? ¿Tendrían la
rabia las ratas? Si gritabas, ¿hasta dónde llegaría el sonido? ¿Lo oirían tus
camaradas? ¿Tendrían el coraje de entrar a sacarte?, En algunos sentidos,
aunque no muchos, la espera era peor que el propio túnel. La imaginación era
una asesina.
El
16 de abril, cuando Lee Strunk sacó el número 17, se rió y murmuró algo y bajó
con rapidez. La mañana era calurosa y muy quieta. «Mal asunto», dijo Kiowa.
Miró la abertura del túnel, y después, a través de un arrozal seco, contempló
la aldea de Than Khe. Nada se movía. No había nubes, ni pájaros, ni gente.
Mientras esperaban, los hombres fumaban y tomaban Kool-Aid, casi sin hablar,
sintiendo simpatía por Lee Strunk pero también agradeciendo su buena suerte en
el sorteo. «Unas veces ganas, otras pierdes», dijo Mitchell Sanders, «y si
llueve, y se suspende el partido, te conformas con que tu entrada sea válida el
día que se vuelva a disputar.» Era un chiste viejo y nadie se rió.
Henry
Dobbins comía una barra de chocolate. Ted Lavender se echó un tranquilizante a
la boca y se fue a mear.
Pasados
cinco minutos, el teniente Jimmy Cross se acercó al túnel, se inclinó y examinó
la oscuridad. Problemas, pensó; tal vez un derrumbe. Y de pronto, sin desearlo,
estaba pensando en Martha. Las tensiones y fracturas, el rápido desmoronamiento,
los dos enterrados vivos bajo todo aquel peso. Un amor denso, aplastante.
Arrodillado, mirando el agujero, trató de concentrarse en Lee Strunk y la
guerra, en todos los peligros, pero su amor era demasiado para él, se sentía
paralizado, quería dormir dentro de los pulmones de Martha y respirar su sangre
y sentirse calmado. Quería que ella fuera virgen y no lo fuera, todo a la vez.
Quería conocerla. Secretos íntimos: ¿Por qué la poesía? ¿Por qué tanta
tristeza? ¿Por qué aquel matiz gris en sus ojos? ¿Por qué estaba tan sola? No
solitaria, simplemente, sola: yendo en bicicleta por el campus universitario o
sentada en la cafetería... incluso bailando, estaba sola... y era esa soledad
lo que lo llenaba de amor. Recordó que se lo había dicho una tarde. Y cómo
asintió ella y apartó la mirada. Y cómo, más tarde, cuando la besó, recibió el
beso sin devolverlo, con los ojos muy abiertos, sin miedo, no con los ojos de
una virgen, sino inanimados y distantes.
El
teniente Cross miraba el túnel. Pero no estaba allí. Estaba enterrado con
Martha bajo la blanca arena de la costa de Jersey. Estaban muy juntos, y el
guijarro en su boca era la lengua de la joven. Cross sonreía. Era vagamente
consciente de lo quieto que estaba el día y de los sombríos arrozales, y sin embargo
no conseguía preocuparse por las cuestiones de seguridad. Estaba más allá de
eso. No era más que un chico enamorado que estaba en la guerra. Tenía
veinticuatro años. No podía evitarlo.
Unos
instantes después, Lee Strunk se arrastró fuera del túnel. Salió sonriendo,
sucio pero vivo. El teniente Cross le saludó con un movimiento de cabeza y
cerró los ojos mientras los demás daban palmadas en la espalda a Strunk y
bromeaban sobre los que volvían de entre los muertos.
—¡Gusanos!
—dijo el Rata Kiley—. ¡Recién salidos de la tumba! ¡Jodido zombi!
Los
hombres se rieron; todos sentían gran alivio.
—¡De
vuelta de la ciudad del miedo! —dijo Mitchell Sanders.
Lee
Strunk emitió un alegre sonido espectral, una especie de gemido, aunque muy
feliz, y en ese exacto momento, cuando de la boca de Strunk salió aquel sonido
agudo y quejumbroso, cuando hizo «¡Buuu!», exactamente entonces, Ted Lavender
recibió un tiro en la cabeza mientras regresaba de mear. Estaba tendido con la
boca abierta. Tenía los dientes rotos. Había una quemadura hinchada y negra
bajo su ojo izquierdo. El pómulo había desaparecido.
—¡Oh,
mierda! —dijo el Rata Kiley—, este hombre ha muerto. Este hombre ha muerto
—siguió diciendo, en tono grave—, este hombre ha muerto. Quiero decir que la ha
diñado, en serio.
Las
cosas que llevaban estaban determinadas hasta cierto punto por la superstición.
El teniente Cross llevaba su guijarro de la buena suerte. Dave Jensen llevaba
una pata de conejo. Norman Bowker, por lo demás una persona muy amable, llevaba
un pulgar que le había regalado Mitchell Sanders. El pulgar era pardo oscuro,
gomoso al tacto, y pesaba cuarenta gramos como máximo. Se lo habían cortado al
cadáver de un vietcong, un muchacho de quince o dieciséis años. Lo encontraron
en el fondo de una acequia, con graves quemaduras y moscas en la boca y los
ojos. El muchacho llevaba shorts negros y sandalias. En el momento de la muerte
también llevaba una bolsita de arroz, un fusil y tres cargadores llenos.
—Si
queréis mi opinión —dijo Mitchell Sanders—, aquí hay una moraleja muy clara.
Cogió
con la mano la muñeca del muchacho muerto. Se quedó quieto un momento, como si
le tomara el pulso, después le dio unas palmaditas en el estómago, casi con
afecto, y empleó el hacha de Kiowa para quitarle el pulgar.
Henry
Dobbins preguntó cuál era la moraleja.
—¿La
moraleja?
—Ya
sabes. La moraleja.
Sanders
envolvió el pulgar en papel higiénico y se lo tendió a Norman Bowker. No había
sangre. Sonriendo, pateó la cabeza del muchacho, miró cómo se dispersaban las
moscas y dijo:
—Es
como en aquel viejo programa de la tele: Paladín. Con revólver, viajarás.
Henry
Dobbins lo pensó.
—Sí,
bueno —dijo al fin—. No veo la moraleja.
—¡Ahí
está, hombre!
—¡Vete
a la mierda!
Llevaban
papel, sobres, lápices y estilográficas que les proporcionaba el Ejército.
Llevaban imperdibles, bengalas, cohetes de señales, rollos de alambre, hojas de
afeitar, tabaco para mascar, llevaban varillas de incienso y sonrientes
estatuillas de Buda que habían arrebatado al enemigo, llevaban velas, lápices
pastel, banderas con barras y estrellas, cortaúñas, folletos con consejos
sanitarios, sombreros, machetes y mucho más. Dos veces por semana, cuando
llegaban los helicópteros de abastecimiento, llevaban rancho caliente en
marmitas verdes y holgadas bolsas de lona llenas de cervezas y gaseosas
heladas. Llevaban bidones de plástico con agua, que tenían una capacidad de
nueve litros. Mitchell Sanders llevaba un uniforme de camuflaje almidonado para
ocasiones especiales. Henry Dobbins llevaba insecticida Black Flag. Dave Jensen
llevaba sacos terreros vacíos que podían ser llenados por las noches para mayor
protección. Lee Strunk llevaba loción bronceadura. Algunas cosas las llevaban
en común. Se turnaban para llevar la potente emisora PRC-77 para enviar
mensajes cifrados, que pesaba quince kilos con la batería. Compartían el peso
de los recuerdos. Cargaban lo que otros ya no podían soportar. A menudo, se
llevaban unos a otros, heridos o débiles. Llevaban infecciones. Llevaban juegos
de ajedrez, pelotas de baloncesto, diccionarios vietnamita-inglés, divisas para
indicar la graduación, condecoraciones como la Estrella de Bronce o el Corazón
de Púrpura, tarjetas de plástico que llevaban impreso el Código de Conducta.
Llevaban enfermedades, entre ellas la malaria y la disentería. Llevaban
liendres y tiña, y sanguijuelas y algas de arrozal, y diversas clases de hongos
y musgos. Llevaban la propia tierra —el Vietnam, el país, el suelo—, un fino
polvo rojo-anaranjado que les cubría las botas y los uniformes y las caras.
Llevaban el cielo. La atmósfera entera llevaban: la humedad, los monzones, el
hedor del musgo y la putrefacción, todo; llevaban la gravedad. Marchaban como
las muías. A la luz del día soportaban el fuego de los francotiradores, por la
noche el de los morteros, pero no era una batalla, sino sólo una marcha sin
fin, de aldea en aldea, sin propósito, sin nada que perder ni ganar. Marchaban
sólo por marchar. Avanzaban con pasos pesados, lentamente, aturdidos,
inclinados hacia adelante contra el calor, sin pensar, simples acumulaciones de
sangre y huesos, simples soldados rasos que hacían la guerra con las piernas,
afanándose colina arriba y bajando hacia los arrozales y cruzando los ríos y
volviendo a subir y bajar, siempre marchando, un paso y después el siguiente y
después otro, pero sin volición, sin voluntad, porque era algo automático, era
pura anatomía, y la guerra se reducía por entero a una cuestión de actitud y
porte personal; la marcha lo era todo, una especie de inercia o de vacío, un
oscurecimiento del deseo y el intelecto y la conciencia y la esperanza y la
sensibilidad humanas. Llevaban los principios en los pies. Sus cálculos eran
biológicos. No tenían el menor sentido de la estrategia o la misión.
Registraban las aldeas sin saber qué buscar, al desgaire, pateando los
recipientes llenos de arroz, cacheando a niños y ancianos, haciendo volar
túneles, a veces incendiando y a veces no, para formar después y pasar a la
próxima aldea, y luego a otras aldeas, donde siempre ocurría lo mismo. Llevaban
sus propias vidas. Las presiones eran enormes. En el calor del comienzo de la
tarde se quitaban los cascos y las guerreras y caminaban descalzos, lo que era
peligroso pero ayudaba a aflojar la tensión. A menudo descartaban cosas a lo
largo de la marcha. Puramente por comodidad, tiraban raciones de campaña,
hacían estallar las Claymores y las granadas; no importaba, porque al caer la
noche los helicópteros de abastecimiento llegaban con más, y un día o dos
después con más aún, sandías y cajas de munición y gafas de sol y jerséis de
lana. Los recursos eran asombrosos: fuegos artificiales para el Cuatro de
Julio, huevos coloreados por Pascua; era el gran ajuar de guerra
norteamericano: los frutos de la ciencia, las chimeneas fabriles, las
industrias conserveras, los arsenales de Hartford, los bosques de Minnesota,
los talleres mecánicos, los vastos campos de maíz y de trigo... Iban cargados
como trenes de mercancías, lo llevaban sobre la espalda y los hombros, y a
pesar de todas las ambigüedades de Vietnam, de todos los misterios y cosas
desconocidas, al menos les quedaba una permanente seguridad: la de que nunca
les faltarían cosas que llevar.
Después
que el helicóptero se llevó a Lavender, el teniente Jimmy Cross condujo a sus
hombres a la aldea de Than Khe. Lo quemaron todo. Mataron a los pollos y a los
perros, cegaron el pozo, dieron aviso a la artillería y contemplaron sus
devastadores efectos, luego marcharon durante varias horas a través de la tarde
cálida, y después, al amanecer, mientras Kiowa explicaba cómo había muerto
Lavender, el teniente Cross advirtió que temblaba.
Trató
de no llorar. Con la zapa, que pesaba dos kilos y cuarto, empezó a cavar un
agujero en la tierra.
Sentía
vergüenza. Se odiaba a sí mismo. Había amado a Martha más que a sus hombres, y
como consecuencia Lavender ahora estaba muerto, y eso era algo que debería
llevar como una piedra en el estómago el resto de la guerra.
Todo
lo que podía hacer era cavar. Empleaba la zapa como un hacha, tajando,
sintiendo a la vez amor y odio, y más tarde, cuando era noche cerrada, se quedó
sentado en el fondo de su pozo de tirador y lloró. Lo hizo durante largo rato.
En parte, sentía pena por Ted Lavender, pero sobre todo era por Martha, y
también por él, porque ella pertenecía a otro mundo, que no era del todo real,
y porque era una estudiante en el Mount Sebastian College de Nueva Jersey, una
poetisa y una virgen y alguien que permanecía al margen de aquello, y porque se
daba cuenta de que no lo amaba y nunca lo amaría.
—Como
un saco —susurró Kiowa en la oscuridad—. Lo juro por Dios: ¡pum!, abajo. Ni una
palabra.
—Ya
lo oí —dijo Norman Bowker.
—Una
putada, ¿sabes? Todavía se estaba subiendo la cremallera. Ni tiempo de
subírsela le dieron.
—De
acuerdo, está bien. Ya basta.
—Sí,
pero tendríais que haberlo visto, el tipo sólo...
—Te
oí, hombre. Como un saco. ¿Por qué coño no te callas?
Kiowa
sacudió la cabeza tristemente y miró de reojo el pozo donde el teniente Jimmy
Cross estaba sentado contemplando la noche. El aire era denso y húmedo. Una
niebla cálida y espesa se había asentado sobre los arrozales y se sentía la
quietud que precedía a la lluvia.
Después
de un rato, Kiowa suspiró.
—Una
cosa es evidente —dijo—. El teniente está muy afectado. Quiero decir ese
llanto... el modo como se lo tomó... no fue fingido ni nada, una pena honda, en
serio. Al hombre le ha afectado.
—Seguro
—dijo Norman Bowker.
—Digas
lo que digas, al hombre le ha afectado.
—Todos
tenemos problemas.
—Lavender
no.
—No,
supongo que no —dijo Bowker—. Hazme un favor, ¿quieres?
—¿Callarme?
—Eres
un indio listo. ¡Cállate!
Kiowa
se encogió de hombros y se quitó las botas. Quería decir algo más, sólo para
quedarse más tranquilo, pero en cambio abrió el Nuevo Testamento y se lo
acomodó bajo la cabeza como almohada. La niebla hacía que las cosas parecieran
huecas y desprendidas. Trató de no pensar en Ted Lavender, pero no pudo evitar
recordar con qué rapidez había ocurrido todo, y de qué modo tan sencillo: se
desplomó muerto, y pensó que era penoso no sentir más que sorpresa. Parecía
poco cristiano. Deseaba poder sentir una gran tristeza, o incluso ira, pero por
más vueltas que le diera no experimentaba ninguna emoción. Por encima de todo,
se sentía complacido de estar vivo. Le gustaba el olor del Nuevo Testamento
bajo la mejilla, el cuero y la tinta y el papel y la cola, fueran cuales fuesen
los productos químicos. Le gustaba oír los sonidos de la noche. Incluso la
fatiga le parecía espléndida, la rigidez de los músculos y la conciencia
punzante del propio cuerpo, un sentimiento de flotación. Disfrutaba de no estar
muerto. Tendido en el suelo, Kiowa admiró la capacidad del teniente Jimmy Cross
para la pena. Quería compartir el dolor de aquel hombre, deseaba que le
afectara como afectaba a Jimmy Cross. Y sin embargo, cuando cerraba los ojos,
lo único que podía sentir era el placer de haberse quitado las botas y la
niebla enroscándose alrededor de él y el suelo húmedo y los olores de la Biblia
y el consuelo acolchado de la noche.
Después
Norman Bowker se irguió en la oscuridad.
—¡Por
todos los santos! —dijo—. Si quieres hablar, habla. Suéltalo todo.
—Olvídalo.
—¡Venga,
hombre! Si hay algo que odio, es un indio silencioso.
Por
lo general, se llevaban a sí mismos con compostura, con una especie de
dignidad. De vez en cuando, sin embargo, había momentos de pánico, cuando
chillaban o deseaban chillar pero no podían, cuando se retorcían y soltaban
gemidos y se cubrían la cabeza y decían: «¡Dios mío!», y se arrastraban por la
tierra y disparaban las armas a ciegas y se encogían y sollozaban y rogaban que
cesara aquel estruendo y enloquecían y hacían promesas estúpidas a sí mismos y
a Dios y a sus madres y a sus padres, esperando no morir. De modos distintos,
les pasaba a todos. Después, cuando el fuego terminaba, parpadeaban y espiaban
hacia arriba. Se palpaban el cuerpo, avergonzados, tratando de pasar
inadvertidos. Haciendo un esfuerzo, se ponían de pie. Como a cámara lenta,
fotograma tras fotograma, el mundo volvía a su vieja rutina: el silencio
absoluto, luego el viento, después la luz del sol, más tarde voces. Era la carga
de estar vivos. Con gestos torpes, los hombres se reunían, primero en privado,
después en grupos, convirtiéndose otra vez en soldados. Reparaban las
filtraciones de sus ojos. Verificaban las bajas, llamaban a los helicópteros,
encendían cigarrillos, trataban de sonreír, se aclaraban la garganta y escupían
y empezaban a limpiar las armas. Después de un tiempo alguien sacudía la cabeza
y decía: «Por poco me cago en los pantalones, de veras», y alguno de los que lo
oían se echaba a reír, lo cual significaba que habían estado apurados, sin
duda, pero que el tío aquel no se había cagado en los pantalones, porque
tampoco había sido para tanto, y en todo caso nadie que hubiera hecho tal cosa
hablaría después de ello. Entrecerraban los ojos en la luz solar densa,
opresiva. Por unos instantes, quizá se quedaban en silencio, encendían un porro
y observaban cómo pasaba de hombre en hombre, inhalando, reteniendo la
humillación. «Ha sido jodido», decía tal vez uno de ellos. Pero entonces
cualquier otro sonreía o alzaba las cejas y decía: «¡Joder, casi me han abierto
un agujero nuevo en el culo, casi!»
Había
muchas poses como ésa. Algunos se comportaban con una especie de ansiosa
resignación, otros con orgullo o con rígida disciplina militar o con buen humor
o con celo machista. Temían morir, pero les daba aún más miedo demostrarlo.
Siempre
encontraban motivos para inventarse chistes.
Empleaban
un vocabulario duro para no parecer blandos.
Quemado,
decían.
Despanzurrado, liquidado, no tuvo tiempo ni de subirse la cremallera. No
era crueldad, sólo sentido escénico. Eran actores. Cuando alguien moría, era
como si no muriera del todo, porque aquello parecía seguir un misterioso guión,
y porque casi habían aprendido de memoria su papel, en el que la ironía se
mezclaba con la tragedia, y porque llamaban a la Muerte con otros nombres, como
para enquistar y destruir su intrínseca realidad. Pateaban los cadáveres.
Cortaban pulgares. Hablaban en jerga de soldado. Contaban historias sobre la
provisión de tranquilizantes de Ted Lavender, acerca de que el pobre hombre no
sintió nada, sobre lo increíblemente tranquilo que estaba.
—Hay
una moraleja aquí —dijo Mitchell Sanders.
Estaban
esperando el helicóptero para Lavender, fumando la droga del muerto.
—La
moraleja es bastante obvia —dijo Sanders, y guiñó un ojo—. Hay que mantenerse
apartado de las drogas. En serio, en cualquier momento te arruinan el día.
—Muy
agudo —dijo Henry Dobbins.
—Te
joden la mente, ¿lo entendéis? Empiezas a decir chorradas. No te queda nada,
sólo sangre y sesos.
Tuvieron
que hacer un esfuerzo para reírse.
Eso
es todo, decían. Una y otra vez —eso es todo, amigo mío, eso es todo—, como si
la propia repetición fuera una manifestación de compostura, de equilibrio entre
estar loco y casi loco, sabiendo que eso es todo significaba tomarse las cosas
con calma y dar tiempo al tiempo, porque no puedes cambiar lo que no se puede
cambiar, eso es todo, eso es absoluta y positiva y jodidamente todo.
Eran
duros.
Llevaban
todo el bagaje de emociones de los hombres que podían morir. Pena, terror,
amor, añoranza: eran cosas intangibles, pero aun siendo intangibles tenían una
masa y una gravedad específica propias, tenían un peso tangible. Llevaban
recuerdos vergonzosos. Llevaban el secreto compartido de la cobardía apenas
contenida, el instinto de correr o quedarse paralizados o esconderse, y en
muchos sentidos ésa era la carga más pesada de todas, porque nunca podían
desprenderse de ella y exigía un equilibrio y una postura perfectos. Llevaban
sus reputaciones. Llevaban el temor más grande del soldado, que es el temor a
ruborizarse. Los hombres mataban y morían porque les daba vergüenza no hacerlo.
Era lo que los había llevado a la guerra en primer lugar, nada positivo, ningún
sueño de gloria u honor, sino sólo evitar el rubor del deshonor. Morían para no
morirse de vergüenza. Se arrastraban dentro de túneles y avanzaban en cuña y
soportaban el fuego enemigo. Cada mañana, a pesar de lo desconocido que podía
esperarlos, obligaban a sus piernas a moverse. Aguantaban. Seguían cargando. No
se sometían a la alternativa obvia, que era, sencillamente, cerrar los ojos y
derrumbarse. Algo muy fácil. Aflojar los músculos y tropezar y caerte al suelo
y quedarte despatarrado y no hablar y no moverte hasta que los compañeros te
alzaban y te metían en el helicóptero que rugía y hundía la nariz y te devolvía
al mundo. Todo se reducía a dejarse caer y, sin embargo, nadie se dejaba caer
nunca. No era coraje, exactamente; la razón última no era el valor. Más bien
estaban demasiado asustados para ser cobardes.
En
términos generales, no exteriorizaban estos sentimientos y mantenían la máscara
de la compostura. Se burlaban cuando el corneta llamaba a reconocimiento
médico. Hablaban con amargura de los tipos que se habían librado disparándose
un tiro en los dedos de los pies o las manos. Maricas, decían. Hominicacos.
Eran palabras feroces, burlonas, con apenas un rastro de envidia o de respeto,
pero incluso así aquella imagen jugueteaba detrás de sus ojos.
Imaginaban
el cañón contra la carne. ¡Era tan fácil! Apretar el gatillo y destrozarse un
dedo del pie. Lo imaginaban. Imaginaban el dolor rápido, dulce, la evacuación
al Japón, el hospital con cálidas camas y bonitas geishas enfermeras.
Y
soñaban con pájaros de libertad.
Por
la noche, de guardia, con los ojos clavados en la oscuridad, eran llevados
lejos por reactores jumbo. Sentían el tirón del despegue. ¡Arriba!, aullaban. Y después la
velocidad —alas y motores; una azafata sonriente—, pero era algo más que un
avión, era un ave auténtica, un gran pájaro plateado y liso con plumas y
espolones y un chirrido agudo. Estaban volando. Los pesos caían; no había nada
que cargar. Reían y contenían el aliento, sintiendo el frío bofetón del viento
y la altura, elevándose, pensando ¡Terminó, me fui!; estaban desnudos, eran
livianos y libres, todo era levedad, brillo y velocidad y vivacidad, eran
livianos como la luz y sentían un zumbido de helio en el cerebro y un burbujeo
mareante en los pulmones cuando se alzaban por encima de las nubes y la guerra,
más allá del deber, más allá de la gravedad y la mortificación y la
confrontación global. ¡Sin loi!,
aullaban. Lo siento, hijos de puta, pero me libré, me lo estoy
pasando en grande, viajo en un crucero espacial, ¡me largué! Era una sensación de
descanso y falta de preocupaciones, de cabalgar sobre las olas ligeras y de
navegar en el gran pájaro plateado de la libertad por encima de las montañas y
los océanos, por encima de América, por encima de las granjas y las grandes
ciudades dormidas y los cementerios y las autopistas y los arcos dorados de
McDonald's; era un vuelo, una especie de huida, una especie de caída, una caída
cada vez desde más alto, subiendo en espiral desde el borde de la tierra, más
allá del sol, a través del enorme, silencioso vacío donde no había cargas y donde
todo pesaba exactamente nada. ¡Me fui!, gritaban. ¡Lo siento, pero me fui! Y así por la noche, sin
soñar del todo, los soldados se entregaban a la levedad, eran llevados, eran
pura y simplemente transportados.
La
mañana siguiente a la muerte de Ted Lavender, el teniente Jimmy Cross se agachó
en el fondo de su pozo de tirador y quemó las cartas de Martha. Después quemó
las dos fotografías. Caía una lluvia persistente, lo que dificultó su tarea,
pero empleó pastillas de parafina para encender un pequeño fuego que protegió
con su cuerpo mientras sostenía las fotografías sobre la tensa llama azul con
la punta de los dedos.
Se
daba cuenta de que era sólo un gesto. Estúpido, pensó. Sentimental, también,
pero, sobre todo, simplemente estúpido.
Lavender
estaba muerto. No podría quemar la culpa.
Además,
tenía las cartas en la cabeza. E incluso ahora, sin las fotografías, el
teniente Cross podía ver a Martha jugando al voleibol con los shorts blancos de
gimnasia y la camiseta amarilla. Podía verla moviéndose en la lluvia.
Cuando
el fuego se apagó, el teniente Cross se puso el poncho sobre los hombros y
desayunó.
En
aquello no había un misterio tan grande, decidió.
En
las cartas quemadas, Martha nunca había mencionado la guerra, salvo para decir:
«Jimmy, cuídate.» Se mantenía distante. Se despedía diciéndole «con amor», pero
no sentía amor, y todas las frases bonitas y los tecnicismos no importaban. La
virginidad ya no le importaba. Odiaba a Martha. Sí, de veras. La odiaba.
También la amaba, pero con un amor cruel, entreverado de odio.
La
mañana llegó, húmeda y difusa. Todo parecía imbricarse sin solución de
continuidad, la niebla y Martha y la lluvia cada vez más intensa.
Después
de todo, él era un soldado.
Sonriendo
a medias, el teniente Jimmy Cross sacó sus mapas. Sacudió la cabeza con fuerza,
como para despejársela, se inclinó hacia adelante y empezó a planear la marcha
del día. Dentro de diez minutos, o tal vez veinte, despertaría a los hombres y
recogerían sus cosas y enfilarían hacia el oeste, donde los mapas mostraban que
el terreno era verde y acogedor. Harían lo que siempre habían hecho. La lluvia
podía agregar cierto peso, pero por lo demás sería uno de tantos días que
habían tenido que sobrellevar.
Era
realista a este respecto. Sentía un nuevo peso en el estómago. Amaba a Martha,
pero al mismo tiempo la odiaba.
Basta
de fantasías, se dijo.
De
ahora en adelante, cuando pensara en Martha, sería sólo para recordar que aquél
no era lugar para ella. Dejaría de soñar despierto. Aquello no era Mount
Sebastian, era otro mundo, donde no había poemas bonitos ni exámenes
semestrales, un sitio donde los hombres morían porque no tomaban precauciones y
se comportaban de un modo estúpido. Kiowa tenía razón. ¡Pum!, abajo, y estabas
muerto, muerto y bien muerto.
Por
un instante, en la lluvia, el teniente Cross vio los ojos grises de Martha
mirándolo.
Comprendió.
Era
muy triste, pensó. Las cosas que los hombres llevaban dentro. Las cosas que los
hombres hacían o sentían que tenían que hacer.
Estuvo
a punto de saludarla con una inclinación de cabeza, pero se contuvo.
Regresó,
en cambio, a sus mapas. Ahora estaba decidido a cumplir sus deberes con firmeza
y sin negligencia. Eso no ayudaría a Lavender, lo sabía, pero desde aquel mismo
momento se comportaría como un oficial. Se libraría del guijarro de la buena
suerte. Se lo tragaría, tal vez, o usaría la honda de Lee Strunk, o se
limitaría a dejarlo caer junto al camino. En las marchas impondría una estricta
disciplina. No descuidaría enviar grupos de seguridad a los flancos, para
prevenir dispersiones o amontonamientos, para hacer que la tropa avanzara al
ritmo correcto y con los intervalos correctos. Insistiría en la limpieza de las
armas. Haría que le entregaran lo que quedaba de la droga de Lavender. Más
tarde, quizá, reuniría a los hombres y les hablaría con franqueza. Aceptaría la
culpa por lo que le había pasado a Ted Lavender. Sería un hombre en ese
sentido. Los miraría a los ojos, manteniendo la barbilla alta, y les
comunicaría las nuevas órdenes con voz tranquila, impersonal, con voz de
teniente, sin dejar lugar a la discusión o al argumento. A partir de aquel
mismo instante, les diría, no abandonarían el equipo a lo largo del camino. Se
comportarían como era debido. Cada uno de ellos reuniría su equipo y cuidaría
de él procurando mantenerlo en orden y listo para ser utilizado.
No
toleraría el relajamiento. Se mostraría enérgico, mantendría las distancias.
Habría
malhumor entre los hombres, desde luego, y tal vez algo peor, porque los días
parecerían más largos y las cargas más pesadas, pero el teniente Jimmy Cross se
recordó a sí mismo que su obligación no era ser amado, sino mandar. Dejaría de
lado el amor; ahora no era un factor de peso. Y si alguien discutía sus órdenes
o se quejaba, simplemente apretarla los labios y cuadraría los hombros en la
correcta posición de mando. Podía saludarlos con un movimiento de cabeza. O no.
Podía encogerse de hombros y decir, simplemente, «¡Adelante!», entonces ellos
cargarían sus cosas y formarían la columna y marcharían hacia las aldeas al
este de Than Khe.
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