Corte
de pelo
Los
sábados hago venir de Carterville a otro peluquero para que me ayude, pero el
resto de la semana puedo manejarme solo. Usted habrá visto que este pueblo no
es Nueva York, y además, la mayoría de los muchachos trabaja el día entero, de
modo que no tienen tiempo para venir a embellecerse.
Usted
es un recién llegado, ¿no? No me parece haberlo visto antes por aquí. Espero
que el lugar le agrade y se quede. Como le digo, esto no es Chicago o Nueva
York, pero nos divertimos. No tanto desde que Jim Kendal murió. Cuando vivía,
él y Hod Meyers mantenían el pueblo en una constante algazara. Apuesto que se
reía más aquí que en cualquier otra ciudad de igual tamaño de América.
Jim
era cómico y hacía excelente pareja con Hod. Desde que Jim murió, Hod se esmera
por mantener el mismo tono, pero es muy difícil cuando no hay con quién
trabajar.
Los
sábados solíamos tener mucha diversión aquí. El local se llena desde las cuatro
de la tarde en adelante. Jim y Hod aparecían después de la comida, como a eso
de las seis. Jim se instalaba en aquella silla grande, junto a la salivadera
azul. Cualquiera que estuviera sentado en su silla, se la cedía apenas entraba.
Usted
pensará que era un asiento reservado, como los que hay en algunos teatros. Hod
generalmente se quedaba parado o se paseaba, y por supuesto uno que otro sábado
le tocaba ocupar esta silla y cortarse el pelo.
Bueno,
Jim se quedaba un rato sin abrir la boca más que para escupir, hasta que, al
final, me decía: —Whitey —mi verdadero nombre, aunque mi nombre de pila es
Dick, todo el mundo me llama Whitey aquí, digo que Jim decía—: Whitey, tienes
la nariz como una amapola esta noche. Debes haber estado tomándote el agua de
colonia.
Y
yo le decía:
—No,
Jim, pero me parece que tú sí debes ha-ber estado tomando algo por el estilo o
algo peor.
Jim
se reía pero contestaba en el acto:
—No,
no he bebido nada, pero eso no quiere decir que no me gustaría tomar algo, aun
cuando fuera alcohol.
Entonces,
Hod Meyers decía: —Tu mujer también.
Esto
provocaba una carcajada general, porque todo el mundo sabía que Jim y su mujer
no andaban bien. Ella se habría divorciado, sólo que no había posibilidad de
pensión y no podía arreglárselas sola con los niños. Jamás había podido
comprender a Jim. Él era tosco, pero en el fondo un buen muchacho.
Jim
y Hod se divertían de lo lindo a costa de Milt Sheppard. Pero usted no debe
saber nada acerca de Milt. Bueno, tiene una manzana de Adán que más se parece a
un melón.
Ellos
esperaban que yo estuviera afeitando a Milt, precisamente en esa parte del
cuello, y entonces Hod gritaba:
—¡Eh,
Whitey, espera un minuto! Déjanos hacer una apuesta, antes que lo cortes, para
ver cuántas semillas tiene.
Y
Jim replicaba:
—Si
Milt no fuera tan puerco y habría pedido medio melón, y no uno entero, no se le
habría quedado atorado en la garganta. —Entonces todos los muchachos reían, y
hasta el mismo Milt, objeto de la broma, se esforzaba en sonreír. ¡Sí, Jim era
un gran tipo!
Allí
estaba su bacía de afeitar, en aquella repisa al lado de la de Charles Vail.
Charles M. Vail. Es el farmacéutico. Viene a afeitarse regularmente tres veces
por semana. Y la bacía que está al lado es la de Jim. James H. Kendall. Jim no
necesitará ya más nada para afeitarse, pero de todos modos la dejará allí
mismo, como un recuerdo de los viejos tiempos. ¡Decididamente Jim era un
personaje!
Años
atrás, Jim viajaba desde Carterville por asuntos de conservas en lata. Vendían
conservas en lata. Jim tenía el mercado de toda la mitad norte del estado, y se
pasaba viajando cinco días por la semana. Caía por aquí los sábados y contaba
sus experiencias de la semana. Eran notables.
Supongo
que se preocupaba más en hacer bromas que negocios. Finalmente, la firma lo
despidió y lo primero que hizo fue volver a casa y contarle aquí a todo el
mundo que lo habían despedido, en vez de decir, como lo hubiera hecho la
mayoría, que había renunciado al trabajo.
Era
un sábado y el local estaba repleto y Jim se paró en la silla y dijo:
—Caballeros,
tengo una importante noticia que comunicarles. Me han despedido del trabajo.
Bueno,
todos le preguntaron si hablaba en serio, y él dijo que sí; y nadie supo qué
decir hasta que Jim rompió el hielo y añadió:
—He
estado vendiendo conservas y ahora yo estoy en conserva.
Sabe,
la firma en la que trabajaba, fabricaba productos en conserva. En Carterville.
Y ahora Jim decía que él mismo estaba en conserva. Sí. ¡Era un gran tipo!
Jim
tenía una broma bárbara que solía hacer cuando viajaba. Por ejemplo, cuando iba
en tren y pasaba por alguna pequeña ciudad, bueno, digamos bueno como Benton;
se asomaba a la ventanilla y se fijaba en los letreros de negocios.
Por
ejemplo, si veía un letrero como “Henry Smith, Productos Secos”, Jim tomaba
nota del nom-bre y de la ciudad, y cuando llegaba a su destino, despachaba una
tarjeta postal a Henry Smith, Benton, en la que escribía algo como lo
siguiente: “Pregúntele a su mujer sobre la persona que le hizo compañía la
tarde pasada y firmaba: Un amigo.”
Por
cierto que nunca llegó a saber el resultado de tales bromas, pero podía imaginar
lo que sucedía, y esto era suficiente.
Jim
no trabajó con mucho empeño, después que perdió el empleo con la firma de
Carterville. Lo poco que ganaba realizando algunas pequeñas tareas, se lo bebía
casi íntegro en gin, y su familia se habría muerto de hambre si los almaceneros
no continuaran sosteniéndola. La mujer de Jim probó suerte en la costura, pero
esa no era una profesión que diera dinero en este pueblo.
Como
le digo, ella se habría divorciado de Jim, si sola hubiera podido sostener a su
familia, pero siempre acariciaba la esperanza de que Jim abandonara esos malos
hábitos y le diera algo más que dos o tres dólares por semana.
Hubo
un tiempo en que solía ir a la oficina de su marido y pedía que le dieran su
salario, pero des-pués de una o dos veces, él logró vengarse pidiendo casi todo
su sueldo por adelantado. En seguida se largó a contar por todo el pueblo cómo
había conseguido vencer en astucia a su mujer.
¡Era
ciertamente muy prudente!
Pero
no se quedó contento con esto. Estaba ofendido por la conducta de su mujer al
pretender sacarle su salario y decidió desquitarse. Para ello, esperó a que
anunciaran el arribo del Circo Evans y entonces prometió a su mujer y a sus
hijos llevarlos al espectáculo. El día de la función, convino en que los esperaría
a la puerta del circo con las entradas listas.
Por
cierto no tenía intención de comprar entradas ni esperarlos, ni nada. Lo que hizo
fue emborracharse con gin y acostarse a dormir el día en-tero, en la cantina de
Wright. Su mujer y los niños esperaron y esperaron, y por supuesto él no apareció.
Su esposa no tenía un centavo, supongo. De manera que, tuvo que decirles a los
niños que no habría circo. Y ellos lloraron desconsoladamente.
Bueno,
parece que mientras que lloraban, apareció el doctor Stair y quiso saber la
causa de tanta pena. La señora Kendall, como es terca no quiso decir de qué se
trataba, pero los niños lo hicieron, y el doctor ofreció insistentemente
llevarlos a todos a la función. Jim, descubrió esto más tarde, y fue una razón
para que tuviera entre ojos al doctor Stair.
El
doctor Stair llegó aquí hará un año y medio. Es un tipo extraordinariamente
atractivo y parece que se hiciera los trajes a medida. Va a Detroit dos o tres
veces al año, y seguramente lo debe aprovechar para mandarse hacer sus ropas
sobre medida. Valen casi el doble, pero quedan mucho mejor que las que venden
en las tiendas.
Durante
un tiempo todo el mundo se preguntó qué había inducido a un joven médico a
venirse a una pequeña ciudad como ésta, en la que tenemos ya al viejo doctor
Gamble y al doctor Foote, ambos resi-dentes aquí desde hace años y que se han
repartido toda la clientela.
Luego
comenzó a circular el rumor de que la novia del doctor Stair le había dado
calabazas. Una señorita de la Península del Norte, y esa era la razón por la
cual él se vino a nuestra ciudad, para esconderse y olvidarla. Por otra parte,
él afirmaba que no existía nada mejor para formar un buen médico que la
práctica en una ciudad pequeña, y que por eso vino a nuestro pueblo.
En
todo caso, en poco tiempo comenzó a ganar lo necesario para vivir, y eso que,
según me dicen, no acostumbra jamás a cobrar lo que le deben, y la gente de por
aquí tiene esa costumbre de la deuda, incluso en lo que a mí respecta. Si yo
consiguiera que me liquidaran todo lo que me deben, sólo por las afeitadas, me
podría dar el lujo de irme a Carterville e instalarme en el Mercer y ver
películas distintas todas las noches. Ahí tiene usted el caso del viejo George
Purdy… pero me parece que no deberíamos fomentar chismes.
Bueno
el año pasado murió nuestro fiscal, mu-rió de gripe. Su nombre era Ken Beatty.
Así que tuvieron que elegir uno nuevo, y eligieron al doctor Stair. Él lo echó
a la broma, en un principio, y se negó a aceptarlo, pero se lo exigieron. Desde
luego, no es, ni con mucho, un puesto envidiable, y el sueldo de un año alcanza
escasamente para comprar semillas para el jardín. Pero el doctor es de esas
personas que no saben decir no, cuando se les insiste un poco.
Pero
ahora recuerdo que pensaba contarle lo de ese pobre muchacho que tenemos aquí
en el pueblo: Paul Dickson. Cayó de un árbol cuando tenía diez años, y, del
golpe en la cabeza, nunca volvió a ser normal. No es que haya quedado muy mal
sino tonto. Jim Kendall lo llamaba “Cucú”; es el nombre que Jim Kendall daba a
cualquiera que estuviera un poco loco, sólo que a las cabezas las llamaba
porotos. Esa era otra de sus travesuras: llamar porotos a las cabezas de la
gente y cucos a los afectados del cerebro. Ya puede imaginarse usted cómo
gozaría Jim a costa del pobre Paul. A veces lo mandaba al garage White Front en
busca de una llave del recinto de los jugadores.
Tratándose
de bromas, no había nadie que le ganara a Jim.
El
pobre Paul sospechaba siempre de la gente, quizá debido al hecho de que Jim le
hacía continuas jugadas. Paul no se metía con nadie que no fuera su madre, el
doctor Stair y una muchacha llamada Julie Gregg. Es decir, ya no es tan
muchacha que digamos, anda por arriba de los treinta.
Cuando
el doctor llegó al pueblo, Paul intuyó en el acto que sería un buen amigo, de
modo que pasaba constantemente cerca de él, fuera en las horas de comer o de
dormir o cuando habla divisado a Julie Gregg haciendo sus compras. Cuando, a
través de la ventana del doctor, veía a Julie, se precipitaba por la escalera y,
dándole alcance, la acompañaba en todas sus diligencias. El pobre muchacho
estaba loco por Julie, que lo trataba con cariño y le hacía sentir que siempre
era bien acogido, aunque sólo sentía compasión.
El
doctor Stair hizo cuanto pudo por mejorar el estado mental de Paul, y hasta me
dijo una vez que había notado una cierta mejoría. También dijo que, a veces, se
conducía como un muchacho perfectamente normal.
Pero
recuerdo ahora que quería contarle lo de Julie Gregg. El viejo Gregg tenía un
negocio de maderas, pero se dio a la bebida y perdió la mayor parte de su
dinero y, al morir, no dejó más que una casa y el seguro, lo indispensable para
que su hija pudiera subsistir. La madre era casi inválida y en raras ocasiones
salía de casa. Julie quiso vender la propiedad y trasladarse a otra parte,
luego que el padre murió, pero la madre dijo que ella había nacido en ese sitio
y que moriría en él. Era un gran pro-blema, ya que los jóvenes del pueblo. ..
no valen ni la mitad que ella.
La
chica se educó en Chicago, Nueva York y otras partes y no hay cosa de la que no
pueda hablar. En cambio, el resto de la gente de por acá, si se les menciona
algo que no tenga relación con Gloria Swanson o Tommy Meighan, piensan en el
acto que uno delira. ¿Vio a Gloria en el papel de Premio a la virtud? ¡Se ha
perdido usted una gran cosa!
Bueno,
no hacía una semana que había llegado el doctor Stair cuando vino un día para
afeitarse. Yo lo reconocí en el acto, pues me lo habían mostrado, de manera que
le hablé de mi anciana madre. Desde hace dos años estaba enferma y ni el doctor
Gamble ni el doctor Foote habían podido aliviarla. Así que él me prometió venir
a verla, pero dijo que si ella podía ir a visitarlo a su consultorio sería
mucho mejor, para hacerle un examen completo.
Así
que la llevé al consultorio y, mientras aguardaba en la salita de espera, llegó
Julie Gregg. Ahora bien, cada vez que alguien entra en la salita del doctor
Stair, suena un timbre de su oficina, con el fin de que sepa que tiene algún
cliente esperándolo.
Así,
que él dejó a mi vieja en la oficina interior, y se asomó a la puerta. Era la
primera vez que él y Julie se encontraban y se produjo lo que se llama amor a
primera vista. Pero, por desgracia, éste no fue recíproco. El joven médico era
lo más buen mozo que se vio en la ciudad, mientras que para él, ella sólo era
alguien que buscaba un médico.
Ella
había venido casi por lo mismo que yo. Su madre fue atendida durante años por
los otros médicos, sin ningún resultado. Así que al saber que existía un nuevo
doctor en la ciudad, decidió hacer la prueba. Él le prometió ir a ver a su
madre ese mismo día.
Dije
hace un momento que se trataba de un amor repentino por parte de ella. Me baso
no sólo en su actitud posterior, sino en la forma en que lo miró esa primera
vez en su consultorio. No pretendo leer los pensamientos, pero se notaba en
todo su semblante que estaba perdidamente enamorada.
Ahora
bien, Jim Kendall, además de ser un in-ventor de bromas y un bebedor
consagrado, era también todo un don Juan. Me imagino que mientras trabajaba en
esa firma de Carterville, debe haber hecho algunas correrías además de tener
dos o tres enreditos en esa ciudad. Como digo, su mujer se habría divorciado
gustosamente de él, sólo que no le era posible. Pero Jim era como la mayoría de
los hombres y de las mujeres. Deseaba lo que no podía conseguir. Deseaba a
Julie Gregg y buscaba y rebuscaba en su cabeza alguna forma de abordarla. Sólo
que él decía poroto en vez de cabeza.
Resulta
que los hábitos y las travesuras de Jim no atraían en absoluto a Julie y,
además, era un hombre casado, de manera que no tenía más posibilidades de
conseguir lo que deseaba, que… un conejo… Ésta es una expresión del propio Jim.
Cuando alguien no tenía posibilidades de ser elegido para algo, Jim decía que
tenía tantas probabilidades como un conejo.
Por
otra parte, no hacía la menor tentativa de ocultar sus sentimientos.
Aquí
mismo, más de una vez y en presencia de mucha gente, confesó que estaba
prendado de Julie y que cualquiera que lo ayudara a conseguirla, sería
bienvenido en su casa, aun por su mujer y sus hijos. Pero ella no quería saber
nada de él y ni siquiera le dirigía la palabra en la calle.
Por
último, viendo que no avanzaba nada con sus métodos habituales, resolvió usar
la fuerza. Una noche se fue derecho a su casa y, cuando ella le abrió la
puerta, se introdujo violentamente y la tomó entre sus brazos. Sin embargo,
ella consiguió desprenderse y, antes que pudiera detenerla, corrió a la pieza
vecina cerrando la puerta con llave y llamó por teléfono a Joe Barnes; Joe es
el jefe de policía. Jim se dio cuenta de lo que estaba haciendo, y se retiró
apresuradamente, antes de que llegara Joe.
Joe
era un viejo amigo del padre de Julie. Al día siguiente, Joe hizo una visita a
Jim y le advirtió lo que le sucedería si reiteraba esta broma.
No
sé cómo este chisme se esparció. Probablemente Joe lo haya contado a su señora,
y ésta, a su vez, a otras esposas y ellas a sus maridos respectivos.
De
todos modos, el enredo se difundió y Hod Meyers tuvo el valor de hacerle bromas
a Jim respecto a ello, en este mismo recinto. Jim no lo negó y, aún más, lo
echó a la broma y nos dijo que muchos habían procurado dejarlo en ridículo,
pero que él siempre acababa por salir airoso.
Mientras
tanto, el pueblo entero sabía que Julie estaba loca por el médico. Seguramente
ella no había reparado en lo mucho que su rostro se transformaba cuando se
encontraba con el doctor Stair, pues de otro modo hubiera tratado de alejarse
de él. Por supuesto que tampoco sabía que nosotros notábamos la asiduidad con
que encontraba excusas para ir, sin motivo real, a su consultorio, o
simplemente para pasar frente a su casa y poder mirarlo a través de su ventana.
Yo lo sentía por ella. La mayor parte de la gente lo lamentaba también.
Hod
Meyers continuó refregándole por la cara a Jim que el médico lo había
derrotado. Jim no hacía caso de las bromas, pero era fácil ver que estaba
preparando una de sus habituales.
Otra
de las travesuras de Jim era su manía de cambiar la voz. Podía imitar
perfectamente la voz de una muchacha y también la de cualquier hombre. Para
mostrarle lo bien que hacía las imitaciones, le referiré la jugada que me hizo
a mí una vez.
Usted
debe saber que en la mayoría de las ciudades, cuando un hombre muere y
necesitan que lo afeite, se llama al barbero, que cobra cinco dólares por el
servicio, es decir, no se cobra al difunto, sino a la persona que ha pedido el
peluquero. Yo cobro solamente tres, porque personalmente no siento ningún
escrúpulo en afeitar a un muerto. Se quedan mucho más tranquilos que los
clientes vivos, y lo único desagradable es que no dan deseos de conversar con
ellos y uno se siente muy solitario.
Hace
dos años, en uno de los días más fríos que tuvimos en el invierno, sonó el
teléfono en mi casa mientras comía y oí una voz de mujer que me decía ser la
señora de John Scott. Me avisaba que su esposo había muerto y si quería ir a su
casa a afeitarlo.
El
viejo John había sido siempre un buen cliente mío. De modo que aunque vivía a
siete millas de la ciudad, en la carretera Streeter, no pude negarme.
Prometí
ir, aunque advertí que tendría que alquilar un coche, lo cual podría significar
tres dólares, más que la tarifa de servicio. Se me contestó que estaba todo muy
bien, de modo que conseguí que Frank Abbot me condujera hasta allá y, cuando
llegué, ¡imagínese mi sorpresa: me abrió la puerta el propio John! Estaba tan
vivo, bueno, como un conejo…
No
me hizo falta un detective privado para darme cuenta de quién me había hecho
esta bromita. No había nadie capaz de idearla, fuera de Jim Kendell. ¡Qué gran
tipo!
Le
cuento este episodio para que usted vea su facilidad para disfrazar la voz y
engañarlo a uno. Yo habría jurado que era la señora Scott quien me llamaba. En
todo caso una mujer.
Bueno,
continuando con mi historia, Jim esperó hasta que consiguió grabarse la voz del
doctor Stair y entonces comenzó a tramar la venganza.
Una
noche, sabiendo que el doctor estaba en Carterville, llamó a Julie por
teléfono. Ella no dudó ni por un momento de que se trataba de la voz del
médico. Jim habló diciéndole que deseaba verla esa noche, que no podía esperar
más tiempo para comunicarle algo que había ocultado largamente.
Ella
se alegró mucho y en el acto le dijo que viniera a su casa. El respondió
diciendo que estaba esperando un llamado de larga distancia muy importante, de
modo que por favor olvidara las reglas de urbanidad y tuviera la bondad de ir a
su consultorio. Agregó que no había ningún peligro y que, además, nadie la
vería. Añadió que él quería hablar con ella sólo un momento. Bueno, la pobre
Julie cayó en la trampa.
El
doctor mantenía siempre una luz encendida en su estudio, de modo que a Julie le
pareció natural que él estuviera en casa esa noche.
Mientras
tanto, Jim se trasladó al bar de Wright, donde había un grupo de muchachos
divirtiéndose. La mayoría había bebido gin en abundancia y eran de los que son
pesados aun sobrios. Los chistes de Jim tenían siempre buena acogida entre
ellos, de manera que cuando él los invitaba a presenciar alguna broma,
abandonaban en masa los billares y las cartas y lo seguían.
Ahora
bien, el consultorio del doctor se encuentra en el segundo piso. Junto a su
puerta hay otras escaleras que conducen al tercer piso. Jim y sus compadres se
escondieron detrás de estos peldaños, en la oscuridad.
Bien,
Julie llegó a la puerta del doctor y tocó el timbre. Nadie respondió. Tocó de
nuevo hasta siete u ocho veces. En seguida, empujó la puerta y la encontró con
llave. De repente, Jim hizo un ruido, que ella escuchó. Esperó un momento y
preguntó:
—¿Eres
tú, Ralph? —Ralph es el nombre de pila del médico.
Nadie
respondió y ella debe haberse dado cuenta, de súbito, que había sido burlada.
Costó poco para que se cayera, mientras huía por la escalera, con toda la
pandilla detrás. Durante todo el camino a su casa la persiguieron, gritándole
en son de burla:
—¿Eres
tú, Ralph?
—¡Oh,
Ralph querido!, ¿eres tú?
Jim
aseguró, más tarde, que él no podía gritar con sus compañeros, porque se moría
de risa.
¡Pobre
Julie! Hasta mucho tiempo después no se asomó por la Calle Principal. Por cierto
que Jim y los suyos se encargaron de contar esto a todo el mundo, con excepción
del doctor Stair.
Temían
decírselo y no lo habría sabido jamás, a no ser por Paul Dickson. El pobre
“Cuco”, como Jim lo llamaba, estaba aquí una de esas noches en que Jim aún se
complacía en referir esta historia. Paul hizo lo posible por entender lo más
que pudiera y, en seguida, corrió al médico con la noticia.
El
doctor saltó por el aire y juró que se lo haría pagar caro a Jim. Pero esto no
era tan sencillo, ya que si se sabía que él había castigado a Jim, Julie podría
oírlo y saber que estaba enterado de la historia, con lo cual se sentiría aún
peor. Él haría algo, pero tenía que pensar bien qué.
Bueno,
unos dos días más tarde se juntaron de nuevo aquí, Jim y “El Cuco”. Jim pensaba
ir a cazar patos al día siguiente y andaba en busca de Hod Meyers para que lo
acompañara. Casualmente yo sabía que Hod andaba en Carterville y que no regresaría
hasta fines de semana. Como a Jim no le gustaba mucho ir solo, estaba pensando
abandonar su idea, cuando el pobre Paul se atrevió a hablar y le dijo que si
quería, él podría acompañarlo. Jim pensó un momento y, en seguida dijo que
valía más ir con un idiota que solo.
Me
imagino que él se proponía jugarle alguna broma a Paul, una vez que estuviera
dentro del bote, como empujarlo al agua; en todo caso, aceptó que Paul lo
acompañara. Preguntó a Paul si había disparado alguna vez contra algún pato.
Este contestó que nunca había tenido un arma en sus manos. Jim le prometió que
si se portaba bien, le permitiría disparar una o dos veces con su escopeta. Se
pusieron de acuerdo respecto de la hora para el día siguiente, y esa fue la
última vez que contemplé vivo a Jim.
Hacía
escasamente diez minutos que había abierto el local, a la mañana siguiente, cuando
entró el doctor Stair. Parecía muy nervioso. Me preguntó si yo había visto a
Paul Dickson. Yo respondí que no, aunque sabía que andaba cazando patos con Jim
Kendall.
El
doctor dijo que había oído que probablemente andaban de cacería y no se
explicaba esto, pues Paul le dijo que él no volvería a tener ningún encuentro
con Jim, mientras viviera.
El
doctor me contó cómo Paul le había informado de la broma que Jim le hizo a
Julia. Agregó, además, que Paul le había pedido su opinión acerca de la
travesura, a lo cual él respondió que una persona así no debía estar viva.
Por
mi parte, yo convine en que la broma de Jim había sido un tanto grosera, pero
que éste no había podido resistir jamás a la tentación de hacer alguna
travesura, por chocante que fuera. Agregué que, en mi opinión, Jim tenía buen
corazón, sólo que llevaba en la sangre la tendencia a las maldades. El doctor
se fue.
A
mediodía recibió un llamado telefónico del viejo John Scott. El lago donde Jim
y Paul habían ido a cazar estaba en la propiedad de John Scott. Hacía unos
minutos que Paul había llegado corriendo desde el lago, en dirección a la casa
y decía que acababan de tener un accidente. Jim había disparado a unos cuantos
patos y, en seguida, le había pasado la escopeta a Paul para que probara
suerte. Paul no manejó nunca una escopeta, de modo que se puso bastante
nervioso. Sus manos temblaban de tal manera que le fue imposible controlar el
arma. Apretó el gatillo y Jim cayó, muerto, al fondo del bote. Como el doctor
Stair era el fiscal, tuvo que tomar rápidamente el coche de Frank Abbot y
correr a la finca de Scott. Paul y John estaban en la ribera del lago. Paul
había traído el bote hasta allí, pero no habían movido el cuerpo de Jim,
esperando la llegada del médico.
Éste
examinó el cuerpo y dijo que lo mejor que se podía hacer era llevarlo a la
ciudad. No había necesidad de llamar a un médico legista, ya que era un caso
indiscutible de accidente de caza.
Personalmente
no dejaría jamás que alguien que no sabe manejar una escopeta, tenga una en sus
manos dentro del mismo bote en que yo estuviera. Jim había sido un imprudente
al abandonarle su escopeta a un novato, más aún tratándose de un semianormal.
Puede que Jim lograra lo que merecía, pero de todos modos, nosotros lo echamos
mucho de menos por acá. ¡Sin duda era un gran tipo!
¿Se
peina al agua o en seco, señor?
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